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La mano izquierda de Dios
por Juan Carlos Mestre

 

 

      La modalidad del sufrimiento abandona cada mañana las sinagogas. Abandona el 14 de abril de 1865, Viernes Santo, tarde del asesinato de Lincoln. Pide arenques entre los panes destinados a la Universidad. Ruega lo propicio entre las sacas de la Oficina de Correos y la evaporación de las relojerías cercanas a Nuremberg. La modalidad del sufrimiento retorna a los ojos de Homero como regresa a sus casas la gente corriente.

      No es la guerra de Troya, no son los elementos escénicos que idean la prosodia del manifiesto, sino la máquina de cadáveres y los silogismos del juicio. Para ser más exactos, las lilas que no florecerán en el patio donde fueron plantadas por la gente corriente. La indiferencia ha sido persuadida por los brotes del cancionista, el instinto relata las circunstancias de Ulises, los desenterrados oyen la motocicleta de Mahler.

      Llegan mozos de mulas al teatro del bosque, entra el descarnador de lo real con el asidero de los objetos irrepresentables. Por lo común agua de herrar, un copo de trueno en el ramal de los céntimos, este dibujo padre de pobres.

    La modalidad del sufrimiento rehuye las formas de lo visible, convierte a los espectadores de las anécdotas de la niñez en una escolanía de soldados. Ese tipo de poetas vulgares que pasamos de claro en claro la noche, media docena de melancólicos matones a sueldo de los simbolismos de la retórica: lo falible y lo curvo, el rótulo del palo de jabón dando borradura a las señoritas, coba de género a la capilla ardiente del signo.

      Sobre los taburetes del espectáculo las fábulas germinativas de cuanto fue lo creado penetran la imaginación de la gente corriente. Algunas millas al norte, como digo, Lincoln entra en el argumento: como el estallido de una yema o de una vaina en la vegetación, capitán de abril, mi padre querido en palabras de Homero.

      La historia continúa unas páginas más allá. Mahler frena su motocicleta justo donde comienza la prolongación de la falsedad, justo donde la trampa de las sensaciones explican lo siguiente: la emoción sin comportamiento, la dificultad de existencia ante la soberanía de todo verdugo. No es el sentido común, es la grasa de cerdo, es la camisa gramatical doblada en la maleta de Homero la que va a testificar en Nuremberg sobre el almanaque de las lilas.

      Son las siluetas de quienes han soportado las visiones las que deforman el texto, las serviles definiciones de la aniquilación las que privan de toda ley de felicidad la comedia de lo verídico. Son las partituras, los boletos cortados del espectador. Es el azar de las huellas en el túnel. Son las fábulas germinativas del prestigio. Es la tragedia la que penetra la imaginación de la gente corriente.

      El cansancio de la muerte precinta herméticamente la responsabilidad de las Bellas Artes. El olvido utiliza los ojos del diablo para observar la organización de la monotonía, usa la influencia del método sobre la ingeniería del fracaso en la sien. A semejante distancia, el consumo sanciona el naturalismo de los deformes, el ensayo sobre la antigua ilusión del griego legaliza el habla consciente. Lo equivalente es la incurable basura de las reproducciones en el altoparlante, la temperatura desnuda del miedo.

     Un hombre habla de estas cosas. Está sentado sobre cuanto fue lo real, frases lavadas, rifas de santero en las condensaciones de lo imaginario. Está cubierto por la sangre de la fraternidad de la Revolución Francesa, por la degradación a un minuto escaso del abecedario de la igualdad de los soviet, el mismo lugar donde los informantes de lo indivisible reconocen el obstáculo surrealista como una posibilidad espontánea.

      El dividendo es la muerte de Lincoln, la actividad es la raya de Malher, la astucia es la ceguera de Homero. Es el instante del triunfo ocasional sobre el tiempo de las omisiones, la ausencia con que la gente corriente busca cada mañana una explicación al embalaje del loco, el rastro que conduzca a un extraño, al sistemáticamente femenino, al curado por la pedagogía de los consejos.

    Entonces el poema se levanta y da por terminada la superficie del lenguaje, se apoya en la escalera de mano, digamos el punto de vista  desde el que se asoma al vacío, a cierto grado de premonición equidistante a la agricultura de lo que llamamos destino, y ahí, destructiva, irreparablemente fragmentado por el mecanismo íntimo, tampoco alcanza a dar testimonio de la mano izquierda de Dios.

 

© Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957), poeta y artista visual, es autor de los poemarios Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982), La visita de Safo (1983), Antífona del Otoño en el Valle del Bierzo (Premio Adonais, 1985), Las páginas del fuego (1987), La poesía ha caído en desgracia (Premio Jaime Gil de Biedma, 1992) y La tumba de Keats (Premio Jaén de Poesía, 1999). Su obra poética entre 1982 y 2007 ha sido recogida en la antología Las estrellas para quien las trabaja (2007). En el ámbito de las artes plásticas ha expuesto su obra gráfica y pictórica en galerías de España, EE.UU., Europa y Latinoamérica. De su diálogo con la obra de otros artistas y poetas han surgido, entre otros, los libros Piedra de Alma, con José María Parreño, Crónica de amor de una muchacha albina, con Rafael Pérez Estrada, Emboscados, con Amancio Prada, Bestiario apócrifo, con Álvaro Delgado (2000), Enea y los gatos, con Javier Fernández de Molina (2002), El Adepto, con Bruno Ceccobelli (2005), Arde la oscuridad, con Alfredo Erias (2007) y Los sepulcros de Cronos, con el escultor Evaristo Bellotti (2007). También ha editado numerosos libros de artista, como el Cuaderno de Roma (2005), versión gráfica de La tumba de Keats, y acompañado con sus grabados poemas de Antonio Gamoneda, Diego Valverde, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, Gonzalo Rojas, Jorge Riechmann... Su colaboración con otros creadores y músicos como Amancio Prada, Luis Delgado o José Zárate, ha sido recogida en varias grabaciones discográficas.
En 2009 obtuvo el Premio Nacional de POesía por su obra "La casa roja"

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