índice del número

Zapateas y zapateas

por Paula Núñez Hurtado


Zapateas y zapateas. Presiono fuerte la almohada sobre mis orejas. Me levanto bruscamente y me enjuago el rostro. Me miro fijamente en el espejo. Estoy rascándome, es la tercera vez que me saco la costra de la sien. Esta vez ya no me salió ni el líquido transparente, ni sangre, solamente tengo un nuevo hoyuelo. Escucho tus pasos, recuerdo que la soledad no me pertenece. Voy hacia la repisa y tomo un libro.  Me apresuro buscando la página en donde me quedé hace dos semanas. Escucho tu respiración cada vez más cerca de mí. Me dices; estás muy ensimismado.

—Estoy leyendo —digo.
—Escúchame, necesito que me escuches. Eres demasiado egoísta. Por qué no te paras y haces algo de tu vida, eres muy cómodo. Algún día vas a crecer. Estoy triste y tú no me escuchas. —Tiemblas, me miras con esperanza de consuelo.
—No te quiebres, por favor. 

Te abrazo, trato de escucharte, en serio. Intento comprender cuál fue el sonido que se fue, qué interpretación me falló. Eres hermoso, no niego que me aterra verte tan débil. Aun así, siempre me estremece pensar ser aquello de lo que me acusas, y que eso sea lo que te trastorna. Pienso demasiado, lo sé. Sé que te molesto cuando hago eso. Te pido perdón tan seguido como puedo. No soy muy constante con mi cariño. Tal vez a eso te refieres cuando me dices que soy muy cómodo. O tal vez porque soy lenta cuando se trata de entenderte. No quiero que pienses que soy inútil, no me importa si lo soy, solo me importa si me lo dices o si lo piensas ¿Sigues pensando que soy inútil?

—No —me dices, mientras abres los botones de mi camisa.

Oye, me intimidas cuando haces eso. Estamos hablando. Te escucho. No hagas eso, por favor. No quiero ser egoísta, no quiero hacerte daño. Por favor, aléjate ¿Me estás escuchando?

—¿Te gusta? Si quieres lo hago más rápido —jadeas—, dime cómo te gusta y yo lo hago.

Te estaba escuchando. Me estás hiriendo. No quiero ser egoísta, no quiero lastimarte. Rápidamente intento irme lejos. Observo hacia la ventana y alcanzo a ver que los vecinos están cosechando limones. Yo me llevo muy bien con mis vecinos. Ellos siempre han estado cuando necesito cualquier cosa. Les he pedido que cuiden al gatito que vive en mi casa, les he pedido azúcar, velas, sacacorchos, siempre están cuando necesito algo ¿Sabrán que ahora necesito que toquen el timbre? Tal vez no lo sepan. Dentro de la casa de los vecinos vive mucha gente, me encanta ver su dinámica. Me recuerdan a muchas personas que yo aprecio, y los recuerdo con mucha nostalgia. Me tranquiliza verlos y pensar que existe gente así, apacible y calma. Julieta es la niña menor de la casa de los vecinos. Pregunta mucho, normal a su edad, supongo. Eso dicen, pero a mí me recuerda a Cris, un amigo. Cris es mi persona favorita, ella también es muy curiosa. Será que de tantas preguntas me debilita, con él el silencio no me pertenecía. No me molesta hablar, no me molesta desnudarme ante Cris. Cris me mira y se pregunta; ¿quién eres? Siempre me pone en aprietos, ahí te extraño y quiero que me digas que soy egoísta, cómodo, solo dime quién soy. Si no hay definiciones dentro de mí, necesito que me definas. Duele, soy y empiezo a existir. Comienzo a sentir escalofríos, regresé a ver y tú estabas en medio de mis piernas. Siento que cada parte de mí palpita, escucho mis latidos cada vez más rápidos. Te ves muy feliz, te ves relajada. Trato de mantenerme transparente, hermética, tengo miedo de colapsar y quitarte un momento tan tuyo. Intento huir de nuevo, cada vez es más difícil. Cada vez exiges mi presencia.

—Me tocas —agarras mi mano y te la metes en tus pantalones—, me encantas. No pares.
—Abrázame, por favor —titubeo.

Mis piernas se estremecen, siento que no soy capaz de vocalizar ni dos palabras sin que me entren ganas de llorar. Perdóname de nuevo. No me mires así, me siento pequeño. Mi rostro cada vez se tensa más, intento abrir mi boca, y me tiembla todo. No quiero que percibas cómo mi cuerpo se va poniendo cada vez más lánguido. Empiezo a pensar en mí, trato de huir. Siento tanto. Tengo varios orificios, no quiero perder el juicio, pero esto me traspasa. Cada vez ausentarme es extenuante. Háblame, dime algo, necesito saber que estoy aquí. Me reconoces, me tomas de mi rostro, te sonrío y me hundes entre tu entrepierna. Tengo náuseas, mi estómago empieza a estrujarse, me siento totalmente húmedo.  Me agarras la mano y me llevas hacia tu pecho. Siento más y más, mi cuerpo empieza a desvanecerse sobre el tuyo. 

—Eres linda y tu compañía me llena —dices, mientras me acaricias suavemente.

Quisiera poder escucharte. Quisiera poder sentirte. Me tocas la frente, tu rostro
se congela.

—¿Estás bien? Estás sudando. —Me abrazas como nunca.

 No intentes escucharme que no puedo hablar. Con la última chispa de voluntad corro imparable hacia el baño. Observo partículas negras, no encuentro el interruptor. Mi estómago no enmudece más, y su intensidad me derrota derribándome hacia el piso. No recuerdo los últimos momentos. Las partículas no se van, aun así, logro abrir los ojos y me agarro del inodoro. Golpeas la puerta de manera tan estruendosa que siento que el ruido me botará de nuevo al suelo.

—¿Estás bien? ¡No me asustes, solo dime que estás bien! —gritas despavorido.

Logro sentarme en la taza del baño, me bajo el pantalón. Todo se ve en orden, aunque no pare de ver las partículas negras por todos lados. Aflojo mi abdomen, de pronto observo gota a gota un rojo intenso. Me intento ir, pero me arde, algo dentro de mí se está dañando. Necesito ayuda.  Por favor, escúchame. Dime que mientras mi cuerpo se desvanece estás tratando de encontrarme. Cada vez las gotas son más frecuentes y grades, siento una cascada deslizándose sobre mi piel. Mi piel se vuelve intocable. Suena un portazo y te veo entrar.

—Qué te hiciste, por favor para de hacerte daño —me dices decepcionada, mientras me llevas a la cama.
—Hoy me gustó un poco más —exhalo.

 


© Paula Núñez Hurtado

89ariadna