PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACIÓN · CONTACTO · NOVENA EDICIÓN



BALLENAS EN EL MANZANARES

por Agustín García Aguado


Mención Especial del Jurado categoría Nacional

9 ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

ballenas

Ilustración de Emilio López

 

Me dice la Conchi que me compre una faja, que mi tripa va a reventar como un morcón cualquier día, pero yo prefiero andarme como la gente sin complejos, atropellando al prójimo con mi humanidad o allanando los asientos ajenos en el metro. Soy todo naturaleza, le contesto, cuando me pone caras y me tiende como todas las noches un platito de acelgas para cenar. Ni que fuera un rumiante para comer forraje, protesto. Claro que ella es la hermana perfecta, sesenta y un kilos, tetas que desafían a la gravedad, mirada de francotiradora, nómina de funcionaria del Cuerpo Superior y con un novio Made In Norway, hermético y rubio, que parece un vikingo remando en los fiordos cada vez que vamos a tapear por el Madrid de los Austrias. Reconozco que, a veces, eso de meterme en un garito para degustar pinchos ilustrados y canapés microscópicos me acarrea más de un problema. Siempre hay alguien a mi lado que rebota contra mi trasero entre tantos apretujones para ganar la barra, y ese alguien, por lo general, es un petimetre aflequillado que me mira mal y que hace como que me perdona la vida. Las gordas también comemos, digo yo (y en mayor proporción que el común de los mortales), salimos a la pista de baile para mover las caderas a ritmo de reggaetón y nos convertimos en princesas, aunque solo sea después de emborracharnos como cosacos para vencer el miedo al ridículo. Y por supuesto tenemos nuestro umbral del placer como todo el mundo. La semana pasada, sin ir más lejos, me entró un astifino de Zamora, estudiante en prácticas o yo qué sé, y me sentí feliz e importante hasta que llegamos a la habitación de su hostal y se arrepintió de cualquier escarceo amoroso sacándose de la chistera un queso manchego y una hogaza de pan y mostrándome con candor infantil láminas artísticas de algún gurú de mercadillo. Cabronazo. Ya estaba yo quitándome las medias, estribada sobre el níquel de la cama, y sonriéndole con humana necesidad. Cuando me aproximé danzando como una vestal y portando el sujetador de talla única XXXXL a modo de antorcha para encenderle los deseos, va el tío y me dice que me huele el aliento... Casi lo mato allí mismo. Me parece cruel, y hasta de mal gusto, invitar a una señorita para luego salirse por la tangente. Enano castrado... Estas cosas, por supuesto, no se las puedo contar a la Conchi porque me mataría. Se cree mi tutora solo por el hecho de ser tres años mayor que yo, pero las dos sabemos que la cuestión nada tiene que ver con la moral y sí mucho con la pena que le llegan a causar mis incursiones amorosas. Para eso me meto a monja, le dije en una ocasión. Si solo por pesar ciento treinta y siete kilos y carecer de voluntad para desgastarme con dietas y gimnasio, voy a morir virgen, entonces nada merece la pena. Ella me miró con severidad y se limitó a palmearme el hombro, no sé si a modo de consuelo o para que abandonara el baño y la dejara en paz. Era muy importante, al parecer, eso de hacerse los pelos... A mí me parece un suplicio innecesario. Mis compañeras en el trabajo me llaman la mujer barbuda con menos cariño del que quisiera (y eso porque no me han visto pecho, muslos y espalda), pero yo me limito a contraatacar descolgando pantalones y blusas de los percheros para arrojarlos vengativamente por el suelo (por algo soy la encargada de la boutique), así logro un armisticio parcial que me permite volver a la trastienda para comerme un par de hamburguesas mientras hojeo el Man con ganas infinitas de frotarme hasta que salgan chispas de mi entrepierna.

