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DEPREDADOR AFRICANO DE CUATRO LETRAS por Gonzalo Calcedo Juanes Segundo Premio categoría Nacional
La madre de Daniel seguía comprando el periódico, pero ya nadie resolvía el crucigrama. El vacío de las cuadrículas resultaba doloroso, como una vida sin completar. Antaño lo rellenaba el padre de Daniel con la firmeza de sus mayúsculas, como si construyera algo con cada trazo. A su hijo le trasladaba las preguntas más fáciles, inventándoselas incluso. Daniel aguardaba el mágico momento en el que repentina la sabiduría brotaba de sus labios, como si tuviese el don de acertar siempre; su padre, con el periódico apoyado en la pierna cruzada, anotaba la respuesta complacido y pasaba a la siguiente. —Depredador africano de cuatro letras —fue lo último que le oyó preguntar aquel día. Horas después, de vuelta a casa, un accidente de coche le desterró para siempre al rectángulo blanco y sudado de un lecho de hospital. A Daniel apenas le permitieron visitarle. Le impresionó la honda blancura, rota por el colorido de los ramos de flores y el dorado de las cajas de bombones. La cama tenía rótulas y pedales que la partían en dos, alzando piernas o torso según convenía. Olía raro. —Mejor que un hotel —bromeaban los amigos de visita, y se quedaban un rato, muy poco, a charlar. Luego dejaron de venir y en esa misma cama su padre regresó a una casa que sonaba a hueco, como si fuese un piso sin muebles recién alquilado. Ni miraba ni hablaba, no decía nada. Estaba en coma y la madre de Daniel lo aseaba varias veces al día. Al principio una mujer del hospital le enseñaba cómo hacerlo entre bromas, refiriéndose al enfermo como un gran bebé. Más adelante la madre de Daniel ya pudo hacerlo sola. De tanto cambiar sábanas y ensuciar toallas, el tendedero del patio tenía las cuerdas dadas de sí. —Se me va a partir la espalda —solía decir sin quejarse en realidad, casi encantada con aquella nueva rutina. Trasladaron el televisor de la sala al cuarto del enfermo y la madre de Daniel lo ponía muy alto mientras cosía. La política de estímulos era muy importante para su recuperación. Le hablaba a su marido como si tal cosa, banalidades y, en ocasiones, con la punta de la aguja suspendida sobre el punto de cruz, confidencias de matrimonio. La monotonía, sin embargo, terminaba por adueñarse de su voz y por las tardes se quedaba dormida. Por las mañanas, Daniel tenía la obligación de entrar y besar la mejilla recién afeitada antes de ir al colegio. Cumplidos los trece, cansado ya de que ningún padre fuese a buscarle al colegio o se interesara por cómo le iba aquel trimestre, un día se negó. Su madre aún limpiaba los restos de espuma de afeitar de aquella cara de payaso y se quedó mirando a su hijo sin expresión. —¿Qué has dicho? —No quiero. —Es tu padre, por favor. —Llego tarde —dijo Daniel atragantándose con las palabras, y se fue sin cumplir con su parte del ritual. Esa noche no durmió, temeroso de lo que pudiese suceder al día siguiente. De madrugada se vistió amparado por la claridad listada que filtraba la persiana: su habitación daba al patio y la vecina, una solterona aficionada a los mininos, siempre dejaba encendida la luz de una habitación. En la cocina encontró el desayuno puesto; tal vez su madre velara sus pasos sin enfadarse, sólo confundida. Supuso que ella había vuelto a acostarse porque dormía pocas horas y había empezado a tomar pastillas. Con la boca llena de bizcocho abrazó la idea de irse a clase sin decir adiós. Ya tenía el anorak puesto y se ataba congestionado los cordones de las bambas cuando escuchó decir algo a su madre. Aguzó el oído. El pasillo