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r i a d na

versos + prosa + las joyas de Ariadna + el cofre de Ariadna + música para aeropuertos + reseñas y artículos +eventos y premios + enlaces + índices y autores + Ariadna ES

LA P R O S A

Sonia García Rincón
Parque de las Avenidas
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Vicente Rosales Cuny
Hoy es martes, algo pasó
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Ernesto Walfer
Cenando bajo la lluvia
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Fico
Figuras de arcilla
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Antonio Polo
La opulencia de los girasoles
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Antonio Meroño Campillo
El hombre del chorrillo
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Luis Martínez
Un vaso de agua
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Emilio Víctor Pineda
La armadura de plata
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Adriano Perticone
Te acordás de cuando éramos felices?
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Mónica Angeli
Devil's Garden
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Marcelo Juan Valenti
Lágrima habitada/Plato Olvidado


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Parque de las Avenidas
por Sonia García Rincón


En el parque de las Avenidas las domésticas las internas las externas se acomodan los prendedores del pelo tiran de los carros de la compra de los carros de los niños de los carros de los abuelos por la Avenida de Bruselas bajan cinco riéndose agarrándose de los brazos con tacones y pintalabios y vaqueros ajustados se paran frente al escaparate de una tienda de revelado de fotografías y posan para las cámaras y a carcajadas se alejan en dirección a un hotelito de Martínez Izquierdo se acomodan digo las criadas los ralos cabellos con un prendedor de mamita-amita María Merche tiran de un carro pesadísimo con una mano llena de callos y cargan en la otra con dos uñas rotas tres bolsas más llenas de fruta hacen el desayuno a los niños de María Merche a las siete de la mañana y a y media ya vestiditos peinaditos y uniformaditos los acercan a la parada del autobús escolar a las ocho están limpiando la casa pasando la aspiradora haciendo las camas aseando al abuelo y sentándolo en un sillón cerca de un balcón donde entra algo de sol a las once y media la compra a las doce y media la manicura y pedicura y un masaje para las cervicales de mamita-amita María Merche después la cocina la mesa los platos el café a las cuatro y media comen solas bueno solas no junto al abuelo y su mantita de cuadros y sus pantuflas marrones y su televisor de pantalla de cine que escupe mujeres rosas sillones rosas todo muy rosa cuando el abuelo duerme son las cinco entonces salen a pasear se encuentran en la placita de la iglesia y allí mismo sacan de un bolso diminuto de plástico y con ribetes dorados la polvera y los pendientes se miran en el espejo fruncen los labios se ríen se abrazan alguna se pone uñas postizas largas y rojas sobre las cortas y astilladas uñas propias en veinte minutos se agarran de los brazos y juntan sus caderas jugando y bailando se cambian las zapatillas prestadas de mamita-amita María Merche se ponen los estrechos zapatos negros de tacón y charol se distribuyen los números de las habitaciones de la 209 a la 214 y al anochecer sobre las nueve ya están de vuelta sin pintalabios tacón uñas largas y sonrisa cenan los niños cena el abuelo se acuestan todos ellas guardan en una taleguilla entre pecho y pecho los sobresueldos que el amito dueño de una agencia de viajes de Gran Vía les entrega todas las tardes son para pagar el pasaje a sus hijos a sus padres incluso el suyo que aún deben a papito-amito Ángel siempre rodeado de amigos siempre de traje de chaqueta y corbata y a veces con un trozo de uña roja enganchado en la bragueta.

Sonia García Rincón. Madrid. Directora de la revista "Poet@ de C@bra"


 

Hoy es martes, algo pasó
por Vicente Rosales Cuny


Hola otra vez. No te extrañes si te escribo y no te llamo, como de hecho habíamos quedado, pero una vez más -qué raro- he sentido la necesidad de acercarme a ti por medio de las palabras, y, como ya te dije un día, para mí, ellas, las palabras, sólo existen en la lectura o cuando salen directas de tu boca.
Sí, has acertado: hoy estoy triste. Ya me conoces. De todas formas, no debes preocuparte, no es nada grave... no lo es para nosotros. Poco a poco, ya estas situaciones me producen, cada vez más, indiferencia; quizá porque sé, que tú, mi amor, estás ahí, siempre dispuesta a escuchar de mis labios otra de esas historias que yo, infeliz, no comprendo.
Hoy, sin embargo, no he podido aguardar a verte y he decidido inmiscuirme en tu trabajo y en tu oficina, así, de improvisto. Ojalá, quién sabe, llegue esto que te escribo en tanto que lo dicto, y leas con tus ojos aquello al tiempo que los míos; entonces, tus ojos acariciarán mi boca y los míos... los míos rozarán tu cielo.
El caso es que te necesito.
Espero que no tengas mucho trabajo y encuentres un rincón de tu tiempo para escucharme. No te alarmes, ya te he dicho que no es nada grave. Muchos dirán que no es para tanto, que no debiera importunarte. Pero, ya sabes, a mí sólo me importa lo que piensas tú, pues sólo tú entiendes.
De todas formas, no deseo explicarte lo que ha pasado, no; no quiero compartir lo malo y no te haré cómplice de un estrago, de una infamia, de la ignorancia, en fin, de un mal rato, no obstante me refugie en ti, otra vez, mientras se desvanece mi miedo a comprender y todo termina de nuevo... bueno, terminar... no sé, no estoy seguro de que lo haga; aunque, como de costumbre, nada finaliza hasta que te veo y me dices al oído eso de «tranquilo señor mío» con tu voz de cereza y me miras con cariño, como a un niño, con esa mirada tuya de agua limpia que sorbe el hastío al verme sediento.
Y por como me siento te escribo. Simplemente. Ya te he dicho que no era nada del otro mundo, pero... no puedo remediarlo. Al salir del trabajo me he cruzado con un montón de rostros y no he sido capaz siquiera de alzar la vista y mirarles a los ojos, a ninguno de ellos, luego me sentía persona y como tal me sentía ridículo.
Y por esto me he metido en tu oficina a estas horas, si es que he llegado a hacerlo; y por esto apelo, una vez más, a la ternura y a las caricias y a tus cabellos negros, vamos, otra vez a ti entera; y por esto ansío verte hoy y coger tu mano y sentir cómo ésta me lleva de nuevo hacia el pequeño hostal, junto a la oficina, sin preguntar nada, sin decir nada a nadie; y por esto necesito que me poseas hoy más que nunca, para subir las escaleras y acceder a la habitación sin joyas, sin equipaje, sin hora, y enseñar a todo el mundo, muertos y no nacidos, lo que se puede hacer en un rincón cualquiera, tras un arrebato de concesiones, o en la habitación que Sara nos guarda todos los martes, aunque hoy no lo sea.
Y si me estás leyendo ahora... qué tontería, ¡claro que me estás leyendo ahora! ¡Sino cuándo! Pues eso, si me lees, si me oyes sabrás que estoy cerca de ti y que te espero. Sí, estoy abajo: en el bar de los ordenadores, el té de jazmín y la camarera lesbiana. Quizá, en este momento, haya finalizado de redactar mi charla y te esté esperando ya en la puerta, o, tal vez , quién sabe, teclee ahora, en tu ahora, la a de esta última sonrisa: la tuya. En tal caso, si quieres, todavía te quedan unos cuantos minutos para acabar de mirarme en tu pantalla y contemplar mi desconsuelo. Pero tan sólo unos cuantos. No más, te lo ruego. Los justos para decir adiós a tus compañeros, coger tu chaquetilla de piel marrón, ponértela, así, muy bien, salir con tu caminar sensato de exiguos pasos y dirigirte al ascensor ¿lo ves? Ya te escribo más próximo, ya te adoro... Uno, dos, tres pisos y la planta baja ¡qué delicia! Abres la puerta, dices adiós a Luis, adiós, y esbozas una sonrisa, adiós. Pero, antes de cruzar el zaguán, demórate por favor un minuto más en el vestíbulo, sólo uno, el último; el necesario para acabar el té, decir adiós a Penélope y salir a tu encuentro.
De esta manera, podremos coincidir los dos en la escalera. Nuevamente. Como si fuera martes. Como si hubiéramos quedado.


