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Como un truco de magia

por Nerea Tera

 

 

Yo para ella no era nadie. Era sólo parte de un murmullo indefinido y difuso, una sombra que se capta de soslayo y se desecha y, aún así, me correspondió a mí acompañarla en los instantes previos a su muerte. Yo, de entre todas las posibilidades infinitamente mejores, de entre toda la gente que la conocían mucho o poco y conformaban su realidad cotidiana. No la sonrió, ni la miró con simpatía, ni la saludó con una mano alzada y torpe una hermana o una amiga o incluso una compañera de trabajo con la que no congeniaba del todo o su ginecóloga o su peluquera, no. Tuve que ser yo que no era más que una desconocida; una de esas personas anónimas que se sitúan inadvertidas detrás de nosotros en el autobús o en la cola del cine; uno de esos personajes de reparto que otorgan realidad y verosimilitud al escenario donde acontece nuestra propia historia, infinitamente más relevante, y que existen (o parecen existir) con el único propósito de arropar nuestras voces con el eco de sus risas quedas y sofocadas, de contribuir al rumor delicado de cubiertos y copas que entrechocan y tintinean en el restaurante donde cenamos. Son sombras tan sólo, murmullos: una mano sin rostro que sostiene con amabilidad la puerta del ascensor y nos cede el paso o que recoge con solicitud el guante insumiso que se nos cae del bolsillo del abrigo; también, a veces, el cuerpo contundente que nos empuja sin consideración en la cola del autobús para abrirse paso; fugaces siempre esos personajes de reparto, anónimos e ignorados.

Sin embargo, ocurre a veces, no muy a menudo y siempre sin previo aviso, que tomamos súbita conciencia de la presencia de uno de esos personajes que se destaca, sin motivo ni propósito alguno, sobre la masa homogénea del escenario. Y así, vamos caminando por la calle, sorteando las figuras borrosas de los desconocidos cuando, por aburrimiento o desidia, nuestra mirada se encapricha de la silueta de un personaje ignoto que se acerca desde la distancia. Nuestros ojos, ociosos y volubles, revolotean entonces sobre su figura durante un instante y le miramos como le hubiéramos podido no mirar, con dos pupilas desapasionadas e indiferentes, animadas apenas por el más tenue brillo de curiosidad. Y enseguida, tras deleitarnos un segundo en el cabello o en la ropa, en la boca móvil o en los gestos del desconocido, tan pronto como se han distanciado nuestros cuerpos (que se aproximaron el uno al otro con osadía al cruzarse, las mangas de ambos abrigos o incluso las pieles desnudas y tibias casi rozándose, separadas apenas durante un segundo por unas mezquinas partículas de aire), olvidamos con ínfulas de protagonista principal la existencia y el rostro de ese ser desconocido y redundante.

Me imagino que yo también debí de parecerle a ella superflua y redundante la primera vez que me vio. Debió de considerarme -esto es, si es que me consideró en absoluto- un elemento más del decorado, tan irrelevante como la silla en la que se sentada o la bandeja en la que reposaba su comida.

Y sin embargo, se equivocaba la mujer desconocida. Me subestimaba al considerarme trivial y prescindible, pues a veces se producen excepciones extraordinarias en la ley de los desconocidos -yo la fui en aquel día- y puede darse el caso -es infrecuente pero no imposible- de que ese individuo anónimo que recorre la acera en nuestra dirección vaya a asesinarnos o a salvarnos la vida, por ejemplo, tan sólo unos segundos más tarde. O puede ser también que algo inesperado esté a punto de suceder -algo primordial se entiende, uno de esos pocos momentos en la vida a la luz del cual se compararán y medirán todos los sucesos posteriores; uno de esos instantes que servirán luego como marcadores temporales entorno a los cuales estructuraremos nuestra historia y diremos esto sucedió antes o después de lo que sea: del accidente o de ganar la lotería- y ese personaje anónimo vaya a ser testigo fortuito de cómo nuestra vida se transforma y resquebraja.

Ésa, creo, ha sido precisamente mi función en esta historia: estar para que pudieran encontrarse nuestras miradas sobre el bullicio del tráfico; reconfortar a esa mujer desconocida con una sonrisa conocedora y una mano ridículamente alzada; ser su testigo reticente, saber y posteriormente, y esto es lo más importante, recordar.

 

***

La vi tan sólo dos veces en mi vida. La primera, dentro de la cafetería donde yo esperaba a mi novio; la segunda vez -que sería la última- tan sólo unos minutos más tarde, aún en la misma calle pero en puntos opuestos de la calzada, separadas ambas por una amplia y concurrida carretera.

