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Lo que nos espera es la oscuridad

por Emilio Chapí Verdú

 

Las pesadas botas militares resuenan en el piso superior, combando los tablones de madera, haciendo que una fina neblina de polvo viejo descienda sobre nosotros. Mario gime de dolor, de miedo, de frustración por la forma en que la vida se le escapa por la herida en el pecho.

—Hazlo callar— ordena Pedro.

Aprieto más el cuenco de la palma de la mano sobre la boca de Mario. Un liquido caliente se derrama sobre mis nudillos. Tal vez sean babas, tal vez sangre. Estamos completamente a oscuras bajo las escaleras de la mansión. No puedo ver el rostro de Pedro, pero se que en el se dibuja esa sonrisa sardónica de desprecio que regala a aquellos a los que considera débiles.

Arriba los pasos se detienen por un instante y dos hombres hablan entre si. Solo nos llega el murmullo apagado de sus voces, pero sabemos que hablan de nosotros. En el momento en que nos encuentren todo habrá acabado, y el tiempo corre en su favor y a nosotros se nos acaba, a algunos como a Mario más rápido que a otros, pero los tres tenemos el reloj de arena amenazando con sepultarnos. A Pedro parece no importarle. Le oigo recostarse contra la pared y jugar con un mechero. Puedo imaginármelo con esa confiada sonrisa prepotente y la altiva cabeza señalando con el mentón hacía el cielo. Ya no hay cielo que señalar, solo este infierno en el que nos hemos metido.

Entre mis brazos, Mario se agita. Apenas le quedan unas horas de vida y se revuelve, lucha, lucha contra el final inevitable como ha luchado toda la vida. La única diferencia es que en esta ocasión ha perdido de antemano.

Le acaricio la cabeza y la agitación disminuye.

—Todo va a ir bien —Miento.

Los pasos se reanudan más allá del firmamento del techo de madera. Los oímos descender por las escaleras y aguantamos la respiración.

—Si nos encuentran estamos muertos —susurra Pedro. Hay un deje de burla en su voz, como si toda esta situación le resultase cómica.

Están barriendo la habitación contigua con las linternas. Los focos se filtran entre las tablas y trazan cientos de rayos de luz, pequeños haces planos que iluminan a intervalos breves la estancia en la que nos encontramos. Por primera vez en más de una hora puedo ver el rostro de Pedro.

Sonríe, como siempre, con la superioridad de un tiburón, pero en sus ojos veo que está tan asustado como nosotros, si no más.

Una parte de mi desea chillarle que todo esto es su culpa, que si no fuese por sus descabelladas ideas no estaríamos encerrados a punto de... Pero en el fondo soy consciente de que la situación actual no es más que el fruto de la acumulación de todas las decisiones que he tomado en mi vida. Abro la boca y Pedro me mira inquisitivo, como diciendo: venga, se lo que me vas a decir, dilo, venga, dilo, sácatelo del pecho, no va a cambiar el hecho de que estamos jodidos.

Los haces desaparecen y los pasos se alejan en dirección a otra habitación.

—Mario necesita atención médica. Se está muriendo.
—¿Y qué sugieres, qué salgamos de aquí andando, nos subamos al coche que está aparcado al otro lado de la calle y conduzcamos hasta el hospital más cercano?
—No lo se, pero no podemos dejarle así. Si no le ve un médico pronto no durara mucho más —imploro.
Mario se rebulle entre mis brazos. Aprieto más fuerte su boca y noto como me muerde. Ha comprendido de lo que estamos hablando.
—Ninguno de nosotros va a durar mucho más, chico. Quizás él sea el más afortunado de los tres. No llegará a saber que va a ocurrir cuando descubran donde estamos.
—Igual nunca nos encuentren.
—Si piensas eso es que no has estado prestando atención. Nos van a encontrar, son perros de presa. Llevan toda la vida entrenando para esto, y nosotros solo somos tres idiotas con un plan que se ha torcido desde que le volamos los sesos al primer tipo.

Tiene razón.

Las luces vuelven a trazar una cuadricula sobre la pared. Desde que Pedro los ha llamado perros de presa los oigo ventear al otro lado, captando cada hebra de nuestro aroma que se haya impregnado en esta casa.

