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ariadna-rc.com    el año sin primavera

 

Famélica Legión

 

Corona 

Para qué nos vamos a engañar, nunca me cayó bien la gente. Por aquel entonces, cuando empezó todo, vivía solo, estaba divorciado, no tenía hijos ni tampoco los deseaba, así que carecía de esa especie de visión distorsionada de la infancia que tienen los padres. En mi opinión los niños son sólo pequeños monstruos egoístas donde la naturaleza humana se muestra al descubierto, sin las mentiras ni los subterfugios de la civilización. Lo único bueno de ellos es que no se molestan en disimular. La hipocresía, la falsedad, la doblez aparecen con la edad, como los pantalones largos o los pelos del bigote. Siempre he odiado la etiqueta y la farsa de las buenas costumbres: cuando mi mujer me pidió el divorcio soltó la cantinela ésa de quedar como amigos.

—Para el carro. Tú y yo nunca fuimos amigos. Fuimos marido y mujer, que es muy distinto.
—Podrías fingir un poco —respondió—. Salvar las apariencias, aunque fuese por una vez.
—Sabes que si hay algo que no soporto en este mundo, querida —acentué el calificativo, no sabía que lo decía por última vez—, es fingir.

La verdad es que nunca entendí por qué Estela se separó de mí. Creía que compartía mi visión del matrimonio como un castillo donde nadie más podía entrar, ni siquiera los hijos. Pero al final ella me abandonó precisamente por eso. Decía que necesitaba calor humano, como si yo fuera un frigorífico. Echaba de menos la vida social, las reuniones, las fiestas donde todo el mundo lleva su máscara, y creo que volvió a casarse con un hotelero, quizá para que no le faltaran multitudes donde perderse. Siempre he detestado los compromisos, las aglomeraciones, las farsas sociales, así que cuando llegó la plaga casi podía decirse que me alegré de que el mundo se fuese a tomar por culo. Para mí se había ido hacía mucho.

Al principio las noticias no dijeron nada. Veías a un vagabundo tambaleándose por la calle, manoteando desesperado, y pensabas que era un borracho o un mendigo. Qué ibas a pensar. Después cada vez hubo más. Un día, en un café, oí hablar de caníbales, alguien decía que había visto a un grupo de mendigos comiéndose vivo a otro mendigo. “Cosas de mendigos”, dijo el dueño del bar. Aquella misma noche casi tropecé con un cadáver medio devorado en los jardines de la urbanización y la cosa ya no me hizo tanta gracia. Había siluetas lentas merodeando por las calles. Por la ciudad flotaba un olor a podrido pero al fin y al cabo la ciudad era Madrid y a nadie le extrañó mucho. Para cuando quisieron dar la alarma, la enfermedad, la epidemia o lo que fuera ya se había extendido por todas partes y no había manera de pararla. Todo el mundo desconfiaba de todo el mundo. Quien tenía escopeta, salía con escopeta a la calle. Los comercios cerraron. Los hospitales se colapsaron. Los cajeros dejaron de funcionar. El gobierno no sabía qué hacer y la policía tampoco. Unos decían que era un virus que se contagiaba a través de la sangre, otros que era un ataque terrorista, el definitivo, el que iba a acabar con la podrida civilización occidental. Un listillo de ésos que siempre brota en todas las tertulias televisivas estaba riéndose de la credulidad de la gente, explicando que todo se trataba de un montaje propagandístico, cuando el tertuliano de al lado le echó mano al cuello y empezó a masticarlo en directo.