Ambos encuentros sucedieron en Piccadilly, una de esas pocas calles de Londres que, tal vez a causa de su popularidad, no precisa de la presencia de un Street o un Road en su título. Es una avenida ancha y majestuosa, resguardada por enormes edificios de piedra blanca, exagerados y vistosos. Abundan a ambos lados de la calle lujosas galerías comerciales decoradas al estilo de los años veinte y una profusión de cafeterías y pastelerías, decadentes y ostentosas, que alardean de sus presuntos orígenes franceses o italianos. Está también el hotel Ritz con su rótulo de bombillas brillantes que, expuesto sobre la bella fachada grisácea, resulta incongruente y barato, vulgar y de mal gusto -un rótulo más adecuado para un teatro de poca categoría que para un hotel de lujo- y, a su alrededor, una infinidad de joyerías y tiendas de accesorios, caras y aparentes, que exhiben con orgullo sus recios nombres ingleses o alemanes.

Cerca de la boca del metro, en ridículo contraste con toda esta elegancia, hay un puesto callejero donde se venden souvenirs de la ciudad (inefables imanes para la nevera, postales, peluches y llaveros) y, a su lado, el tenderete de un pintor fracasado que, carboncillo humillado en mano, ofrece caricaturas y retratos a los turistas y que, cada pocos segundos, suspira y lanza miradas lánguidas en dirección a la fachada de la Royal Academy of Arts que se recorta, hermosa e inaccesible, en el horizonte gris.

Como fiel reflejo de este carácter particular e híbrido, de esta mezcla de elegancia y vulgaridad, están los viandantes. En Piccadilly abundan los grupos de turistas que, en su camino hacia Regent Street o el Palacio de Buckingham, invaden la calle e interrumpen la circulación. Es imposible no reconocerlos porque caminan en grupos grandes ocupando toda la anchura de la acera con desconsideración mientras, en su afán por orientarse, miran a un lado y a otro de la calle, titubeantes y atolondrados, y después con intensidad a sus mapas. Los turistas se entusiasman contemplando una mosca, se pierden y confunden y molestan, tan lejos de sus casas y de las calles familiares donde sus pies transitan con aplomo, sin necesidad apenas de dirección ni guía, adaptados y mimetizados con el asfalto. Aquí, en cambio, los pies se les azoran, tropiezan con el aire mismo, como si no fueran compatibles las suelas de sus zapatos con el pavimento desconocido (y es que uno se vuelve torpe y olvidadizo en el extranjero, propenso a los despistes y olvidos y accidentes).

Se entremezclan con los turistas otros peatones muy distintos, los ejecutivos londinenses, que les lanzan miradas de irritación contenida y les esquivan con quiebros audaces. Ellos -elegantes dentro de sus trajes inmaculados y sus corbatas a conjunto, con sus pantalones de traje ridículamente cortos, acorde con el dudoso gusto británico- chasquean la lengua sin excepción al adelantarles, obviamente molestos por su torpeza, destilando desprecio por el no londinense. Ellas, las ejecutivas- también elegantes, también irritadas si ven interrumpido su avanzar audaz- cruzan con osadía la carretera, el cabello al viento, maletín en mano; en el rostro, una falsa y forzada expresión remota con la que pretenden emular a las modelos de los catálogos de ropa, como si esperasen encontrar, al girar el cuello, el flash de una cámara que inmortalizase sus saltos gráciles y sus camisas de volantes.

Aquel día yo también chasqueé un poco la lengua al salir del metro en Green Park y encontrar el paso bloqueado por un grupo de turistas que debatían qué camino tomar, si derecha o izquierda. Les esquivé con impaciencia pese a no tener prisa -de hecho llegaba con adelanto a la cita con mi novio-, contagiada sin remedio por el ritmo frenético de Londres (mi chasqueo fue de todos modos leve y disimulado: no soy una nativa pero tampoco una turista y, como buen espécimen híbrido, mis chasquidos, bufidos y muestras de enojo son benevolentes y paternalistas) y me incorporé con agilidad al tráfico de la calle.

Llegué a la cafetería, pedí un americano y, tras sentarme en una mesa escogida al azar, revolví mi bolso en busca de la novela que leía en aquellos días.

Unos segundos más tarde, ya con el libro entre mis manos, lancé una mirada rutinaria alrededor. Mis ojos se posaron entonces por primera vez en la mujer desconocida y su acompañante que estaban sentados a mi lado en una mesa idéntica a la mía.

El hombre era relativamente joven (no podía tener más de treinta y cinco años), atractivo, con el pelo corto de un castaño claro y la nariz recta y elegante. Había una expresión determinada en su rostro que era acentuada por una barbilla preeminente y una mandíbula bien definida, enérgica.