   Acudir al médico con tu hermana y que el míster te diga “desnúdese”, no es plato de buen gusto. Esta mañana se ha empeñado en acompañarme al ginecólogo. Pero si yo no tengo chichi, Conchi, le he dicho riendo, las gordas solemos hacer pipí por un desagüe que tenemos en la barriga, al lado del ombligo. Cuando me da por reír, ella se pone muy seria, así que siempre termino cediendo y cayendo en las contradicciones que luego me hacen sentir culpable, pero eso es arena de otro costal . El caso es que tenía cara de sátiro ese muchacho,. Detrás del biombo, mientras me quedaba en pelotas, lo veía como a los toros embolados antes de embestir, ladeando la cabeza de un lado para otro en busca de su víctima. Después, he salido tratando de ocultar mi vergüenza mirando las lucecitas led del techo. Hijoputa, qué daño. Me ha metido un espéculo o vete a saber qué instrumento de tortura y me ha dicho que necesito una ecografía, que los ovarios parecen desplazados hacia no sé qué paredes de mi aparato reproductor. Será por algún movimiento pendular secreto, le contesto con sorna, porque lo que es por acción pura y dura, rien de rien... La Conchi me ha mirado, como siempre que bromeo, y, mientras me recolocaba los refajos, se ha puesto a hablar con el médico sobre mí, como si yo fuera una menor, aunque ya estoy acostumbrada a sus desaires. Lo que me ha dejado turulata es ver el grado de intensidad seductora que había en las miradas de los dos. Se notaba que el médico desviaba los ojos hacia la intersección del escote de mi hermana. Por un momento lo he visto bisojo, embebido en la poza prometedora de placer que podía intuir bajo su sostén de encaje. Salido de mierda. Claro que la Conchi no se ha quedado atrás. Mientras oía sin escuchar los riesgos que podían conllevar mi estructura anatómica desbordante, se ha rascado el moño, arrancado el coletero y luego se ha metido un dedo en la nariz . Yo conozco de sobra esos síntomas. Las personas que no podemos vivir las pasiones y los enredos de los demás, nos conformamos con ser espectadores calladitos de una peli que se nos muestra cruelmente como en sesión continua. La primera vez que vi a la Conchi haciendo esos gestos preparatorios de soltar hormonas, fue cuando se tiró en primero de carrera a su profesor de Biología. Ya lo creo que tendría la niña sus clases prácticas, al margen de exámenes y demás mierdas. Es muy procaz la Conchi, quizá trabaje el sexo por las dos como una especie de encargo bioquímico que nos ha tendido el destino. En cualquier caso, ella folla y yo como. Ella sonríe tal que un cisne en su lago de cristal y a mí me quedan las lombrices y los lodos del patito feo chapoteando en aguas de nadie. Cosas del destino. Si mi padre aún viviera le preguntaría si las dos poseemos el mismo origen... No sé yo mamá, con aquel amigo bohemio del colegio que tanto solía dejarse caer por casa... Pero los secretos de familia, no obstante, están guardados bajo siete llaves y escondidos, además, por la falta de testigos. Nuestros desgraciados progenitores acabaron hechos fosfatina en el accidente de Spanair de agosto de 2008. Esa fecha no se me olvida, quizá porque esa mañana, en la piscina, tuve mi primera regla y mi primer achuchón con el género masculino. Sin duda aquel socorrista no supo encontrarme los fondos, o no los buscó adecuadamente. Ahora me río y me digo que su pilila era un lápiz desgastado, mínima y fragilucha, pero entonces su falta de colaboración me pareció una catástrofe de dimensiones superiores a la del accidente aéreo que nos dejó huérfanas y a cargo de la tía Sagrario. Por cierto, a ver si me decido a ir a visitarla a la residencia, pero me da pereza y, además, mi querida hermana inventa siempre excusas de lo más tontas para no acompañarme nunca. La última vez fue que Bjiorn, su amorcito nórdico, tenía una inflamación de pleura o algo así. Mentira cochina como comprobé sobre el terreno aquella misma tarde. Ya me las veía yo venir, y por eso me aposté en la esquina al lado de su casa, camuflada entre dos furgonetas, y los vi salir radiantes por el portal como macacos en su época activa de celo. Ese es mi problema, que me sobra tiempo para todo. Las hiperdesarrolladas como servidora no tenemos gran cosa que hacer un sábado por la tarde, quizá por ese motivo aparecemos allí donde no se nos espera o podemos permitirnos el lujo de tirar nuestras vidas a la basura jugando alegremente a espías. Lo malo son los resultados. Una advierte las mentiras, el rencor de los demás, pero nada puede hacer para evitarlo. Por el contrario, se agranda el círculo de la soledad que te mantiene encerrada como en una burbuja, y terminas en cualquier antro grasiento mezclando las lágrimas con el ketchup con la esperanza de que todo sea una pesadilla. Comerse cuatro, cinco salchichas puede resultar un acto pornográfico en medio de quinceañeros escandalosos que te miran con desdén, aunque solo las rellenitas (malditos eufemismos), podemos mantener la compostura y tragarnos el dolor con la elegante voracidad de las ballenas. Debe ser algo relacionado con Darwin y la supervivencia de las especies.Tendré que mirarlo en alguna enciclopedia uno de estos días, si me acuerdo, claro, porque el tema de la memoria parece que va por su lado y adelgaza que da gusto..