Parece divertido, ¿no? Mucha gente se rió al principio, al fin y al cabo estábamos hartos de ver películas de zombis. A George A. Romero lo devoraron vivo en un festival de cine independiente y el público presente pensó que se trataba de una gracia, nunca habían visto unos efectos especiales tan bien hechos. Por allí debe de andar aún, el pobre, sin brazos y quizá sin piernas, buscando un cacho de carne que echarse a la boca. En los primeros días, la risa floja era la única respuesta posible, cuando te encontrabas con las filas de automóviles abandonados por falta de gasolina o te tropezabas con un vecino sin ojos babeando a cámara lenta. Unos jugaban al tiro al blanco desde las azoteas, otros patrullaban las calles jugando a apalear muertos vivientes, otros formaban bandas para saquear tiendas y supermercados. Cuando el ejército tomó las calles ya era demasiado tarde. Hubo muchas más víctimas de balazos y cartuchos de postas que de mordiscos. El problema, claro, no eran los zombis. Huir de los zombis está tirado. Son lentos, son estúpidos, apenas si saben abrir una puerta o subir unas escaleras. Pueden quedarse toda la eternidad golpeando un cierre metálico y no se les ocurrirá jamás tirar hacia arriba. En realidad, podríamos habernos librado de los zombis en seguida pero nunca nos pusimos de acuerdo. La amenaza eran los otros hombres, los grupos de resistencia que se formaron, las cuadrillas de policías, de soldados, los cazadores que iban por libre. Esos eran mucho más peligrosos que los propios muertos. Esto ya lo había advertido Sartre pero no hace falta ser un filósofo francés feo y con gafas para darse cuenta. Yo lo sabía desde siempre y, para sobrevivir, me dedicaba a un método más seguro: desvalijar las casas de quienes se habían quedado al otro lado.

Fue en una de esas casas donde me encontré con mi vecino, Paco. De toda la gente que conocía, de todos los imbéciles que conocía, tenía que sobrevivir el más imbécil de todos. Aunque puede que no lo fuese tanto, ya que había sobrevivido. Estaba saqueando una nevera en casa de unos vecinos cuando oí un ruido, me giré y me encontré con los dos agujeros negros de una escopeta de caza.

—Ah, eres tú. Menos mal, me has dado un susto de muerte.

Y se echó a reír, encantado con su propio chiste. Un susto de muerte. Siempre me cayó fatal Paco con su coche de lujo y sus bromas pesadas. Cuando el mundo aún seguía en pie los dos salíamos cada mañana a la misma hora para ir al trabajo; él a la galería de arte de la que era dueño, yo a la oficina. Nos saludábamos en el garaje antes de sacar el coche y casi nunca se guardaba la ocasión de soltar uno de sus chistes sin gracia sólo porque él conducía un Volvo reluciente y yo un Citroën bastante cascado. Luego, los fines de semana, también solíamos coincidir, a eso de las nueve de la mañana, cuando nos asomábamos a contemplar a la misma chavala, Lidia, una quinceañera muy guapa que aprovechaba los sábados y domingos para salir a correr por la urbanización con unos pantaloncitos cortos que cortaban el hipo. Ella no nos hacía ningún caso, iba dando saltitos, extraviada en la música privada de sus cascos, pero Paco y yo nos mirábamos y nos saludábamos con un simulacro de amistad.

—Está para comérsela, ¿eh? —me preguntaba guiñando un ojo.    

El imbécil de Paco me advirtió que lo que nos había salvado de momento era una colonia barata a granel, Arcoiris, la misma que usaba yo desde siempre y cuyo olor Estela no soportaba. Paco no paraba de ver la tele y fue allí donde oyó que la combinación de esa colonia con cierto olor corporal desactivaba el olfato animal de los zombis.

—¿La usabas desde siempre? —preguntó Paco olisqueándome como un chucho—. Con razón me decía tu mujer que olías a muerto.

