PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACIÓN · CONTACTO · SÉPTIMA EDICIÓN



 

LA MISERA CERTEZA

por Clara Escajedo Pastor

Tercer Premio categoría Nacional

7ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas


Ilustración de José Ángel Colón

 

Acodado en la trémula barandilla de madera, el fotógrafo aspira el aire húmedo y frío del Atlántico y, como herido por su violenta pureza, siente la súbita necesidad de encender un cigarro. Aguarda la quemazón de la nicotina en sus pulmones, reconoce el beso áspero que le inquieta y le calma a un tiempo, la certeza de dar otro paso hacia la muerte esquiva, el pinchazo en el pecho que le devuelve la consciencia de lo cierto; esta vez no es un temor, una sospecha, esta vez es un diagnóstico; sonríe con un rictus amargo de lobo herido y apura el último trago de cerveza, caliente y acre.

Todo es como debe ser, piensa. Y no le importa. Con un gesto de la mano reclama la atención del camarero y le pide otra cerveza. “Como não, senhor. Em seguida” responde el hombre diligente. Las mesas están desiertas. Ya refresca septiembre a las cuatro la tarde plomiza mientras, sin duda, en otras latitudes peninsulares los turistas aún atestaran las playas en busca del último sol del verano perezoso.

Fija su atención en el barullo de muchachos que corretean descalzos y semidesnudos por los muelles, en los hombres que amontonan redes con un movimiento maquinal y rítmico, en las gaviotas voraces que depredan los restos sanguinolentos de pescado que los pescadores lanzan mientras limpian las cubiertas a baldazos. Se hace raro, piensa, anacrónico, estar allí sentado, en la terraza del único bar que se alza sobre el puerto, en un lugar donde lo que sobran son vistas al mar, donde nadie valora el permanente telón, acero brillante, mar y cielo solo uno, tan fríos, tan duros, tan hostiles, tan ajenos a aquel otro mar que otros miran, azul, cálido, poético. El fotógrafo piensa en sus novelas de aventuras, en el mar de Joseph Conrad, de Melville, de Jack London, de Stevenson, de Julio Verne. Ya nadie lee esos libros, se dice a sí mismo. Si tuviera tiempo, algo más de tiempo, tal vez, solo tal vez, los releería.

Se lanzan los muchachos al agua turbia del puerto, una y otra vez, poseídos de un frenético amor al vacío, por el placer del vértigo. Solo eso, se lanzan al agua, chapotean un instante para recoger el júbilo de los que les corean desde el muelle, y vuelven a subir por la oxidada escalerilla para lanzarse de nuevo momentos después. Son chicos morenos, escuálidos, forman un grupo heterogéneo de edad incierta, alguno de los más pequeños de apenas siete u ocho años, permanece algo amedrentado; otros más osados increpan y se retan con los mayores que les apartan a empujones. Unos llevan bañador, otros se bañan en calzoncillos. No les interesan los móviles ni los i-pods; no necesitan wi-fi ni tienen facebook. Se tiran y emergen. Solo eso. Se tiran y emergen de nuevo.

Sonríe el fotógrafo viéndoles lanzarse en picados temerarios, volteretas sobre las rocas del malecón. Libres, indómitos, imprudentes, ingobernables. Niños venidos de un pasado del que le hablaba su padre; pandillas de chavales que asaltaban los trenes de mercancías cuando estos se detenían en la estación del pueblo portando algarrobas para las caballerías del ejército, y robaban por hambre y por osadía, amparados por la complicidad de los hijos de los guardias civiles que les daban apoyo logístico vigilando la llegada de la patrulla. Una generación que ni siquiera era la suya, niño de ciudad, dócil y aburguesado, siempre leyendo, siempre estudiando. Ahora observa a través de la lente del zoom aquellos críos que parecen fantasmas anclados en el muelle desde hace setenta años; ve sus risas, sus carcajadas, sus disputas, pero no puede oírlas. El objetivo le acerca la curva de sus espaldas, la precisión de su salto, la seriedad tensa de su rostro momentos antes de abrazar el vacío, las risotadas de sus caídas esperpénticas, pero entre el calor de su adolescencia y la humedad inmisericorde de la tarde atlántica hay un universo vacío e insondable. Bebe cerveza el fotógrafo y mira impaciente el reloj de su muñeca. Aún falta media hora para que llegue la lancha que le llevará a la isla en la que espera tomar las fotografías que justifiquen aquella deserción del mundo real. Algo material, tangible, fotos para llevar a la revista y poder decir “Me fui por esto. No es cierto. No huía. Estaba trabajando”. Solo eso. Sumergirse y volver a emerger. Sumergirse y volver a emerger. Como los chicos.