   A veces hago cosas extrañas, eso me dice al menos la voz de mi conciencia, pero en realidad a mí me parecen pequeñas gestas que le ponen una pizca de pimienta a la vida. Últimamente me ha dado por echarle cucarachas en el bolso a la tonta de Lita. Es que esa mujer me saca de quicio y, además, con sus maneras de madame Pompadour me recuerda a la Conchi, todo el día en el trabajo paseándose de la caja a los probadores con esas minifaldas ajustadas, provocando más de un colapso en los abueletes que solo vienen y se hacen los despistados para poder comérsela con la vista. Ayer en el parque hice un cucurucho con papel de periódico y escogí cinco ejemplares rubias (tan rubias y asquerosas como ella), y cuando llegué a la tienda las fui soltando con delicadeza una a una, como quien desgrana una venganza largamente planeada. Cerré su bolso tipo Hermés (ya quisiera ella poder comprarse uno auténtico), y me senté a esperar. Al poco rato los gritos se oyeron en todo el centro comercial. Había intentado coger un kleenex o una compresa, vete a saber, y se encontró con la suave caricia de una criaturita de ocho patas sobre su mano. No pude evitar reírme. Sé por su mirada de bruja que me la tiene guardada, pero me da lo mismo. He decidido cambiar de calibre. Mañana intentaré cazar una rata en los contenedores del parking. Las hay hermosas como gatos, y solo imaginarme su carita quebrada como una copa de cristal me hace sentir feliz y hasta me provoca un extraño sentimiento de solidaridad con el género humano. Quizá debiera darle un escarmiento parecido a la Conchi. Meterle un insectario entero en el cajón perfumado de sus braguitas o un nido de larvas en el tarro donde guarda el salvado y todas esas mierdas que la mantienen como una sílfide. Todavía no entiendo la disciplina de esas mujeres sacrificadas para ser degustadas como chocolatinas. También tienen fecha de caducidad, qué se habrán creído, y algún día serán alimento de los gusanos como toda hija de vecino. Hablando de gusanos, se me ha olvidado atender al gato de la vecina,  se lo había prometido. Ocho días llevo sin pasar por su casa para ponerle la comida y cambiarle el cajetín de la arena. Que se joda el bicho. Cada vez que entro con mi mejor voluntad se me tira a las piernas como una hiena, parece el micifuz del demonio haciendo prácticas para desarrollar el mal. La semana pasada le llevé higaditos de pollo podridos y le espolvoreé un poco de ZZ en el agua.Me quedé esperando un rato, y cuando vi que el muy cretino se acercaba al comedero para devorar mi regalito, reculé discretamente y salí del apartamento con el semblante de una buena samaritana. Sé que estas acciones me las podría ahorrar, pero dentro de mí hay una voz que me habla y me marca cada paso que doy. Mi maldad no viene de fábrica, no, y aunque quizá las excusas son rastrojos en medio de la mies, solo puedo guiarme por mi propio instinto de supervivencia. Si tengo que sacar las uñas, las saco. Y Santas Pascuas. No me voy a andar con moralinas. Eso se lo dejo para mi queridísima hermana, que tiene la suerte de poder desenvolverse en un mundo Disney donde todos le hacen pasillo y le lanzan besos y flores como si fuera una estrella de cine. Las demás nos tenemos que conformar con los despojos. Por cierto, mientras pongo a desecar mi conciencia, he comprobado aterrorizada que el dichoso minino es ahora un tasajo de carne devorado por moscas verdes y gusanos de todos los colores. Pobre, parece un tablero de parchís. Tirado sobre el terrazo de la cocina es igual que el clon pequeño de una pantera africana abatida por el rifle de un cazador en la sabana. El hedor me ha echado para atrás, provocándome más de una arcada, pero en mi interior he hallado una paz de espíritu y una alegría que no puedo describir. Algo tendré que decirle a mi vecina cuando vuelva de Panamá, pero supongo que para entonces todo habrá terminado para mí y tendrá que ser la Conchi quien se vea obligada a darle explicaciones.

