En mi barrio todo era sórdido: prostitución obligada, raptos y ventas de virginidades, dominio armado, extorsiones, muerte a los resistentes. Allí al aire lo llamábamos Desgracia.
Mi madre vendió caro el atropello viril, mató a los animales que compraron a sicarios su inocencia y a la cárcel fue a parar. Su preñez le llego a muy temprana edad; no estudió, nació sin suerte en el cerebro y sin un céntimo, y quedé en manos de mi abuela. Ella me cuidó con dureza. Pero no logré salir de la opacidad en que se desenvolvía mi vida. Obedecí cuando, oyendo una canción de Serrat, repetía: “Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma…”
He vuelto a una habitación lúgubre, opaca como la niebla, con un catre en que tirada está la abuela en posición fetal, enjuta, con la osamenta como único soporte y tiritando de frio:
—Te cobijo, abuela
—No sirve de nada, mijita, es el frio de la muerte.
Le cerré los párpados; me contagió su gelidez, empecé a tiritar de frio y de miedo. Con un balbuceo de voz alcanzó a decirme: ”Gracias a Dios te fuiste”. La procesión va por dentro, pienso y salgo del cuarto. Me miro al espejo y veo que en un rostro de veinte años están encajadas las cicatrices de uno de setenta.