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La sonrisa del saltador (uno)
porJuan Manuel Navas

 


(publicado en Ariadna-rc.com en 1999)


En verdad yo habito la garganta de un dios.
SAINT-JOHN PERSE

 

Desde la garganta de un ángel.
Sospechando desde dentro, arropado en bulto,
en la yema anunciada, en perfil de voz.
Reunión en la última garganta de estruendo amañado,
con un reparto injusto de los rincones más ciegos.
Es a ese dentro sin el balanceo de astros y mares,
adonde vienen todas las cosas abandonando el festín
de un silencio intacto, de un aliento áspero a semilla.

La yema inmóvil araña en su salida húmeda.
Imagina la negación del aire y el roce de las ramas temblando
hasta despojarse del lugar que precipita los cristales sin luz,
sin la caricia de la luz pequeña,
pequeña de letras, de dientes abandonados,
luz como yema entregada,
tal vez yema que duele por las laderas del ángel.
Su cuerpo en posición inexacta brilla a voces por inventar,
acopio de prodigios que nunca podrán fijarse,
libro de horas agotado por el esplendor del olvido.
Y a su alrededor se arraciman las últimas noches,
las más propicias, las insolubles por el amanecer,
en las que fallecen las fresas impuestas,
entregadas sin precio por los íntimos moradores de la primera leche,
la que nace del alud
astro
vegetando en el pecho de la mujer callada.
Revientan las fresas por no ocultar más su miedo al color.
Estallan, pero poco,
en un anuncio de huellas por la boca,
en manchas muy cansadas de secarse a un aire
que ignora su nombre, piel de mar.
Y no se sabe bien si son fresas
o el tumulto de una plaza desierta de fuentes,
si son el fruto encendido trayendo designios de gloria
o sólo pezones de agua,
de sangre olvidada en el filo de sus dedos.

El ángel sigue quieto.
Avanza la garganta en pregunta por espejos de ceniza.
Reclama de las frutas vencidas el valor necesario.
Suena su memoria inmóvil,
¿cómo los ojos crecidos en el borde de la yema,
cómo la mirada tosiendo por los ojos del yacente,
cómo las manos los perfiles podrán ver,
cómo podrán ver de la estatura un reflejo franco,
con amigos en la misma pupila,
con abrazos de aire a boca y ternura,
si todavía no hay luz?

Pero entonces llueve tanto sobre la tumba de César Vallejo
que no es posible adivinar los acordes de sus gritos,
ni entender aún el verso enredado en las patas de una gran araña
que retrocede en el cangrejo de las llamadas constelaciones.
Llueve sobre la memoria del que estuvo asomado al abismo,
de él o nadie a punto de reír para siempre,
anticipando la caída del que dice o calla.
Hundir las manos en el pan y seguir con el incendio,
con el sacrificio, pero es pronto aún...

Si el ángel se incorporase un poco
quizás se le atragantase el mediodía con su presagio de siesta mortal,
de abdicación ante los traidores sobre ramas imborrables.
Pero aún no ha llegado el tiempo de las hipótesis.
Aún es pronto para el tierno retazo vocal
que busca insomne vestigios en lo oscuro.
Sólo está el tiempo de la planta.
Ha crecido en su clorofila de sombra,
moho de ojos quemados para el tallo rígido,
harto de igualar proposiciones a ambos lados.
Sólo está la voluntad súbita de la voz,
el hijo de madera arrancado con violencia por las manos blancas
del que está a punto de inventar su oficio.
Tanta lluvia recogida en la sucesión de lápidas peruanas,
en el gran caldero de bronce a la orilla de comisuras,
de labios, de gestos nacientes, de noches resueltas,
entre el pie y el rastro dejado por las frutas sin nombre,
sin sabor aún.
Y mastica el ángel hasta veinte hojas
y escupe sobre la reunión de lluvias,
recrea sus rincones en interiores forjados,
empuña a su descendiente sin sol y golpea,
golpea,
golpea el borde intacto del caldero
que al lado tiembla y sonríe.
Alrededor están los primeros moradores.
Absorben y vuelven a entregar el corazón de agua
con largas cañas a base de huesos vacíos,
largos huesos de aves sin tuétano ni miedo.
Respiran la variación de las voces,
porque voces son los sones arrancados en esta reunión
para decir al fin el color de las fresas,
para repartir justamente las miradas
y estar preparados antes del salto.
Y así de un rumor a un rumor distinto.
Del cuello partido en comunión dichosa se desprende la voz,
aún vacía, para ir afilando un poco más los sabores.
El ángel argumenta paredes del hogar sin madre,
dirime causas de anfibios y grietas,
y ya no espera a ras de eclipse.
Ahora empieza a escuchar sus manos
abultando sombras desconocidas,
adivinando ya la entrega de sus paisajes,
de sus más lejanos soles al alcance de una lengua
recién golpeada.

 

 

 

© Juan Manuel Navas 1999

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