En realidad fui yo quien descubrí que la colonia sólo servía para mantenerlos alejados: si querías salir a la calle y caminar entre ellos tenías que imitar sus movimientos lentos y espasmódicos, su rigidez cadavérica. Aquellos primeros días vimos cosas horribles, vimos cómo las hordas de zombis devoraban a un tipo que se había echado encima un litro de colonia para ir a buscar comida para su familia. El hombre se puso nervioso, echó a correr y el perfume no sirvió de nada. Le oímos chillar tres calles más allá. Entonces, un día que se nos terminaban las provisiones, me atreví a hacer el experimento: mugí como ellos, caminé como ellos, me moví como ellos. No fue muy difícil porque yo, cuando era joven, estudié teatro y sabía bastante de expresión corporal. Cuando regresé a casa, Paco, que me había visto por la ventana, me felicitó. Me dijo que parecía un zombi del método. Me resultaba relativamente sencillo internarme entre una muchedumbre de muertos vivientes con mis andares sonámbulos y, cuando me encontraba solo, entrar en un supermercado o subir a alguna casa y desvalijar frigoríficos y alacenas. Pero era aterrador contemplar de cerca aquellos rostros en descomposición, las mandíbulas colgantes, los ojos vítreos. Y lo peor de todo era la rotunda expresión de hambre en todos ellos. Un hambre absoluta, inextinguible, metafísica.

Mientras tanto, Paco se quedaba sentado en casa comiendo latas de judías y bolsas de patatas fritas delante del televisor, con el volumen muy bajo para no atraer a los muertos. A oscuras, con las persianas bajadas para no alertar a las patrullas ni a los cazadores, la luz de la pantalla chorreaba sobre él pintándole un colorido de cadáver. De no moverse y de tanto zampar empezó a engordar y a echar tripa; solía decir que los zombis se darían un festín con él. Hacía semanas que no le daba el sol, tenía más pinta de muerto que muchos muertos recientes. Y cuando yo regresaba a casa, después de alguna de mis incursiones, tenía que soportar todas las tonterías que me contaba, las teorías sobre la plaga que los supuestos expertos contaban en la tele. En aquellos tiempos, poco antes de que la electricidad se apagara para siempre, la tele se llenó de informativos, de tertulias sobre zombis y de programas religiosos. También había cadenas de cine y porno barato pero eso no le interesaba a Paco. Yo llegaba a casa y me encontraba en la pantalla a un predicador clamando que los zombis eran una maldición divina, el castigo por todos los millones de criaturas hambrientas que los ricos habíamos dejado en la estacada durante generaciones, peleándose por un mendrugo de pan mientras alimentábamos a los perros con nuestras sobras. Paco se descojonaba de risa. Otro día salía un erudito que veía en los muertos vivientes aquella vieja profecía del Apocalipsis en que los muertos saldrían caminando de sus tumbas y por todas partes se extendería el valle de Josafat. Paco tenía que sofocar sus carcajadas. Lo mismo que cuando entrevistaron a un iluminado que aseguraba que se había abierto una grieta en el infierno. Un sacerdote chalado fundó en las afueras de Granada una secta basada en una frase de los Evangelios: “Este es mi cuerpo, tomad y comed”. Tenía miles de seguidores y acabó por ocupar la Alhambra para usarla como refugio. Un día los helicópteros mostraban la muchedumbre de zombis que rodeaban los palacios y jardines, kilómetros y kilómetros de muertos vivientes, cuando el sacerdote convenció a sus seguidores para que se ofrecieran ellos mismos como si fuesen la última cena. Paco apagó el televisor.

Uno de los más divertidos fue un chaval barbudo que creía sinceramente que los zombis eran el paraíso comunista puesto en pie. Recitó la letra de la Internacional para demostrar que se trataba de la utopía en carne y hueso: “Arriba, parias de la tierra, en pie, famélica legión”. Famélica legión. Difícilmente alguien podría haberlos descrito mejor. Es cierto que su apetito no se acababa nunca pero no era un hambre de justicia lo que movía a los zombis, qué va, ni siquiera de carne o de sangre. La carne humana no les servía para nada, no tenían funciones digestivas, los trozos que tragaban se les quedaban dentro y allí dentro se  podrían. Por eso olían tan mal. Había teorías para todos los gustos.

—Es el Juicio Final —dijo Paco, sin dejar de comer patatas fritas—. El puto Apocalipsis de los cojones, eso es.