Vicente Rosales Cuny. Hoy es martes, algo pasóa. Febrero 1999.


 

Cenando bajo la lluvia
por Ernesto Walfer


ECoincidieron sentados a la misma mesa, bajo la carpa hermosamente adornada para el banquete de bodas. Él, después de un rápido examen de los demás comensales, la eligió a ella. Ella, después de idéntico análisis, se conformó con él.
- ¿Tú de quién eres? - le espetó él de pronto, como si estuviesen en un partido de fútbol.
- Soy la amiga del alma de la novia - respondió, y él sintió que deseaba mirarse en aquellos ojos durante toda la cena -. Así que, como puedes imaginar, hace más de diez años que apenas nos vemos y ya no tenemos ningún amigo común. ¿Y tú?.
- Yo soy primo lejano del novio - respondió unos segundos más tarde de lo normal, cautivado por la perfección de sus dientes -. En realidad le he reconocido cuando se puso en el altar al lado de la novia - y sonrió intentando a la vez conquistarla y hacer ver que no hablaba en serio, aunque en realidad así era.
Ella se rió de buena gana y él se lo agradeció, pues empezaba a sentirse cómodo por primera vez en toda la tarde.
- He venido por mis padres - añadió -, los muy sinvergüenzas están en Benidorm y ya se va haciendo costumbre que les sustituya en los acontecimientos familiares: bodas, bautizos, entierros, cuando ellos están fuera; en fin, un coñazo.
Siguieron hablando durante toda la cena. A los postres, Julio se sentía perdidamente enamorado de Elena, y ésta ya no se "conformaba" con él, sino que estaba decidida a no pasar de la copa de cava sin que supiese que la había conquistado. Sin embargo, no fue hasta la segunda copa de cava que ella le dijo:
- ¿Sientes lo mismo que yo?.
Él retiró un poco su silla hacia atrás, miró al suelo y respondió:
- Sí, aquí abajo hay un auténtico río.
Por primera vez en toda la noche miraron más allá de sus respectivos cuerpos y contemplaron con horror el espantoso espectáculo que se estaba desarrollando a su alrededor desde hacía casi una hora. Los camareros chapoteaban en un suelo con casi cinco centímetros de agua cumpliendo con su trabajo con una dedicación y profesionalidad admirable, seguida de cerca por el gerente del restaurante desde un discreto lugar a salvo de las miradas de los novios; suya había sido la idea de celebrar el banquete bajo una "decorada, moderna y elegantísima carpa". El vestido de la novia estaba empapado hasta la cintura, por lo que había adquirido tal peso que, en caso de que lo desease, que no era el caso, no le permitía siquiera moverse. El larguísimo y estrechísimo vestido de la madrina, de algún género con una especial avidez por el agua, la había convertido en una aspirante a miss camiseta mojada. Y el padre de la novia explicaba a quien le quisiera oír, que en aquellos momentos no era nadie, pues todos estaban demasiado cabreados con lo que estaba ocurriendo, que ya les había advertido él que celebrar la boda en una carpa era cosa de las películas americanas.
Julio y Elena se miraron, se encogieron de hombros y se sonrieron: no estaban dispuestos a dejar que aquella pasión recién nacida pereciese en aquel naufragio en tierra firme.
- Julio, ¿cuál es tu horóscopo?.
- Piscis - respondió. Y añadió con un tono ligeramente burlón - ¿Crees en esas cosas?.
- No - respondió ella categóricamente, pero no pudo evitar añadir: - Yo soy acuario.

Ernesto Walfer. Gijón. Junio de 1999


 

Figuras de arcilla
por Fico


Hacía ya bastante tiempo que había amanecido, pero los rayos del sol aún no habían llegado a tocar la sombría explanada que rodeaba la cabaña del anciano. Situada en un angosto valle, la bordeaban montañas tan altas que solo al llegar el mediodía dejaban entrar la luz del gran astro. Cuando este momento llegaba, el anciano se tumbaba en la tupida hierba que alfombraba el suelo y dejaba que el sol penetrase hasta sus cansados huesos. Saludaba con su rostro vuelto hacia arriba a los amistosos rayos de luz que se posaban sobre su piel, en sus ropas, y que rebotaban juguetonamente contra las rocas. Algunos quedaban atrapados en el musgo, o en cristalinas prisiones formadas por gotas de rocío. En aquellos momentos el viejo dejaba de sentirse solo, pensando que compartía con la humanidad la presencia de aquel astro que transformaba el aire en oro, que señalaba al hombre el momento de abandonar el mundo de los sueños para reunirse de nuevo con los vivos. Pero esta compañía duraba poco. Las montañas, celosas de compartir al anciano, ocultaban de nuevo al sol extendiendo su manto de sombras sobre la explanada. Entonces los rayos de luz, sintiéndose de pronto desprotegidos, huían despavoridos hacia el cielo. Y las pequeñas rocas del valle, sintiéndose otra vez solas, se abandonaban a la melancolía tornándose ocres y engalanándose de un triste y opaco tono gris a medida que el día se marchitaba y moría. Y el anciano volvía a su cabaña, notando cómo el frío arrancaba con sus afiladas garras el poco calor que aún permanecía adherido a su frágil cuerpo. Volvía a su cabaña hecha de irregulares troncos, más parecida un extraño hongo gigante que una vivienda. En su interior, el fuego del hogar calentaba la comida y el ambiente. Frente a la chimenea había una mecedora en la que el anciano se sentaba, durante el resto del día, esperando en soledad. ¿Cuál era el motivo de su espera? Eso fue algo que a nadie preocupó. Muchas personas caminaron hasta aquel apartado valle y llamaron a su puerta, pero de todas ellas no hubo ni tan siquiera una que sintiese el menor deseo en averiguar el por qué de su soledad. Sólo una cosa les importaba: él "solucionaba" problemas que nadie más podía. Solamente males irremediables, esa era su especialidad. Y como pago únicamente pedía la voluntad necesaria para cruzar a pie las montañas.

Muchos hombres y mujeres llegaban allí y olvidaban sus problemas para siempre; llegaban, hablaban lo justo, y volvían con los suyos en cuanto podían. Después el anciano volvía a notar cómo el vacío llenaba con sus silenciosos alaridos todos los rincones de la casa. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora él no era más que una leyenda. Ni tan siquiera recordaban ya su nombre. Aun así cada cierto tiempo llamaba a su puerta alguien a quien la esperanza daba el ánimo suficiente para llegar hasta allí, cruzando la barrera de piedra, nieve y viento que separaba al anciano del resto de la humanidad. Llegaban llenos de dolor y marchaban felices; y cuando esto ocurría, el anciano volvía a su mecedora, a sus fugaces momentos de sol, a su chimenea, a su solitaria espera...

Alguien llamó a la puerta. El anciano se levantó y abrió. Al otro lado aguardaba un joven, encogido de frío. Sobre su abrigo aún había rastros de nieve. Se quitó el gorro que cubría su cabeza a modo de saludo, y con una voz que dejaba ver el miedo y la esperanza a partes iguales dijo: "Me dijeron que usted solucionaba problemas". El anciano se hizo a un lado y le invitó a entrar. Con un breve gesto de la mano le indicó que se sentase en un pequeño taburete frente a la chimenea. El joven aceptó gustoso, y tras quitarse la ropa mojada y acomodarse en su asiento extendió las manos hacia el fuego. Al rato, una vez sentado el anciano en su sitio, habló de nuevo:

-¿Puede usted ayudarme?

-¿Cuál es el mal que te ha empujado a venir hasta aquí? -Contestó el anciano, utilizando las palabras rituales que en un tiempo lejano fueron su pan de cada día.

-No es el mal lo que me ha traído, sino el amor hacia una mujer. Un amor no correspondido. He venido porque esperaba que usted pudiese hacer que ella me ame como yo la amo a ella.

