Dioses
de varias especies dominan la vida en la ciudad hermética.
Sus habitantes, poseídos por una frenética actividad,
jamás se hablan. Las noticias se atropellan unas a otras
mientras escapan al festín que cada mañana se produce
en silencio. Los dioses deciden quién queda libre de la cárcel,
cuántos niños pueden nacer en Luna llena, quién
tiene derecho a la felicidad y quién debe precipitarse al
vacío desde un puente en la autopista. A veces, a algún
mortal que no ha sido seducido se le ha visto paseando por el parque
con una colilla entre los labios, pero esto no es frecuente en Hermenauta.
Las crónicas cuentan que hubo un tiempo en que las noticias
sobre la Revolución, la amnistía o la muerte de un
pariente lejano llegaban años más tarde, luego cuando
la familia ya había desaparecido en galeras. Se dice también
que en los días de lluvia las gentes se guarecían
en soportales y marquesinas, mientras pausadamente alguna muchacha
leía las atrasadas cartas de un soldado. Pocos conocen la
historia de las plazas, el encanto de los minaretes, la frondosa
lentitud que anida bajo las fuentes. |
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La vida en Hermenauta se reduce a un devaneo
entre varias especies de dioses y unos infatigables mortales que
intentan zafarse del capricho de sus oráculos. Quienes
evitan la inmolación son pasto de la lujuria pero nunca
de la apatía, todos menos aquel que aún sigue paseando
por el parque con una colilla entre los labios. La admiración
por este hombre invade a los habitantes de Hermenauta. Lo que
ignoran todos es que la ciudad está llena de hombres que
pasean por parques, ancianos que fuman detrás de los kioscos,
muchachos que leen periódicos por encima del hombro, soldados
que escriben cartas en cualquier taberna. En realidad, aunque
no lleguen a verlos, les acompañan a todas partes con diferentes
identidades pero tan sólo hablan con sus sombras con la
inútil esperanza de evitarles la cólera de los dioses.
De "La vida en Hermenauta" p.21
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