LA P R O S A


 

El corazón de Eileen
por Francisco Rodríguez


Tener amigos es bueno. Y tener teléfono móvil también. Pero mezclar ambas cosas no es tan bueno. Por un motivo u otro, siempre hay alguien que te llama para hacerte la más indecente de las proposiciones.

Yo estaba en Londres. Antes había estado en París, y antes en Roma. Y cuando ya empezaba a desear mi regreso a España como una necesidad física después de veinte días de juergas y borracheras internacionales, me llamó mi amigo Leandro para animarme a que le visitase en Irlanda.

- No puedo. Dentro de una semana vuelvo a mi jornada laboral en el Banco. Además necesito descansar.

- A nuestra edad no tenemos derecho a descansar. Anímate. Irlanda te gustará. La gente aquí es muy amable.

- Paso.

- Y el campo es precioso.

- Paso.

- Te llevare a ver los Cliffs of Moher. Y los castillos de Blarney. Y la costa de Connemara.

- Paso.- Y las mujeres son preciosas. Cuando te vean con ese pelo negro, esos ojos castaños y esas pestañas largas, te van a querer comer.

- P...a...s...o.

- He hablado de ti a unas amigas mías, y como no vengas, no me van a volver a dirigir la palabra.

- ¿Son guapas?

- Guapísimas. Y tienen muchas ganas de conocerte. Le encantan los latinos.

Si hay algo que distingue a un buen amigo de un gran amigo, es que el último te conoce a la perfección, y sabe siempre cómo convencerte. Leandro es mi mejor amigo.

Cuando mi cadavérico cuerpo llegó a Cork, en lo único que pensaba yo era en mi preciosa cama en España. Camino de su casa yo iba cargado con mi pesada maleta mientras maldecía mi apestosa y frágil falta de voluntad. Esa noche preferí quedarme en casa. Le conté a Leandro las últimas noticias de mi vida, y él hizo un repaso a su estancia en esa ciudad. Y me habló de las irlandesas, de su sensibilidad, su ternura, sus costumbres. Luego me encerré en mi habitación, donde me quedé dormido mientras leía un libro.

Al día siguiente nos fuimos a ver los Cliffs of Moher. Eso fue un lunes. El martes conocí los castillos de Blarney. El miércoles conocí la costa de Connemara. Y el jueves... el jueves conocí a Eileen. Me bastó un minuto, o un segundo, o quizás fuese una décima de segundo, para darme cuenta que no era una mujer. Era un volcán en forma de mujer, un tigre con cara de mujer, un huracán en un cuerpo de mujer. Eileen era una mujer disfrazada de mujer. Más peligrosa que los Cliffs of Moher, más enigmática que los castillos de Blarney, más cálida que la costa de Connemara. Nunca entenderé por qué no estaba Eileen distribuida en millones de postales por toda Irlanda.

Me la presentó Fernando, otro español amigo de Leandro. Esa misma noche nos fuimos a la discoteca. Y allí estabamos Eileen y yo, acompañados de Fernando y una rubia bajita con risa de caballo que por aquel entonces se hacía con los servicios sexuales de Fernando, y cuyo nombre no acabo de recordar. Y mientras Rubia la desconocida y Fernando el no Católico desparramaban sus cuerpos en los asientos de la discoteca, yo aún me encontraba en la fase de "pérdida de tiempo". Ya sabéis a qué me refiero; es el momento que dedicas a una mujer haciéndole creer que vale mucho, que es muy guapa y muy interesante. Teniendo en cuenta que Eileen era todo esto y mucho más, y además ella lo sabía, pasé directamente a la acción. La besé. Me besó. Nos besamos. Eileen y yo éramos simplemente eso. Un beso. Un beso latino-sajón. Sin colorantes, sin aditivos, sin azúcar, sin cortes publicitarios.

En España toda conquista lleva un proceso: un beso, un café en tu casa, y a continuación, la cama. En Irlanda es más complicado, el café es horrorosamente malo.

- ¿Te vienes a tomar un ... un ... un trozo de tarta helada?

Ella me miró sorprendida. Ibamos andando por St. Patrick Street. Hacia un frío del carajo. Y no se me ocurre otra cosa que invitarla a un helado. Ella pensó que yo era un estúpido latino (eso demuestra que además de guapa era inteligente).

- Sí - dijo para sorpresa mía.

