PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACIÓN · CONTACTO · SÉPTIMA EDICIÓN



CUESTIÓN DE SUERTE

por Patricia Sánchez Lurueña


Primer Premio categoría Internacional

7ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

Ilustración de Pedro Díaz Del Castillo

 

Fue duro; cómo no iba a serlo. La decisión que tomó era fatal; le podía costar el pellejo.

En los últimos días, Jonathan aguantó la carga de sus nervios con medio puñado de hierba.

Pudo dormir a ratos y los que no, se trepaba al techo, a liquidar las goteras. El oficio lo distraía y le sacaba el estrés.

Su mujer ni se enteró; ella también tenía la cabeza perdida, hallando la forma de bajarse del tiovivo de la miseria.

?Peón, desempleado, con dos críos y rondando los cincuenta ? chismorreaban unos que eran tan pobres como él?. Mala cosa.

A Jonathan, la crisis le daba sólo para un par de cucharadas de arroz y frijoles, y cuando él y los suyos llevaban un buen rato con esa dieta, un desconocido le habló de lo que se jugaba en una covacha conocida como el Sitio , la suerte que se necesitaba y lo severo de sus normas. Le dio un par de días para decidir si apostaría su vida, en una de las contiendas que se libraban en aquel antro.

El desdichado prójimo no había encontrado otra salida a su miseria y le dijo que sí, sabiendo que no era para menos el castigo si perdiera, pero si ganaba sacaría a la familia del atascadero y esto era lo único que le importaba.

?Rápido y fácil; aunque duro, también. Un juego para los que no tienen esperanza ?le había dicho aquél que hablaba como un vendedor de servicios funerarios.

? Ponga mucha atención a estos detalles, porque no los voy a repetir ? y el jornalero se mantuvo muy atento a las explicaciones sobre el funesto desafío.

Lo primero que supo fue que eran tres los competidores, incluido él.

?¡Sólo tres! ?dijo en voz alta, mientras el tipo le iba describiendo la macabra competencia que se iba a celebrar en la penumbra del Sitio .

De esa manera, con anterioridad a la cita, Jonathan tuvo conocimiento del revólver con silenciador y de las tres balas que se emplearían en el juego y de que éste iba a ser dirigido por un enmascarado que llevaría cintas de color rojo chillón, amarradas en los brazos.

Tres fichas enumeradas con tinta fosforescente se iban repartirían al azahar, en medio de la oscuridad.

El tipo de las tiras coloradas haría circular el tambor del calibre 45 con las tres municiones, aunque el chisme tenía capacidad para seis. Cuando el mecanismo dejara de girar, entregaría el arma al primero para que éste se dispare en la sien derecha, sin que nadie supiera si del cañón iría a salir plomo o sólo aire.

?Parecerán horas los segundos después de la descarga, hasta que un golpe fuerte corte el silencio; o puede que no se escuche nada ? le contó el informante?. Cuestión de suerte .

Si al sujeto de la ficha uno se lo llevaba la adversidad, el jefe de las bandas en los brazos colocará en el revólver otra bala, para reponer la que se hubiera perdido en la cabeza del desdichado. De nuevo, el mandamás rodaría el tambor del arma y la pasaría al siguiente, al jugador de la dos, y luego al portador de la tres.

Una escena de un solo acto, interpretada por tres desesperados; entre ellos, el merecedor o los merecedores de medio millón de dólares.

Si la suerte beneficiara a un solo jugador, una valija colmada de billetes se deslizaría por una abertura de la parte inferior de la puerta. Si hubiera más sobrevivientes, al Sitio llegaría el mismo número de maletines, cada uno con quinientos grandes.

El premio iría acompañado por una tarjeta ilustrada con una carita feliz y escrita en cursiva times new roman de 14 puntos con la inscripción Felicitaciones, de tu padrino.

Los ganadores debían llevarse su valija y correr hasta quemar el último miligramo de su adrenalina, pues la policía podría aparecer.

Eso nunca se sabe.

De lo que sí estaba seguro Jonathan, era que en estas barriadas no existe la privacidad. Las familias son numerosas y viven hacinadas. Una vieja lámina de hierro apenas puede separar a unos de otros. En los pasadizos comunes se escucha todo tipo de cosas. Los vecinos suelen asustarse con los rituales sangrientos, tan propios de estos sitios, y con frecuencia se les afloja la lengua.

