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PRIMERA PARTE

EL NIÑO ETERNAL

 

1

Omdurman

 

Llegamos a Omdurman la mañana del 31 de Agosto de 1898. Insistí en acompañar a mi padre y a mi hermano mayor que debían llevar unos corderos al mercado. Al principio mi padre puso reparos; pero cedió ante mi insistencia. En Zarqa quedaron mi madre, mis tres hermanas y el pequeño Alí.

Un cielo rojizo y espeso cubría las calles de arena. El desierto exterior daba paso a un paisaje de palmeras, casas perfectamente encaladas, una amplia fortaleza y la Gran Mezquita con su altísimo minarete. Al otro lado de la mezquita se veían los verdes campos de cultivo a las orillas del Nilo, que nacía un poco más al sur, donde se unían el Nilo Azul y el Nilo Blanco para formar el gran río que alimentó la civilización de los faraones. Se me iban los ojos de un lado a otro. Nunca había visto una ciudad, ni me imaginaba lo verde y extenso que podía ser un campo de cultivo o la anchura que un río podía alcanzar. Decidí que tenía que verlo todo antes de volver a Zarqa.

Llevamos los corderos al mercado. Se encontraba al pie de la muralla oeste de la fortaleza. Los cafés y las tiendas especializadas en tejidos, perfumes, joyas y otros objetos de valor estaban adheridas a ella como moluscos al cascarón de un barco.  Después venía el intrincado laberinto de callejuelas cubiertas con toldos, donde se encontraban los puestos de alimentación, loza y demás quincalla. La frontera del zoco con el desierto era la explanada donde se asentaba el mercado de animales. Sólo arena y polvo, sin una brizna de hierba que rumiar por las cabra y camellos que se agrupaban alrededor de su dueño balando y berreando a coro. En una esquina de la explanada se veía un grupo de gente, mejor ataviada que el resto, observando los elegantes movimientos de un caballo negro y brillante como un canto rodado del arroyo de Zarqa.

 A medio camino del hermoso caballo divisamos al tío Hadia. Delgado, de cara oscura y ojos profundos, lucía el mejor de sus turbantes añiles. En su túnica blanca se reflejaba la rojiza luz del cielo. Él se encargaba de los negocios de la familia. Tenía una pequeña tienda de joyería en la muralla, pero aquel día nos esperaba en suq al—dawabb, el mercado de las bestias de carga, donde había reservado una parcela para las cabras de mi padre.

Mi tío y mi padre se saludaron efusivamente y durante un buen rato se preguntaron por todos y cada uno de los miembros de la familia y por sus amigos comunes.

— Abú, parecemos viejas charlatanas – interrumpió el tío Hadia – vamos a colocar las cabras y a trabajar un poco que se nos pasa la mañana.
— ¡Tienes razón hermano¡ Pero llevábamos muchas lunas sin vernos – respondió riendo mi padre.
— Ya tendremos tiempo estos días. Ya tendremos tiempo.

Taba no ladraba, aullaba como un cantante del Tirol, era un perro cazador reconvertido en pastor. Hacía bien su trabajo aunque en sus ojos a veces se apreciaba el brillo de la tentación. Sin embargo nunca atacó a ningún cabrito, controlaba el deseo asesino y lo convertía en un celo extremo de que ninguna de las cabras se alejase del rebaño. El perro corría de un lado a otro empujándolas hacia donde Akbar le indicaba con sonidos guturales.

— Ye Joou. Taba, Yeeei.

Y Taba actuaba comprendiendo a la perfección ese extraño idioma.

Cuando empezaron los tratos con los compradores, pedí permiso a mi padre para visitar el mercado.

— Akbar os ayudará, él puede solo—, rogué.
— Anda, vete, pero no tardes.

