Un mariachi viejo
(Novela inédita)
por Félix Luis Viera
En el cruce de Eje Central Lázaro Cárdenas con avenida Dr. Río de la Loza, el Pecas y el Lunares bajan de la acera y, haciendo cabeza de lanza con brazo y antebrazo, chamarra de tela gruesa mediante golpean con el codo —la punta de la lanza—, el vidrio de las ventanillas delantera y trasera del lado derecho del automóvil. Pero tanto el vidrio como quienes viajan en el automóvil no ceden. Posiblemente esté blindado con lo que ahora consume no pocos comerciales: “Cristal de doble película de seguridad”. Un BMW de par de años atrás a lo sumo. He leído que esta clase de ratero considera irle encima al automóvil que, con la luz roja en el semáforo, ha quedado en el carril próximo a ellos, siempre que muestre presencia suficiente como para apostar que adentro vienen personas de al menos alguna plata; y de asegurarse que los ocupantes sean civiles o vistan como tales (por esto, aunque el gobierno solo autorice la polarización tenue, tantos de los que pueden costearlo oscurecen los vidrios al máximo). Un BMW negro. Negro intenso. Brillaba con el sol del ocaso, que le entraba de chanfle. No cedieron. A la inversa: el carro, como en contraataque, se movió hacia uno y otro lado, hacia atrás, hacia delante y aun tirándose todo lo posible contra el Pecas y el Lunares. ¿Iría una mujer de chofer o en el asiento del copiloto o mujeres tanto en los delanteros como los traseros; un carro todo de mujeres? Lo he visto hace poco en unas estadísticas: las mujeres latinoamericanas son más firmes que los hombres para enfrentar un atraco como este; sin embargo, dicen las mismas estadísticas que un veinte por ciento de ellas, ante un lance de esta talla, gritan de pánico. Por favor y por tu bien no vayas a llorar a voz en grito, le musité a Cinthya cuando el Pecas y el Lunares, indudablemente, enrumbaban hacia nosotros. De este veinte por ciento, dos punto cuatro, a bala o cuchillo, depende, son muertas por los asaltantes; causas según las autoridades: ellos se enfurecen o resultan prendidos por los nervios (los drogados, con mayor tendencia para este desenlace). Bueno, de cara al asalto pensé que, si bien yo no gritaba de miedo gracias a cierta razón sociológica o genética o genérica o todas estas, el terror que me tenía agarrado indicaba que podría clasificar en ese veinte por ciento de mujeres que gritan en momento semejante. Cuando estuvo la luz verde para el BMW, y la roja para el cruce nuestro, supe —por las miradas, el lenguaje corporal de ambos— que el Pecas y el Lunares vendrían contra nosotros. Si hubiese estado solo posiblemente habría corrido. Quizás ellos, aunque rateros, no corran más rápido ni más tiempo que yo, quien en este caso no obstante la bolsa que cargaba iría volando debido al extra aportado por el pavor. Y por supuesto, habría corrido desandando el camino: dos o tres cuadras hacia el amparo de Paco Rabasa, quien se había despedido de nosotros a la salida del metro Doctores. Se hallaba a punto de terminar su custodia de hoy y no estaría más allí. Los comunistas llevaban la razón: por ley no era trabajo de la Policía Federal Preventiva cuidar el metro ni otros haberes citadinos semejantes. Cinthya cargaba su bolsa del diario y la mía; yo una de plástico con la impresión, que luego revisaría, de lo que había escrito hasta entonces de Un mariachi viejo. Ya ellos estaban muy cerca y Cinthya no daba muestras de haberse enterado. La tomé por el brazo y le dije serena, serenita que nos van a asaltar. “¿Cuál? Ay, no puede ser, no puede ser”, replicó mirándome —a mí, no a los asaltantes— con un viso de espanto. Aún yo desconocía que les llamaban el Pecas y el Lunares. Quien unos minutos después supe por boca de su compinche que era el Pecas, me enfrentó con una pistola; el Lunares se dedicó a Cinthya, mostraba digamos con ostentación un cuchillo de hoja corta y ancha que relampagueó ocre con el sol del atardecer. En ese instante tuve conciencia de que, llegado el momento de la lejanía, extrañaría más al ocaso de la ciudad o el ocaso en la ciudad que a Cinthya. Como otras veces en que sollozara, su voz llegaba más hermosa que de costumbre. Quizás porque sonaba aún más húmeda. Cualquier página de psicología sobre el tema, advierte que el miedo terrible, el multiplicado, en el caso de una acción física, se siente en los instantes precedentes, no durante la acción misma. Tal vez sea cierto: cuando, finalmente, el Pecas vino contra mí, apuntándome con la pistola, si bien el terror no me abandonaba, me sentía impávido. Los quince o veinte instantes precedentes no podría describirlos, no los vi. Solamente aseguraría que todo se me transmutó en algo así como una pantalla roja.
|