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EL LUNAR por Javier González Ramiro Primer Premio categoría Construcción
Ilustración de Emilio Serrano López
1. Ya no se acordaba desde cuándo escupía esos hilillos de sangre al enjuagarse la boca cada mañana. Unos seis meses, calculaba ella. Se había acostumbrado a interpretarlos como una señal. Empezaba la jornada de mejor humor los pocos días que no los veía allí, al escupir, manchando el amarillo de la porcelana del lavabo, amarillo pollito, un capricho de Paco, ya ves. Aunque, la verdad, cada vez le asustaba menos la idea de dejar todo aquello, de liberarse de una vez de la lluvia perpetua, de las sábanas húmedas y las tiendas provincianas de esa ciudad a la que el ascenso de Paco, —el ascenso, tiene gracia—, les había llevado. Ella, que tenía en la piel de su infancia toda la luz del sur, todo el sol y la bulla, las chicharras y las noches tibias, no se podía acostumbrar a estos cielos, siempre tan bajos, siempre tan sucios. —¿Me pasas la miel? — Miró de reojo a Clara mientras le acercaba el tarro. Era tan distinta, tan incomprensible y absurda en sus actitudes, que ni siquiera el atenuante de sus catorce años bastaba para consolarla de aquél fracaso genético que ahora untaba de miel, poniéndolo todo perdido, claro, las tostadas integrales, los colines superdietéticos, las magdalenas light y demás porquerías que recordaban a diario que Clara era gorda y que lo sería siempre. Le cansaba pensar en los veinte minutos de trayecto en coche hasta el colegio de la niña —privadísimo, por supuesto, Paco tenía las ideas tan claras como simples al respecto—, pero procuraba disciplinarse para ejercer su responsabilidad de madre: has hecho los deberes, ya te has manchado el cuello de la blusa, hija, podías tener un poco de cuidado que aquí no se seca nada, acuérdate de meter el bañador que tienes piscina, y ese sinfín de comentarios estériles que rebotaban en el cerebro de Clara, devolviéndole sonidos guturales o, en el mejor de los casos, monosílabos huecos. La última evaluación había suspendido cuatro, una ligera mejoría respecto a la primera, que fueron cinco, pero Paco le quitó importancia recordando su propio fracaso escolar que no le había impedido, como decía él poniéndose tan solemne que daba un poco de risa, “triunfar en la vida como un hombre hecho a sí mismo”. En el único tramo en que pudo poner el coche a cuarenta sonó el móvil. Se le encogió el estómago, como cada vez que sonaba estos días. De manera suicida alcanzó a rebuscarlo dentro del bolso y a pulsar el botoncito verde —Paco se lo había explicado así de fácil, el botoncito verde—, temblándole un poco la mano. —¿Sí? —¿Irene Carrasco? —Soy yo. —Mire, le llamo de la gestoría, es por lo de la multa del mes pasado. Hacía ya tres semanas que se había hecho las pruebas, sin decir nada a nadie, “las definitivas” , había dicho con un puntito de retintín aquel médico insoportable de chulo que era, y todavía no tenía noticias de la clínica. Muchas veces estaba tentada de llamar, pero se contenía por esa manía suya de pensar que sus acciones podrían cambiar el curso de los acontecimientos, —el destino, lo llamaba Paco, subiendo siempre un poco la barbilla al pronunciarlo—, y entonces seguía esperando y consumiéndose. Se intentaba convencer con el ejemplo de hace un año, aquel horrible dolor de estómago que le hundió tanto el ánimo, dando por hecho que la genética era un ciencia tan exacta que ella moriría a la misma edad que su padre y del mismo cáncer de colon. Sí, recordaba muy bien la mañana lluviosa en que le diagnosticaron tan sólo una úlcera, — una úlcera, después de todo !—, que desapareció a la vez que el pimentón y los chorizos picantes, y nunca le había importado menos mojarse con aquella lluvia, saliendo del hospital con ese papelito de alimentos prohibidos para siempre. Pero ahora era distinto y ella lo sabía. Por eso cada falsa alarma era una especie de descanso, de paréntesis de paz, por esa manía suya de pensar que no pueden suceder dos cosas demasiado juntas. No, a ella nunca le había pasado. Era de la gestoría, y por eso era imposible que llamaran de la clínica hasta por lo menos dentro de un buen rato. —Ya le llamo yo luego, que estoy conduciendo.— Y así despachó al gestor, tiró el móvil al asiento y sintió lo de siempre, las piernas flojas y ese peso en los riñones, como las contracciones del parto, ya ves tú qué comparación, —o qué gilipollez, que diría Paco, siempre tan campechano—. Cuando dejó a Clara en la puerta del colegio y la vio alejarse al encuentro de su manada estuvo segura, segurísima, de que su hija ya fumaba con regularidad. No tenía pruebas, todavía no, y eso que las había buscado, pero eso no quería decir nada, pues anda que no tardó su propia madre en enterase de que ella fumaba, sin ir mas lejos. Y a ella se le saltaban las lágrimas al comprobar una vez más que las personas no tienen arreglo, que no se aprende nada con el tiempo y que el destino, —el destino, ¡ay, el bueno de Paco!—era inmutable.
