Memento mori
por Aarón Andrés
Al pasar lo vi. Conservaba la calva como un trofeo, aquella calva de relumbrón que hacía unos discursos de enjundia como aquel del nosequé de las ínfulas virtuosas y el futuro inmanente que dio tanto que hablar entre las fuerzas vivas e incluso la fuerzas muertas, que eran, a estas alturas, casi todas.
— Psssch.
Tenía además líquenes aferrados que son como la pátina de un emperador de los antiguos o la coraza de un héroe medieval pero sin esos calzones chillones que se divisan a un kilómetro. A aquella estatua se le había descantillado hasta el alma. Una oreja, encallada en el suelo, parecía compartir susurros con la hojarasca.
— Psssch.
Sus ojos, esos viejos faros alejandrinos, iluminaban ahora el hastío de las hojas caídas hacia abajo y nunca hacia arriba (la ley de la gravedad es una ruina) y fabricaban tras las pupilas vacías mares sin puertos y puertos sin ciudades porque la verdadera pátina, la de la muerte, nos iguala a todos y acaba por enterrarnos en un mar de frondas o en una leyenda de Platón.
— Psssch. ¡Oiga!
La estatua requería mi atención. Lo sé porque oí resonar sus palabras en mi cabeza como un pensamiento de Aristóteles. Desconocía que entre las estatuas y los humanos también era posible la telepatía.
— ¿Es usted quién habla?
— Sí, soy yo, el petrificado, el victorioso, el cagódromo de las palomas, el antiguo prohombre de esta ciudad que ha cedido mi calva como diana para probar la puntería de las aves. ¿Le importaría escribir algo en la base del pedestal? Lo tengo borradísimo.
— Por supuesto que no. Por allí veo un viejo tizón.
— ¿Sabe escribir letra de redondilla? Es que si no es con redondilla no se lee igual, siempre ha tenido más enjundia.
— Claro.
— ¿Y sin faltas de ortografía?
— Sin faltas. Estudié con cuadernillo, ¿sabe?
— Pues escriba esto: “Al caballero de la Tenaza”.
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