Prevaleció la opinión de que los muertos se alzaban de la tierra para llevarnos a todos al infierno. Pero el infierno ya estaba aquí, no era otra cosa más que la civilización arrasada, las carreteras colapsadas, los campos abandonados, las hordas de criminales a quienes se les iban acabando las balas, las ciudades muertas. Un día el agua dejó de salir del grifo. Tuvimos que recurrir al agua embotellada de los supermercados, a un pozo que Paco tenía en el jardín, a suprimir las duchas y lavarnos los dientes con cerveza.

El infierno. Nos habían advertido durante siglos pero nadie hizo caso. Estaban todas las advertencias religiosas, todas las amenazas bíblicas, el llanto y el rechinar de dientes, todos aquellos grabados medievales en los que se veía un lento desfile de cadáveres ocupando el horizonte, esqueletos caminando uno tras otro como si siguieran el dictado de una música secreta. Las danzas de la muerte.

—El hombre es un lobo para el hombre— Paco se echaba reír, mientras seguía atiborrándose—. Quién iba a pensarlo. La verdad es que tiene gracia.
Lo último que vimos por televisión fue a un científico que decía que se trataba de una infección, una variante de la enfermedad de Ktreutzer-Jacobs sólo que mil veces más virulenta y destructiva. Decía que era un prión que destruía el neo-cortex y se llevaba el cerebro de vuelta a la prehistoria, a los viejos tiempos del canibalismo. El cerebro, repitió aquel tipo con gafas, el cerebro siempre había sido el culpable de todo, lo bueno y lo malo, desde aquellos viejos tiempos en que éramos monos y nos comíamos a nuestros congéneres empezando por la cabeza. Entonces la luz se fue, la pantalla se borró y regresamos a la selva.

Ya no hubo más lunes, ni miércoles, ni sábados, ni domingos. Todos los días eran el mismo lapso informe de peligro y tedio. Caminar entre muertos, esquivar muertos, esconderse de los vivos, saquear comida, regresar a casa. Sin el consuelo de la tele, con el ordenador difunto, Paco redobló su apetito y devoraba la comida almacenada con la misma ansia sin objeto con que comían los muertos. Una mañana alguien llamó a golpes a la puerta, Paco se levantó trabajosamente del sillón y cargó la escopeta. Era Lidia, nuestra vecinita, que se había quedado sola en el mundo. Los zombis habían devorado a sus padres y ella había escapado por los pelos. Estaba sudando y llevaba los mismos pantaloncitos de correr que mirábamos con lujuria antes del fin del mundo. Pero los zombis no le habían perdido el rastro y a los diez minutos ya teníamos una horda entera merodeando por el jardín, olisqueándolo todo, mugiendo enloquecidos. Luego empezaron a golpear las puertas de la casa. Paco dijo que teníamos que deshacernos de ella, que acabaríamos muertos por su culpa, pero yo me opuse. Podíamos vivir aunque fuese rodeados día y noche por una turba hambrienta. Paco aceptó a regañadientes. Nuestra vida se transformó en una comedia de tres personajes en la que Lidia, instintivamente, admitió el papel de criada. Yo era el encargado de los víveres y Paco, que al fin y al cabo era el dueño de la casa, se arrogó el papel de jefe.

—Aquí mando yo —decía bromeando, pero sin soltar ni un minuto la escopeta.

Ahora, para salir a la calle, tenía que aprovechar una gatera que daba al sótano. Paco hacía ruido desde el balcón, los muertos iban acudiendo en masa al porche y entonces yo aprovechaba para arrastrame hasta el jardín y perderme en busca de comida. Una tarde, cuando volvía con dos bolsas llenas, oí unos ruidos raros en uno de los dormitorios. Subí y encontré a Lidia tirada en un rincón y a Paco subiéndose los pantalones. Ella estaba medio desnuda, lloriqueando, y él, mientras se abrochaba la cremallera, no pudo resistirse a soltar uno de sus chistes.

—Te habría dejado empezar a ti pero es que apestas a colonia.

Señaló a Lidia y me dijo que podía tirármela si quería. Le dije que antes prefería tomar una copa.

—¿Has encontrado whisky?