A pesar del profundo temor que él también sentía, llegó de primero, a las dos de la tarde, con su mochila. El compromiso era poco después, pero creyó que presentarse antes le quitaría las ganas de devolverse. Fueron sólo suposiciones.

Quiso cumplir las instrucciones a rajatabla; de tal manera, que si el asunto acababa mal no fuera por una desobediencia suya.

Como era prohibido contar el secreto, no se lo dijo a nadie. Por eso se contuvo, cuando deseó estrechar a María y a los chiquillos, para despedirse por si la dicha no lo amparaba. La muchacha podría ver algo sospechoso; ése no era un comportamiento propio de su hombre.

De todas maneras, ese día un aire de dolor andaba soplando en la casa, porque a la familia se le escapó la lloradera y abundaron los abrazos y consuelos.

No era que su secreto hubiera sido descubierto; a él le pareció que el desahogo de los suyos más bien podía haber sido por el hambre.

?Volveré pronto, con algo para comer ?les dijo para calmar ánimos. Se colocó una mochila a medio llenar sobre la espalda y partió revisándose el pantalón, buscando la llave que había recibido del cartero, temprano.

Diez minutos andando tardó en llegar al fondo de un callejón húmedo, donde se detuvo. Sacó del morral máscara y un batón negro. Se cubrió para mantener el anonimato de la cabeza a los pies, como lo harían los otros competidores.

En el Sitio , bajo ninguna circunstancia se podía hablar; tampoco descubrir a los demás. Esas eran las reglas y Jonathan juró que las cumpliría.

La llave encajó y pudo abrir sin problemas la puerta del Sitio. La luz de la calle le mostró un aposento cuadrado, sin ventanas, con una mesa redonda y tres sillas. A la derecha, sobre el piso de tierra, un inodoro mugriento, separado de aquellos enseres por láminas de hierro más delgadas que un cromo, con las que también se habían levantado la pared exterior y el techo de aquel cubil de mala muerte.

En una esquina colgaba una minúscula cámara de video de luz infrarroja, para que los padrinos del juego presenciaran el tenebroso espectáculo, desde una mansión de un vecindario muy distinto. Allí se reunían los compadres, frente a una pantalla de una sala muy privada. Chupaban whisky y se metían coca como si fueran palomitas, esperando el comienzo de aquel drama.

Mientras tanto, al desdichado jornalero se le pegaba el calor en la ropa.

Por el herrumbroso metal se resbalaba un sudor oscuro y amargo; agua condensada.

Lo que más le mortificó, mientras esperaba en el Sitio , fueron los recuerdos, que como chuzos se le hincaban y le hacían botar montones de lágrimas.

En el pensamiento tuvo a los hijos al cabo de nacer, reposando indefensos entre sus manos. Se veía a sí mismo desnudo, con la espalda ancha de tanto palear hormigón y adosado a María, para amarla. Su mente la proyectaba detrás de la ventana del tugurio, de cabellera marrón y boca lustrosa, hermosa, antes de que la angustia le marcara su piel cobriza.

?No hay salida ?le dijo ella, muchas veces, llorando un mar, o gritando hasta silenciársele la voz. Así le salía la rabia, cuando sólo aire llenaba el estómago de los niños.

Jonathan cerró tras de sí la podrida puerta y se acomodó en una de las sillas. Poco después, aparecieron los demás y formaron un triángulo; cada uno tenía al frente a dos, muy separados entre sí.

A su izquierda, alguien oraba; era un susurro de voz femenina y a su derecha un sujeto estaba a punto de perder las uñas, por la presión que hacían sus manos contra la mesa.

Era poco lo que podía ver de sus compañeros, y eso gracias a una pizca de luz que se colaba por las hendijas del antro.

La respiración entraba y salía haciendo silbar la boca de las máscaras, el pecho se les balanceaba como una ola, el sol no quería rendirse y el aire viciado los asfixiaba, adentro de aquella caja negra.

Nadie dijo nada, ni siquiera cuando entró el jefe de las tiras en los brazos y cerró con doble llave, pero a partir de ahí el nerviosismo se rebasaba.

