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PRIMERA PARTE

EL NIÑO ETERNAL

 

numero

Wytham

 

Londres era un barrizal, todo el barro del mundo se acumulaba en sus calles. Sólo en los soportales se podía refugiar el viandante y limpiar sus botas. Estaban construyendo el metro y las calles se abrían en canal. Sir Vernon me explicó que allí dentro iban a poner un tren y yo no salía de mi asombro, me maravillaba de lo que podían construir los hombres, aunque me entristecía la miseria y la suciedad que me rodeaba.

Por las tardes la niebla reducía el espacio en que vivían los londinenses hasta dejarlos inválidos. Eran famosas las historias de caballeros que alquilaban los servicios de los ciegos para que les guiasen por el laberinto de la niebla hasta sus casas. Afortunadamente, nos quedamos poco tiempo en la ciudad. Al día siguiente de nuestra llegada tomamos el tren — una serpiente de metal que hacía el ruido de una estampida y silbaba como el Gran Águila que mueve los vientos. El viaje fue divertido, las casas pasaban, sus habitantes nos saludaban, luego los prados vallados con piedras y el río. Llegamos a Oxford un día de Noviembre. Hacía frío. Nunca había visto nevar, sin embargo, intuía que la calma plomiza del cielo anunciaba un silencio opaco, en el que ya siempre reconocería a los días de nieve.

— ¡Abrígate! Este país es frío de verdad, no es como Zarqa – Sir Vernon se frotaba las manos enguantadas.

Me abracé a Taba y me embocé en la bufanda de lana; no la extrañaba, se parecía mucho al turbante. En mi tierra lo usamos para protegernos de la arena y también del frío de la mañana. Todo lo que veía era nuevo para mí y no tenía tiempo para lamentarme del frío ni de la humedad – quizá lo peor de todo —. Y además, a pesar de sentirme mojado, comía lo que quería; las más de las veces, en Zarqa, estaba seco pero hambriento.

Una calesa nos llevó a Wytham — un pequeño pueblo situado a pocas millas de Oxford —. Allí estaba Ramses Mannor, una imponente casa rodeada de un jardín en el que hubiera cabido todo Zarqa, y del que Toba se haría el rey todopoderoso. Había cenador, invernadero, laberinto y lago con una isla misteriosa que tenía en su centro un templete abandonado: todos los atributos para crear un universo en miniatura, al que cada uno de los Kinsella había añadido su planeta particular. Sir Richard construyó el lago, Sir Paul dedicó su vejez a diseñar su laberinto y Lady Agatha encargó el invernadero en el que llegó a tener más de doscientas especies tropicales. Del cenador nadie conocía su origen. Parecía un tema tabú, como si fuera el lugar o el símbolo de un acontecimiento trágico ocurrido en la familia. Era el edificio más antiguo del jardín, el primero, y permanecía en un lamentable estado de abandono.

Sir Vernon habló con el Profesor Moore, le pidió que se encargase de mi formación científica; el arte y la filosofía serían cosa suya. Tenían que ponerme al día antes de que ingresara el verano siguiente en el Queen´s College. Moore aceptó encantado. Los lunes, miércoles y viernes, me desplazaba a la biblioteca. En su despacho, Moore me enseñaba matemáticas, química, mecánica  y botánica.

Muchas mañanas me dejaba estudiando solo. Había aprendido inglés con una rapidez sorprendente, me permitía imitar el acento londinense — entrecortado como si tuviera hipo —  o hablaba pausadamente como los lugareños de Oxford. Leía con soltura y lo retenía todo. Aquel día había terminado mi lección de geometría. Mi mirada recorría el despacho buscando conos, pirámides, paralepípedos. Me detuve en la bola de cristal que colgaba de la lámpara. No era esférica, tenía muchas caras. Intenté contarlas pero cuando iba por la cuarenta y ocho, me distrajo una turbidez, como si algo fuera a condensarse justo debajo de la lámpara.

— ¡¡Khider!! – exclamé al descubrir a mi maestro saliendo de esa niebla.
— ¡Hola, hijo mío! Te has convertido en un gran viajero, no hay forma de seguirte los pasos.
— ¿Cómo has entrado? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Y mi madre?

Las preguntas se amontonaban en mi boca. El Sanador intentó contestarlas todas por orden. Me dijo que mi madre estaba bien, que ya sabía que su hijo estaba vivo y que, incluso a un estudiante tan aplicado como yo, le quedaba mucho por aprender. El salto era sólo un ejemplo.

— ¿Has dicho salto? – pregunté más tranquilo.
—Sí – respondió el anciano arreglándose la túnica añil con que visten los sanadores.
— ¿Por qué lo llamas salto?
— Desde que nos dejaste has visto muchas cosas y conocido a gentes distintas a nosotros – Khider acalló mi incipiente protesta con un gesto de su mano—. Todos debemos seguir nuestro camino, nuestro instinto; tú también y el tuyo te ha traído aquí. Quizá sea bueno, todos los sanadores deben abrirse al mundo y cuanto más poderosos sean, mayor es su obligación para entregarse. Puede que tú estés destinado a ver el brillo rojo del azufre, como el gran Shakkaz o el inigualable Yabari. Como te decía, desde que nos dejaste has visto y conocido a gentes distintas a nosotros. Si lo que te enseñé dejó algo en ti, ya habrás comprendido que el viaje no lo hacen todos los que viajan. Sólo unos pocos son verdaderos viajeros.

