í n d i c e  d e l  n ú m e r o

 

Último ahora
Varios Autores

Selección de José Antonio Rodriguez Alva

Madrid, Izana editores, 2013


por Álvaro Muñoz Robledano

 

 

 

Tranquilos, dentro de poco pondrán a parir esta antología los críticos más solventes de un lugar tan insolvente y reaccionario como la poesía española de lo que llevamos de siglo. Las razones se las puedo dar yo y así les ahorro la lectura (tarea excesiva para ellos, a juzgar por algunos de los comentarios que vierten). A saber: los quince poetas aquí recogidos no conforman un grupo coherente ni estilística ni temáticamente; es más, las diferencias de edad, formación y dedicaciones eliminan cualquier intento de catalogación, así como cualquier iniciativa de reivindicación de lo que sea que haya que reivindicar. Son, en su mayoría, demasiado jóvenes y apenas cuentan con obra publicada. Son amigos unos de otros y coinciden en demasiados bares y teatrillos como para que sea una casualidad. El antólogo es, al mismo tiempo, uno de los antologados. Está Juan Carlos Mestre. Está Jesús Urceloy. No termino de comprender el fundamento de las dos últimas acusaciones, pero en alguna ocasión las he leído, y destilaban tanta rabia que he llegado a pensar que o bien eran peligrosos terroristas, o no les gustaba la poesía de Ángel González (delito mucho más grave, desde luego).

¿Y?

Todo cuanto acabo de anotar es cierto, y tanto el editor como el responsable del volumen lo airean sin tratar de justificarlo, porque no hace falta. Por hallar algún nexo, nexo en el que está el origen de este volumen, digamos que los poetas aquí reunidos han conformado la última oleada del activismo poético en Madrid; que han organizado sus propios guirigáis en lugares como Los Diablos Azules, Huertas 14 y Clamores, o en antros de Lavapies como Triángulo o Badulake, lugares donde Hipólito Bolo García, ejerce de agitador, de surrealista (de los que andamos ya muy necesitados) y de organizador de lo inorganizable. Digamos también que muchos de los presentes han pasado por los talleres de Fuentetaja o de la Piscifactoría ; o que han encontrado en la imprenta de Luis Felipe Comendador, en Béjar , salida, magnífica y enamorada, para el puñetero fuego que los corroe. Digamos también, para que nadie quede libre de pecado, que varios de los poetas aquí anotados llamaron la atención de este pobre reseñista en diversos momentos de su vida, como puede comprobar el esforzado y nunca suficientemente loado lector de Ariadna, y que con el tiempo, ha conseguido trabar con más de uno lazos de conversación y brebaje (lazos de los que aún se arrepienten). No me iba yo a ir de rositas y silbando. Tampoco importa. Porque he utilizado la palabra “antología” para referirme a este libro, y la he utilizado impropiamente. Una antología tiene vocación de documento, y Último ahora no pretende tal, sino ser una fotografía. Y la fotografía no tiene más norma que aquello que muestra. Fin de los críticos solventes y sus aciagos reparos.

Ahora mismo es abril de 2014 (sí, también en Nueva York; y sí, todos duermen), y la situación (por no llamarlo pesadilla) es la que es, también para los quince poetas de este volumen. La imagen que se revela en sus páginas recuerda a uno de los atractores extraños de Lorenz: giros de unos hacia otros alrededor de un presente, esa palabra que tanto utilizo en mis notas, pues es presente lo que busco en la poesía, que ha roto las líneas de la lógica, de la ética, de la política. Como ciudadanos, los quince han sido arrojados a la calle sucia y liberal de la vida precaria y reformada. Como poetas, se han mirado en un charco del suelo porque ya no quedan espejos, y menos de esos que responden a las preguntas más atrabilarias. Pero ellos no preguntan, ni siquiera qué hace un poeta justo debajo de todo lo que está cayendo. Tampoco contemplan, ni arengan, ni huyen. Como poetas, actúan, hacen `poemas en lugar de especular (cómo, sin espejos) acerca de lo que un poema podría hacer. Su activismo es aquí y ahora, el hallazgo de la profundidad de campo en los gestos, en los recuerdos, en los códigos. No buscan en el lector a un cómplice, sino a un contrario al que le exaspere tanto la realidad como a ellos. No tienen futuro en la recámara, sino vigilia y lucidez; también amor y un cabreo de tres pares. Su voz es sólo suya. La de Jesús Urceloy es amplia, sabia, atroz, aristocrática y proletaria, dotada de una musicalidad que estremece; es la voz de un niño que ya no se cree los cuentos porque sabe quien le toca ser en cada uno. Marisol Huerta escribe en voz baja, suave, terrible por lo enamorada, sin dejar que pase de largo ni un solo momento del día laborable, ni uno solo de los resquicios por los que marcharse de él. Tiene razón Javier Pérez Bazo en el proemio al señalarla como la más cercana a la poesía de la experiencia, aunque, en mi opinión, ella ha ido un paso, o varias jornadas, más allá; le ha entregado al poema la intensidad y la fluidez que los sabios de tal escuela tanto racanearon. Deborah Antón tiene voz (espero que me perdone) de copa mañanera en un bar de mercado, ese momento en que las palabras se atropellan en un susurro que concentra la rabia, el vacío y el recuerdo de la noche anterior. Toda una lección de mala leche y elegancia, de cómo la pasión crea un discurso inteligente cuando no es impostada y lo irracional es el único pensamiento posible. María Solís, por el contrario, exprime la racionalidad de los contratos sociales, estéticos y sentimentales que nos rodean, pues es imposible que la primera del singular que utiliza no ataña a cualquiera que ronde por las calles. Sus poemas gritan el mercantilismo que impregna lo más íntimo de nuestra cultura, los sentimientos inmóviles a pesar de ellos mismos, como la morrena de un glaciar llamado economía.