Pensé que sería un corredor de bolsa o un banquero. Era fácil visualizarle en su despacho, reclinado en una silla, los pies cómodamente cruzados encima de la mesa y el teléfono sostenido entre la barbilla y los hombros o, tal vez, en la puerta de un pub los viernes por la tarde, una pierna flexionada contra la pared, la corbata deshecha y una cerveza en la mano, observando con sus ojos inteligentes el deambular ruidoso y pendenciero de los borrachos del Soho, algo ebrio él también pero infinitamente superior en su elegancia y contención, o quizá, ¡oh, sí!, quizá corriendo, tenaz y voluntarioso, por la mañana muy temprano antes de ir a la oficina, salpicando con sus pies en los charcos, su respiración rítmica y disciplinada formando pequeñas nubes de vaho que se escaparían entre sus labios.

En su camino hasta la cafetería, había esquivado turistas molestos y atolondrados, había resoplado con irritación y aunque, eminentemente británico, se había disculpado al tropezar con uno de ellos, masculló un crispado “ For God's sake! ” entre dientes antes de reanudar su marcha.

Y ¿ella? Ella vestía un elegante conjunto de traje de falda y chaqueta. Era asimismo joven y atractiva. Sus cabellos largos y rubios (más que rubios de ese rojizo apagado que los británicos denominan con optimismo strawberry blonde) contrastaban con la viveza de su camisa de seda de color turquesa. Su ropa elegante sugería que podía tratarse también de una ejecutiva (aunque después de su muerte he deseado a menudo que se dedicara al algo creativo y hermoso, que fuera la editora de una revista o que produjera piezas de cerámica en su tiempo libre). Una porción de su cabello estaba recogido con dos pinzas a la altura de la nuca, pero había dejado sueltos un par de mechones rojizos que cubrían parte de su rostro y le otorgaban una cierto aire de profundidad y misterio del que hubiera carecido de otro modo. Su rostro era rosado y terso, los labios finos y la nariz discreta. Sus ojos castaños hubieran reflejado inteligencia si en ese momento no hubieran estado eclipsados por el brillo de la expectación y lo inesperado (tal vez había recibido la mujer una llamada imprevista, un mensaje desacostumbrado que la citaba con urgencia para aquella misma mañana ).

Camino a la cafetería había cruzado la carretera con imprudencia. Un coche tuvo que frenar con brusquedad y ella había levantado una mano apologética en dirección al conductor. Al llegar a la cafetería, antes de atravesar la puerta, estudió con disimulo su reflejo en el vidrio, se alisó un poco la falda y se recolocó estratégicamente el cabello. Una vez satisfecha, abrió la puerta y se obligó a caminar con lentitud hasta la mesa donde el hombre ya la esperaba, distante y hermoso, absorto en sus pensamientos.

Todo esto, por supuesto, lo he recordado, imaginado y analizado mucho más tarde, a la luz de los acontecimientos posteriores que han embellecido estos instantes triviales con el esplendor de lo trágico e irremplazable, de lo que ya se termina sin remedio. En aquel momento, sin embargo, recién llegada a la cafetería, no examiné ni consideré con tanto detenimiento la escena. Como decía, me senté en la silla, rebusqué en mi bolso, sorbí el café y, tras quemarme la lengua, lancé alrededor una mirada vaga y remolona que se detuvo un instante en las paredes y los cuadros que decoraban la cafetería y, finalmente, en esas personas sentadas en la mesa de al lado.

No reparé en esos momentos al mirarles más que en la presencia de una pareja que conversaba frente a frente. En la mesa reposaban sus respectivas bandejas: un sándwich apenas mordisqueado y un yogurt no abierto en la de ella (tal vez la timidez o los nervios le impedían comer, pensé, un signo de inseguridad y de relación amorosa incipiente, poco natural o desequilibrada); vacía la bandeja de él, apenas alguna miga diseminada y el embalaje de su almuerzo hecho un gurruño en una esquina.

Él estaba hablando con voz suave y queda, casi en susurros, y acompañaba sus palabras con los gestos comedidos de las manos que se movían con discreción. Ella escuchaba con interés, algo inclinada hacia adelante; sus manos disciplinadas y entrelazadas sobre la mesa y al lado de éstas, un teléfono silenciado.

Debo reconocer que, resguardada tras mi libro, me esforcé por descifrar las palabras del hombre (siendo una lingüista en territorio foráneo, no puedo evitar prestar atención a todo aquello que escucho por casualidad, arrebatada por una especie de manía autoevaluadora) Capté apenas algunas palabras sueltas, poco más que fragmentos inconexos de su monólogo, de modo que me fue imposible dilucidar el significado general de su exposición o calibrar la importancia o la significación de la mayoría de sus palabras. Distinguí un “ There is no other option ” pronunciado en un tono condescendiente y paternalista -con la misma inflexión razonable y esperanzada que durante mi infancia escuché a menudo en la voz de mi madre cuando intentaba persuadirme para que comiese mi ración de verdura- y, tan sólo un puñado de segundos más tarde, tal vez porque ella se negara a sus requerimientos, un “ You promised, you must… ” más impaciente y recriminador, quizá hasta un poco amenazante, que el hombre enunció con la intransigencia y firmeza del que exige algo perfectamente lógico, quién sabe si incluso acordado con antelación.