de la casa creció como en las pesadillas. La alfombrilla que lo recorría tenía arrugas, igual que si alguien hubiese tropezado anoche. Instintivamente, Daniel clavó el tacón en un extremo y tiró hacia atrás hasta borrarlas. —Vaya por Dios —decía ella. No reclamaba su presencia en el cuarto del enfermo, sino que hablaba sola o le hablaba a él, el padre ausente. Daniel avanzó por la alfombrilla midiendo cada paso. La puerta de aquella estancia relevante, que se había convertido en el enfermo corazón de la casa, estaba abierta. Asomó la cabeza muy despacio. La sábana que cubría a su padre descendió en ese momento abanicando el aire: un olor agrio, desagradable, se esparció por la habitación. Su madre giró el mecanismo que alzaba las piernas. —Tendré que llamar al médico. Las llagas no se cierran. Pasó a su lado con el barreño y la esponja, sin decirle nada. Daniel aún permaneció allí un largo minuto, el tiempo coagulado, denso e irreal. No podía apartar la mirada de aquel cuerpo apenas tibio que nunca se movía. Le daban masajes a diario y le flexionaban las piernas para que las articulaciones guardasen memoria de lo que era andar, desplazarse. Los dedos de la mano, en cuña, eran separados uno a uno porque las uñas se hincaban en la carne. Luego estaba aquella mirada opaca, perdida, causa de los mayores pánicos de Daniel. Las llagas, hasta entonces veladas, le pusieron un nudo en la garganta. Ese mismo día, en vez de admitir ante el acoso de los pesados de clase que su padre usaba pañales, declaró que se estaba convirtiendo en un reptil increíble. Describió el proceso como la mutación de un personaje de cómic, orgulloso de su habilidad para juntar palabras y mantener en vilo a los demás. Los que le rodeaban tenían la boca entreabierta, sin saber si reírse o poner cara de asco. —¿Nunca dice nada? —¿No mueve la cabeza? —¿Se mea encima? —¿Siempre come por un tubo? Cada pregunta era una bofetada, pero definían a su padre y Daniel sostuvo la mentira en venganza. Ahora, años después de que el Renault familiar invadiera la cuneta y chocara contra un árbol solitario y tristón, puesto allí como una señal del Señor o vaya usted a saber, afloraba el resentimiento por el padre que todos tenían y él no. Cautivo de su miedo, tembloroso, retó a todos a ver al monstruo a cambio de dinero y Nicolás Ruíz, de tercero, un año mayor, fue el primero en alzar la mano. —Yo quiero verlo. ¿Cuánto tengo que darte? Los siguientes en ver al mutante y pagar por ello, aunque decepcionados por aquel entumecimiento de muñeco y el olor a medicinas, ayudaron a propagar la leyenda. Daniel se guardaba las monedas rápidamente y a su madre, que por consejo del médico de cabecera había empezado a tomar café con las amigas, le decía que tenían que hacer un trabajo de Historia o de Ciencias. Ellos pasaban la tarde sin estudiar nada, con el regusto de la enfermedad en sus caras todavía limpias y los manojos de cartas y cromos desperdigados por el suelo. Cuando los interesados se iban, Daniel sacaba las monedas del tarro donde las iba echando y cuadraba su suma con meticulosidad contable. Todavía no era una fortuna, pero hizo cálculos de cuánto podía ahorrar si los amigos seguían viniendo. Pensaba en comprarse una bicicleta de corredor, una Torrot francesa tan ligera que podría levantarla del suelo con una sola mano. En menos de una semana reclutó a la mitad de la clase. Su madre se sonreía por aquel repentino torrente de amistad. Lo achacó a que su hijo estaba creciendo y tenía otras necesidades; pronto, pensó con cierta tristeza, como si ella misma se marchitase a ojos vista, vendrían chicas. La primera en atreverse fue Ada Walker, que