Así pues, entramos en la casa. Fernando y la rubia en el sofá. Yo en un butacón. Eileen en otro.

- Voy al Baño.

Eileen era sensual incluso para decir que iba a echar una meada. Me quedé eclipsado observando sus movimientos de cadera y pensando que tenía más belleza, magia y fuego que Claudia Schieffer y David Coperfield asando chuletas en una barbacoa.

- ¿Queréis helado?

Me miraron sorprendidos. No respondieron. Tan sólo insinuaron con la mirada que me fuera de una vez a la cocina y los dejara solos.

Obedecí. Cuando bajó Eileen, yo ya estaba cortando un trozo de la dichosa tarta.

- ¿Quieres?

- No, gracias.

Le pegué un muerdo a la tarta. Y luego le pegué un muerdo a Eileen. Y durante veinte minutos se fueron derritiendo tanto la tarta como ella. Pero cada vez que intentaba desabrochar el botón de su pantalón me apartaba la mano. Por lo menos conseguí tocarle sus pechos. ¡Qué pechos! Redondos, tiernos, suaves, ardientes, vibrantes, sensibles, sensuales, agradecidos... - ¡Dios, que no paro! - Y lo que más me gustaba de ellos era su sabor. He probado muchos, pero ninguno como éstos. Sabían a las natillas que me preparaba mi madre cuando yo era un niño. Pero no sé que pasó de repente. Me quitó las manos de su precioso cuerpo, y empezó a decir muy seria: «no, no, no, no, no puede ser».

- ¿Por qué?

- No puedo. Me gustas mucho. Eres muy agradable. Pero no puede ser. Mi corazón me dice que no.

Entonces me explicó que hacía tres semanas que había cortado con su novio. No me dijo el porqué, ni su nombre, ni si aún lo quería. Nada. Tan sólo me preguntó si estaba enfadado con ella.

- No. I'm OK.

Y luego un silencio. Yo la miraba, pero ella apartaba sus ojos de los míos. Se quedó fija observando las paredes de la cocina. Se volvió y me dijo:

- Me gusta esta casa. Es bonita y acogedora.

- Estoy de acuerdo - dije yo sin demasiado entusiasmo.

- ¿Te gusta el campo en Irlanda?

- Sí. Mucho.

- ¿Y la irish music?

- No. Me aburre. Prefiero los irish setter.

Silencio.

- Tienes unos ojos preciosos. Y unas pestañas muy bonitas. Son muy largas.

Nos volvimos a mirar, callados. Y de nuevo el beso nos distrajo de nuestra irrelevante conversación. Le bajé el sujetador, y me volví a comer otro par de natillas. Y en una contraofensiva le intenté desabrochar de nuevo el pantalón. Me apartó la mano. Nos seguimos besando. Diez minutos más tarde, otro ataque al dichoso botón. Y cuando parecía que lo iba a conseguir, me vuelve a apartar la mano, se abrocha el sujetador, y dice «no, no, no, no». A mí me hacía gracia. Me refiero a que pronunciaba cuatro noes. Uno me lo decía a mí y los otros se los decía a si misma intentando convencerse de que debía ser fuerte.

- Lo siento.

- No pasa nada.

- ¿Estás enfadado?

- No.

- ¿Seguro?

- Seguro.

Silencio.

Giró su cabeza hacia la pared, en espera de encontrar la inspiración para hacerme alguna otra pregunta banal.

- Hablas muy bien el Inglés. ¿Dónde lo aprendiste?

- En el colegio. Pero hace más de diez años que no lo practico. Se me han olvidado muchas palabras.

- Pues te desenvuelves muy bien.

- Gracias.

- ¿Hablas más idiomas?

- Un poco el francés, pero no mucho.

Silencio.

- Me gusta mucho tu pelo. Y tu boca.

Otro silencio. Otro beso. Otro ataque militar al botón de la discordia. Nada. Más natillas. Le vuelvo a lanzar una bomba al botón de Perharbour. Nada. Cuatro noes. Se abrocha el sujetador. Otro «lo siento». Otro «no pasa nada». Se gira para mirar a la pared - «ni que hubiera colgado un Picasso», pensé yo -. Yo miro el techo. Silencio. Otro momento de inspiración:

- ¿Tienes ganas de volver a España?

- Sí y no. Por un lado me apetece volver para tener sol, mi coche, mis amigos, el mosto. Pero por otro lado me gustaría quedarme más tiempo para mejorar mi inglés.