-No está en mi mano modificar los sentimientos del ausente, sino los del presente. Lo que yo pueda hacer, no afectará a nadie más que a ti.

-¿No puede hacer lo que le pido?

-No puedo si no es ella quien lo pide.

-Entonces mi viaje no ha servido para nada... -agachó la cabeza, apoyándola en las manos abiertas. El anciano miró en silencio al joven. En realidad no había nada que decir. Una idea pasó por la cabeza del recién llegado. Levantó la vista de nuevo hacia el anciano y volvió a hablar- Déjeme pues pedirle otra cosa: si no puede hacer que ella me ame como yo la amo a ella, haga al menos que yo la ame como ella a mí. Pues si el destino ha dictado que yo nunca esté junto a ella, prefiero no tener que seguir sufriendo esta tortura. Más vale alejar de mí este sentimiento que un día bendice y al siguiente no proporciona más que dolor...

-¿Qué es entonces lo que me pides?

-Solamente quiero ser feliz...

-La felicidad no existe. La vida no es más que un torrente de monotonía salpicado de instantes de dolor y gozo. Unicamente cuando llegas al final, y miras hacia atrás, puedes sopesar los momentos que has vivido: si pesan más los recuerdos gratos que los dolorosos puedes decir que has sido feliz...

-Un solo recuerdo de ella es capaz de inclinar la balanza hacia la infelicidad. Hay mañanas que apenas si puedo levantarme de lo que me pesa el corazón. Me despierto y recuerdo su cara, y sé que nunca la veré a mi lado al despertar. Entonces me abandono al dolor, lo saboreo, retozo en él. Y no puedo dejar de hacerlo. Siento que si no la tengo a ella al menos me queda su recuerdo, que apenas me satisface y por el contrario me colma de tormento. Pero es lo único que tengo, y no soy capaz de desprenderme de ello. Prefiero que sea otro quien me lo arranque, y ya no sentiré más dolor. Cuando mi vida toque a su fin podré decir que amé una vez, y que por suerte sólo fue una.

-Así sea, si eso es lo que quieres -dijo el viejo.

Se incorporó y se acercó a una pequeña alacena de la que sacó un tarro de cristal. Extrajo de su interior unas hojas de un extraño color argénteo y, metidas en un cazo con agua, las acercó al fuego. Al poco tiempo un olor acre y dulce a la vez invadió la estancia. Preparada la infusión se la ofreció al joven, que la bebió con cierto recelo mientras el anciano salía al exterior de la cabaña. Volvió poco después con dos puñados de barro. Indicó al joven que se quitase la camisa y se tumbase en el suelo, junto al fuego. Hecho esto extendió los dos puñados de barro sobre él: uno en la frente y otro cubriendo su pecho. El joven notó cómo empezaba a caer en un profundo sueño. Cayó y cayó, y descendió hasta el mismo centro de su ser...

Cuando despertó, la luz del sol entraba de nuevo por la ventana. Era mediodía, pero aquel día el viejo no fue a tumbarse a la hierba. Permanecía sentado en su mecedora, pálido y cansado. Entre sus manos sostenía una pequeña figura de barro. El joven la miró con detenimiento y descubrió lo que representaba: la imagen de la mujer amada. Sin embargo no sintió nada al verla; solo vacío.

-Ahora hay dos cosas que deberás recordar -dijo el anciano con un susurro cargado de debilidad y pesar -. Tu te irás, y yo guardaré esta figura en un lugar seguro. Mientras permanezca entera yo sentiré por ti lo que tu ya no sientes. Mientras permanezca entera, yo guardaré tu dolor. Pero lo más importante es que mientras permanezca entera, tu no podrás volver a pedirme nada más. Ahora vuelve a tu casa y no olvides nunca.

El joven permaneció callado, mirando al anciano. Este se levantó y salió de la cabaña con paso lento y vacilante. Avanzó por un pequeño sendero y se internó en un tupido bosque. Caminó por él, apartando de su camino zarzas y matorrales hasta que llegó a la entrada de una cueva. Junto a ésta, una palmatoria con su vela descansaba encima de una piedra. Prendió la mecha y entró. Avanzó por un estrecho pasillo, iluminando a su paso innumerables nichos. En su interior descansaban otras tantas figuras de barro, protegidas así de las inclemencias del tiempo. Algunas llevaban allí lo que dura una vida, otras algo menos. Pero todas tenían algo en común: el peso infinito que cargaban sobre las espaldas del anciano. Buscó un orificio vacío y colocó en él la figura que tenía en las manos. ¿Qué importaba una más? Llevaba diciéndose esa misma frase desde hacía demasiado tiempo, y ya era demasiado viejo como para cambiar sus costumbres...

Cuando regresó a la cabaña el joven ya no estaba. Se sentó en su mecedora y pensó en su profundo y no correspondido amor hacia infinidad de mujeres, y hacia infinidad de hombres; pensó en el dolor que provoca la pérdida de infinitos hijos, la muerte de innumerables padres; sintió la desesperación de quienes no encuentran sentido a esta vida, y el pánico de todos aquellos que le visitaron por no querer pensar en la muerte con temor; y siguió balanceándose, en un ir y venir monótono y solitario.

Fico. Madrid. Junio 1999


 

La opulencia de los girasoles
por Antonio Polo


I

Enfrente de mí viaja una mujer a la que la muerte parece haber sorprendido. Está quieta, mirándome fijamente. Desde que entré no ha apartado la vista de mí ni un instante, sólo cuando el guardagujas desvió el tren consiguió volver a la vida. Su renacimiento nos ha sorprendido a todos porque llegó con un gesto brusco y esquivo, lo que hizo que su compañero de asiento se volviera hacia ella un tanto incómodo.

De nuevo ha vuelto a mirarme decidida. Tal vez me confunda con otra persona, con otra que hubiera participado en sus pesadillas, acaso en sus sueños más dulces. Tal vez fuera eso, o quizá fuera porque tiene una mirada tan insistente y tan estatutaria que más que una mirada parece una advertencia. A veces, cuando cree que no la miro, o se distrae un momento con algún detalle del paisaje, la observo y me pregunto si esconderá algún secreto bajo su soberbio semblante; si lo desconocido o lo lúgubre habita entre los suyos. Diríase que percibe algo, algo que la asusta y no esperaba, algo que sin duda la atemoriza. Cuanto más la contemplo más me convenzo de que su espanto está relacionado con la anticipación y la premura.

Al cabo de un tiempo vuelvo a retomar el libro que he comenzado a releer más de una docena de veces.

Cuando medio comprendí que podía oír los ruidos antes de que se produjesen, ni siquiera lo consideré una rareza...

La novela que entonces sostenía entre las manos fue a unirse también a mis sospechas. Parecía obvio que aquella mujer tan obstinada -sin duda, cómplice en silencio de quién sabe qué urdimbre- buscó alguna vez entre las ondas del aire los signos de aquello que aún no está; de algo que todavía no ha sido. Supongo que ha tratado de hallar el eco de las cosas futuras, de las miserias que rondan al acecho, de la felicidad que nos aguarda. Tal vez pensó que habría logrado ganar por unos cuerpos de ventaja al destino, y por eso ahora escruta tan fijamente todo, como buscando un rasgo, o alguna insinuación en el oscuro túnel del futuro. Sin embargo, no ha logrado seducir sino a los ruidos menores, a las comunes menudencias: una tabla que se astilla, una puerta que se bate en la noche o una caricia inadvertida...




II


El tren era un cercanías. Una de las nuevas adquisiciones de la Renfe para cubrir trayectos interprovinciales: el Ómnibus. De niño sentía una enorme envidia por los viajeros de este plateado tren. No me ocurría lo mismo con aquellos otros que partían hacia lugares lejanos y que jamás volvían o lo hacían cuando ya nadie los recordaba, pero los viajeros del Ómnibus regresaban siempre al anochecer, quizá tres días más tarde, una vez finalizada la feria de ganado o la corta estancia en el hospital de Sevilla.