Uno de ellos pasa el cañón de su pistola por las tablas de la pared. El metal produce un ruido seco: clac, clac, clac, que se vuelve agudo a medida que se acerca a nuestra posición.

Mario se agita, sus músculos se tensan y boquea. Tiene mucha fuerza, mucha más que yo, y si no fuese por toda la sangre que ha perdido no podría retenerlo. Apenas puedo controlarlo. Trato de sisear en su oreja para que se calme, no puedo hacerlo muy fuerte, al otro lado están los sabuesos de caza. Pedro me mira fijamente. Sus ojos me dicen:

Hazlo, a que estas esperando. ¡Hazlo! Es él o nosotros. Si quieres tener una mínima oportunidad de salir de aquí con vida tienes que hacerlo.

Clac, clac, clac.

Aprieto con más fuerza el circulo sobre la boca, asegurándome de producir un cierre hermético. Con el pulgar y el nudillo pinzo la nariz. El aire deja de llegar a sus pulmones. Mario intenta escapar, pero lo sujeto contra el suelo. Sus ojos me miran suplicantes. Un ronco gemido se abre paso desde sus pulmones sin llega a concretarse en ningún sonido, más bien es un zumbido, como el ronroneo de un gato. Las lagrimas que corren por sus mejillas brillan bajo los haces de las linternas. Se agita y se sacude como un pez fuera del agua y la luz de sus ojos se apaga gradualmente. No puedo dejar de mirarle mientras el último aliento escapa de sus labios y sus miembros quedan exangües.

Clac, clac, clac.

Los pasos siguen acercándose.

Ahora tengo la certeza de que saben donde nos encontramos. Solo han estado jugando con nosotros, llevándonos hasta el borde del precipicio. Recuerdo haber leído en alguna parte que cuando los dioses griegos querían castigar a alguien primero lo volvían loco.
Resuenan las tablas justo a la espalda de Pedro y el tiempo se detiene. Espero el bramido del arma, las balas atravesando la madera y el cuerpo de Pedro. Busco frenéticamente donde podría esconderme. No hay nada. Nada de nada. Solo el vacío de la oscuridad y la sonrisa de Pedro brillando en la noche como la del gato de Cheshire segundos antes de desaparecer.

Clac, clac, clac.

Entonces se detiene un segundo. Aguanto la respiración. Uno. Dos. Tres. Los segundos pasan lentamente. Está al otro lado, tan cerca que si alargase la mano podría tocarle a través de los tablones de madera. Tan cerca que puedo identificar la colonia que utiliza. Su figura es una sombra gigantesca irguiéndose amenazante en la noche. Cuatro. Cinco. Seis.

Se da media vuelta y sus pasos se alejan perpendiculares a la pared. Suelto el aire y relajo los hombros. Me duelen todos los músculos como si hubiese estado corriendo durante horas. El corazón se niega a recuperar el ritmo normal.

Pedro se separa de la pared y se acerca. Por un momento creo que va a comprobar el cuerpo de Mario, pero no. Desde que la bala le atravesó el pecho para él dejo de ser una persona para convertirse en un objeto, una carga que yo me empeñaba en acarrear.

—Lo siento mucho. Me caías bien, chico.

La pared revienta en cientos de astillas que vuelan por el reducido espacio donde nos encontramos, y unos potentes haces de luz se vierten ansiosos por iluminar hasta el último rincón. Me ciegan durante un instante. Cuando recupero la visión me doy cuenta de que estoy sobre un charco de sangre. Mario nunca tuvo ninguna oportunidad. Pedro tenía razón.

Se escucha el rasgueo metálico de las armas al amartillarse. Pedro saca su pistola de la cinturilla del pantalón vaquero y abre fuego hacia las luces. No puede ver nada de lo que hay al otro lado. Dispara a ciegas, diría que desesperado, pero él nunca lo ha estado. Creo que en realidad está tomando el camino fácil.

El percutor desciende tres veces antes de que alguien al otro lado de los focos grite:

—¡Policía!

Ya es demasiado tarde. Las tres balas que se pierden en la noche han sellado nuestro destino y un número indefinido de armas se disparan en nuestra dirección.

 

 


© Emilio Chapí Verdú

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