Una pareja hablando de sus cosas, sentencié, guapos ambos, comedidos, discretos, manteniendo una conversación, eso sí, en la que yo no hubiese querido participar (ya en ese instante, premonitoriamente, me compadecí de la mujer que escuchaba con progresiva seriedad. Me regocijé también un poco en la fortuna de no ser ella, de saberme tan sólo un personaje de relleno en esa escena, libre para alejarme, difuminarme y desaparecer).

Consulté mi reloj. Mi novio estaría al llegar y él no me exigiría nada en ese día. Consideré durante un momento mi fortuna efímera y regresé a mi libro.

Pero algo sucedió en los minutos posteriores porque una fastidiosa sensación de incomodidad me obligó a interrumpir mi lectura. Miré de nuevo con atención a la pareja sentada a mi lado (una atención, ahora sí, por primera vez fuera de lo común e injustificada, tan obvia y poco disimulada que rozaba lo inapropiado y bordeaba la intromisión).

La actitud y el ademán de ambos habían cambiado durante los últimos minutos. Los dos mantenían ahora los ojos fijos al frente pero evitaban con cuidado sus respectivas miradas. Un mutismo espeso y áspero se había asentado entre ellos, una tensión que se desbordaba y esparcía hasta la mesa contigua (en este caso, mi mesa).

Él había alzado su barbilla en un gesto desafiante y sus cejas se habían fruncido muy levemente, otorgando a su rostro el gesto entre resignado y molesto del que, refugiado bajo un portal, espera a que escampe la tormenta. Parecía haberse atrincherado además, para la fastidiosa espera, tras un silencio determinado y tozudo, irrevocable, que no tenía ninguna intención de abandonar.

La apariencia de la mujer había registrado un cambio aún mayor. Se había retraído en su silla y ahora permanecía inmóvil e inanimada. Pensé absurdamente que parecía más menuda que unos minutos antes, como si se hubiese encogido y empequeñecido de repente (después, analizando todos y cada uno de los detalles, he deducido que la supuesta diferencia en su altura y complexión debía obedecer a un cambio postural, al modo en que su cuerpo se había plegado de repente en la silla bajo el peso de la consternación, robándole unos centímetros de esbeltez y elegancia.) Ella también guardaba silencio, aunque el suyo era un silencio diferente al de su compañero, un silencio involuntario y desconcertado, que respondía más al estupor que al enojo o la obstinación. La transformación operada en su rostro era sorprendente. La tersura y la belleza parecían haberlo abandonado de repente; las mejillas pendían algo descolgadas y fofas como si se hubieran desinflado, como si la hubiera abandonado el espíritu mismo, de manera que, si alguien la hubiera visto en esos instantes por primera vez, la hubiera podido considerar poco atractiva (hubiera podido sorprender tal vez la belleza desigual y muy superior de su acompañante). Los mechones desordenados de su cabello, que le dieran antes un aire misterioso y profundo, parecían ahora meramente accidentales, fruto del descuido y la negligencia. Sus ojos acuosos y la nariz enrojecida presagiaban llanto, pese al esfuerzo evidente de su barbilla trémula por mantenerse firme. (Pensé que la mujer estaría conteniendo las lágrimas con dificultad, imaginé sus mandíbulas apretadas, el dolor y el crepitar creciente en su garganta. Desde mi mesa, deseé con fervor que resistiese, que no llorase). Me percaté también de que sus manos ya no estaban enlazadas con dulzura encima de la mesa: una de ellas había desaparecido debajo de ésta (estaría reposada en su regazo, boca arriba, en un gesto abandonado y negligente, olvidada ya de cualquier etiqueta); la otra mano visible acariciaba el móvil con la indolencia de los gestos inconscientes (quién sabe si a la mujer la reconfortaba el contacto con ese objeto que se mantenía inalterable en la desgracia, antes y después de las palabras hirientes. Tal vez el teléfono representaba para ella también la promesa de un próximo contacto amistoso y por eso lo acariciaba con insistencia mecánica, anticipando ya la voz de una amiga o una hermana, algo de consuelo en definitiva que irradiase de éste).

La mujer permaneció unos segundos así, completamente inmóvil, a excepción de la mano que acariciaba el teléfono y un ligero palpitar que se había instalado en uno de sus párpados, una especie de latido casi imperceptible, invisible para un espectador menos meticuloso que yo.