Jonathan también se había puesto a murmurar, pero ni él mismo sabía qué; era una muletilla, para conservar el valor entre el abismal miedo.

A los tres los quería dominar el pánico. Temblaban sin parar. Se movían inquietos, como animales rumbo al matadero.

El Sitio era una un recinto de mala muerte que pasaba desapercibido en el precario, donde todos los ranchos se parecían, aunque sólo en éste se realizaba un ritual de sacrificios que el recién llegado estaba a punto de oficiar.

? Buena suerte ?les dijo el jefe de las cintas coloradas. Sacó el arma de algún bolsillo de su bata y empezó el juego. Repartió las fichas. A Jonathan le tocó la número tres, el uno al de las uñas clavadas y el dos a la rezadora. Luego dio vuelta al tambor y entregó el arma al primero; que tardó un buen rato en querer recibirla. Tenía un desasosiego en la mano, como un actor primerizo en una farsa. Finalmente pudo recuperar el control de sí mismo; apuntó a un costado de su frente y tiró del gatillo.

Como una marioneta, se columpió unos instantes, y cayó sobre la mesa.

Trajes y máscaras quedaron pringadas de sangre.

Jonathan se rodeó la cabeza con los brazos y gimió lo menos que pudo. Quiso rogarle al enmascarado de las cintas que le dejara huir, pero desistió.

? El jefe no dejará salir a nadie, bajo ninguna circunstancia, y anda muy armado ? le había advertido el promotor anónimo.

El de las tiras en los brazos cubrió al fallecido con una manta, reemplazó la bala gastada, hizo girar la rueda del revólver y lo pasó al siguiente jugador.

La de la ficha dos tenía coraje. Como si lo hubiera estado practicando mucho tiempo, con un rápido y ágil movimiento de la mano se voló el lado derecho de la cabeza. La caída hizo temblar la mesa. Otra manta fue dispuesta para cubrir el segundo cuerpo inerte.

Sólo quedaba él que estaba ido con la mente puesta en los suyos, para amortiguar el desasosiego. Sentía fiebre pero le corría un sudor helado. Alguien le tocó el hombro; era el jefe, avisándole que seguía su turno.

Jonathan dejó de temblar, como si los nervios le hubieran salido huyendo. Apretó los párpados y se disparó como su antecesora, sin pensarlo, con un movimiento automático.

Se produjo un vacío en el tiempo.

La puerta empezó a chirriar, por el viento; estaba entreabierta. La estancia se iluminó. El jefe de las cintas rojas ya no estaba. Algo fue arrastrado por el suelo y dos segundos después el afortunado peón abrió los ojos.

El premio había llegado.

Según las instrucciones, el ganador tenía que recoger el maletín y escapar del Sitio , pero rompió la regla. Se quitó la máscara y el batón, y observó el espectáculo que antes sólo adivinaba.

La sangre de los perdedores caía de la mesa al piso, y un hedor rancio invadía el tugurio.

Al cuerpo número dos se le resbaló la manta. Su brazo derecho estaba desnudo. Aquella suave curva que modelaba el contorno de los músculos sólo podía haber pertenecido a una joven mujer que ahora tenía la cabeza reventada.

La luz de la tarde se colaba a raudales en el callejón mostrando la mano de la muchacha, pringada de muerte. Brillaba aún por el sudor, aquella piel cobriza.

María ! ?gimió al reconocerla y empezaron a caer sobre el cadáver sus incontrolables sollozos.

? Quizás esté dormido ? pensó.

Ella lo sacaría de ese sueño ingrato cuando lo viera revolverse en el catre por tanto sufrimiento, pero él nunca despertó, porque estaba despierto.

La transmisión en directo había cesado. Desde sus cómodas butacas, los padrinos aplaudieron generosamente y continuaron su jolgorio de alcohol y drogas, satisfechos por la calidad del espectáculo.

El portavoz desconocido que había invitado a Jonathan y a María a jugar en el mismo juego, se asomó por la puerta del nefasto tugurio, sin detenerse.

Cuando los hombres de la comisaría entraron al Sitio , Jonathan estaba sentado en el suelo, con la mirada en sus manos abiertas y vacías.

El maletín bajo la puerta, con medio millón de dólares.

 

 © Patricia Sánchez Lurueña

 

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