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Final/Avería/Sofía/Interiorismo
porEugenio Navarro

 

 

FINAL
Una luz cenital refulge en los tejados de la ciudad a esta hora en que las cosas se mueven con torpeza entre biorritmos de holgada frecuencia. Las hormigas trabajan. O eso nos reveló Samaniego. Las cuerdas de la ropa cercenan los patios ondeando sus dispares confalones de intimidad, y alguien con medio cuerpo fuera de la ventana fantasea con cabras y pianos de cola que caen al vacío. El tiempo se congela a treinta y tantos grados frente a la sed de los buscadores de sombra. Sudor. Saliva. Salitre y otras excreciones. Se disuelven anárquicos y con velocidad efervescente el murmullo radiofónico del paseo, el orvallo de gaviotas, los niños en la playa. El rumor del rompeolas, como una débil señal extraterrestre a punto de hacer comunión con el aleteo grácil de una mosca de verano y los halterofílicos parpadeos que custodian la siesta ebria de la musa: levantamiento, rizo, empuje y retroceso. Y otra vez. Y otra vez más. Como una ola que siempre igual y siempre distinta. De pronto aúlla un despertador y una cisterna descarga. Gime una pareja. Llora un niño. El día olvida la intención primera cada día. Como un pez de agua dulce en la desembocadura, esto se parece mucho al final.

AVERÍA
Uno camina y camina igual que corre el tiempo o se mueve el agua. Invariablemente. Casi sin querer sube cuestas, entra en bares, compra cosas, se muerde las uñas, besa o empuja. Nos es del todo imposible oponernos a esa fuerza que se ejerce a nuestra espalda casi como una sombra; como una pistola sigilosa que apunta y amenaza, que dice: camina, camina. Da igual donde nos lleven nuestros pasos. Si al mar o al desierto. El caso es andar. Llegar se llegará. Subo la calle Cárcel para ir a recogerte. Siempre recogiéndote; yo, duplicado deforme de mí mismo fumando en la esquina de una academia o de cualquier otro sitio esperando qué. Me veo menos arrugado y con gomina aguardándote en un remoto 1999. La tarde deshoja las horas con el mismo temblor con el que un suicida avanza por la cornisa, y tú sales y me dices: camina, camina. Los dos sabemos, asesino y víctima, víctima y asesina, que esto no va a ser limpio ni rápido. Demasiadas hebras que bizquean a izquierda y derecha en la trenza de aquella niña del patio del colegio, en la madeja de alambre, en el zarzal. Como caminos con demasiados pasos a medio echar que veletean en bucle, esto ya es el deshilachado y desdibujado jersey que ha ido perdiendo la forma con el agua y el sol; demasiadas vueltas dentro de un tambor -más lento, más rápido, otra vez más lento y otra vez más rápido-, demasiada cuerda, demasiados tirones, demasiados abrazos y revolcones. Demasiadas canciones en el sofá que hablan de muertos que no acaban de irse. Eternas despedidas. Pero esto no es ninguna onírica historia de fantasmas. Como mucho el último y pesado capítulo de una novela donde ya hace muchas páginas que se sabe que el asesino es el tiempo y que se termina escapando siempre.

SOFÍA
Eran aquellos días en que la piel empezaba poco a poco a exigir. Los rugidos de la noche en los bosques del Gran Tarnovo sonaban como mil estómagos hambrientos. Eran aquellos días sin sol y aquellas noches sin luna que no querían ser uno sin el otro y por eso se dejaban morir. Los trenes se oían a lo lejos, y la pausa de silencio entre uno y otro me hacía pensar en pentagramas vacíos y en caminos de tierra que no aparecían en los mapas, caminos que comunicaban pueblos entre sí. En aquellos días yo anduve por algunos de ellos y conocí gentes, europeos de provincias que me enseñaron a Sófocles y me mostraron a Pericles; que me vistieron como ellos y me dieron de comer en su mesa; que me prepararon cama en su morada. Algunos incluso me ofrecieron a sus mujeres para bailaren las dulces verbenas de verano. Eran aquellos días de ruido y guirnaldas. De plazas, mercados y posadas. Días cervantinos que sin saberlo me deparaban otros días menores en los que poder proseguir mi camino. Ése que me condujera a la ciudad con tu nombre.

INTERIORISMO
Parapetados tras los cristales descansan expuestos la silla de época, el espejo de marco sinuoso y el dormitorio rústico sugerente. El suelo se esconde bajo alfombras de pelo hirsuto. El centro al que se encamina todo es esa mesa de madera aceitunada y la vitrina añeja de enfrente parece sonreír como la vieja que sabe por ser vieja y que advierte… siempre hay un gesto que activa la señal de aviso: música que dice dinero, dinero que es madera, madera para que repose el polvo, residuo menudo que cae como indicador del tiempo sobre lo que ya está muerto. Hasta que por cualquier movimiento se levanta en el aire como un fantasma de mala cara. Miedo. Miedo al tiempo. Al tiempo que da cobijo porque también es espacio, como la memoria también es morada. ¿De qué miedo entonces? La melodía tonta brota de la nada de forma pausada y moribunda, como algo espeso que se cuece eternamente con la sensación de que ni siquiera un siglo podría hacer que explotara. Que hirviera. Ornamento. Los pasos se acercan cantando un credo: dinero, dinero, madera, polvo. El interiorismo es esa bicicleta que está apoyada en la pared como un andamio por el que nunca resbalará el viento.

 

 

 


© Eugenio Navarro

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