índice del número

Cuatro cuentos de Ángel Balzarino


 

Menos de tres minutos

              Los diversos empleados que la atendieron a lo largo de los días que, paciente y tozudamente, concurrió al banco, parecieron empecinados en desmoronar los intentos por cobrar los haberes jubilatorios de su padre acumulados durante cinco meses.
              —La Caja de Ahorro se encuentra a nombre de Feliciano Benegas. Sólo el titular puede disponer los fondos de la cuenta.
              —Soy su hija. El único familiar que tiene.
              —¿Acaso es su apoderada?
              —Todavía no. Él iba a nombrarme…
              —¿Quiere decir que en este momento no tiene mandato o autorización para operar en nombre de su padre?
              —Fue imposible hacer eso porque mi padre sufrió un ataque cerebral. Repentinamente. Hace casi cuatro meses. Vive por milagro. Y ayer…
              —Lamento mucho lo ocurrido —por un segundo se descongeló la cara yerma del empleado—. Pero debemos ajustarnos a las disposiciones que tiene el banco.
              —Por favor, comprenda que estamos viviendo una tragedia. Será echado a la calle si no pagamos los alquileres atrasados.
              Debido a la frustración provocada por cada visita al banco decidió recopilar abundantes elementos para avalar su pedido: fotocopia del documento de identidad de su padre, copia del contrato de alquiler, constancia de la fecha de la internación en la clínica, historia clínica, diagnóstico y las posibles secuelas del ataque cerebral.     
              Como también la presentación de eso había resultado estéril, esa mañana, decepcionada y haciendo gala de un desconocido coraje, apeló a la jugada más audaz: sacar de la cama a su padre y trasladarlo en una ambulancia hasta la sede del banco, sin atender la fuerte negativa de los médicos y asumiendo la total responsabilidad por someterlo a un riesgo tal vez fatal, convencida de que era la última y más efectiva alternativa para lograr el objetivo.
               Hoy no volverán a burlarse de nosotros con excusas o pedidos extravagantes. Aquí está el titular de la cuenta. En vivo y en directo.               Trató de infundirse un necesario hálito de energía cuando descendieron de la ambulancia y se ubicaron al final de la nutrida fila de hombres y mujeres que ocupaban la vereda del  banco y procuraban, con una revista o simplemente las manos, defenderse del sol ya riguroso a esa hora de la mañana.
              Al considerar que la espera habría de prolongarse durante varias horas, extrajo un pañuelo de la cartera y cubrió la cabeza de su padre que, derrumbado en la silla de ruedas en total flojedad, los ojos extraviados, no cesaba de emitir lastimeros quejidos. Aunque dolida por verlo así, no tenía la opción de aguardar una mejor oportunidad: la intimación para saldar la deuda vencía ese día. 
              —Le cedo mi lugar, señora —un hombre se apartó de la fila y con un gesto la invitó a mover la silla de ruedas. 
              —Es usted muy amable. Gracias.
              —Sería bueno que algunos más le permitieran adelantarse un poco —le confió, bajando la voz—. Pero en la actualidad se han perdido los valores del respeto y la solidaridad. Sólo importa el individualismo.
Se limitó a asentir en silencio, más sorprendida por la generosa actitud del hombre que por observar a las personas apretujadas, sin posibilidad o deseo de moverse, castigadas por el calor y la espera. Entonces, casi en un abuso, se atrevió a solicitarle otro favor:
              —¿Podría vigilar a mi padre? Le buscaré un vaso con agua.
              La diligencia le insumió menos de un minuto. Y no supo si la pregunta del hombre la generaban sus manos vacías o el rostro que debía estar desfigurado por la irritación y el desconcierto.
              —¿Qué pasó?
              —El dispenser no funciona.
              —Oh, eso es bastante habitual —el hombre dibujó una sonrisa irónica—. Un día se cae el sistema, otro no hay dinero en los cajeros, ahora no se puede tomar agua. Este banco es la eficiencia al servicio de los clientes. Sobre todo de nosotros, los jubilados.
              —Tal vez quieran probar nuestra capacidad de resistencia.
              —Buena reflexión —admitió el hombre—. Y el sol colabora bastante. Si no sufrimos un ataque de nervios o caemos desmayados, será muy difícil librarnos de una insolación.
              Debió reconocer que la charla con el hombre le hizo más llevadero el tiempo hasta ingresar en el banco y ubicar la silla con su padre frente a la ventanilla de una de las cajas. Con el cansancio y la impotencia que había ido acumulando a lo largo de tantos días profirió las palabras en una correntada imperativa:
              —Aquí está el titular de la Caja de Ahorro número 9135: Feliciano Benegas. Y necesita extraer los fondos que le pertenecen. ¡Ahora! ¡En este mismo instante!
              La apatía o frialdad como única reacción del hombre sentado al otro lado de la ventanilla acrecentó el oprobio y la humillación. Como si fuéramos unos pordioseros que vienen a molestarlo para pedirle una limosna. Por fin, luego de echar una mirada despectiva hacia su padre, pasó una hoja por la abertura de la ventanilla.
              —Debe firmar este recibo.