En ese momento y durante más de veinte minutos, un ruido que provenía del salón armonizaba nuestra "escena". Y con ritmo preciso: uno, dos, uno, dos. Y de vez en cuando la aderezaban con algún que otro gemido. Nosotros seguíamos hablando, intentando no hacer alusión a la juerguecilla de los de al lado.

- Se lo están pasando bien, ¿no te parece? - me atreví a decir.

Ella se reía. Yo también.

Silencio. Pared. Techo. Silencio. Más paredes y más techos.

- Me gusta tu sonrisa. Me encantan los agujerillos que se forman en tus mejillas cuando te ríes.

- A mí también me encantan tus natillas.

- ¿Natillas?

- Sí. Es una expresión española. Quiero decir que eres una chica encantadora.

- Ah.

Siento aburriros, pero soy latino. Y un latino no tira nunca la toalla. Así pues, cuarto y último intento. Le desabrocho el sujetador en 0'4 segundos. Beso de 17 minutos. 4 intentos al "fuerte", y al quinto, lo consigo - podéis aplaudir si queréis, no me voy a enfadar por ello -. Y consigo acariciar su parte más íntima. Con suavidad, con precisión. Y entre sus preciosos muslos descubrí las Cataratas del Niágara - y yo sin saber que estaban en Irlanda -. Meto mi mano izquierda en su trasero, un trasero suave y dulce. Y poco a poco se empieza a relajar, estira sus piernas, y cuando pensé que su bonito cuerpo se iba a caer de la silla, recupera la compostura y vuelve a decirme que no. Con la única novedad de que en esta ocasión pronunció cinco noes, como si necesitara uno más para reforzar su negativa.

- Lo siento. No quiero que sigamos con este juego. Si llegáramos a algo más, no sería justo ni para ti ni para mí. Lo sé. ¿Lo entiendes?

- Perfectamente.

- Tengo una lucha interior. Pero mi corazón manda. Y él me dice que no. No me gustaría hacer algo de lo que después me arrepintiera.

- Creo que has tomado la decisión adecuada.

- Lo siento. JUST FRIENDS.

No hacía falta explicar más. En inglés "just friends" significa: «me gustas mucho, eres una persona encantadora, y si quieres escribirme cartas, te responderé. Pero de sexo, nada».

Yo le respondí OK, que significa: «tú también me gustas; eres sensual, sincera, y una excelente persona, y siempre tendré un bonito recuerdo tuyo. Pero las cartas, a los Reyes Magos». - Esto de saber idiomas es la hostia -.

En ese momento entraron Fernando y su chica, y ocuparon las otras dos sillas que quedaban libres. Y mientras conversaban, escribí en un papel mi nombre y mi firma. Le dije que lo conservara porque algún día sería la firma de un escritor famoso. Ella lo leyó intrigada, y me respondió que estaba seguro de ello con un rostro que a mí me pareció sincero.

Diez minutos más tarde vino un taxi. Me despedí de las chicas, y una vez dentro del coche ellas me saludaron con la mano.

- Adiós.

Fernando y yo nos quedamos en la puerta de su casa hablando de ordenadores, y al cabo de un rato me despedí también de él.

- Me alegro de haberte conocido. Espero que tengas un buen viaje.

- Gracias. Yo también me alegro. Nos vemos.

Comencé a caminar hacia la casa de Leandro. Ésta quedaba lejos, y seguramente me perdería, pero no me importaba. Yo iba repasando los sucesos de esa noche. Había sido agradable. El ambiente fue acogedor, y me había sentido como en mi propia casa. Y pensé en Eileen. Durante cuatro asaltos se mantuvo firme, y sacó fuerzas de donde parecía no haberlas para decir que no. Y pensé en su ex novio. Seguramente sería un escuchimizado pálido y pecoso irlandés que trabajaría en una hamburguesería por tres libras la hora más las propinas, y casi sin duda podría decir que no tendría mi pelo, ni mis pestañas, ni mis ojos, y a lo mejor no le daría tanto cariño como le hubiera dado yo. Pero tenía algo que no tendría yo jamás... tenía el corazón de Eileen. ¡Ya me gustaría a mí! Y cuando más hundido me encontraba fue cuando lo vi claro. Y me sentí feliz. Feliz de que me hubiera rechazado. Durante cuatro veces su corazón le recordó que yo no era la persona que ella amaba, que en verdad yo no era nadie... que yo no era él. Y cuando yo pensaba que ninguna mujer merecía la pena, ella me dio una lección. Seguía enamorada de un recuerdo que era mucho más fuerte que yo, y obró de acuerdo a sus sentimientos. Hizo algo que quizás yo no hubiera sido capaz, y me demostró que La Mujer sigue siendo algo maravilloso, el centro del Mundo, diría yo. Me alegré de haber conocido a un ángel con forma humana.