No, no tengo miedo. Ni me angustio, ni me inquieto. Lo juro. Es que el frío de la tarde, este otoño temprano e inesperado, me ha cogido por sorpresa. Después de todo, soy un tipo mediterráneo. Es este gris húmedo que me anega el alma. Y esos críos, esos puñeteros críos y su alegría insensata y salvaje. Se pregunta uno como pueden ser tan libres, tan irracionalmente felices, satisfechos como cachorros, primarios, ahítos de pan y chocolate y de mar, destilando esa dicha violenta. Alguno de ellos tendrá quince o dieciséis años, suficiente para saber en qué mundo viven. Sus padres están en el paro, alguno aquí mismo, sostenido por la barra del bar, medio borracho, desencantado, o trabajando en uno de esos barcos por un jornal precario y mísero. Sus madres pasan como sombras, prematuramente envejecidas, ajadas, pañuelos en la cabeza, cestos en la mano, salidas de una película de Visconti, de De Sica o de Berlanga. Pero es como si esta barandilla sobre la que me inclino separara nuestro mundo del suyo sin piedad para nosotros. Me gustaría saber que será de sus destinos, de todos ellos, uno por uno; si serán tan valientes, tan osados, tan bizarros frente al hastío, al desaliento, a los embistes feroces de la vida, o si por el contrario, se lanzarán un día al vacío de una ventana o de un precipicio con la vana esperanza de recuperar esta felicidad ignota que ahora son incapaces de reconocer. Sumergirse por última vez, en el olvido, en el silencio, en la calma azul del agua fría. Sumergirse para no volver a emerger ya más.

Había anochecido sin que se dieran cuenta, inmersos en el trabajo de aquella tarde. Apenas la conocía, le había sido impuesta para ese reportaje, pero se habían entendido sin esfuerzo. Ella ponía palabras, tal vez demasiado emotivas para el gusto austero de él, rozando el peligro de incurrir en la sensiblería sin llegar a cometer ese pecado imperdonable. Él ponía las imágenes. La observó de reojo inclinada sobre el ordenador y la indultó por su pasión. Era muy joven. Él volvía de lugares en los que tal vez ella jamás llegaría a estar. Lugares que habría querido olvidar. Revisó de nuevo las fotografías extendidas sobre la mesa. No le bastaba verlas en la pantalla, necesitaba tocarlas, seguir revelando como un viejo fotógrafo. Pensó en los cientos de fotos que se amontonaban en cajas en su estudio y se preguntó qué pasaría con ellas. Se sintió como una anciana que se preocupara por sus gatos y decidió que sería agradable poder emborracharse para burlarse de sí mismo con mayor crueldad. Entonces tuvo la incómoda sensación de ser observado y al alzar la vista, tropezó con la mirada de la muchacha que le escrutaba.

 

—¿Qué miras? —preguntó entre turbado y molesto.

—Tus ojos —Dijo ella— Son azul triste —Hizo una pausa invitándole a defenderse, pero como él no hablara, añadió — Será por todo lo que han visto a través del objetivo, porque en cierto modo, tus fotos también son así…

—Será —Se limitó a responder.

Quedaron en silencio. Pensó que podría besarla, que la besaría allí mismo, sin mediar palabras ni preámbulos innecesarios. Pero sabía que no era por besarla a ella. Era por aferrarse a la vida. No le pareció justo y no lo hizo.

—¿Qué te han contado de mí? — preguntó en cambio

Ella enderezó su espalda con un gesto de gato que a él le pareció delicioso.

—Nada. Poco. Que eras corresponsal de guerra y lo dejaste —Quedó pensando, como un niño asaltado por una duda— ¿Por qué lo dejaste?

—Porque todas las guerras se volvieron la misma guerra. Todos los verdugos tenían la misma cara y todas las víctimas eran la misma víctima. Y a menudo costaba diferenciar a unos de otros.

—Y te volviste un eremita solitario y místico que busca la respuesta a sus preguntas en la naturaleza…

Él se encogió de hombros.

—Ahora fotografío sitios. Sólo eso. Ya no busco respuestas.

Encendió un cigarro con calma. La noche se perlaba de luces que parpadeaban en los semáforos, en los anuncios de neón. El bullicio de la calle no atravesaba las murallas de cristal que se alzaban entre ellos y la ciudad. Qué curioso, pensó, el ruido se ve pero no se oye.

—Y qué más. Qué más te han dicho de mí.

Ahora fue la chica la que se encogió de hombros.

—¿Qué más debo que saber? —preguntó divertida.

Dio una calada profunda y se quedó observando la columna de humo que se alzaba en espirales.

— Me estoy muriendo —Dijo.