Me intrigó su actitud. Me pregunté a qué estaba esperando la mujer, a qué se debía su pasividad. ¿No sería más natural que agachara la cabeza y se abandonara sin pudor al llanto o que, por el contrario, se revolviera contra el trato tal vez injusto de ese hombre y exigiera explicaciones exhaustivas o suplicara una oportunidad para enmendarse? Pero ella no hacía nada de todo esto. Ella persistía en su dolorida inmovilidad, sin oponer resistencia alguna, invadida por la desidia y la infinita pereza del que se enfrenta a una situación irreversible e insalvable.

Tras unos segundos, la expresión de la mujer se tensó y sus ojos adquirieron, tras el brillo de las lágrimas contenidas, un aire determinado. Tragó saliva y aferró con fuerza el móvil entre sus dedos (desde mi mesa pude distinguir sus nudillos súbitamente blancos) y, con las mandíbulas aún apretadas, sin cruzar una mirada o una palabra con su acompañante, se incorporó abruptamente como si temiera flaquear y perder la determinación necesaria para marcharse.

Cuando se disponía a dar el primer paso que la alejaría de la mesa, injusta y cruelmente, le falló un tobillo.

Horrorizada, vi como todo su cuerpo se balanceaba hacia el lado del pie desobediente. Los músculos de mis piernas se tensaron y mis caderas se contrajeron en el gesto automático de incorporarme (mi cuerpo llegó, de hecho, a despegarse unos escasos milímetros del asiento), a la vez que mis brazos se extendieron instintivamente en dirección a la mujer en el ademán inútil de querer sujetarla (inútil porque nos separaba al menos un metro de distancia y de ningún modo hubiera podido yo evitar su caída).

Por suerte, la mujer reaccionó con suficiente rapidez y acertó a sujetarse con ambas manos al respaldo de su silla para no caer.

En cuanto hubo recuperado el equilibrio, lanzó una mirada en dirección a su acompañante para medir el alcance de su humillación, el grado de patetismo de su salida de escena.

Él no la miró. Mantuvo los ojos fijos al frente con terquedad, sin parpadear. Era imposible discernir si el hombre, absorto en sus pensamientos y su silencio irrenunciable, no la había visto trastabillar o si, por el contrario, fingía su desconocimiento (no fuera a verse obligado a romper su silencio inquebrantable y a interesarse por su estado).

Ella giró entonces la cabeza en mi dirección (como hacemos todos cuando, tras tropezar en público, miramos alrededor con expresión casi ofendida para comprobar si existe algún testigo de nuestro traspié y, si no hay ninguno, si no nos ha visto nadie, nos incorporamos prestos y ligeros, las magulladuras ya menos hirientes, porque, al no existir lo que no es visto por nadie ni por nadie conocido, aún es posible fingir que jamás perdimos el equilibrio).

Nos sostuvimos las miradas la una a la otra durante unos segundos. Las manos de ella continuaban asidas con fuerza al respaldo de la silla; yo aún medio incorporada, mis brazos todavía extendidos en su dirección en el gesto de socorrerla. Los recogí con rapidez, avergonzada, al notar su mirada sobre mí, como si mi actitud solícita pudiera resultar ofensiva; me senté de nuevo en la silla y aparté mi mirada para no humillarla aún más con mi compasión.

Trascurrieron unos instantes tras los cuales la mujer se enderezó con esforzada dignidad y se alejó cabizbaja hacia la puerta.

Y ésa fue la primera vez que la vi (la que yo hubiera imaginado la última, si me hubiese molestado en considerar la trascendencia de la fugaz aparición de la desconocida en mi vida). Aún así, pese a su aparente irrelevancia, tal vez porque me había conmovido el rostro demacrado de la mujer, su caminar vencido y tambaleante y también su pretendida dignidad, miré con cólera a su acompañante que permanecía inmóvil en la silla, con la mirada anclada todavía a unos pocos centímetros de donde estuvo la melena rojiza, desgajado de la acción como si fuese un actor de teatro que, entre bambalinas, inmóvil en la penumbra, aguardara el momento de ser iluminado por un foco e incorporarse de nuevo al escenario.

En ese momento, en un segundo plano, tras el rostro cercano del hombre desconocido, reconocí la silueta familiar de mi novio que, desde la puerta, me hacía gestos desesperados para que me uniera a él.

Le saludé desde la distancia con una mano, guardé el libro en mi bolso y me alejé del hombre desconocido que, visiblemente aliviado tras la marcha de su acompañante, había cejado en su inmovilidad y en ese momento abría el yogurt intacto que ella había abandonado en su bandeja.