Saqué la botella. Me la arrebató de las manos y bebió un trago largo. Luego se echó desnudo en la cama, siguió bebiendo y empezó a juguetear con la escopeta.

—Venga. Tirátela.
—¿Qué?
—Ya me has oído.

Amartilló el gatillo sin dejar de sonreír. No tuve más remedio que acercarme a Lidia y acariciarle el pelo. Oí la risa de Paco desde atrás: “Que no es tu novia, coño”.  Obedecí sus instrucciones mientras Lidia tiritaba bajo mis dedos como un pájaro asustado. Paco seguía bebiendo a grandes tragos, riéndose de mi torpeza. Una cólera fría se fue apoderando de mí mientras la poseía en aquel guiñol grotesco y obsceno, una cólera que se tradujo en caderazos cada vez más violentos y que desembocó en un orgasmo enloquecido. Paco aplaudió con risas de borracho cuando me despegué de Lidia y ella se encogió aún más sobre sí misma, abrazada a su desdicha. Me quedé un buen rato sintiendo fluir la furia en mi interior, arriba y abajo. Luego la botella vacía se le cayó de las manos. Esperé hasta que oí los primeros ronquidos. Me acerqué hasta la cama y le quité la escopeta de las manos.   

Al despertar, me encontró de pie frente a él, apuntándole a la cara. Parpadeó incrédulo, se echó a reír y resbaló al intentar arrebatarme el arma. Le golpeé con el cañón en la boca. Lloriqueó, rogó de rodillas, con todas sus carnes blandas temblando. Lidia miraba la escena encogida de frío, desnuda y ausente.

—Sal a la calle —dije.
—No puedes hacer eso —balbuceó casi riéndose. La borrachera todavía se filtraba en su voz.
—Te doy una oportunidad —le dije, sacando de la bolsa un bote de colonia—. Ya sabes cómo se hace.

Lloriqueó un buen rato pero no cedí. Sin dejar de apuntarle, observé de reojo a Lidia que iba recogiendo sus ropas esparcidas por el suelo, amontonándolas como si no supiera ya qué hacer con ellas. Con la escopeta contra sus riñones, bajamos las escaleras, y empujé a Paco hasta la puerta, donde se vació la colonia encima. Me asomé a la ventana para ver cómo se alejaba en pelotas, imitando el traqueteo destartalado de los muertos. No lo hacía mal del todo y tal vez podía haberse salvado pero el teatro no se le daba muy bien. Un par de cadáveres salieron de entre los árboles y se acercaron estirando los brazos, castañeteando los dientes. Paco pensó que iban a atacarlo y echó a correr, aterrado. No le dio tiempo a alcanzar la cancela del jardín, estaba demasiado gordo. Unos cuantos brazos lo agarraron y empezaron a hacerlo pedazos. Yo no quise ver más pero Lidia, que había bajado hasta el vestíbulo, siguió pegada a la ventana mirándolo todo con los muy abiertos. Cuando cesaron los chasquidos de las mandíbulas, ella se giró hacia mí.

—¿Lo has hecho por mí?
—Lo he hecho por ti —dije. Y luego rectifiqué—: Por los dos, Lidia.

Era verdad, quizá la primera verdad absoluta que decía en mi vida. Vino hacia mí y me abrazó. Me preguntó si no quería ducharme y quitarme ese olor apestoso que llevaba encima. Le expliqué que apenas había agua y que además era ese tufo lo que mantenía a los muertos a raya.

—¿Podrás perdonarme? No tenía otra salida. Paco nos hubiera matado a los dos.
—Bésame —dijo.

Le dije que no tenía que hacer aquello por agradecimiento. Que si lo hacía, lo hiciese de verdad, porque quería. Que yo no aceptaba la hipocresía. Entonces fue ella quien vino hacia mí, me besó en la boca, muy despacio, y me dijo que fueramos arriba. Cuando se acostó a mi lado, en la penumbra del dormitorio, pensé que quizá el mundo se había ido al carajo sólo para que yo pudiera tenerla entre mis brazos.