   Lo he pensado largamente. Los adioses son como pañuelos de seda que primero acarician con suavidad el morro, los ojos humedecidos por alguna lágrima furtiva y así hasta topar con la nariz moqueante, pero terminan por ser olvidados en algún cajón o en la cesta de la ropa sucia. Así sucederá cuando yo me vaya. Decidido. Todo fue cuestión de azar en un día de mucho aburrimiento. Hice treinta bolitas de papel con los días del mes (los días 31 nunca me gustaron porque suenan a hartazgo y a monotonía), y luego bolitas con los meses del año que metí en otra bolsa. Como en el bingo eterno de todos mis domingos de soledad, extraje primero el día: 23. Luego, tras beberme media botella de Frangélico, tenté a la suerte con el mes: febrero. Joder, pensé en repetir la operación porque la cosa parecía más bien de burla. Pero finalmente acepté el destino que me señalaba el azar. Compartir día de gloria con un golpe de Estado... Bueno, igual daba, al fin y al cabo, esa fecha quedaba lejos y a mí me daba exactamente igual el obituario que me pusiera la Conchi en el ABC. Las dos sabemos de memoria que nuestras vidas han transcurrido paralelas como estrellas fugaces. Solo que la mía es más fugaz, e indica mi camino con la flecha para abajo. En fin, c’est la vie.

      
   Hace un frío que pela. Madrid en febrero puede ser un igloo en medio de tanta tristeza y desolación. Solo el humo de coches y calderas puede calentar mínimamente cuerpos y almas. Recuerdo que con dieciocho años recién estrenados salí a pasear en una tarde de San Valentín con los compañeros de instituto. Llevaba mi abrigo morado y el dolor de la soledad cosido al pecho. Cuando me vieron aparecer comenzaron los gestos, las risas, y a mí solo me dio por correr mientras escuchaba el himno que se me había atribuido desde los trece años: “ A la gorda le gusta el vino, a la gorda le gusta el pan, a la gorda le gusta todo menos ir a trabajar...” En mi carrera alocada hacia ningún sitio me arranqué la bufanda y me deshice del abrigo. Por extraño que parezca sentí perder lastre, así que continué despojándome del resto de la ropa. Guantes, jersey, pantalones, todas las prendas volaban de un modo mágico y me conferían una agilidad hasta entonces desconocida. Olfateé un olor a amoníaco, aquello sí puedo recordarlo con nitidez, pero seguí envuelta en mi halo sobrenatural, doblando esquinas, saltando sobre la acera como una pertiguista. Oh, dolor del alma. Desemboqué en el parque donde la Conchi solía reunirse con sus guapísimos elfos de bachillerato para meterse mano. Cuando me vio medio desnuda soltó a su Romeo y se acercó hasta mí. Por sus ojos lo entendí todo. Yo seguía oliendo a amoníaco y mis lágrimas inundaban la totalidad del parque, pero ella trató de ser natural, como siempre, y me presentó a su compañero de cacerías carnales como si nada. Hola, hola. Lo malo es que yo estaba descalza y en combinación, aterida de frío, y con un hedor insoportable. Le di dos besos y me limité a esperar. No pasó nada. Quizá la eternidad y la vergüenza pasaron de refilón, pero a mí me pareció que se inauguraba un tiempo sin futuro. Cuando días después leí que el sudor de las personas con obesidad mórbida se combina con no sé qué feromonas, se produce una alteración química que provoca un efluvio similar al del amoníaco. Perfecto, la princesa gorda era un producto top de droguería... Aquella noche mi hermana quiso dormir conmigo, mostrarse humana y bla bla bla, pero yo no consentía que nadie durante mis sueños pudiera robarme el dulce sabor de la felicidad. Al día siguiente tía Sagrario sufrió su primer ictus y a mí me dieron las notas de la selectividad. Un dos con siete, que, sumado a la media del bachillerato, me daba un tres con nueve. Perfecto, pensé, esta reinona no pisará los altos templos del saber. Solo la Conchi tendrá su pedestal y su doctorado. A mí me quedaba el ruinoso horizonte del secretariado e inglés de academia y esconderme como un topo para no mostrarme demasiado. Tampoco era tan sorprendente. No iba a hacer, además, un drama con mi futuro de muñeca de plexiglas. Ya se sabe que las cosas vienen rodadas y que cada cual tiene lo que se merece, etc, etc.