De Antonio Rómar, podría decir que es Antonio Rómar, pero no sería suficiente. Las tres muestras que deja aquí dejan bien claro que no cree en el silencio, pero tampoco en la petulancia de la palabra adjetivada (urgente, precisa, colectiva…). Sus poemas están hechos de ruido, de ese ruido que ha de ser escuchado sin solemnidad ni tranquilidad; el ruido que conforma la calle, el que se filtra por los tabiques de la habitación, el que se lee, el que se vive. Sebastián Fiorilli prefiere el interior, un interior sin muebles, en el que se mueve con la suavidad con la que lo haría un bailarín lejos del escenario. En sus poemas está esa línea que une lo onírico con lo civil (si es que ambas palabras no son sinónimas).

Ana Isabel Trigo duele. Sus poemas tienen el dolor que provoca estar despierto, haber leído, desear más lectura, hacer inventario… ese dolor incierto, grato, intenso, siempre desconocido. Ella escribe tejiendo carne. Mientras tanto, Diana García Bujarrabal busca. Sus poemas son traslúcidos, dejan que se insinúe la silueta en el envés de la hoja, abren los vasos comunicantes entre ambos lados. Diana escribe musitando lo tejido.

Begoña Moreno Luque acerca la página al rostro del lector, al que supondremos las consabidas hermandad e hipocresía, para espetarle si reconoce los signos en las palabras, las palabras en los espacios en blanco, en el poema visual, si no entiende que la cultura sólo surge mediante el retorcimiento, tanto barroco en tan pocas líneas. Iago Chouza, por el contrario, parece no esperar nada de las palabras. Para él, si me atengo a lo que aquí se muestra, jugar con ellas, renunciar al temor, es pura desvelación de la política. Paz Hernández Páramo no juega, o quizás sí; pero su juego es perfectamente serio, como un juego ha de ser: encontrar el poema-aguja en un pajar de poemas, perder la mirada que lo ha encontrado, reconocer, negar. En ella, la claridad no es un don; es un desafío. Nares Montero está quieta, a la espera; y en ese lapso acoge lo dicho y la contradicción; también lo desamado y lo que ha de llegar, con versos delgados y profundos como el filo de un cuchillo.

Para María Eloy-García, me parece, la cuestión es liarla, convertir un poema en la incisión que rompe los discursos dominantes tanto como los discursos sumisos. Entender es nunca sobrentender. Cada uno de sus versos son un barrote doblado por un forzudo inverosímil. José Antonio Rodríguez Alva (el antólogo, el culpable) viene de la música y recoge la música que merodea por los tratados de tantas disciplinas difusas. No hay referentes, sino escalas, insinuaciones, segundos de aire quieto y prodigios. Y, para cerrar el círculo, Juan Carlos Mestre, el cazador de magia que ha entregado “Cavalo morto”, uno de esos poemas que llaman por teléfono desde cualquier lejanía incitando a salir a la calle, donde los otros.

Último ahora , ya se ha dicho, no es una antología, sino el libro unitario de quince poetas que han levantado una barricada en medio del insomnio. Quizás es lo que pretendían. En cualquier caso, no hay en el libro un solo verso que no sea reconocible, que no sea, insisto, puro (y tan duro) presente, exploración, violencia, reflexión o grito.

Poesía, sí.

Las gilipoyeces de rigor corresponden a los críticos solventes.

 

© A.M.R.

 

©Alvaro Muñoz Robledano Nació en Madrid en 1965. Se licenció en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros: “Fotografías junto al pecio” (Málaga 1991), “Hoteles” (Madrid 1996), “Cuartel de Invierno” (Madrid 2000), "Salvoconductos" (2006) ganador del III Premio Café MOn. Colaborador de ariadna-rc desde sus comienzos donde ha publicado su "Breve historia de la lucha de clases" (2003) y "Notas para un tratado de botánica de la oscuridad" (2007) junto a Pedro Díaz Del Castillo.

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