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Esencia

por Nerea Caballero Escribano

 

Se detuvo el tiempo. En esos instantes en los que mi corazón latía desbocado, los segundos dejaron de contarse, las manecillas del reloj dejaron de vivir y un sepulcral silencio se adueñó de todo el espacio. Sentí el aire espesarse y una opresión en el pecho. Esta fue acompañada de un fuerte zumbido que atacó incesante mis oídos y un gran dolor de cabeza. De repente nada, una nada aterradora. Era incapaz de ver, de escuchar, de sentir, simplemente era como si estuviera congelada, como sí que el tiempo se hubiera parado hubiera afectado a mi cuerpo, pero no a mi mente. La gravedad era más ligera y sentí como si ascendiera fuera de mi cuerpo, como si me liberara de unas barreras invisibles. Y en cierto modo era cierto porque sentía una profunda calma y paz apoderarse de mí. No obstante una sensación de pánico me atrapó cuando me di cuenta de mi situación. Mi cuerpo la cáscara que recogía y protegía mi ser yacía en el suelo sin vida aparente. ¿Cómo era posible que lo estuviera viendo? Una proyección de mí había salido de esa cáscara la cual se encontraba observando su propio cuerpo inerte. Ascendí aún más, me encontré sin saberlo viajando por el mundo percibiendo todo el dolor que de este emanaba. Guerras, niños llorando, gente vagando sin rumbo, codicia a raudales y sangre derramada por las calles. Toda esa miseria, ese dolor, ese sufrimiento me bombardeaba y hacía que esta masa de nada en la que me había convertido sintiera toda esa desesperación acumulada. Sobrevolé las calles observando todo cuanto mis ojos divisaban e incapaz de desviar la mirada lloré lágrimas de sangre por aquellos pobres desventurados. Me acerqué a sus rostros, besé sus labios y contemplé cómo se perdía el brillo de sus ojos. Arropé niños indefensos en los brazos de los cadáveres de sus padres, alimenté mendigos que solo la tela delgada de la piel los diferenciaba de los esqueletos, adopté animales que maltratados anduvieron por las calles sin rumbo fijo, con el daño clavado en el alma. Inspiré la esencia de cada ser apenado y les exhalé paz, una dulce y profunda sensación de paz. Capté la esencia de cada objeto que me rodeaba como si fuera mi propia piel que ardía en agonías. Y yo solo les daba paz. Abracé a un niño que lloraba solo en las calles, hambriento y desolado, sin un aliento de esperanza. Besé su frente y lo arrullé lentamente hasta que sus ojos dejaron de brillar, su corazón de latir y él de respirar. Todo él era paz. Lloré desconsolada, pero sabía que era mi deber ahorrarle más sufrimiento, que yo debía absorber su agonía, aunque eso me consumiera por momento. Aunque mi luz cada vez se volviera más oscura, aunque ya no pudiera tocar nada sin acelerar el paso del tiempo en su ser. Pero como los grandes autores dicen “El camino al infierno está construido de buenas intenciones” y el trabajo que yo desempeño no lo quiere nadie, así que sigo cumpliendo con ese destino que me consume lentamente, viajando por el mundo en busca de almas en pena a las que salvar de su desgracia. Que la vida me causó la muerte y la muerte, la vida.

 

 


© Nerea Caballero Escribano

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