              —¿Firmar…? —maquinalmente también observó a su padre, repitiendo la palabra con incredulidad—. ¿Acaso es necesario…?
              —Sí, señora —la voz del empleado resaltó una clara dureza—. Todo retiro de dinero debe estar respaldado por un recibo firmado.
              —Pero no será posible… —se esforzó por mantener la calma y encontrar algunas palabras convincentes para desbaratar ese nuevo obstáculo—. Mi padre tuvo un ataque cerebral y no está en condiciones…
              —Entonces no debió traerlo hasta aquí.
              —Está vivo y consideré que era una prueba suficiente para que ustedes pudieran…
              —Además de estar vivo es indispensable firmar un recibo, señora.
              —¿Y eso no podría suplirse con las huellas digitales? —de improviso creyó descubrir una solución irrefutable—. Tengo conocimiento de que suele ser habitual para el caso de personas con dificultades…
              No sólo la cara del empleado tuvo una expresión más hosca sino también la voz denotó el mayor grado de hartura:
              —Ese recurso no está habilitado en este banco.         
              Aunque le resultó inadmisible que precisamente allí no se aplicara esa modalidad bastante común, no quiso entablar una discusión. En lugar de los ansiados frutos, se vio golpeada por el hecho impiadoso de tener que abandonar ese ámbito sin nada, como tantas otras veces, y, peor aún, sin ningún indicio sobre el lugar donde podría llevar ahora a su padre. Como anestesiada por los ojos fijos e inquisitivos del hombre, formuló con cierta timidez una pregunta, descorazonada:
              —¿Y cuál es el método que aceptaría esta institución para que mi padre retirara el dinero que tiene depositado aquí?
              Presumió que el hombre, al borde de la tolerancia, tendría un estallido de cólera. Pero se limitó a darle una información escueta:
              —Un acta notarial. Se necesita la intervención de un escribano. Es el único que puede certificar lo que está ocurriendo y destrabar el problema.
              —¿Un escribano…? En este momento yo no…
              —El escribano de nuestro banco puede cumplir esa tarea.
              —Bueno…  —un cerco pareció ir ahogándola—. ¿Y cuál sería el costo de ese servicio?
              —Quince por ciento sobre el monto depositado. ¿Está de acuerdo?
              Se vio doblegada por la premura y la necesidad:
              —Está bien. ¿Puede realizarse ahora esa operación?
              —Sí. Deben ir a la oficina del escribano. Por el pasillo, última puerta, a la derecha.
              Trató de aferrarse a la esperanza de estar a punto de superar el tramo final de una intrincada contienda para seguir soportando la queja monocorde y cada vez más histérica de su padre, ya demasiado fatigado por llevar alrededor de tres horas postrado en la silla de ruedas, y también para responder al frío y extenso interrogatorio del escribano. No se dejó ganar por una anticipada victoria al recibir el acta rubricada con la firma y el sello del escribano y presentarse de nuevo ante el cajero. Trémula, lo observó mientras revisaba las páginas.
              —Perfecto. Todo en regla.
              Tan auspiciosas palabras le hicieron desechar una protesta al notar la alta suma descontada por el honorario del escribano y se apresuró en guardar en la cartera los billetes que el empleado le extendía a través de la abertura de la ventanilla. Será suficiente para saldar la deuda y pagar algunos meses más de alquiler. Al menos por un largo tiempo no tendrá la amenaza de quedar en la calle.
              Ya en la vereda, reprimiendo un grito fervoroso por haber concluido airosa un tortuoso episodio, por el celular llamó al servicio de emergencia. Sentada en la ambulancia, experimentó la alegría no sólo de poder apretar contra el pecho la cartera que contenía el preciado trofeo, sino también observar que su padre, a pesar del esforzado trajinar, no acusaba ningún daño adicional. De modo instintivo le aferró una mano, no ya para transmitirle afecto y tranquilidad, como había procurado durante el trayecto realizado casi cuatro horas atrás, sino con el deseo de compartir el bienestar por haber obtenido lo propuesto. Ajena a los quejidos que, a través de variables cambios de intensidad, continuaban perforándole los oídos. Tal vez sea el único modo de revelar que está vivo. Sin tener la menor idea de que todas las molestias que debió aguantar esta mañana han sido por su propio bien.
              Luego que la ambulancia se alejó y ella estaba a punto de abrir la puerta de la casa, una mano rugosa le cubrió la boca y un caño, frío e inconfundible, se hundió en su cuello.
              —¡Soltá la cartera! ¡Rápido!
              No atinó a moverse ni a pronunciar una palabra. Más aún por la presencia de otro muchacho, a un metro y con una pistola apoyada en la cabeza de su padre:
              — ¡Hacelo o mato al viejo!
              Instintivamente abrió la mano que sostenía la cartera y de inmediato se vio libre de la presión de quien estaba a su espalda. Pero continuó inmóvil un rato, gobernada por el pánico. Hasta que, por el rugiente sonido de una moto, tuvo noción no sólo de que los atacantes desaparecían tan rápido como habían llegado sino, peor aún, de encontrarse absolutamente desvalida.
              Allí, junto a su padre, frente a la casa ya inaccesible.