Rápidamente me perdí entre los puestos. Bajo los toldos, los olores de los alimentos se mezclaban, todo era color y voces anunciando la delicia de un fruto o la calidad de una herramienta.  Los primeros estaban cargados de verduras y frutas que formaban pirámides coloreadas, rojas los tomates, verdes los pimientos y las grandes sandías, amarillas los plátanos; otros exhibían los cuerpos desmembrados de los corderos, estos puestos eran tristes, casi sin color: sólo el rojo de la carne y el blanco de la grasa, y el olor era acre. Las viejas mujeres de la tribu Benamier vendían recipientes para hacer té, un hombre de Falata ofrecía conchas y, más allá, un grupo de jóvenes de Ingasana amenizaba a todos haciendo sonar el vaza.

Los puestos que más me gustaban eran los de las especias: el orégano y el tomillo, el carísimo azafrán de color más vivo que el oro;  la vainilla que enriqueció su aroma con la paciencia de los artesanos; el sen con el que Khider preparaba purgantes; el clavo de la isla de Tidore que también usaba Khider para dormir al dolor; la pimienta blanca y la negra, las semillas de amapola que aromatizan los panes del Sudd y encierran peligrosos secretos para los hombres; el sésamo que deja las manos doloridas al recolectarlo; la mostaza, el ajo, la raíz de jengibre, carnosa y aromática; las hojas fragantes de la albahaca, la salvia, la ajedrea, el estragón o las silenciosas del laurel; el anís que le recordaba al regaliz y que usaba tanto mi abuela Mona —a veces en demasía— en sus dulces. Todas aquellas mercancías se amontonaban guardadas en sacos de arpillera, frascos de vidrios opacos o marmitas de barro cocido.

Pensé en volver al mercado más tarde, el ansia de ver todo Omdurman me urgía. Me dirigí hacia la mezquita, mi hermano Akbar me había hablado de ella con entusiasmo.

Cuando lleguemos, te la enseñaré. Desde fuera parece una ciudad hecha de  nidos de hormigas, sin embargo cuando entras estás en una gran cueva llena de frescura, como la que da la sombra de las palmeras en el oasis.

Aquellas eran las últimas palabras que recuerdo de mi hermano, después sólo gritos, gestos, miradas, que eran parte del código que se usa cuando se cuidan los corderos.

La mezquita, al igual que casi todos los grandes edificios y la muralla, era bastante nueva. En realidad Omdurman era un pueblito miserable antes de la llegada de el Mahdi en 1884, donde no había más que casuchas, un pequeño puerto en el río y un centenar de habitantes que vivían de la pesca y la agricultura. Desde entonces había crecido espectacularmente. El califa ordenó construir la mezquita, así como un sobrio alcázar con su muralla defensiva y un hermoso jardín que llegaba a la orilla del río. Reordenó las pocas plazas con que contaba el pueblo y levantó un mercado que era la envidia de la vecina Jartum.

De todo aquello, lo más hermoso era el Jardín del Alcázar. Se extendía hasta el mismo río. En su margen contaba con un pequeño puerto donde atracaban algunas barcas y una piragua inmensa. Era exuberante, con decenas de árboles, varios estanques y fuentes sonoras. Un inmenso contraste con la sequedad del desierto a menos de quinientos metros de allí.

Entré en el patio del templo, en su centro había una fuente donde los creyentes hacían sus abluciones. Una veintena de palmeras daban sombra. Me sentí muy bien allí, había grupos descansando alrededor de los árboles. La mayoría de los creyentes eran del rito sufi, eran derviches que expresaban su fe y alcanzaban el éxtasis de la unión con Dios cantando y bailando los versos del Corán. Un grupo representaba la creación girando como planetas alrededor del sol. Vestían túnicas blancas y un pequeño fez también blanco, todos lucían frondosas barbas, en general bien cuidadas. Los que no bailaban tenían en sus manos rosarios con los que acompañaban el rezo, pasando bolita a bolita según avanzaban las plegarias. Los rosarios tenían treinta y tres bolitas, que eran de ámbar, madreselva o de olivo, dependiendo de la riqueza de cada uno.