La mujer pareció turbarse cuando el tren se detuvo un instante en el apeadero. Los nuevos viajeros buscaban acomodo entre los asientos vacíos mientras crecía un alboroto momentáneo que tenía algo de fiesta y de urgencia a la vez. Todos llevaban ropa de abrigo.

Por el contenido de las conversaciones pudimos saber luego que aquellas gentes se dirigían a la estación de El Cuervo para tomar el expreso de Madrid. Todavía tuvieron que pasar algunos minutos hasta que lograron acomodo, y al cabo de un tiempo, cuando el traqueteo del tren volvió a convertirse en un ruido monótono, cesaron ya los rumores.


Mientras tanto, a lo lejos, como un soberbio oasis en la opulencia de los girasoles, se divisaban hileras de eucaliptos. De la misma manera, cuando el tren salía de un túnel o de una curva de amplio trazado y una vez ya superados los peraltes -flanqueados éstos por eminentes taludes-, se podían apreciar los silos y los elevadores de alguna pequeña explotación industrial. Todo lo que se podía contemplar desde el tren era, en algún momento, paralelo y cercano a nosotros: los cortijos inmaculadamente blancos (salpicados a veces por un amarillo de ocres vocaciones), los eucaliptos que dominaban los campos en una soledad extraordinaria, las acequias (trazadas con económica cautela), los olivos, la oleaginosa fragancia de las almazaras, la presencia poderosa de los pesticidas, los puentes metálicos, los pasos a nivel sin barrera, las conjunciones de vías, las estaciones, los recuerdos, los vívidos temores...



III


Desde que el tren aumentó su velocidad en la última curva, las conversaciones cesaron totalmente. Diríase que aquel silencio inundaba las riberas más sórdidas de la fatalidad mientras el sol, al atardecer, reverberaba en la plateada estructura del Ómnibus.

Liberados ya de la atención de los nuevos viajeros, comencé a percibir el calor que desprendía el cuerpo de aquella mujer, ahora más próximo que nunca. Su cercanía fue proporcionándome toda una gama de fragancias de entre las que sobresalía una esencia dulce y equívoca. Fue entonces cuando el silencio se impregnó de su perfume.

Algunos minutos más tarde entramos en uno de esos puentes de hierro a cuyo paso el paisaje se transforma en finas obleas. Pasaron árboles discontinuos, ríos con millones de afluentes paralelos, pájaros solitarios (sin vocación y desbandados), y dos saltamontes que jugaban a engañar al arco iris. Luego la mujer desapareció. No sé qué me indujo a buscarla. Ni sé que por qué acechaba su rastro por los pasillos, pero lo cierto es que caminaba trastabillando a cada paso, en realidad reptaba apoyándome en los respaldos de los asientos. Corría sorteando maletas, esquivando a soldados con permiso, al aguador que ofrecía calladamente sus servicios, al revisor que cansinamente señalaba algo en su cuaderno. Una vez hube alcanzado el furgón de cola, aquella mujer me señaló un lugar al final, junto al portón, muy cerca de la última ventanilla, en el último vagón, en el último segundo.

Entonces llegó el ruido.

Las luces se apagaron, los débiles susurros cesaron, las ropas salieron despedidas, las maletas estallaron, los asientos -con sus ocupantes medio dormidos- recorrieron el vagón como si nada obstruyera su camino, y luego sobrevino el silencio. Solo el silencio. Nada más que el silencio.


Me desperté en el hospital varios días más tarde, cuando ya se había restablecido el tráfico ferroviario. Me contaron que el Ómnibus y el expreso de Madrid se encontraron frontalmente entre las estaciones de Lebrija y El Cuervo; que los muertos yacían al borde de las vías cubiertos con mantas, que el Ómnibus, más frágil, no soportó el embate del expreso; que los primeros vagones quedaron reducidos a la mínima expresión, y que el chirrido de los frenos se oyó desde muy lejos. Me dijeron también que el espectáculo fue dantesco...

Ya no quedaban evidencias de la catástrofe. Me dijeron que podía recuperar mis pertenencias en un almacén próximo al lugar. Aquella misma mañana me acerqué a retirarlas. A la entrada había una lista detallada de víctimas y heridos del accidente. Pregunté al jefe de estación por la misteriosa mujer que nadie recordaba, que nadie había visto, que nunca había subido a aquel tren.

Mi equipaje estaba al final de la nave, como si fuera una predicción. Fue al retirarlo cuando vi que junto a él quedaban los restos de una carta. Tomé el trozo ensangrentado de papel y leí:


...Subieron gentes con frágiles maletas. A lo lejos, como un soberbio oasis en la opulencia de los girasoles, se divisaban hileras de eucaliptos. Los viajeros buscaban acomodo entre los asientos vacíos. Todos llevaban ropa de abrigo...

Antonio Polo González. Madrid. Junio de 1999


 

El hombre del chorrillo
por Antonio Meroño Campillo



Variaciones en torno a un tema de La Unión

Erase una vez, como en todos los cuentos de verdad, los de antes, los de toda la vida, un albañil, digamos que un hombre como cualquiera, con los problemas, horizontes y angustias de cualquiera, un héroe popular, si se le quiere llamar así. Tenía la costumbre y el oficio de subirse todos los días del año, hiciera sol o frío, estuviera despejado o nublado, a un andamio y construir casas de todo tipo para que los demás vivieran alejados de ese frío o calor o niebla, con el sacrificio y la abnegación, ya digo, de los héroes populares, que son los que nunca pasan a las Enciclopedias y nadie (o casi nadie) recuerda, y su nombre queda entonces en el olvido, o casi. Tenía construidas muchas casas, tantas como su salud, ya quebrada, maltrecha, le iba permitiendo. Comenzó un buen día a sentirse raro, a percibirse un habitante extraño de ese pueblo, de esas casas que hacía, a soñar que no podía habitar ninguna de esas casas, que en todas había algo; en unas, hogueras, en otras, bichos, en algunas, una señal de Prohibido el Paso dirigida a él. Tenía entonces que esconderse, o hacer algo, tomar alguna iniciativa, alguna resolución, que se dice ahora en un argot que él desconoce, como casi todos los héroes anónimos desconocen, que ese lenguaje queda para los políticos, ministros, banqueros y demás personajes que viven al abrigo y cobijo de esas casas construidas por esos Héroes Anónimos que no entienden su lenguaje, ni puñetera falta que les hace. Pensó que pensar debía, digo, en hacer algo, y lo hizo. Dejó de tomar el camino que tomaba todos los días y cambió de recorrido.


- Ahora, se dijo, voy a cruzar la vía del Tren y voy a construir algo a la medida de mí mismo, algo para mí, que ya estoy harto de construir cosas y casas para los demás sin que den fruto para mí. Y, ni corto ni perezoso, y sin más compañía que su perro y sus fuerzas, comenzó, al otro lado de la vía, a mano derecha según se cruza el sendero que separa la razón de la vida y la vida de la razón, y a impulsos, a levantar un abrevadero de agua. No necesitaba saber ingeniería ni haber pasado por la Universidad para trazar canales y vías de agua hasta conseguir que el agua de la Sierra bajara y comenzara a brotar y a caer por donde él quería. Y un día era el agua canalizada, y el día siguiente era un nuevo chorro o fuente, y el otro una Virgen y un rosario...., el caso es que todo fue tomando la forma de una especie de Ermita, un sitio donde nuestro amigo, digamos que se llama Pencho, un nombre no muy extraño para esa zona, ya decimos que es un hombre como cualquiera, iba a poder guarecerse los días de lluvia y beber agua para colmar su sed los días de sol y estar así en paz consigo mismo y con los demás. El caso es que la gente del pueblo nunca lo ha entendido, que siempre han dicho que está mal de los nervios, que le dió de niño un mal aire o que pasó la meningitis, yo qué sé. Dicen que perdió la razón, que perdió el seso, y eso nadie sabe muy bien por qué ocurre: si por el mucho discurrir o el discurrir cosas extrañas, o por el mal comer o el mal dormir, que cualquiera sabe. Pero el caso es que él es feliz, a su manera, como todos acertamos tarde o temprano a serlo, siempre dentro de un orden y teniendo en cuenta lo rara que es la vida. Cada día, un montón de niños, y de adultos, suben a ese chorro o Chorrillo a beber de ese agua y a visitar a la Virgen y a corretear y a  guarecerse del frío y del sol, y los novios a besarse y a tocarse y todo eso. Pencho sigue día tras día subiendo al otro lado de la vía, y se le ve con su perro, su bocadillo, sus útiles de albañilería, así, entre la gente, haciendo sus labores, su labor, callada, sorda, construyendo, no ya casas para otros sino esa casa, su casa, donde habita él, donde ha encontrado su sitio, que también es el de todos.