Lo sé, suena muy egoísta, pero qué quieren. Toda mi vida había consistido en una comedia, una mala obra de teatro en la que había fingido ser un buen hijo, un buen marido, un buen hombre, un buen trabajador que cumplía con los horarios y no se llevaba a casa material de la oficina. Incluso con Paco había fingido que era un buen amigo o, al menos, un socio con el que sobrellevar los tiempos del apocalipsis. Pero los muertos habían tirado la comedia abajo, habían hecho pedazos la farsa de la civilización dejando al descubierto la verdad desnuda de la vida: no éramos más que bocas hambrientas. Al menos ellos no fingían, no mentían, no tenían que mantener conversaciones idiotas para pasar el rato. Con Lidia no sería así. Ella ya no era una niña pero todavía guardaba la pureza de la niñez en sus ojos. No me hacía ilusiones, sabía que si se quedaba conmigo era porque me necesitaba, necesitaba mi habilidad para traer comida a casa. Seríamos como una pareja de la edad de piedra, salvajes y desnudos, unidos por la necesidad, acosados por el destino. Tendríamos hijos y los educaríamos en la terrible verdad de la naturaleza, fundaríamos una nueva humanidad libre de máscaras y engaños.

Estaba pensando todas esas cosas cuando me di cuenta de que Lidia ya no estaba a mi lado. Bajé las escaleras y la encontré en la cocina, llenando una mochila de latas de conserva. Al oír que llegaba, me apuntó con la escopeta.

—No des ni un paso más.
—Lidia. Baja eso.
—Me violaste —dijo muy seria—. Un cerdo detrás del otro. Debería volarte la cabeza de un tiro.
—Lidia, no podía hacer otra cosa.
—Eres igual que el otro. Me das asco.
—No, Lidia. Tú y yo, juntos, podemos sobrevivir.        
—¿Juntos? —gritó—. ¿Juntos? ¡Tú estás loco!
—¿Dónde vas a ir si no? Ahí afuera no hay nada, no queda nada. Acabamos de amarnos, Lidia.

Me miró como si yo ya fuera un cadáver, uno más de los muertos que se agolpaban tras la cristalera que daba al jardín. Entonces escupió las frases que resquebrajaron todo mi pequeño mundo, la mínima parcela de esperanza que había construido mientras soñaba bocarriba en la cama.

—¿Amarnos? ¿Qué amor? ¿Es que no te diste cuenta de que era mentira?

Me abalancé sobre ella, forcejeamos, la escopeta se disparó y reventó la cristalera. Tras el estruendo, los muertos titubearon un instante, como peces tentando una pecera, hasta que algún podrido mecanismo instintivo les instó a avanzar entre los cristales rotos. Todo estaba perdido: le dije a Lidia que aún podía salvarse, que corriera escaleras arriba, que yo los entretendría, pero el miedo la traicionó. Accionó otra vez el gatillo, que soltó un crujido ridículo, un zombi la agarró de un brazo y empezaron a despedazarla viva. Quise ayudarla pero otro de los cadáveres me enfocó con sus ojos nublados y entonces no me quedó más remedio que agacharme torpemente, coger uno de los dulces pies de Lidia y llevármelo a la boca. Desgarré su piel con los dientes, comí su carne suave mientras su sangre me chorreaba de los labios. Luego me puse en pie despacio y abandoné la matanza imitando el andar sonámbulo de los muertos. Vi a Paco, devorado hasta las costillas, que peleaba por alcanzar las últimas migajas de lo que había sido Lidia. Salí de allí y caminé entre la famélica legión buscando otra casa, otro refugio, otra vida. Pero no había ningún lugar donde ir, el mundo entero era un cementerio en pie y yo, rodeado de muertos, sería hasta mi último aliento el último de los hombres. Hasta el final, hasta que decidiera acabar con la triste farsa de la humanidad, yo, maldita sea, tendría que ser el único que fingía.

 

© David Torres

Ilustración: The Corona Arrival. Miguel Díaz @hekan.ekin

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