Estaba claro que Khider no tenía ganas de explicarme la naturaleza del “salto”. Khider me recordó lo que ya me había dicho alguna otra vez, que muchos viajeros se transportan para ver, aunque no se interesan por saber.

— Hay otro tipo de viaje — me dijo —, uno que cuando se descubre ya no se puede dejar. Es el único viaje, el que cada uno hace para descubrir la Verdad.
— Sí, pero ¿cómo lo has hecho, maestro?
— Transportarse en el espacio, en el tiempo, incluso viajar por los pensamientos de otro, son trucos, como otros que te enseñé. No tienen mucha importancia. Hay que encontrarle las grietas a la realidad y escaparse por ellas al limbo.
— ¿Qué es el limbo? ¿Dónde está?
— En realidad no está en ningún sitio pero está en todos, es como el agua de la pecera. La pecera es el Universo, dentro del agua está todo, las galaxias, las estrellas y los planetas, el tiempo y la vida. Tú y yo estamos inmersos en ese líquido. Si eres capaz de salir de ti mismo y nadar por ese líquido, todo es posible. Puedes ver la mente de otros seres vivos, viajar en el espacio y en el tiempo de forma instantánea. Eso es el limbo.

Hablamos largo rato. Le conté el viaje, le dije que me encontraba bien y que me gustaba aprender lo que me enseñaban. Echaba de menos los paseos con Khider, sus observaciones y, sin embargo, no podía evitar encontrarme bien.

— Me traje a Taba, paseo mucho con él y aunque el paisaje no se parece en nada al de Zarqa, jugamos a que perseguimos gacelas.
— Taba, lo dimos por perdido ¡Qué alegría! —murmuró Khider y elevando un poco la voz añadió — Es bueno que aprendas lo que son ellos, que recojas lo mejor y lo devuelvas a tu pueblo, que les prevengas de lo malo que pudieras descubrir.
— ¡Si aquí todo parece un sueño! Bueno, no tanto – me corregí –, cuando llegamos a Inglaterra tuve una extraña sensación. Estaba contento por todo lo que veía: trenes que iban debajo de las calles, barcos grandes como colinas, chimeneas que parecían la pipa de un gigante; y al mismo tiempo estaba triste, todo era humedad, barro, gente con ropas sucias pidiendo. Todos me parecían muy viejos, como los diablos de las historias que se cuentan junto al fuego.
— Verás muchas cosas que te turbarán, sin embargo, aquí también encontrarás la verdad, aunque te costará más reconocerla. Eso es lo que tienes que aprender.

Desde la aparición de Khider, sentí una gran tranquilidad. Su visita me había traído la certeza de que volvería a Zarqa y que además sería bien recibido. Wytham era solamente una estación. Todos los que me rodeaban notaron un cambio, seguía siendo el mismo niño curioso, pero había ganado en seguridad. Me sentía el enviado de mi pueblo.

— Fíjate en la altura de los robles, ¿cuántos años habrán vivido?

El Profesor Moore me había sacado al campo. — Hay que tomar el aire y más en un día tan luminoso – afirmó—, además te has traído a Taba, ya sabes que te tengo dicho que no lo traigas a clase, no sé cómo sabías que hoy íbamos a dar un paseo.

— Son muy verdes. Los árboles de Zarqa son como de tierra a su lado.— respondí sin querer dar explicaciones.
— Éstos son muy viejos, por lo menos quinientos años. ¡Imagínate! Para ellos un año debe parecerles un minuto y nuestra vida un mes, si acaso.
— Pues me parece que para ellos un minuto es un minuto, ellos viven a la misma velocidad que nosotros – aunque había certeza en mis palabras, ahora al recordarlas me produce cierto sonrojo. Era un niño un poco resabido.
— ¿Te lo ha dicho un árbol?– bromeó el Profesor.
— Puede.
— Sería imposible, los seres que viven muchos siglos no pueden sentir el tiempo como los que viven poco.
— Sí, claro que pueden. Hay árboles que viven una vida completa cada año. Nacen y mueren todos los años. Esos árboles son un poco tristes porque han tenido que morirse muchas veces.

Moore se sentía cómodo hablando conmigo y yo con él. Enseguida congeniamos y teníamos vivas conversaciones en las que nos retábamos intelectualmente. A pesar de mi edad, de mi figura larga y desgarbada de chiquillo travieso, Moore me trataba como un igual, como si yo fuera un joven profesor del Queen´s College. Me imagino que al quedarse solo, recapacitaría y se preguntaría —¿Y yo qué hago hablando de esta forma con un crío?—

 

 

Continuará...
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Parte 1. El niño eternal. cap 04
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© Rafael Pérez Castells


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