Antonio Meroño Campillo. 32 años. Aprendiz de historiador.  Ensayista y periodista
tel: 968-508826
dirección: C/Plaza Castellini, 3, 2 Izq. Cartagena
Otro e-mail: vimer@ctv.es (agencia de viajes
 negocio familiar)


 

Un vaso de agua
porLuis Martínez



--Aquí me tienen. Soy el último comunista en esta culminante ciudad de transeúntes. No importa. Se lo pueden decir a la policía, al FBI o hasta la CIA. Vengan por mis piernas, mis manos, mis huesos. Vengan. No existe ni una lágrima de miedo en este rebosante mar. No saben que sólo la tierra cubre, entierra. El cemento, los ladrillos, las varillas, son opciones inútiles, fútiles. Éstos condimentos científicos no afectan a un hombre de agua, de tierra, de allá, de aquí.
El calor se pinta de humano en los edificios, las calles, los faroles, los automóviles, los transeúntes. El sudor estancado por el palpitante invierno corre libre, como río por los rincones de las calles, las avenidas. La mirada del sol ha empezado a oscurecer los cuerpos mecánicos que van y vienen. Parece que está en cada sombra. De sus garras, no existen escapes. Son las doce.
--Soy un emigrante. No sólo de esta ciudad, de esta nación, de este cuerpo, sino también de esta vida. Camino todos los días por la misma calle, a la misma hora de siempre. Nada cambia. Frío…calor…la misma vaina. De ves en cuando notas un perfil extraordinario, una sonrisa tierna, una mirada acogedora; pero la mayoría de veces sólo notas la mirada insegura de los ojos, la prisa de las piernas, las manos torpes precavidas, el reñir y gemir de los taxis, el escándalo de los comerciantes y el semáforo rojo…verde. Aquí me encuentro, con el hambre en los bolsillos. Estoy en mi "lunch-break". Tengo que apurarme. De la media hora que nos "dan", únicamente me quedan veinte minutos. Llevo en mi cartera gastada, consumida, dos miserables dólares. ¡Y con esta hambre!
Es la hora del almuerzo. El único instante donde se puede respirar, sin mirar atrás, el aire artificial de esta ciudad. Los restaurantes, los "coffee-shops", las "pizzerías", los "Mcdonalds", los "Burger Kings", se deleitan de la inmensa clientela.
Todos buscan refugios. Parecen abejas; perdidos buscan un panal. Aparte de querer vencer el hambre, el sol anuncia, demanda, soledad en las calles. Nadie quiere confrontarle. A esa hora se paga hasta por la poca sombra que se manifiesta.
Sólo un ciudadano le hace frente al rabioso sol de las doce. Lleva un "jean" gastado, consumido; una camisa verde, manga corta, descolorida; unos zapatos débiles, casi muertos; y una mirada de dolor en los ojos.
--Tendré que comerme una pizza. No recuerdo la última vez que almorcé otra cosa. Mirando, tras el cristal de un restaurante, una colmena deleitándose de una espléndida comida, piensa resignado--y pensar que también tendré que pedir un vaso de agua al vendedor. A lo lejos se divisa la "pizzería". Apresura el paso. Sólo me quedan quince minutos.
No es viejo el transeúnte. Parece de unos veintitrés años. Lleva cara de mala noche, de muchas, docenas. En su caminar notas la humildad, la simpleza. En su mirada puedes sentir la muerte del sofocante sol. En su forma de respirar puedes entender que es un ser pensante, un joven de conocimientos. Tal vez sepa demasiado para su bien. Siempre mantiene la cabeza declinada. Quizás carga más de una cruz su rosario.
--Soy mensajero. He pasado frío, hambre, enfermedad y calor, estos últimos cinco años; diariamente. Nunca me dejan hacer otra cosa. Camino y camino unas ocho o nueve horas al día. Así puedo matar poco a poco el hambre que traigo desde que me cortaron el ombligo. De la escuela, ¡qué les puedo decir! El hambre no me deja. Leo lo que el bolsillo me deja comprar. En uno de esos libros fue que llegué a la conclusión de que no puedo ser capitalista. Y que me lleve Satanás por ser comunista. Díganle. No existe ni una lágrima de miedo en este rebosante mar.
Sí, él también tiene su historia, sus sueños.
--¡Rayos!, no me echado ni un bocado cuando ya tengo que salir huyendo hacia la oficina repugnante. [Cinco minutos para llegar.]
El transeúnte camina desesperado; masticando una pizza. ¿Se le habrá pasado la hora? Sí, seguramente. Mientras cruza una calle tranquila, monótona, pierde el control del vaso de agua; y cuando los instintos le guían la mirada hacia el cemento, un automóvil rojo, chispeante, reluciente como el sol de las doce, dobla furiosamente, chocándolo.
En un abrir y cerrar de ojos se forma un gentío. El sol…rabioso…está que chispa. Es evidente. Está muerto. Su sangre derramada humaniza el cemento, los edificios, las caras mecánicas, que lo rodean. [Los cinco minutos han cesado.] La calle ahora está desierta; como si nada hubiese ocurrido; como si estuviese muerta. Los rayos solares, sofocantes, asfixiantes, han plasmado los charcos sangrientos por toda la calle tranquila, monótona. Todo parece haber vuelto a la normalidad.
El sol está impenetrable. De sus garras, no existen escapes. Son las doce y media de la tarde. Hoy nadie pudo evadir sus zarpas. Dudo que mañana pueda alguien lograrlo.
Todos han vuelto, rápidamente, a sus quehaceres.


Luis Martínez. Resido en la ciudad de Nueva York, E.E.U.U. Nací en la República Dominicana. Estudié Filosofía y Ciencia Políticas en Hunter College (La Universidad de la Ciudad de Nueva York): graduado con un B.A. en junio de este mismo año. Publiqué una colección de poemas, titulado Espejismo, en junio de este mismo año (A poet born Press, June '99). Empezaré mi maestría en educación en febrero-2000 (concentración: enseñanza a grados k-8: Estudios Sociales (historia). Escribo prosa y poesía en ambas lenguas (inglés y español).


 

La armadura de plata
por Emilio Víctor Pineda



El jefe de los herreros se quedó con la boca abierta cuando su majestad, el rey, le ordenó confeccionarle una armadura de plata pura.
-Pero su majestad, la plata no resiste las puntas de hierro de las flechas.
La forma como el rey repitió la orden lo convenció de que, si quería mantener la cabeza sobre sus hombros, debía cumplirla.

El rey estaba eufórico. iba a invadir el reino vecino, cosa que no habían llevado a cabo sus antecesores. Él lo haría, anexaría las comarcas que lindaban con su reino, y ese hecho quedaría registrado en los anales de la historia.
Se consideraba elegido por los dioses. Las flechas no podrían ni rozarlo. Sería el gran héroe, el gran rey, el rey dios.
Los preparativos se realizaron en secreto pero, como ocurre siempre, alguien informó al rey vecino, quien envió sus regimientos a la frontera.

El rey dios, con su hermosa armadura de plata, ordenó atacar por la noche.
Pusieron bozales a los caballos y envolvieron sus pezuñas con un grueso paño, para que no fueran oídas sus pisadas, y los soldados de infantería también envolvieron sus pies con paños. Avanzaron, sigilosamente, sin hacer ruido.

