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Poemas
porAntonio Álvarez Bürger

 

Padre, madre...

A las cuatro de la madrugada
despierto con el ladrido de los perros
Desde entonces sólo pienso
hasta no sostener ya los recuerdos.
Es que observo a mis viejos
con sus tristezas, y las cuento.
La cabellera dorada de padre,
entonces sosegado, tolerante;
de palabras abstractas a veces
y ese paso lento de filosófica trama,
trashumante de oficios y lugares.
Parece que lo escucho sin decir nada,
en el umbral de la puerta azul
como el cielo de la medianoche,
recitando los sonetos de Quevedo
y de Gabriela con alígera pericia.

Madre, tú, del rigor y del silencio,
que brotabas en medio de los versos,  
para seducir al trovero implacable
con el reposo de tu apacible mirada;
que en la cocina de allá abajo
fabricabas pasteles y sonrisas,
con la mazorca fresca del maíz,
de abundante dentadura rubia.
Desde entonces sólo pienso
hasta cuando el sol se aparece,
porque luego me distrae el tiempo
y la memoria se desvanece.
Huyen ellos, y no poder retenerlos.
Se van otra vez con los recuerdos.

Afuera se agita ese mundo histérico
que ya no es mío, que es de otros,
perdidos en el tener de los extraviados,
en el no ser de quien busca existir
para viajar de la lobreguez a la luz.
Cuánto tiempo ha transcurrido
y ahí están reverberando los aromas
y esas sombras celestiales del pasado.
Desde entonces, padre, madre,
sólo pienso en recordar e imaginar
esos besos furtivos en mi frente,
antes del ladrido de los perros.

 

Redención

Caminé largos trechos de tristeza.
Nunca me rendí, lo hice con maestría
Sorteé espinas, aguijones y sospechas,
hasta rescatar mi alma la armonía.

Ahora lo pienso todo desde allí,
en el punto más elevado del reposo.
La vida es aquel tramo que recorrí,
resistiendo mil sucesos ominosos.

Todo fue tan orgánico ese tiempo.
Entonces tuve la aptitud para vivir.
Zozobraba con el golpe de los vientos,
era nave que se niega a sucumbir.

Devino la paz, cambió mi mundo
y yo me adapté, lo hice con destreza.
Renací cuando era ya un moribundo
extenuado de delirios y brutezas.

 

Espera

Hacía tanta tristeza que llevaba a cuestas
esos dolores, pero no cejaba.
Ayer la vi en la plaza. No estuve allí
pero la imaginaba como si me hablara
Iba doblegada por la pena de los huesos,
pero enderezó la mirada.
Yo harto le celebraba los ojos
que no claudicaban
Tenía en el rostro una espera larga
de aguardar silencios
Hacía tanta soledad, tanto abandono
esa tarde, toda la tarde absoluta,
cercada por el miedo de sufrir sin motivo.
Quise estrechar su sombra entre mis brazos,
pero ella sintió mi pisadas
y aquí estoy sentado en la plaza
a la espera,
y hace tanta espera que no regresa.

 

 De allá vengo…

Vengo de la morada grande y agreste sin fronteras,
de las bandadas de pájaros piadosos, de los riachuelos,
de las impasibles piedras fosilizadas,
de las raíces arbustivas que sustentan los caminos.
Vengo de donde las avecillas de vuelo rasante
trinan graciosas hasta que se extingue el día.
Vengo de allá, de donde los titánicos árboles
danzan cadenciosos con sus propias creaciones.

Voy a la ciudad donde los hombres cabizbajos
de piel cetrina trabajan en la industria de la paciencia.
Llevo impregnada en mi cuerpo contemplativo
la música de odoríferas y coloridas flores.
Me vine con recuerdos gratos y con murmullos de cascadas.
Me traje sueños quietos sobre la hierba verde de la pradera,
para hacer en casa el pan de la felicidad y la nostalgia.

Vengo de caminos serpenteantes como los caracoles
de los jardines más bellos de la tierra.
De grandes soles que destellan intermitentes
por entre ramajes hoy vengo.
Voy en dirección a la ciudad de los latidos sincopados,
donde no hay amaneceres furtivos con asombro.
Voy de regreso a la tierra oculta por el cemento ígneo.
Vengo del monte y el llano armonizados por la tierra.
Desde allí traigo conmigo el botín de la esperanza.

 

La partida

No tengas miedo, te iré pensando en los caminos
de polvo y vientos madrugadores
hasta que expire el latido final de mis sentidos.
Antes, cuando me preparaba para la aventura
gozaba en mis adentros como un niño.
Ahora que me voy, me abruma el desconsuelo.
Todos los viajes encierran ese algo inefable
que nos hace fatigosa la partida.
Ese dejo nostálgico y doloroso se queda en casa,
en la silla desierta del comedor, en el lecho vacío.

Sostenme en tanto tú el recuerdo de lo vivido,
que yo cuidaré tus lágrimas como si fueran mías.
La ausencia umbrosa se irá a ocultar
a un rincón sollozante de mi alma herida.
Tú sólo aguarda el paso de los días transcurridos,
que yo me encargo de las tristezas y de los miedos.
Para que el amor no muera
encerraré tu sueño en el arcón de mis utopías
y recordaré los tiempos en que me llamabas
para decirme que el pan ázimo era el de la vida,
que el vino agrio se perdía en la alacena
y que la mesa ya estaba servida.

Cuida al hijo que te di y que tú me diste,
que yo inventaré astucias para volver un día.
Cuando vuelva, en el morral te traeré estrellas.
Tú, sólo ese niño que es tuyo y mío.
Y si me muero en otras tierras,
me posaré en el llanto de tus silencios
para visitar tus sueños y darte bríos. 

 

 

 

 

© Antonio Álvarez Bürger

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