Dediqué unos minutos al aseo ritual y entré a través de los arcos de herradura en el interior del templo. Allí el frescor era como la brisa de la mañana. La penumbra invitaba a la oración y la conversación comedida. Hice como si rezara, estaba demasiado distraído por las dimensiones del edificio, el mayor que jamás había visto. Desde fuera me había impresionado menos, en el camino del desierto había visto montañas más altas que aquella mezquita o que la fortaleza del califa. Pero su interior era la mayor cueva que hubiera podido imaginar. Las columnas que poblaban la zona de oración formaban un bosque de palmeras y el mihrab parecía el refugio de un rico emir.

Al salir de la mezquita, me dirigí al puerto. Era más grande que el del Alcázar. Atracaban una treintena de barcas blancas con vela triangular, en sus cubiertas estaban las redes minuciosamente recogidas. Desde el muelle de madera, se tenía una vista muy hermosa del río. Las márgenes estaban bordadas con una celosía formada por los crespones de carrizos y papiros que tomaban el color del oro a la luz del atardecer, el agua amansada repetía el paisaje en su lámina azul y las acacias hablaban y traducían al viento.

Me alejé del río y me perdí por la ciudad. Cuando me dí cuenta, la noche había llegado. Todas las calles me parecían iguales pero completamente distintas a las que recorriera a la luz del sol. Perdí completamente la orientación. Busqué un zaguán, necesitaba soledad y tranquilidad, sabía que encontraría el camino y no entendía el desasosiego que me atenazaba el estómago. En esos pensamientos, me dormí profundamente. A la mañana siguiente todo era ajetreo, las tropas del califa recorrían las calles gritando y golpeando con sus fustas a la gente, como pastores arreando el ganado. Estaban reclutando soldados para defender a la ciudad del inglés.

Ahora sabía perfectamente dónde estaba, me dirigí al mercado, deseando encontrar a mi padre y a mi hermano, pero ni en la explanada ni en las callejuelas había gente. Busqué el pequeño local, adosado a la muralla desde donde mi tío atendía el negocio. Estaba vacío. Una anciana merodeaba con un bastón entre las basuras de las tiendas y, de vez en vez, por sus mostradores abandonados. Me dirigí a ella con respeto.

— Nada, nada, todos se fueron a luchar por el califa, tarán, chimpán. Para que no le quiten sus oros, a muchos les cortarán la cabeza. ¡Jé, jé, jé!

La anciana estaba un poco ida. Decía la verdad a su modo mientras seguía con su actividad depredadora de todo cuanto brillara o se pudiera comer. Me sentí solo. No me asusté, había mucho que mirar: las murallas erizadas de lanzas y fusiles, las puertas cerradas, las ventanas protegidas con sacos llenos de arena. Nadie estaba quieto, todos preparaban la ciudad para la defensa. Al día siguiente, la expedición encabezada por el general Horacio Herbert Kitchener derrotaría a las tropas del califa.

Es sorprendente ver cómo cambian las ciudades cuando se preparan para la tragedia. En Córdoba, donde ahora vivo, habían sucedido unas cuantas. Se habían construido palacios que duraron sólo setenta años y norias de madera que han durado más de mil. Ahora era una ciudad tranquila, con una larga primavera que invitaba al paseo y la contemplación. Omdurman era polvorienta y fresca en la ribera del río. Aquel día sus gentes tenían la cara gris de la huida, las ventanas estaban cerradas, nada invitaba al reposo, sin embargo, para un niño de diez años todo era excitante. 

No volví a ver a mi padre y a mi hermano hasta la mañana siguiente. Aquel día de búsqueda, fue de miedo y agitación. Se oían disparos y gritos en toda Omdurman y empezaron a aparecer cadáveres y heridos por todas partes. La noche fue de lamentos y repentinos y tenebrosos silencios. Entonces me empecé a preocupar seriamente por mí y mi familia.