Pero un centinela enemigo vio los destellos de la luz de la luna sobre la armadura de plata.
Avisó a su capitán, y éste ordenó a sus quinientos arqueros que dispararan sus flechas hacia donde se reflejaba la luna.
El jefe de los herreros no se había equivocado.

PINEDA Emilio Víctor
Supe 1853 -1828 Banfield -Pcia. Bs. As.
Tel: (011) 4242-6773

Cuento premiado en el II Concurso Literario Revista Asociación de Fomento Barrio Constitución. Mar de Plata, Argentina. 1999


 

Te acordás de cuando éramos felices?
por Adriano Perticone



Esa mañana había terminado de repartir las gacetillas temprano y como el día estaba lindo decidí seguir caminando un rato.

Ahora, ya no como trabajo, sino como placer, la caminata tomaba otro sentido. Me detenía a mirar el paisaje por el que había pasado una y mil veces, intentaba sentir los aromas de los arboles florecidos y de paso trataba de que mi cabeza volara un poco lejos de todo. Fui derecho por la diagonal y llegué sin darme cuenta a la plaza.

Desde su pedestal San Martín seguía mirando el mar. Su abrigo me había parecido siempre una joroba y esto contribuyó para que desde chico le tuviera cierta lástima al hombre de piedra. En ese momento pensé que la vista perdida en el horizonte que le habían impreso a la oscura estatua se asemejaba bastante a la que yo tenía desde hacía un tiempo, lo difícil era asumir que a diferencia mía, el pobre monumento no podía cambiar el destino que el escultor le había dado. Como siempre, me tomó un rato adivinar porqué habían elegido mostrar al padre de la patria en su época más triste, ya viejo, desterrado y enfermo. Aún así, ahí estaba él, firme a pesar de lluvias y tormentas, pero también melancólico y resignado, mirando el inmenso océano que lo separaba de su tierra desde el remoto Boulogne Sur Mer.

Una marcha de maestros que venía desde lejos haciendo sonar bombos y cantando casi a los gritos me hizo volver al presente. Tenía previsto seguir derecho por la avenida, pero los docentes seguro que terminarían su periplo en la municipalidad y no quise tener que tropezarme con ellos. Así que crucé Luro y pasé por la puerta de la catedral, justo en el nacimiento de la peatonal que lleva el nombre del triste tipo del monumento que había dejado atrás. Apuré el paso sin poder dejar de pensar en San Martín mientras cada tanto me detenía para saltar algún pozo de la vereda y de paso, aprovechaba la pausa para insultar copiosamente al intendente y a su séquito por no taparlo, incluso se me pasó por la mente volverme unas cuadras y unirme a la protesta de los maestros para descargar un poco de bronca, pero no me convenció la idea de gastar energías en algo que no iba a tener efecto. Seguí derecho, tarareando algo que ni siquiera yo reconocía y desemboqué en la plaza Mitre. El llamado a la decisión me trajo de vuelta al mundo. Podía cruzar la plaza por el medio, doblar por Colon hacia la costa o sino volverme por la avenida hasta llegar a la parada del colectivo y regresar a casa. Era temprano para regresar así que me incliné por ver un poco de verde para despejar aún más la cabeza. Esquivando pibes en bicicleta inicié la aventura de salir ileso de mi excursión e imaginé que era San Martín cruzando los andes y sorteando los peligros del camino. Pero no el San Martín real, que a punto de morir hizo la hazaña en una camilla, sino que me imaginé como el San Martín que me habían mostrado en la escuela, el del caballo blanco con el sable lustroso en su diestra amenazante apuntando al enemigo. Un carrito de pochoclo me saco de la fantasía y caí nuevamente en el vicio del maíz azucarado. La imagen del prócer terminó de desaparecer cuando me vi reflejado en el agua del estanque con el paquete de pochoclos en una mano. No me gustó lo que vi, así que preferí convencerme de que el agua deformaba la foto y seguí en ruta a ninguna parte. Se me terminaba la plazoleta y pensé mil rumbos sin que ninguno llegara a tentarme. Un obeso que llevaba con una correa a un pobre perro rengo me hizo recordar que estaba solo a unas cuadras de la casa de mi amigo el gordo Gomez. El pobre andaba mal desde hacía varios meses porque la novia lo había dejado, así que pensé que saludarlo y prestarle el oído para escuchar un poco sus penas de amor no era una mala idea. Tiré el paquete que había comprado en un contenedor lleno de escombros y me intenté concentrar en algo para evitar escuchar del ruido del zapato cuando dejaba caer mi peso sobre el pié izquierdo.

Ya con rumbo fijado me olvidé de los próceres y las plazas y me vi invadido por recuerdos de las muchas cosas que habíamos vivido junto al inmenso Gomez. La escuela secundaria nos permitió conocernos y el tiempo que pasó desde ese entonces nunca nos pudo alejar demasiado. Siempre nos hablábamos por teléfono y cada tanto nos juntábamos a recordar vivencias, y a construir historias que nunca habían ocurrido, pero que ninguno de los dos nos animábamos a desmentir por temor a que, si tenían algo de certeza, el otro se sintiera mal por la falta de importancia que le habíamos dado.

Con la mente puesta en el pasado y sin casi darme cuenta llegué rápidamente a la puerta de la casa de mi amigo. Toqué timbre y mientras esperaba que me contestaran noté que el jardín estaba bastante descuidado. El césped había crecido hasta tapar las pocas flores que quedaban en los canteros y el arbolito del medio del parque estaba bastante seco. Nadie respondió, así que me alejé del porche caminando hacia atrás, mientras intentaba ver algo por la ventana de arriba que estaba abierta. Iba a dar todo por perdido cuando me pareció que algo se había movido. Puse todos mis sentidos en la abertura y otra vez se noté que había alguien mirándome desde adentro. Grité el nombre de mi amigo pero nada pasó. Recuerdo que me preocupé un poco porque hubiera jurado que había visto un movimiento. No estaba dispuesto a quedarme con la duda, así que me fijé si alguien estaba atento a mis movimientos y cuando estuve seguro de que me amparaba el anonimato, me dispuse a llegar hasta la ventana.

No sin esfuerzo, me agarre del caño de la luz y levanté la pierna lo más alto que pude para intentar alcanzar el paredón de la cochera. A medio camino en mi trepada sentí que el pantalón nunca volvería a ser el mismo. El ruido de la tela desgarrada me anunció que mi aventura como escalador ya no tendría final feliz. A pesar del incidente, seguí haciendo fuerza con el brazo hasta que me pude parar arriba de la pared. Desde ahí mire de nuevo el panorama y me detuvieron un instante los gritos de los chicos que jugaban al fútbol en el patio de la iglesia de enfrente. Salté hasta el techo del garaje y con cuidado me deslicé sobre las tejas francesas hasta llegar al marco lustroso que había tomado como objetivo. La ventana estaba abierta, pero habían corrido la cortina y no podía ver bien para adentro. Empujé el vidrio con cuidado y en la penumbra pude observar como alguien pasaba corriendo y se metía en el baño. Convencido ahora si, que no eran visiones lo que me acuciaba, entré decidido a agarrar al intruso y con una agilidad que creía perdida salté por arriba de la cama y llegué a la entrada del sanitario en un segundo. Le di una patada al picaporte mientras gritaba para darme coraje y la puerta se abrió estrellándose ruidosamente contra el inodoro.

Cuando entré decidido a matar o morir me atacó una imagen que nunca hubiera querido contemplar. Con la mirada aterrorizada y petrificado por mi entrada cinematográfica, el dueño de casa me observaba desde un rincón. Estaba vestido de mujer e intentaba cubrirse con la cortina de la bañadera para que no lo viera. Creo que al reconocerlo debo haber quedado más petrificado que él, pero mi vista no mentía y bajo la peluca rubia, el vestido largo y la cara pintada como una puerta, estaba mi amigo. Ninguno pudo emitir siquiera un sonido en ese momento. Me sentí avergonzado, así que pedí disculpas y bajé rápidamente la escalera que conducía al living. Elegí el sillón que se me hizo más cómodo y me desplomé sobre él.

