Amor de los gordos
por Luis Amezaga
La naturaleza de Izadi es pasional, sensible y termodinámica. Su calor se transmite sin apenas pérdidas de energía, su cuerpo es ideal para el acercamiento en noches gélidas. Izadi está gordita, que es la forma ridícula de decir gorda. Es bibliotecaria, como un servidor. Trabaja muchas horas sentada, como un servidor. Tiene don de gentes, no como un servidor. Los gordos caemos simpáticos, el prójimo no se siente amenazado por nosotros. Bajan la guardia, ellos sabrán. Cualquier individuo de la especie que no transmita feromonas sexuales es de fiar: ancianos, niños, gordos, moribundos. Los moribundos no mienten, a diferencia de los borrachos y los niños. Los moribundos tienen miedo, eso sí, un miedo sincero. Estoy más gordo que Izadi, por eso no me atrevo a pedirle una cita amorosa. Trabajo junto a ella, en la mesa de al lado, archivando libros de ensayo científico. Las bibliotecas públicas son cementerios donde se entierran los ejemplares que una vez tuvieron su porción de esplendor en los escaparates de las librerías y en las listas de Amazon.
Se queja Izadi en verano de que el aire acondicionado de la sala donde trabajamos debería estar más fuerte. Le doy la razón. Entre los dos sudamos como para rellenar una presa. La miro de reojo mientras tecleo referencias bibliográficas. A mis ojos, ella es una ondina con curvas deliciosas. Me viene a la cabeza la estúpida imagen de cómo aguantaría la estructura de mi cama los embates de nuestro amor. Los gordos nos preocupamos por asuntos que a los demás no les desasosiegan. Salir dos gordos a cenar a un restaurante, aunque sea vegetariano, es visto como gula malsana. El sexo entre gordos es depravación, y pasarte de copas es visto como una escena grotesca. Cuando vamos al gimnasio nos miran mal, como si fuera un club exclusivo para quienes no lo necesitan. Los médicos de cabecera no saben qué hacer con nosotros. Ni el ayuno hasta la orilla de la muerte funciona para bajar cien gramos. Que andemos —nos recomiendan—, que comamos berros, borraja, espinacas, brócoli, que bebamos agua, que no miremos los escaparates de las pastelerías, que entre horas cerremos la boca.
Izadi se lleva al trabajo un sándwich vegetal y un botellín de agua de pepino. Yo prefiero el café de toda la vida con unas magdalenas. ¿Cuántas? Con dos vale para convalidar el plural, y no pienso admitir más. Yo mal, ella bien, pero ambos seguimos gordos. Hoy está algo taciturna y eso me da rabia. Me gustaría pegarme con todo aquél que la ponga triste, matar a quien no la haga sonreír. Noto el calor que me llega de su cuerpo. Mientras nuestros compañeros son finas cuerdas que vibran, nosotros dos somos bastas maromas que hacen temblar la tierra. Cuando Izadi levanta la cabeza y me mira, le guiño un ojo. Jugamos en el mismo equipo. Estamos gordos y con el tiempo eso se convierte en identidad: somos gordos. Soy su doble, el especialista que hace los trabajos más penosos para que ella pueda interpretar el papel de protagonista bibliotecaria ejemplar. Para mí ella es una estrella que nunca se apaga. Cuando surge algo a última hora en su mesa, me ofrezco a tramitarlo, le digo que se vaya tranquila, que yo me encargo. Me lo agradece con esa complicidad que tenemos los de nuestra especie. Sí, somos una especie paralela, tenemos un genoma distinto, el aire nos engorda los poros de la piel. La semana pasada le pregunté a Izadi si me acompañaría a comprar ropa. Ella sabe dónde puede resolverse ese trámite de la mejor forma posible para mi percha más grande que el armario. Fuimos a una tienda de barrio de tallas inconfesables, y salí con dos pantalones y tres camisas. He llegado a pensar en convertirme al Islam para echarme por encima del pijama una chilaba y a correr. Para qué más. Ingeriría comida halal con el mismo entusiasmo que cuando un cerdo de la dehesa extremeña visita mi plato. Todo me sabe bien y el sentimiento de culpa me da hambre, he de confesarlo.
Me levanto de mi escritorio y me acerco al de Izadi a preguntarle si vio ayer el programa de televisión "bailando con gordos". Me dice que sí, que la pareja de León le gustó mucho. <<¿Ensayando un poco creo que lo haríamos bien, no te parece?>> Se ríe. <<¿Nosotros en la tele?, qué vergüenza...>>.
Izadi, cuando las dietas no funcionan, reza. Le digo que como siga así acaba en mística, si no fuera porque es más fácil que un rico entre en el reino de los cielos a que un gordo pase por el ojo de una aguja. Los gordos no levitamos.
El sexo de los gordos es resbaladizo, acolchado y de lado. En mi escasa experiencia así se podría describir. Un par de veces he acudido a los servicios a domicilio de una profesional, y ambas me impusieron un suplemento en la tarifa acordada por teléfono. El sexo de pago de los gordos es como viajar en avión, si te pasas de kilos al facturar el equipaje hay una penalización.
Izadi tiene unos ojos miel que me los comería... a besos. Sé que ella también siente algo por mí, pero aún aspira a un delgado, quiere darse otra oportunidad. Ha estado pidiendo asesoramiento médico para hacerse una reducción de estómago. Si da el perfil, entrará en quirófano y renacerá al mundo de los que ocupan un solo asiento en los autobuses. Si eso ocurre, sé que no me arredraré. El amor es pertinaz y el orgullo, cabezota. Es importante la dedicación y el esfuerzo en la búsqueda del tesoro, del premio gordo que se sortea a cada instante en esta tómbola que no sabemos quién organiza. No renunciaré a ella sin jugar.
— ¿Y sirve de algo tanta dedicación y esfuerzo? - me preguntó un amigo, un amigo delgado del barrio, conocedor de mis bríos hacia Izadi.
— De nada.
— ¿Entonces?
— Dedicaré más tiempo y pondré más esfuerzo.
— ¿Y servirá de algo?
— De nada.
— No entiendo...
— El viento sopla cuando quiere y donde quiere. A mí, para moverme, hace falta un huracán.
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