A la mañana siguiente todo se había calmado, del fragor de la lucha quedaban humo, destrozos y cadáveres. Seguí buscando por las calles y plazas, y entonces los vi tendidos al pie de la muralla, entre otros muchos. Los cuerpos parecerían estar jugando a hacer una montaña si no fuera por la suciedad y la sangre que los afeaba. Los dos estaban juntos, Akbar tenía la expresión relajada, la de mi padre era de una gran pena.

— ¿Qué buscas ahí, mocoso?

La voz venía de un forzudo soldado inglés, me apuntaba amenazante con un fusil. Su rostro estaba tiznado, sus ropas rotas y manchadas de sangre, temblaba de cansancio.

—¡Soldado! ¿No ve que es un niño? 

El otro era un hombre vestido con ropas más ricas aunque tan destrozadas como las del primero. No parecía que estuviera intercambiando opiniones, le estaba ordenando que se detuviera. El primero bajó su fusil y con desgana le contestó un sí señor, con su permiso señor, no puedo dejarle aquí ni quedarme con él, si usted se hace cargo, yo seguiré con mis órdenes. El superior lo mandó a paseo. Cuando nos quedamos solos, el hombre caminó unos pasos con las manos en la espalda antes de hablarme.

— يأتون إلى هنا (Ven aquí) – dijo en árabe. Su voz intentaba dominar el hábito de mando, no quería asustarme.

Sir Vernon Kinsella no me asustó. Era comandante de lanceros. Su padre había sido general y su abuelo también, pero él no llegaría a serlo y tampoco le importaba. A pesar de la tradición familiar y de que en el cumplimiento de su deber había demostrado valor y arrojo, Sir Vernon no tenía espíritu militar, él se consideraba a sí mismo arqueólogo, más exactamente egiptólogo.     

Había acompañado a William Petrie, catedrático de Egiptología de la Universidad de Londres, en las excavaciones de Stonehenge y después en las pirámides de Gizeh y en Tell el—Amarna donde conoció a un joven Howard Carter, el cual años después descubriría la tumba del faraón Tutankamón. Era amigo personal de Evans el descubridor de Cnosos, que por aquel entonces era conservador del Museo Ashmolean en Oxford. En fin, que conocía a la crème de la crème de la arqueología de la época y él mismo había adquirido cierta reputación.

Sir Vernon, como Schliemann, el descubridor de los restos de la antigua Troya, se sintió fascinado por las leyendas antiguas y deseó comprobar su veracidad histórica mediante la arqueología. Aprendió árabe porque le gustaba hablar con la gente durante sus expediciones. Sir Vernon no tuvo que hacer fortuna para poder cumplir sus sueños. Tuvo más suerte que el arqueólogo alemán porque era rico de familia. Había leído las crónicas y los artículos de Schliemann sobre los descubrimientos de las nueve Troyas y de las tumbas de los reyes micénicos y se conocía de memoria el que describía el hallazgo y desenterramiento del gran palacio de Tirinto.

— Es la lógica y la erudición llevada a la práctica. Este hombre – se refería a Schliemann – es un auténtico fenómeno. Sin duda. – Repetía Sir Vernon con frecuencia.

Me sentí seguro con aquel oficial. Parecía tener buenas intenciones.

— Acércate, no pasa nada. Y tráete a tu perro, está en los huesos.

Yo estaba tan impresionado por todo lo que pasaba a mi alrededor que no me había dado cuenta de que un tristísimo Toba se había tumbado a mi lado, sin saludarme, apoyando su hocico entre sus patas delanteras. Lo acaricié despacio y me sentí menos solo.

El inglés acompañaba sus palabras con las manos, las movía como el que quiere recuperar un barco de papel en un estanque. Y yo, que estaba muy triste por las muertes de mi hermano y de mi padre, me fui con él sin pensar que en Zarqa mi madre, mis hermanas y el pequeño Alí me estarían esperando.

 

Continuará...
(accede al libro completo en rafaelperezcastellsblog.wordpress.com)

 

Parte 1. El niño eternal. cap 02
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© Rafael Pérez Castells


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