 

***

 

Vi a la mujer desconocida por segunda y última vez tan sólo unos minutos más tarde. Mi novio y yo estábamos esperando el autobús en la parada más cercana, situada justo en la puerta de la cafetería . Él había sacado su móvil del bolsillo y se afanaba sobre éste con fruición; yo paseaba mi mirada indiferente por la acera opuesta y observaba con escaso interés el panorama.

La acera rebullía de gente que se cruzaba en distintas direcciones. Algunas personas se movían con presteza y un aire determinado; otras, por el contrario, se entretenían ociosas en los escaparates de las joyerías. Vi bolsas, manos y maletines que colisionaban con frecuencia y el destellar de una cámara de fotos; cuellos móviles que giraban con avidez para contemplar los edificios ostentosos y las tiendas de lujo y dos amigas sentadas alrededor de una mesa dispuesta en la calle, guarecidas por el humo de sus cigarrillos y el vapor de las tazas de café que iban y venían hasta sus labios.

Sobre todo ese movimiento, inesperadamente, reapareció en mi campo visual la figura de la mujer desconocida recortada en primer plano, disidente e inmóvil, ajena a todo el frenesí que sucedía a sus espaldas, como si la calle no fuese más que un paisaje ajeno y fugaz que se escabullese a toda velocidad tras la ventanilla de un tren.

La examiné con impunidad durante unos instantes. Su figura hierática e intermitente quedaba parcialmente oculta de cintura para abajo por los coches y taxis que circulaban por la carretera, de manera que la mujer parecía sobrevolar el tráfico intenso del mediodía, resurgir y renacer de los techos de los vehículos. De vez en cuando, entre el tráfico, durante unos breves seguros, se podía divisar su figura por completo, desde sus cabellos rojizos movidos con suavidad por la brisa hasta los pies apostados con imprudencia y resolución en el borde de la acera, enfundados en unos zapatos bailarinas que le otorgaban un aspecto extraño y pueril de danzarina frustrada o de niña disfrazada de adulta.

La inmovilidad total y la excesiva cercanía de la mujer a la carretera me produjeron angustia. Había una peligrosidad apenas insinuada, inquietante, en su figura desdeñosa y solemne y también algo turbador en la manera en que uno de sus pies jugueteaba con la esquina del bordillo, acariciando sus límites con la planta del pie.

Se detuvo entonces, frente a ella, uno de esos populares autobuses londinenses de dos plantas que la ocultó por completo durante unos segundos. Me pregunté si, invisible tras el vehículo rojo, habría ella despertado de su ensimismamiento. Deseé que estuviera sacando de su bolsillo una tarjeta para el autobús, que subiera a él, se sentara en la planta de arriba y que, tras apoyar taciturna su frente en la ventana, viera empequeñecerse y alejarse Piccadilly a través del vaho de su respiración sobre el vidrio.

Sin embargo, al arrancar el autobús un minuto más tarde, la silueta estática de la mujer apareció de nuevo sobre la fachada blanca y la colorida ropa de los peatones a sus espaldas. Comprobé con desesperanza que sus zapatos continuaban anclados con terquedad en el mismo milímetro exacto de calle, saboreando aún el vértigo de hallarse en el límite de la acera.

Al sentirse observada, la mujer despertó de su embelesamiento y enfocó una mirada remota en la acera de enfrente. Sus ojos, vacuos y distantes, se posaron un instante sobre mi persona pero, incapaces de recordarme, me descartaron con ligereza y siguieron desplazándose sobre el resto de personas que esperaban en la parada del autobús. Apenas unos segundos más tarde, sin embargo, los ojos de la mujer retrocedieron con avidez y se posaron de nuevo sobre mí, animados esta vez por la luz del reconocimiento.

En ese momento, el semáforo cercano se puso en rojo y se interrumpió la circulación, de modo que durante un par de segundos se enlazaron nuestras miradas por encima de la carretera sin el estorbo del tráfico incesante.

Yo alcé mi mano derecha en un gesto de saludo tímido y absurdo (absurdo porque no habíamos sido presentadas, ni conocíamos nuestros respectivos nombres). Creo que sonreí también con un poco de pena e incluso alcé un poco los hombros con un gesto de “qué se le va a hacer”.

Ella me devolvió la sonrisa de inmediato y alzó también su mano, imitando mi gesto. La mantuvo en esa posición durante unos segundos y después, sin variar un ápice la expresión de su rostro o el posicionamiento de su cuerpo, empezó a moverla de izquierda a derecha en un gesto de despedida.

Inconscientemente, bajé mis ojos hasta sus zapatos planos de bailarina, tan proclives al desequilibrio, como si los viera por primera vez. Seguían acariciando con osadía y temeridad el bordillo: uno de ellos aún balanceándose en el borde mismo de la acera, jugando a resbalarse, amenazando con posarse en el asfalto de la carretera.