ya se había desarrollado y parecía una mujer en miniatura. Daniel la empujó dentro del cuarto temeroso de ponerle las manos encima a la hija de un vicecónsul, o eso decían. —Ahí está. —No veo nada. Enciende la luz. —Si enciendo la luz te vas a desmallar. —No creo. Como la luz del pasillo no parecía suficiente, Daniel entró para encender la lamparilla de la mesilla de noche; había tantos medicamentos y tarros alrededor que la tulipa apenas descollaba por encima. En vez de fijarse en el enfermo, Ada señaló el televisor. —¿Para qué quiere un televisor tu padre si no puede ver? —Puede escuchar. Bueno, eso dicen los médicos. —Ponle la radio, ¿no? O música. Ponle opera —apuntó sabionda. —Es por mi madre —reconoció Daniel—. Pasa muchas horas aquí y se aburre. Le pone los telediarios para que sepa cómo va el mundo y ella ve películas. —Ya. —¿No te da miedo? —No mucho. —Vidal se desmayó. Y Pedro Azcarate tuvo que ir al lavabo vomitar. —¿Pedro Azcarate? —ella se interesó más en el chico que en el monstruo porque era uno de los guapitos de clase. Daniel cambió de estrategia. —¿No quieres ver las llagas? —Me da igual. Aún así, buscando impresionarla, levantó las sábanas con gran ceremonia y cautela unos centímetros, escatimándole el espectáculo. —Quítate de en medio, no veo nada. —Dame el dinero primero. Ella le dio las monedas y se dobló por la cintura para quedar a la altura del lecho. —Antes tienes que taparte la nariz. Y la boca. Por si te entran ganas de vomitar. —No seas tonto. Daniel levantó la sábana del todo pellizcándola con los dedos. Guardaron silencio, el mismo silencio del hombre dormido para siempre. Ella no decía nada y a él comenzó a cansársele el brazo, como si la sábana fuese una plancha de metal horriblemente pesada. Mientras tanto hacía cábalas con su negocio: la bicicleta descendía de sus ganchos y pasaba a ser de su propiedad, roja y blanca, liviana. Ya pedaleaba escuchando el hechizo de sus radios cortando el aire… Dejó caer la sábana; Ada Walker se enderezó llevándose las manos a la espalda, un gesto que la hizo parecer mayor, como si ya se hubiese casado y los niños fuesen un incordio. —¿Eso es todo? —preguntó ufana. Daniel no sabía qué decirle y se limitó a encogerse de hombros. —¿Quieres ir a mi cuarto? Tengo cartas de Ju—Gi—Oh. La colección entera. —¿Ir a tu cuarto? ¿Eres idiota o qué? Ella salió de la casa tempestuosa, dejando la estela de su feminidad allí donde se había dignado a pasar un dedo en busca de polvo, y Daniel odió los muebles de formica y el linóleo del suelo imitando madera. Que su negocio entrase en barrena tras aquella anhelada visita hizo que culpase a Ada Walker de todo: debía pasarse el tiempo diciendo que la sesión de pánico en casa del monstruo no merecía la pena; era mucho más interesante lo que le sucedía a ella, sus clases de hípica en el club de campo, el esgrima francés que iba a aprender en verano y la bisutería de diseño que le pasaba Mónica, su hermana mayor, a la que hacía años habían sorprendido en un rincón del instituto en brazos de un profesor ya expulsado. Daniel necesitaba repartir culpas e, injustamente, recurrió a su indefenso padre, cuyas virtudes como monstruo no daban la talla. Airado, no se relacionaba con nadie y cuando llegó a sus oídos el rumor de que los padres de Vidal el desmayado estaban al tanto de aquellas visitas, se hizo el tonto; él no sabía nada. El Jefe de Estudios le llamó a su despacho, pero fue comprensivo, puesto que no todos los chicos de clase tenían un padre en coma, y se limitó a recomendarle que no hiciese caso de las habladurías. Su madre tampoco se lo echó en cara. Algo sabía, pero no la tomó con él y