2. Al entrar en la oficina Mercedes ya había llegado, claro, y la recibió con el habitual gesto de reproche condescendiente. —¿Otra vez el atasco, ¿no? —Ya ves... —Los que vivís en las afueras deberías salir un poquito antes de casa. —Sí... Daba gusto trabajar allí. Su compañera Mercedes, ocho horitas al día con ella, era una señora de casi cincuenta años embutida en una faja, amargada por su esterilidad y por su cobardía para afrontarla con alguno de los recursos, —trampas, según Mercedes—, hoy en día al alcance de cualquiera. Llevaba quince años en la empresa y no vio con muy buenos ojos la incorporación de otra secretaria algo más joven, a todas luces más capaz y con una hija que, esto era lo peor de todo, parecía no hacerla feliz. Como cualquier mujer sin hijos, Mercedes tenía una idea un tanto equivocada de la maternidad. Añoraba esa hija adolescente con la que salir de compras, tomar una coca—cola y hacer confidencias como buenas amigas. Y a Irene le agotaba la sola idea de explicar a aquella madre frustrada que su hija Clara no le contaba nada de su vida, que en cualquier momento se acostaría con el primer chulo que le dijera que no estaba tan gorda, eso si no lo había hecho ya y que, en definitiva, no encontraba tan desgraciada la circunstancia de, visto lo visto, pasar por esta vida sin dejar descendencia. El jefe de la empresa, sin embargo, le producía a Irene cierta ternura. “La empresa” era en realidad poco más de una habitación gobernada a trompicones por el señor Valdés, un presunto abogado casi octogenario. Ellas dos paliaban como podían el analfabetismo informático del jefe, a menudo el analfabetismo sin más, y entre todos se malganaban la vida haciendo declaraciones de la renta y triviales trámites administrativos a otros congéneres octogenarios que pululaban por el barrio, la mayoría con permiso del enterrador. Pero al menos, en las ropas gastadas de aquel hombre, en sus manos blandas y en su mirada apagada, se podía atisbar la dignidad del que es plenamente consciente de sus limitaciones y de los fracasos de toda índole cosechados tenazmente a lo largo de la vida. Había encontrado ese trabajo por mediación de un compañero de Paco. En honor a la verdad, una de las primeras preocupaciones de Paco cuando tomó posesión como Director de la Sucursal fue buscarme acomodo. Así lo llamaba él, acomodo, no trabajo. Y como siempre hay algún jefecillo pelota dispuesto a satisfacer con presteza al nuevo director, allí surgió el viscoso Sempere proponiendo el primer agujero no demasiado vergonzante que le vino a la cabeza, para que no se aburra la esposa del nuevo Director. A Paco, todo hay que decirlo, le pareció un magnífico acomodo, aunque esto último estaba, como poco, sujeto a interpretación. En todo caso a ella no se le ocurrió rechazarlo porque, a pesar de Mercedes y del señor Valdés, la mantenía ocupada y, a veces, hasta se le olvidaban por un rato sus propios fantasmas. —¿Qué tal está Clara? — hacía mucho que Mercedes había eliminado radicalmente de su vocabulario las palabras “hijo” o “hija”. —Bueno, se va adaptando. —Pobrecita, es que es un edad muy mala—. Irene todavía estaba esperando que a alguna temporada del desarrollo vital de su hija, por breve que fuese, no le tocase ser “una edad muy mala” . —Deberías apuntarla a algún grupo de tu parroquia, para que se relacionase un poco. —Si.., —descolgó el teléfono para cortar la consabida ristra de consejos de la madre universal No es que ella tuviese especial inquina contra la parroquia ni contra nada en particular. Ella misma había sido un niña de parroquia