A mi izquierda, la hilera de coches permanecían contenidos aún por la luz roja (intuí ya, sin embargo, los pies impacientes de los conductores acariciando el acelerador; los ojos atentos a la señal del semáforo; las manos que reposaban temblorosas en el cambio de marchas).

Pensé que tenía que hacer algo, pero me sentía de repente invadida por la ridícula inmovilidad del que contempla consternado la caída de un objeto desde lo alto de una estantería pero, incapaz de reaccionar y alargar los brazos para parar el golpe, se limita a contemplar con impotencia y horror el descenso inevitable.

Agarré con fuerza la mano de mi novio que levantó la vista de la pantalla de su móvil y me miró con extrañeza, con las cejas levemente arqueadas y los ojos inquisidores.

-¿Qué ocurre?- dijo y apretó mi mano con suavidad entre las suyas.

Creo que empecé a decir algo, no recuerdo muy bien el qué porque no conseguí completar la frase. En ese mismo instante, la luz del semáforo cambió de color (los conductores soltaron con mayor o menor suavidad el embrague, pisaron el acelerador y estrujaron el volante entre las articulaciones blancas de sus dedos), de modo que el ruido del primer motor aventajado se impuso a mi voz. A éste siguieron otros rugidos y algún chirriar de ruedas sobre el asfalto.

La mujer, que no había apartado su mirada de mí, ahora me sonreía con benevolencia. Su mano continuaba moviéndose indolente, atrapada en el gesto de decir adiós.

Por el rabillo del ojo, advertí como se aproximaban los coches. Todo mi cuerpo se tensó. Creo que hice un gesto de negación con la cabeza y que, sin muchas esperanzas, alargué el brazo que me quedaba libre en dirección a la mujer, con los dedos crispados por el terror, queriendo contenerla con ese gesto.

Ella, aún balanceándose, tomó aire.

A partir de este instante, la escena se torna algo vaga en mi memoria. Veo en mi mente a la mujer saltando, precipitándose al vacío, como si cayera por un despeñadero o se zambullera en una piscina; recuerdo sus pies de bailarina suspendidos en el espacio, tocando tan sólo aire, y también que pareció que todo se detuviera durante los instantes que duró la colisión, que todo el movimiento y los actos que sucedían a espaldas de la mujer palidecieran y se frenaran al compás del chirriar desesperado de las ruedas del coche; veo asimismo sus mechones rojizos al viento, un poco salvajes justo antes de desaparecer; la mancha móvil, grisácea y turquesa de su ropa; la fugaz visión de sus piernas blancas. Ahora me ves, ahora no me ves, como si se tratase de un truco de magia.

Pese a la persistencia y presunta nitidez de estas memorias, sin embargo, sé que el atropello no sucedió de este modo. No pudo suceder así porque la desconocida no saltó a ningún precipicio ni se precipitó al mar. Ella dio apenas un paso y absorbió con su cuerpo el impacto brutal del coche.

La colisión en sí fue un poco cómica (eso sí lo puedo evocar con certeza). Fue un poco como los impactos que suceden en esos vídeos caseros de accidentes donde la gente se da de bruces o se golpea a causa de su torpeza o sus ocurrencias ridículas. También fue un poco irreal, como de mentira, como si la derrumbara o la golpeara algo con una fuerza descomunal, un tornado o un martillo gigante. Sentí que en cualquier momento iba a estallar un coro de risas artificiales o que iba a ser celebrado el impacto con el comentario humorístico de una voz en off; tan falso resultó el atropello, tan poco realista me pareció.

¿Seguía diciendo adiós con la mano en el momento del impacto? Por más que me he esforzado, jamás he podido rememorar este detalle. Ambas posibilidades me parecen igualmente lógicas y posibles: su mano permaneció móvil todo el tiempo, estancada en el gesto de decir (o decirme) adiós y sus ojos (ya sosegados por la presencia un testigo, confortados con el alivio de saber que no se diluirían sus segundos finales en la amalgama de lo ignorado y, por lo tanto, inexistente) fijos en los míos mientras avanzaba su pie. O no. Tal vez no fue así. Tal vez sus brazos estaban anexionados a ambos lados de su cuerpo y su mirada, determinada y vidriosa, permaneció fija en el asfalto. Y entonces, el salto. Ésa es la única certeza. Ahora me ves, ahora no me ves. Un frenazo desesperado, unas manos crispadas al volante, una mancha móvil que resulta ser una persona y, luego, una muñeca destartalada que rebota y sale despedida por el aire.