Quedé un rato pensando en que decir, pero nada se me ocurrió. Entonces analicé la posibilidad de abrir la puerta y salir corriendo, pero no le encontraba demasiado sentido a irme e tratar de olvidar todo lo que había visto. Intenté la mejor cara de disimulo y me acomodé de espaldas a la escalera caracol.

Dos minutos más tarde los escalones de madera sonaron y giré sobre mi mismo para sacarme la duda de cómo vestiría en su aparición triunfal. A pesar de que toda la vida lo había visto vestir de hombre, el solo recuerdo de ese segundo en el baño hizo que me sorprendiera verlo vestido como un tipo común. Un jean y una camisa horriblemente floreada me daban la pauta de que la normalidad había ganado terreno otra vez en el vestuario de mi ahora ambiguo amigo.

-Café? –preguntó mientras se dirigía a la cocina.

-Si, dos de azucar -contesté siguiendo con la actuación de hacer cómo si nada hubiera sucedido. Iba a pedirle también aguja e hilo para intentar remendar el pantalón, pero la situación de quedarme en calzones delante de él no me convenció demasiado.

Escuché el ruido del microondas que recalentaba el café y un instante después del pitido que anunció que la bebida estaba lista, apareció el gordo con una bandeja en la que pude ver un plato con galletitas y dos pocillos.

Apoyó todo sobre la mesita ratona y me alcanzó mi taza. Agarró la que le correspondía a él y se ubicó en el sillón que estaba frente a mí.

-Tiene las dos de azucar.

-Perdoname, pensé que habían entrado chorros –busqué así explicar mi aparatosa irrupción, pero más que nada fue un intento por disculparme de haber descubierto su secreto.

Me miró como buscando la palabra para empezar su descargo y se quedó revolviendo con la cucharita sin que le salga nada por un rato. En ese instante me arrepentí de haber hablado y busqué la excusa para hacerle notar que no me había dado cuenta de nada. Pero la cara de resignación del gordo, delataba la culpa que sentía y me cerraba el camino del olvido piadoso.

-Tampoco sive –rompió el silencio él.

-Qué cosa no sirve?

-Eso, lo que viste arriba.

-Está bien, si a vos te parece, no hay problema. Nosotros igual de amigos que siempre. –busqué apoyarlo en su decisión pero sin demasiada convicción.

-No entendés. No soy travesti. Ni siquiera soy eso.

-No entiendo nada.

-Yo tampoco. Desde que me dejó la flaca estoy perdido, voy para un lado después para el otro y no termino de encontrar el camino. Probé de todo y nada me llena, hasta intenté vestirme con ropa de mina a ver que sentía, pero la única sensación que comprobé fue la de ridiculez. No soy para eso tampoco, lo que me preocupa es que creo que no soy para nada.

Después de haberse sincerado el gordo parecía haberse desinflado. La angustia había ganado terreno en sus facciones y no pudo evitar que una lagrima rebelde rodara por su mejilla. Me invadió la pena y sentí ganas de darle un abrazo, pero no podía sacarme la imagen de verlo travestido solo unos minutos atrás, así que me contuve y volví a acomodarme en el sillón.

Sorbí el primer trago de café comprobando que estaba tan horrible como siempre, solo que esa vez encima estaba frío. Igual, me aguanté y lo terminé de un tirón. El gordo seguía sumergido en quien sabe que, mientras tenía la taza enfriándose más y más entre sus manos.

-Te acordás de cuando éramos felices? –soltó al aire mientras miraba por la ventana a los chicos que jugaban enfrente.

-Cuando?

-Antes, cuando no teníamos preocupaciones y nos divertíamos con cualquier cosa. Cuando íbamos a la secundaria y nos pasábamos el día entero haciendo nada y hablando de minas. Cuando nos juntábamos todos los días para practicar el vals del baile de egresados. Ahí si que éramos felices.

Ante el bombardeo de verdades, me intimidé y solo atiné a contestar con un balanceo de cabeza que no notó porque seguía mirando por la ventana. Los recuerdos me hicieron su presa otra vez y una sonrisa ganó al adusto gesto de circunstancia que había elegido para la ocasión.

-Y si volvemos al pasado? –dijo mientras volvía la mirada hacia mí.

-Como haríamos eso? El pasado es pasado justamente porque pasó.

-Pero si intentamos revivir lo que pasamos?

Me pareció una locura, pero en el ánimo de seguir con su fantasía asentí mientras me paraba para ir al baño. No sé a que, pero me retiré por unos instantes en dirección al sanitario de la planta baja. Abrí la canilla del lavatorio y mientras el agua corría miré al espejo del botiquín y me vi bastante descuidado. Mis últimos tiempos no habían sido de los más felices y la cara que veía así lo reflejaba. Pensé un instante en despedirme y volver a mi vida de fracasado, pero no tenía mucho para perder y además no pude dejar de asumir que el incidente en lo del gordo Gomez era lo más excitante que me pasaba desde la secundaria. Puse mis manos bajo el agua, después las sacudí un poco en el piso y como preparándome para un ritual de iniciación de un nuevo camino salí con la decisión irrevocable de emprender la búsqueda de la felicidad perdida.

Adriano Perticone. Mar del Plata. Argentina


 