   Lo bueno que tenemos las rellenitas es que sabemos reírnos hasta de nuestras propias tragedias. Siempre he tenido claro que el humor es un cuchillo que parte las desgracias como un pan candeal, y aunque sobren migas, siempre habrá un gorrión o una paloma que sabrán aprovecharlas. Que me mato, hoy es el gran día y nadie lo sabe. Nadie tiene por qué saberlo. Madrid amanece con atascos como siempre y con un caso de corrupción en la Asamblea como siempre. Solo me he puesto el abrigo y calzado los zapatos. Para qué morir con las bragas puestas. Sería un engorro para los forenses tener que hacer uso de sopletes y poleas elevadoras para hacerme la autopsia. He preferido darles facilidades, al cabo, no soy tan mala persona por muchas deudas que tenga contraídas con tanta gente que nunca ha sabido entenderme. Bastará un saltito desde el Puente Toledo. Algún niño pensará que hay ballenas en el Manzanares. Cuando pasee de la mano de su padre y me vea tripas arriba como un cetáceo, sé que estimulará su mundo de fantasía y será feliz dentro de su inocencia. La respuesta del padre no puedo, ni quiero adivinarla. Mejor así. El mundo avanza con paso lento o a grandes zancadas, y solo las grandes noticias llenarán las páginas de los periódicos. Una ballena varada solo puede ser una anécdota para comentar mientras se toma un café. Pero basta de disquisiciones. Ahora tengo que enfrentarme a la situación. Coger el autobús 34 y bajarme en Pirámides, eso siempre y cuando pueda abrirme paso entre la jauría que abarrotará el autobús...

   Antes del doble salto mortal con pirueta carpada me gustaría tomarme un café y recordar lo que el futuro no ha sabido darme Me encantan los niños, sí, hubiera sido una buena madre y hasta miembro activo del AMPA del colegio; y las milhojas de merengue. Me vuelven loca, y casi me arrepiento de mi decisión ante la idea de no volver a comerme una de esas maravillas hojaldradas que venden en la Mallorquina. Bjiorn... Bueno, él nunca me entendió. Su soberbia de vikingo siempre le ha hecho mirarme por encima del hombro. Le perdono sus pequeñas afrentas, su olor a azufre cuando sale del baño. En fin, quizá los nórdicos tengan una cloaca dentro del estómago en vez de aparato digestivo, pero no me corresponde a mí juzgarlo. Y mi último recuerdo para la Conchi. Anoche, ante lo inminente, me decidí a hacerlo. Mientras dormía le abrí el bolso y le dejé mi regalito: dos ratas muertas que cogí del parking del centro comercial. Como herencia no va mal servida, no señor. Solo falta que Dios levante la bandera para que pueda yo entrar en competición, y este camarero con cara de sapo que parece no querer cobrarme nunca. Ahora que lo pienso, quizá me pida un segundo café con porras. Tengo hambre, como siempre, y sé que a mi fantasma no le importará esperarme un poco más. Las citas, ya se sabe, y más en Madrid, permiten un grado de flexibilidad inimaginable en otros lugares del mundo.

 

 © Agustín García Aguado

 

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