¿Murió entonces la mujer, me he preguntado a menudo, cuando el impacto la desvencijó, cuando por un segundo se anexionaron su cuerpo y el morro del coche y quedó ella pendiendo en el aire, sin tocar el suelo, como si se estuviera sujetando con terquedad al capó del coche? ¿O expiró unos segundos más tarde, ya descansando sobre el pavimento donde quedó tendida boca abajo, con la falda indecorosamente subida revelando sus muslos blanquecinos?

Jamás podré saberlo. Esto es lo que sí sé (yo estaba allí, yo fui testigo). Los zapatos de bailarina se perdieron en el choque dejando sus pies desnudos; el cabello liberado de las horquillas cayó sobre su rostro y lo cubrió por completo. Sus manos quedaron posadas a ambos lados de la cabeza, descansando con delicadeza sobre el asfalto, como si la mujer estuviera durmiendo o reposando; una de las piernas quedó flexionada, la otra estirada del todo.

Pareció que la mujer fuese a tomar impulso con las manos en cualquier momento, a apoyar en la carretera la rodilla flexionada y a levantar un rostro sonrojado por la vergüenza. Pero no se movió, claro. Debajo de sus cabellos ya libres, acariciados por la brisa, se fue formando un charco dulce y sosegado de sangre que pronto alcanzó la punta de sus dedos y tiñó sus manos despacio, sin prisas, como si se estuviera extendiendo una alfombra púrpura sobre la que ella pudiera descansar. Un poco más allá, quedó el móvil suspendido sobre el rojo brillante, destripado y abandonado.

Tras la colisión se sucedieron unos segundos eternos en los que todos nos quedamos inmovilizados por la conmoción (yo también, mi novio también). Apenas hubo algún grito ahogado de sorpresa procedente de los peatones y alguna mano que se alzó hasta la boca en un gesto de horror.

Se abrió entonces la puerta del vehículo letal, que había quedado atravesado con negligencia en mitad de la carretera, y ese portazo pareció ser la señal que volvió a poner toda la acción en marcha.

La gente corrió. Se formó un círculo de curiosos alrededor del cuerpo inerte de la joven, alrededor del conductor también que había emergido pálido y tembloroso del coche y ahora se recostaba con desmayo sobre una de sus puertas. En la acera se fueron formando corrillos de curiosos que interrumpieron y colapsaron el tráfico tumultuoso de la calle (por una vez autóctonos y turistas unidos por la curiosidad). Los primeros se detenían un instante, de puntillas, con la cabeza alzada para ver qué había ocurrido y después continuaban su camino hacia el trabajo ( Excuse me, excuse me ). Los turistas algo desconcertados, más perdidos que nunca, comentaban entre sí el inesperado encuentro con la muerte. Y todos, nativos y turistas, informaban con solidaridad a los recién llegados que se unían con retraso a los grupos de espectadores ( What happened? An accident, I think. A girl…).

Mi novio y yo nos quedamos petrificados mientras se dilataban los corrillos de gente y llegaban las ambulancias. Relajé mi mano que estaba aún apretando la suya con fuerza.

-¿Cómo lo has sabido?- me preguntó- La chica… ¿cómo lo has sabido?

No le contesté. Me giré hacia la cafetería. La puerta estaba colapsada por las personas que habían abandonado sus mesas al oír el impacto y ahora contemplaban con estupor la carretera. Al lado, en el amplio ventanal, se amontonaban más clientes y camareros que observaban con excitación y horror el espectáculo.

Busqué al hombre trajeado con la mirada pero no estaba. Imaginé (supe) que su cucharilla se había detenido en el aire al producirse el estruendo del impacto y que, tan sólo un segundo más tarde, había reanudado su camino hasta los labios ávidos. Supe que en esos momentos el hombre estaría apurando el yogurt con indiferencia, rodeado de mesas desiertas. Después, en cuanto disminuyera la conmoción y se apagara el eco de los gritos y las sirenas de ambulancia, se levantaría y se uniría al tráfico reinstaurado en Piccadilly. Se entremezclaría y se perdería entre la multitud, sonriente, tranquilo (You promised, you must) y yo, que me habría alejado ya de la cafetería de la mano de mi novio, aún temblorosa, apesadumbrada por mi encargo vitalicio de saber y recordar, jamás volvería a verle. Se diluiría el hombre para siempre entre la multitud con la facilidad para desvanecerse de los desconocidos. Ahora me ves, ahora no me ves.

 

 


© Nerea Tera nació en Reus (Tarragona) en 1977. Tras licenciarse en filología hispánica se especializó en la enseñanza de español como lengua extranjera. Reside en Londres desde el 2005 donde combina su trabajo de profesora de español e inglés con la creación literaria. Otros trabajos suyos pueden encontrarse en Letraria, tierra de letras y TheWriteDeal .


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