hasta que entró en la Universidad, aunque ahora formase parte de esa amplia y gelatinosa masa de “católicos no practicantes” , y desde luego no alentaba beligerancia alguna contra las jerarquías eclesiásticas. Simplemente, le resultaba indiferente. Además, de buena gana habría metido a Clara en cualquier grupo, así fuera de la parroquia, de cristianos comunistas, salvapájaros antinucleares o seguidores de cualquier otra causa inocua. Pero no podía ser. Había descartado ya el deporte, la música y demás manifestaciones artísticas, los grupos montañeros, de teatro y, en fin, no tenía ni la menor idea de lo que podía hacer con esa niña para motivarla un poco. La veía tan encerrada en su mundo como ella misma, y le aterraba la cantidad de barbaridades que la encontraba capaz de hacer. Cada vez que reunía fuerzas para comentar algo de esto con Paco, terminaba llorando en el baño de pura incomprensión e impotencia, preguntándose qué había podido ver ella algún día ya lejano en ese trozo de carne, director de sucursal hecho a si mismo, tan buena gente y tan simple como los bolis baratos atados con cordelitos al mostrador de aquel banco de barrio que regentaba.
3. Clara, sin embargo, no fumaba. Nunca lo había hecho. Bueno, en realidad una vez, hace casi dos años. Fue con Macarena, su amiga sevillana algo mayor que ella, y le pareció asqueroso. Tampoco bebía, ni por supuesto se había drogado jamás, ni siquiera con las pastillas esas en las dos veces que había ido a una de esas discotecas para niños que proliferaban ahora. En realidad a Clara le asustaba mucho crecer, y se aferraba a su imagen de hace ya muchos años en las calles de Carmona, en aquel colegio con un patio tan bonito y las calles llenas de golondrinas chillando al atardecer, o vencejos, que su profesor decía que eran vencejos por no se qué diferencia de la cola. Pero, sobre todo, se acordaba de ver a su madre contenta, y a su padre jugando con ella al tejo, cuando todavía tenía algo de tiempo para dedicar a su hija. Ahora, sin embargo, no sabía qué hacer con su propio cuerpo, que cambiaba tanto, tan deprisa y sobre todo tan mal, y que nunca cabía en la ropa que te vendían en las tiendas superpijas de aquella ciudad, donde ¡siempre, es que siempre, joder!, una dependienta con buen tipo y pendientes de perlitas te intentaba convencer de que estabas monísima con ese top que dejaba rebosar las chichas celulíticas, como si además de gorda fuese ciega o imbécil. Tampoco entendía a sus compañeros de clase, tan perdidos como ella, y por eso se encerraba en su mundo, en su cuarto, en su tele, y en entender ese móvil nuevo que le había comprado su padre, vete a saber por qué. —¡Clarita, espabila, guapa, que te pesa el culo! — el profesor de gimnasia, el enano culturista ese con pinta de centollo, regañándola otra vez por correr poco en el partido de “basket”—. Sus compañeros soltaron a la vez las mismas carcajadas inofensivas. Pero a Clara, mientras echaba a correr torpemente, le subió la calentura de siempre por su pecho excesivo, llegó hasta la cara y, como tantas veces, tuvo ganas de llorar pero no lo hizo. No lo hizo porque afeaba sus ojazos verdes, lo único bonito de su cuerpo, y además porque ella era muy fuerte y no quería rendirse, y ya está. Y en cuanto acabó la clase, todavía ardiendo de ira, hizo una cosa extraña. Cogió el móvil y mandó un wasap raro a su madre. Solo puso dos palabras, pero juntas porque no se acostumbraba a poner espacios, ni mayúsculas. Se arrepintió al instante, pero los canallas informáticos planetarios no permitían anular mensajes ya enviados.