¡Gracias, Eileen!

Cuando llegué a la casa, el frío que se había apoderado de mis manos me impedía abrir la puerta. En el interior un confortable calor me esperaba, y allí estaba Leandro, pincel en mano, acabando un retrato de un torero en plena faena.

- ¿Qué tal? - me preguntó con sonrisa picarona.

- Mucho frío.

- ¿Y Eileen?

- Maravillosa.

- ¿Y?

- Tenías razón: las irlandesas son diferentes. ¡Qué máquina! ¡qué cuerpo! ¡qué movimientos! No me dejaba venirme. Arriba, abajo, por delante, por detrás. ¡Esa mujer sabe lo que es hacer el amor! Se ha quedado muy triste porque me marcho. Dice que de no ser así yo sería el hombre de su vida.

Leandro me miraba con la misma expresión que mi "amante" dedicaba a la pared de la cocina.

- Pero me alegro de irme. Si me quedara con ella, no duraría ni un mes. Es insaciable.

Mi amigo el pintor sonreía, mientras "peinaba" el rabo del toro.

- ¿Qué te parece mi cuadro?

- No está mal. Una mitad del toro está más clara que la otra; no le has pillado la expresión de la cara del torero, y además éste es bajito y gordo. Parece un tapón de coca cola. Pero no está mal.

Él me miró a los ojos mientras yo cogía la maleta. Puso una mano en mi hombro, y me dijo:

- ¿Estás bien?

- Perfectamente.

Nos dimos un fuerte abrazo y nos despedimos. Cogí mi bolsa y mi maleta y me marché en dirección a la parada de taxi, donde cogería un coche para ir al aeropuerto.

Hacia frío, mucho frío. Y una pequeña niebla envolvía la ciudad.

Adiós St. Patrick. Adiós Blackpool. Adiós "scones with marmelade and cream". Adiós Van Morrison. Adiós Cork. Adiós ... Eileen.

En el avión una niña rellenita y pegajosa estallaba pompas de chicle y daba alborotados saltos de alegría para festejar que estábamos despegando.

Una abuelilla que estaba sentada a mi lado se interesaba por mi estancia en Irlanda.

- ¿Te lo has pasado bien?

- Sí. Mucho.

- ¿Qué es lo que más te ha gustado de este país?

- El campo. Sin duda.

- ¿Y lo que menos?

- ¿Lo que menos?... los botones.

Ella se me quedó mirando pensando que realmente yo era un tipo raro.
Pocos minutos más tarde me quedé dormido. Y no sé cuánto tiempo había pasado cuando una azafata me despertó para preguntarme si quería desayunar algo.

- No, gracias.

Preferí quedarme mirando por la ventana, pensando. Pensando en lo grande que es el mundo, y lo pequeñito que es el hombre, en la teoría de la relatividad, en la inmensidad del océano y en que a mi vuelta tendría que bañar a mis perros y quitarles las garrapatas.

27 grados. Miles de metros de altura. 7 días antes del Mundial de Francia. Bill Gates ultima los preparativos para lanzar al mundo Windows 98. Llueve en Irlanda. Y un estúpido latino amenaza con más insípidos relatos. Y mientras tanto, ajeno a todo, una nube grande y tetuda se dispone a comerse un avión que no es suyo.

FIN

 

Dedicado a Eillen por tener un corazón tan grande... y romperme el mío.


© Francisco Rodríguez 1998

Mi nombre es Francisco Rodríguez Criado. He escrito numerosos relatos, así como artículos, poemas y actualmente estoy trabajando con mi segunda novela. Colaboro con algunas revistas de cuentos y relatos, y he publicado durante varias semanas en el semanal Ananke del periódico Página XXIV, de Aguascalientes (Méjico). Tengo una página personal de Literatura, donde se pueden leer algunos de mis textos.

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Seudónimo: morrisvan

 

 


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