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Blanco sobre rojo
porJosé Manuel Alfaro Basilio

 

En la plaza de toros, los pañuelos tenían voz propia. Ondeando como el oleaje sinuoso y la espuma al viento, los bordados engarzaban los ánimos de los aficionados. Los brazos se elevaban al cielo del círculo. Ante los ojos atentos, los silencios flotaban en el aire de la tarde. A veces se escuchaba un olé multiplicado. Otras tantas retumbaba el nombre del torero manchado de sudor y sangre. Al final de la faena todas las voces en una miraban al palco pidiendo los laureles.

Allá, a lo lejos, un sombrero de ala ancha al aire de los pañuelos abanicaba al mismo aire para ser más que sus convecinos, los bordados blancos. Su portador, el señor que lo exhibía, se relajaba ahumado entre las bocanadas de su habano encandilado.

Más acá, casi rozando la barandilla, tres peinetas coronando tres mantillas femeninas lucían con sus abanicos de verdad, escondiendo tras ellos a tres damas para encubrir la forma de los labios con “o” de horror ante los arriesgados pases del torero y la bravura del astado.

De camino, escondían sus labios pintados de rojo para disimular que el color de la sangre también brillaba en sus rostros. Las tres por respeto a la res y sus cuatro banderillas rojigualdas.

Y todos y todas a una voz en grito reiterado pidiendo la gloria.

 

 

Blanco pañuelo

flotando en el tendido:

pedir de oreja

 

Después de la corrida y de la muerte del toro bravo, el público levantado de sus asientos pide al presidente el premio para el torero.

 

 

© José Manuel Alfaro Basilio

63ariadna