4. A Irene se le hizo la mañana larguísima. Iría después de comer, ya lo tenía decidido, pero como casi no había trabajo esa mañana y ni siquiera estaba Mercedes para incordiarla, le dio tiempo a cambiar de opinión muchas veces. Pero al final iría, estaba segura. Iría y le preguntaría al listillo aquél de médico qué pasaba con las malditas pruebas. A las cuatro. A las cuatro abrían y allí estaría ella, como un clavo. Se obligó a comer algo, como si fuese un día normal, pero apenas pudo tragar tres hojas de lechuga. Y cuando se enjuagó los dientes en el lavabo del bar, miró. Miró aunque se lo tenía prohibido a lo largo del día. Sólo lo hacía por la mañana. Y allí estaba el hilillo rojo, en medio de la saliva, destacando más que en casa porque el lavabo era blanco. Abrió el grifo y apartó la vista. La clínica no abrió hasta casi las cuatro y diez, y ella sentía la bola de plomo de todo lo que no había comido, allí, justo debajo del esternón. —Caínzos, Candeiro, ..., Carrasco. Irene Carrasco. Aquí está. — “¡Aquí está!, ¡Aquí está…!” . Y lo decía tan tranquila, la tonta ésta. —Llegó ayer. Va a entrar a ver al doctor ahora, ¿no? —Sí, — no la oyó ni su propio cerebro. Irene entró. Y lo escuchó todo sentada en el borde de aquella silla marrón, casi cayéndose, con la espalda muy recta, aferrada al bolso y con los pies como si fueran de otra. Pero no sudaba ni estaba histérica, y estaba segura de poder encajar las tres palabras esperadas, solo tres —“cáncer de pulmón” —, entre latido y latido de sus sienes. —Bueno, señora Carrasco,… Pues nada, lo que suponíamos. Está usted perfectamente. Nada de nada. —Entonces lo de ... —Pues lo de la saliva, ya se lo dije, seguramente de las encías. Las tiene usted muy sensibles y cualquier cosa, masticar, el propio cepillado, pues puede hacer que sangren un poquito, pero no tiene la más mínima importancia. —... O sea... —O sea que nada. Se va usted al dentista, señora, y le recetará algún colutorio de esos. Pero por lo demás, está usted como una rosa—. Esto último lo dijo devolviéndole el sobre, levantándose y acompañándola, más bien empujándola, hasta la puerta. —Bueno, …pues ….gracias, doctor. —Hala, a seguir bien. Y fue abajo, en el mismo portal, todavía retumbándole en la cabeza esas palabras, —“como una rosa…”— , cuando vio el mensaje de su hija: “ t equiero ”. Así, todo junto. De golpe se alarmó un poco, pero luego no, luego salió y se fue por la acera un buen rato hasta el aparcamiento, empapándose con la lluvia, con otra lluvia más, que ella en ese momento tampoco notaba.
5. Aunque esa noche no sucedió nada de particular en casa, hacía tiempo que la cena no era tan agradable. Ellas casi no hablaron, pero Clara sonrió varias veces. Paco sí que hablo, vaya que si habló. Venía partiéndose de risa contando no se qué de un crédito que le habían pedido los chinos del todo a cien. Los chinos, que nunca piden créditos, ya ves. Y al final se reían todos porque Paco era gracioso contando las cosas, eso sí, eso no se le podía negar y aunque no era guapo lo que se dice guapo, tenía su punto, y como era tan alegre, tan optimista, pues al final terminaba contagiándote, y por eso caía tan bien a la gente. Y, ya en la cama, cuando Irene notaba que se dormía, alcanzó a pensar que no podía quejarse, la verdad, que no tenía motivos para ser infeliz. Sonó el despertador y el primer rayo de conciencia la encontró en el mismo estado. Estaba muy contenta. Esa mañana no miró el lavabo amarillo y pensó que tenía que pasarse a buscar las cortinas del baño y a comprar almendras peladas, por si hacía una tarta para el sábado. ¡Ah!, y a ver si se acordaba de pedir hora al dermatólogo, porque a ella, no estaba segura pero, vamos, le parecía que estaba un poco más grande ese lunar del brazo…
© Javier González Ramiro
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