Un relámpago de estupidez turbó la calma serena en los ojos de ella. Se le quedó la sonrisa suspendida en la boca que él habría besado momentos antes.

—¿De qué? ¿De hambre? ¿De sueño? —Respondió en un intento inútil de evitar que la habitación se desmoronara sobre sus almas.

—De cáncer.

Encajó bien el golpe. Fue rápida reaccionando. Pero ya no reía.

—No digas tonterías. La gente ya no se muere de eso en el siglo XXI. Hay tratamientos. Te operan.

—Tal vez si hubiese hecho los deberes a tiempo. Pero siempre he dejado las cosas para el último momento. He preferido pensar que lo que no veía no estaba ahí.

Ella tragó saliva. Ya no había rastro alguno de su alegría.

—Hijo de puta —musitó— ¿Por qué me cuentas esto?

—Porque he estado a punto de besarte. Pero creo que no lo haré. Las cosas ya son bastantes complicadas tal y como están.

 

Les acompañan algunas chicas; dos, no, tres. Una lleva el pelo muy corto y desde lejos parece un muchacho. Tendrán trece, catorce, a lo sumo quince años. Son menos ruidosas, menos exhibicionistas, menos osadas, pero parecen contagiadas de aquel irracional impulso de lanzarse una y otra vez al agua. No hay lugar en sus filas para los cobardes, sin distinción de edad, sexo o condición. Si te acojonan las rocas no eres de los nuestros. Si tienes frío, no vales. Si te asusta el vacío, te despreciarán. Si te tiras, estás aceptado. Si te tiras con los ojos cerrados, eres el puto amo.

Entonces se fija en ella. Su cuerpo adolescente enfundado en un bañador negro de natación parece brillar en el telón metálico de la tarde plúmbea. Sacude la negra melena lacia y pequeñas gotas salpican el suelo del malecón, pintando una lluvia inexistente. Se seca fugazmente con una toalla que alguien le acerca y se sienta en mitad del grupo con una inusitada autoridad que emana de cada uno de sus gestos mayestáticos. El fotógrafo acerca su imagen con el zoom y se siente turbado por la sensual armonía de sus rasgos. Tal y como puede verla, sentada de perfil, recogidas las largas piernas torneadas, apoyada la espalda flexible sobre un noray del muelle convertido en trono tan solo por su contacto, observa el grupo alborotado como una reina observaría divertirse a sus súbditos en un pasatiempo plebeyo, regalando media sonrisa condescendiente.

Se inquieta el fotógrafo mirándola. No con la mirada pervertida de Humbert Humbert, sino con la fascinación del que encuentra algo bello y perfecto en mitad del estiércol. Parece ella saber que es observada, o tal vez esté acostumbrada a serlo, porque no hay en sus gestos nada espontáneo o inocente; todo es premeditado, deliberado, fruto de una perversa mezcla de ingenuidad y sofisticación. Posee aquello que muchas mujeres no llegan a poseer en toda una vida de artificio. Domina la seducción y a distancia, el objetivo la escruta y se diría que gime de placer sorprendido por la candencia de sus movimientos de gato perezoso.

Aparta la cámara por un momento, suspendida la lente olisqueando el aire húmedo del puerto, como buscando el rastro de la criatura, y así el hombre busca la cerveza con la premura de volver al sabor amargo de su balcón sobre el puerto, lejano, remoto a lo que pasa en el muelle. Mientras, los muchachos, ajenos a su suerte, ignorantes de la dicha infinita de respirar el mismo aire que ella respira, se tiran y emergen. Solo eso. Se tiran y emergen de nuevo.

Le tiembla un poco el pulso sosteniendo el peso del objetivo, un 70/300 mm de quilo y medio que sostiene con la delicadeza con la que sostendría una porcelana china. Regresa al alborozo pajarero del grupo con el pálpito del observador clandestino, con el latido en las sienes del voyeur temeroso de ser descubierto, y entonces ella, la diosa, ladea levemente la cabeza y muestra su faz entera, y es en ese momento en el que el objetivo, o el fotógrafo, o ambos simbiontes convertidos en uno, advierten algo que les paraliza. Es el ojo, la mueca de la boca, la sien que se ocultaba bajo la melena. Es algo terrible, que asola la belleza de su lado derecho, una cicatriz brutal, monstruosa que nace en la delicada raíz del cabello azabache, cruza sin piedad la frente despejada, atraviesa la hermosa ceja cincelada, desdibuja el ojo, traspasa la mejilla morena y por último deforma la comisura de la boca en una burla atroz de máscara grotesca. Vuelve el perfil a su posición de origen y cree el hombre no haber visto lo que ha visto, y desea que el humo del cigarro que sostiene haya nublado su visión, o incluso desea que sea un aviso, un delirio, el final que se acerca, pero no. La tarde sigue plomiza y húmeda, y ahora ella sonríe con su lado izquierdo, echa la melena hacia atrás, descruza las piernas y las gaviotas, ajenas, disputan los despojos del pescado y del alma del hombre que observa.

