No se puede cerrar el laberinto, ni adivinarlo. El hilo se rompe y quedamos a
merced de los corredores y los espejos de callejón. Si la ley del desierto es el agua, la
ley del laberinto es la mirada, y a ella nos atenemos. Miramos en cada encrucijada como si
el laberinto fuera realmente el mundo, como si en cada lugar desconocido, que bien pudiera
ser una y otra vez el mismo lugar, pudiéramos encontrar el dolor de los otros, el tabaco
de los otros, el dinero de los otros, el Poniente que tal vez no nos pertenece, el semen,
las palabras, las pausas y esa fotografía, una vieja carátula de disco, en la que alguna
vez creímos vernos. Entre nosotros, y nosotros en medio de todo, sin esperar nunca un
corredor vacío, o en silencio, sin humedad ni tanto frío ni tan insoportable calor.
Cómo se entra aquí sin mancharse, sin dislocarse, sin extenuarse. Quién lo
pretendería. No se puede cerrar el laberinto, ni adivinarlo. Puede que el laberinto no
sea el mundo, pero es Ariadna. Ella nunca está fuera.
Alvaro Muñoz Robledano
ariadna Otoño
1999