Devil's Garden
por Mónica Angeli



-A la vera del camino te sentaste a contemplar mi jardín. En tu incredulidad no había lugar para mis flores, sé que no las creíste posibles. Pensaste que mis árboles eran estériles, simples alucinaciones de manzanos brillantes y tan falsos.
Yo ya estaba en tí cuando ni siquiera me pensabas. Esperaba paciente el momento para mostrarte mi cara, la que tantos temen, la que muchos niegan, sin saber que al hablar de mí y querer alejarme, me acerco cada vez más al corazón.
Contigo fue distinto, sentías una fascinación por mí a pesar de tu educación piadosa y encarrilada. Tu razón tan fría te permitió buscarme en los huecos de mi guarida caliente. Yo también te busqué en tu bosque verde y aprendí cosas del mundo, experimenté la vida exterior en ese viaje.
Ahora que me has visto, puedes describir mi apariencia y mis modos. Leo en tu mente las palabras que dirás de mí. En la intensidad de mi rojo te perdiste, adoraste la seda brillante de mis ropas ligeras, te envolviste en ellas. De a poco tomaste mi color, jugaste con las gamas del fuego, formaste sus lenguas y aprendiste a no quemarte con ellas. La única luz de esta guarida que me encierra fueron las llamas que enciendo con mis ojos y la furia que contengo. Es mi esencia, es lo que me mantiene con vida.
Con paciencia cultivé mi jardín, el que conociste. Lo formé estrujando piedras, y luego las ahogué con agua salada y fría, esmerilé los últimos detalle de mis plantas con mi aliento hirviente. Me gusta el anaranjado que sale de mi rojo, ese cambio de intensidades en el material expuesto. Sigo cuidando mi jardín todos los días, pero nadie lo vio como tus ojos, porque ellos me encontraron entre los arbustos. Me vieron en la lejanía pensando bajo las ramas de mis árboles terracota, y no se asustaron. Creyeron esa visión como una manifestación auténtica de mí, y a través de ese pensamiento tuyo, yo pude ver otro exterior.
Buscaste en mí una salida, una respuesta a tus inconclusos. Al no poder alcanzar el cielo, te diste vuelta y miraste a la tierra que estaba bajo tus pies. Obviaste las leyendas, las historias sobre mis desdichas. No escuchaste las acusaciones, no creíste en los crímenes que cometí sobre otros hombres. No me juzgaste, solo me viste, allí, en ese jardín que adoro y supiste que te ayudaría.
No eras tú aquella noche, sobre esa cama cuando enrojecida de hastío y valentía tomaste la decisión final de irte. Yo estaba ahí sosteniendo tu mano, aliviando tu culpa, mostrándote otro camino.
Algunos me llaman en la desesperación de su dolor y luego se arrepienten. Pero tu voz no se diluyó en mis cavernas, tu voz cantó para mí, para reconfortarme en mi vacío.
No te importó mi apariencia, no temiste mis ojos punzantes, ni las pupilas como embudos negros sin fin, invitándote a tirarte. Escuchaste mi voz profunda y alarmada y le diste sensualidad y libertad de inventar sonidos. No miraste sobre mi cabeza, no te importaron mis deformaciones, ni mis labios filosos y ennegrecidos. Te acurrucaste en mis brazos y sonreíste con la mirada fija y transparente. Sé que te acordaste del comienzo. Del día que me invocaste por primera vez. Te reíste fuerte y segura, no estabas dispuesta a caminar por la recta que te habían marcado. Desde entonces, te vigilo sin que lo sepas. Descubriste mi ardid, el que nunca intentó hacerte daño, y durante ese encuentro en mi Paraíso supe que seríamos aliados.
Yo, que creo el dolor y lo alimento con mentiras. Yo, que elaboro los desengaños, las pérdidas, las desilusiones y las traiciones en los lúgubres laboratorios de mi mente. Yo, que soy impenetrable y que sobrevivo inmutable en mis enquistados y retorcidos aposentos. Todo eso que viste y de lo que no te espantaste. Acompañé tu transformación y tu adaptación a mi oscuridad. Aprendiste con rapidez a moverte ágil en mis pasillos sin salida. No hice nada para detenerte porque tus ojos cegaron la raíz de mis maquinaciones perversas.
Ahora paso más tiempo caminando entre los monumentos de mi paraíso, esperando sentir otra vez a tu deseo que me llama. Te regalé ese día la pasión más fuerte, la sensibilidad más pura y esencial; para que puedas gozar a pleno la historia que elijas vivir, para que no te castigues con los látigos de la ética, y no te enfríes en los hornos gélidos de la moral. Como nadie tomaste mi presente y entonces no pude abandonarte.
Te admiro desde mi sillón, por tu desapego a lo que conociste bueno. Sin titubear fuiste la más sincera; pensando que hacías mal, te liberaste y yo te dejé volar hacia abajo y elevarte al no-cielo. Te armaste de valor y odiaste las lágrimas de la debilidad, las desterraste de tu cuerpo.
No puedo dejarte ir ahora, lo que hiciste te condenó a mi compañía, la que aceptaste hasta diría con alegría.
No te preocupes, no voy a lastimarte. Recuerda que entre nosotros no existe la traición ahora y que todo lo que me hace un monstruo para los demás, es el lazo que nos une.
Visita mi jardín una vez más, con tu tierna presencia descuidada; aunque sea en tus sueños o en tu memoria despierta. Búscame entre mis flores negras y entre mis pasillos ventosos. Llámame en tus horas desesperadas y yo acudiré porque sé que no te arrepientes. Piérdete en mis rojos, mézclate en mis túnicas ardientes. Juega con mi luz sin quemarte. Anda! Que yo te invito a mi jardín, a mi paraíso a mi mansión de piedra colorada.
Has alertado mis sentidos y he logrado que mi vista aguda pueda descubrir otras intensidades, las tuyas que caminan sin dudas por el hilo de la vida con acrobáticos movimientos.
Ya sabes que me tienes, soy tuyo desde la profundidad roja de mi infierno.



MPA-VI-99

Mónica Angeli. Lugar de residencia: New York, Estados Unidos
Nacionalidad: Argentina
Profesión: Lic. En Relaciones Internacionales.
E-mail: Mangeli123@aol.com


 

Lágrima habitada/Plato olvidado
por Marcelo Juan Valenti



La pantalla mostraba los habitantes posibles de una lágrima. Una lágrima como un río salado, que avanza anegando el surco de una arruga, rebotando contra barrancas ínfimas.

En un plato olvidado sobre la mesa del comedor se abre un ojo. Irene mira la televisión, mira la lágrima ampliada miles de veces. le gustaría arrojarse a aquellas aguas, dejarse arrastrar por las anfractuosidades de un rostro. se acaricia el pecho, juega con guantes rojos, inicia un gesto que se pierde. espía por un instante el teléfono, también rojo, que hace tanto tiempo que no suena.

En el plato los ojos son dos, tal vez tres.

Irene trata de recuperar el gesto perdido. Busca en su mente en blanco. Estira los labios cuando cree que casi lo tiene. Pero el gesto se diluye.

Sí, ahora los ojos son tres.

El pensamiento se puebla de lunares. Irene forma una o con la boca. Y luego otra. Y otra. Y otra más. Se trata de una o que quiere ser palabra... ¿qué es palabra? E Irene se vuelve a perder en una solemne seriedad.

SOn tres los ojos en el plato.

El sillón dónde se ha estirado Irene para ver televisión es cálido, manso, tierno como una flor, como un útero. es rojo y aterciopelado. va a ser difícil abandonarlo, si es que Irene se decide a abandonarlo. Que sí, que lo va a hacer, porque alguna vez la lágrima que la televisión muestra se va a escurrir, se va a secar. Un pañuelo lo podría embeberse de habitantes ¿moribundos? de una lágrima. ¿Muere lo que vive en el agua si lo arrebata la tela?

Los ojos cada vez son más. Se abren, se cierran, se multiplican en el blanco plato olvidado.

Irene se contempla los pies enfundados en zapatos de taco alto, color rojo. Estira las piernas y hace bicicleta, que no la lleva a ninguna parte. Parece que estuviera a punto de reir por algo que ha recordado. Pero a la risa y al recuerdo se los lleva una ráfaga blanca.

Los ojos son ya muchísimos. Se estiran hacia la luz del televisor, hacia las luces coquetas y difusas que florecen en la casa, hacia ambiguos fulgores que entran por el ventanal.

En el televisor aparece un nombre que habla sobre la lágrima y dice "fin". Se terminó, piensa Irene. El esfuerzo de encontrar el control y apagar el televisor le parece imposible. Y prefiere que lo bañen imágenes y palabras que apenas comprende.

Los ojos chupan los colores. Liban, investigan, objetan, interrogan.

Irene se va a levantar. Tiene sed. Quisiera ser más fuerte que la sed y quedarse en el sillón acogedor. Quisiera... pero la sed es más fuerte que su inercia. Irene se va a levantar, se está levantando.

Los ojos parpadean.

Irene se siente aturdida. Casi se olvida de la sed que la obligó a levantarse. se cierra al respaldo del sillón. E l mundo se estabiliza un poco. Agua, piensa. Y cruza el comedor hacia la cocina.

Los ojos...PARPADEAN...

Entonces lo ve. El plato que ha olvidado sobre la mesa tan sólida y oscura, tan agradable al tacto. Y quiere tomar el plato y acariciar la madera. pero mira más aún. El plato. El plato está lleno de...

...los ojos...parp...

...el plato está lleno de algo que ella no sabe qué es. Lo toma y lo acerca a su rostro. Los ojos parpadean. Irene grita y estrella el plato contra el piso, los ojos ruedan, se esparcen por el comedor. Irene grita una vez más y huye. El espejo que está junto a la puerta retiene su mueca de espanto.

Ya afuera, corre. Ha olvidado su sombrero enorme, rojo, en el comedor donde aún los ojos ruedan.

No se deja aplastar por ese macizo helado que es Ciudad-estación. Corre por el perímetro de muros blancos. No hay sosiego para ella. Ni siquiera el aroma de los azulados bosques circundantes podría calmarla. No hay paz en este momento para Irene, que pasa frente a una ventana a la que un nombre y una mujer apenas conversan.

¿Y los ojos? ¿Y el plato hecho trizas que había sido aolvidado?

Ahora Irene llora. Y sus lágrimas avanzan entre los riscos que horadan su rostro. Irene imagina sus lágrimas densamente pobladas.

Y se detiene bruscamente. Un nuevo grito opaca a los anteriores. Irene ha descubierto que está ciega.

Marcelo Juan Valenti. Rosario. Argentina


ARIADNA verano - septiembre 1999 LA P R O S A