“¿Quién es?” Pregunta, como si el otro pudiera saber de lo que habla. Le mira el del bar limpiando de la mesa el círculo pegajoso que ha dejado la botella, la ceniza que el viento levanta del inútil cenicero. “¿Quem é quem, senhor?” contesta el hombre deteniendo el trapo que huele a lejía y a miseria. “La muchacha. La del bañador negro” Dirige la mirada interrogante hacia donde el otro le indica. “Ah! A rapariga. É Mariza...” Pero hasta él, en su corta inteligencia intuye que eso no es suficiente, y añade “É a filha do patrón de um desses barcos... Crianças, sempre estão alborotando nas rochas... são como peixes” Si siente recelo, al fotógrafo no parece importarle. “¿Qué le pasó?” — Continúa indagando — “¿Qué le pasó en la cara?” Ahora está claro que el hombre siente el placer de poseer la información. Adopta la actitud de una comadre, abandona el trapo sobre la mesa, “saltou contra as rochas quando era muito, muito pequena. Escapou—se—lhe a sua mãe para saltar. Esteve muito grave, a ponto de morrer. Sua mãe quase volta—se louca...uma lastima, uma menina tão bonita ” dice mirando en dirección al puerto. Suspira con afectado dramatismo “Crianças, sempre preocupações ¿Você tem filhos, senhor?” Pero el fotógrafo no contesta. Deja sobre la mesa un billete que basta para pagar las cervezas y la conversación, pero ni se acerca al precio que precisa la calma de su conciencia perturbada por la imagen de aquella muñeca destrozada contra las rocas del malecón, y decide que ya debe abandonar el mirador desde el que tortura los últimos jirones de su corazón extenuado, y que dadas las circunstancias le importa una mierda lo que puedan pensar porque queda muy poco tiempo y no puede ni debe malgastarlo.

Ya llovizna mientras baja los desgastados escalones de piedra pulida por pasos y más pasos y lluvia y más lluvia. Es esa llovizna terca y casi imperceptible que cala hasta los huesos del alma sin que uno se dé cuenta. Va el fotógrafo con el paso acelerado, como el pulso, porque han empezado a llegar barcas al muelle, y descienden de ellas turistas que huyen de la amenaza del aguacero. Arriba un barco de observación oceanográfica y desde cubierta, los jóvenes biólogos con sus trajes de neopreno a medio quitar, trajinan bidones estancos de plástico azul atiborrados de gafas y tubos de buceo. Lleva dibujado el casco un cetáceo que salta sobre el océano y de soslayo, el fotógrafo asiste a su eficaz trasiego, espía sus rostros bronceados y satisfechos, sus cuerpos nervudos y fibrosos, acecha sus risas y sus bromas y les envidia y les odia y les ama todo a un tiempo y sólo por fracciones de segundo. Sumergirse y volver a emerger.

Se detiene en un banco frente a los muchachos y con gesto de madre protege el objetivo de la cámara, limpia la lente con esmero y mientras, ellos, descubriendo la presencia de público, redoblan empellones y aspavientos poseídos de un exhibicionismo frenético, y por fin uno, alzando la voz, gesticulando con los brazos, le reclama “Uma foto, senhor. Faça—nos uma foto” y él sonríe, casi cohibido, casi feliz, y se agolpan en tropel los chicos, se empujan, se insultan, hacen gestos groseros con los dedos, y ella sin moverse, mirando el agua ahora tranquila, el agua oscura del fondo del muelle como si observara su futuro, bella, como el medio rostro de aquella Nefertiti de Amarna que oculta su ojo vacío. “¿Listos?” Pregunta el fotógrafo, y encuadra el grupo que detiene por un instante su alboroto, y entonces ella vuelve la cabeza, impúdica, casi obscena, y le ofrece su cicatriz plena, en un gesto deliberado y procaz.

Le sonríe para siempre desde la imagen congelada. Le regala la mísera certeza de que su tiempo se acaba. Y no es sólo él el que se muere. Se mueren todos los que fue y hasta los que quiso haber sido. Se muere la voluntad violenta de acercase hasta ella y besar su cicatriz. De sumergirse y emerger de nuevo. Les observa un hombre enjuto y cenceño, el pelo rojo mojado como un perro mojado; sonríe fiero y escupe mientras masculla “Welcome to fucking hell”. Bienvenidos al puto infierno.

 

© Clara Escajedo Pastor

 

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