disimulaba su pena con un poco más de maquillaje y una sonrisa de circunstancias que le recorría la cara como un costurón. Dejar de ser el eje del mundo desarboló a Daniel. Tanto desvalimiento hizo que ella le preguntase un día: —¿Ya no vienen tus amigos? No había segundas intenciones en aquella frase; simplemente se interesaba por su pequeña vida, sus emociones y sus alegrías de patio de colegio, ya que la casa, para qué negarlo, no era ninguna fiesta. Por respuesta, Daniel recurrió a su forma de expresión más reconocida, encogerse de hombros. —Quizás les dé reparo venir aquí… —añadió ella escurriendo la esponja—. Por tu padre. La verdad, no me extraña —la dejó caer en el palangana y se secó las manos a una toalla—. Créeme que lo siento, hijo mío —le atrajo hacia sí y le abrazó. Olía como su padre, a talco, a cremas, también a orines. El cuerpo de Daniel se debilitó en ese momento, como si fuese un peluche cualquiera de los que sobrevivían cubiertos de polvo en el altillo de su armario. Su madre sollozó. No sabía por qué lloraba hoy, dijo, si ya había llorado bastante durante un año entero. Daniel no la creyó; era imposible que hubiese llorado tanto. Desvió la mirada hacia el lecho y aguardó a que sucediese el milagro con el que siempre bromeaban las visitas, aquellas tías lejanas, los amigos que cada vez venían menos. Fijó su mirada en la forma del cuerpo bajo la sábana y concentró todas sus energías convertido en mago. No se produjo ningún movimiento. Su padre continuó con su sueño y, lentamente, su madre fue dejando de sollozar y le apartó de su pecho. —Te he despeinado. Le pasó la mano por el pelo y le dijo que fuese con ella a la cocina a hacer los deberes. Así le hacía compañía. Daniel dijo que sí, pero se quedó en el cuarto. La televisión estaba encendida sin sintonía, solo nieve, y la pantalla emblanquecía las paredes. Era como estar en un fondo marino. El crepitar del aparato recordaba al de un sonajero. Daniel tocó la mano derecha de su padre, apretó y se quedó esperando una respuesta. Luego le soltó para coger el periódico que, doblado por la mitad, estaba a los pies de la cama. Se había quedado dormido en la silla cuando su madre fue a buscarle. —¿No me digas que estabas leyendo el periódico? —No. Bueno, sí. Miraba el crucigrama… —¿Y no pensabas cenar hoy, criatura? —¿No le duelen? —¿Qué? —se sorprendió ella. —Las llagas. ¿No le duelen? —No, hijo mío. No le duelen —besó su frente y, como si realmente tuviera el poder de una máquina del tiempo, tiró de él para llevarle a otra parte. Después de cenar la madre de Daniel encendió un melancólico cigarrillo. Que no lo ocultase le indicó a su hijo que algo había sucedido entre los dos. Aunque hacía frío fuera, porque era noviembre y anochecía enseguida, abrió la ventana y abanicó el humo. Se había ajado sin dejar de ser bella. Daniel apartó el plato para desplegar el periódico. El crucigrama que siempre resolvía su padre estaba allí, intacto, ya no como un vacío, sino como un recuerdo de días mejores. Una esperanza. Cohibido, casi sin voz, se tropezó con la misma pregunta del día del accidente. —¿Depredador africano de cuatro letras? —¿Qué? —ella volvió a la vida dulcemente, como si se desperezara tras un sueño. —Depredador africano de cuatro letras. —Es muy fácil, cielo. ¿No me digas que no lo sabes? —se rió. Sólo en ese preciso momento Daniel reconoció la generosidad de su padre, aquel viejo cariño que le regalaba las preguntas más sencillas, y con decisión adulta, libre ya de la opresión que le consumía el pecho, apretó el bolígrafo y anotó la respuesta.
© Gonzalo Calcedo Juanes
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