 
Concierto para violín y orquesta Op. 61

              Primero fue un dolor indefinido en el pecho; después, un cosquilleo en el fondo de la garganta; por último, el estallido de una tos seca y perentoria.
              Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
              El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La certeza de hallarse apresado  en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos.
              Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
              —Señor, sírvase uno.
              Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
              —Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
              —Vamos, amigo —intervino el hombre que estaba sentado a su lado—. La señorita tiene razón. No puede seguir así  toda la noche.
             —Está bien —debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo—. Gracias.
              —¿Me permite, señorita? —exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él—. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
              —Por supuesto. Sírvase. Y usted,  ¿gusta uno?
              Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
              —Oh, es usted muy atenta.
              —¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
              —De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
              No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito. Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
            Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter  fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto.
Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.

 

Apenas  un  sueño

              Creyó que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino. Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres años, sólo capaz de efectuar  esos esporádicos  y lacerantes sonidos no sólo para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de tanto tiempo,  de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico  resultó incuestionable. 
              No supo cuánto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para efectuar cualquier gesto, mientras dejaba que el chorro de agua tibia la cubriera como una gratificante caricia protectora, hasta aferrar una de las canillas y abrirla, ansiosa y con brusca violencia, esperando que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera la virtud de despejarla. Cerró las canillas cuando ya no pudo  contener el temblor. Será muy rápido. No habrá de causarle más padecimiento del que está soportando ahora. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, la acosaron una vez más  las palabras del doctor Panizza al entregarle el frasco minúsculo, que contenía un líquido levemente marrón,  poniendo de relieve una dosis de caridad y aun ternura debido a la imagen de completa derrota que reflejaban sus ojos desencajados, la creciente curva del cuerpo, la ropa arrugada y bastante sucia que parecía llevar por simple costumbre. No puede seguir así,  Aurora. Se lo digo como amigo, más que como médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal vez ya es hora de buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un gesto o pronunciar una palabra —había llegado a un punto en que parecía incapaz de cualquier reacción,  por obra del agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía—, le colocó un frasco en una mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo mantener fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted.  Y desde entonces, obligada a enfrentar el dilema más intrincado, se debatió en completa orfandad entre el desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un instante de tregua.
              Abandonó el baño sin vestirse, no por la premura impuesta por el desgarrante clamor, sino por el desdén sobre todo lo referido a su arreglo personal,  pues ya estaba libre de cualquier mirada indiscreta en el ámbito de la casa. Junto a la puerta del dormitorio se detuvo.  Necesitó apoyarse en  el marco, algo mareada y con las piernas incapaces de dar un paso más,  vulnerada por la habitual pero cada vez más intolerable visión ofrecida por él:  los brazos moviéndose en gestos distorsionados, la cabeza aplastada en la almohada, un hilo de saliva escurriéndose por la boca desdentada, el quejido monocorde quebrado, de tanto en tanto,  por  gritos agudos y lacerantes. Sí. Tal vez soy la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia del doctor Panizza,  no lograba desechar los escrúpulos que la maniataban,  sobre todo porque se había impuesto  el propósito  de preservar  —sin el frenesí de la pasión y  tratando de eludir los estragos de la enfermedad—  a través de una caricia, algún beso fugaz o la mera compañía,  un hálito del amor que habían compartido durante cuarenta y tres años.
              Pero ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral. Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza. Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él,  pues la cama había dejado de ser el preciado territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi alucinada vigilia, al hombre que,  apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder a cualquiera de sus requerimientos.
              La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó vislumbrar una luz esclarecedora.  Decidida, dio unos pasos hasta  la pequeña mesa atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de utilizarlos. Sin vacilar  aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí.  Apenas un sueño. Profundo.  Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el líquido en un vaso. Después,  sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado,  temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hasta la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y  jadeante entre las cobijas desordenadas.
              Por fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y   bebió el líquido marrón. De un solo trago.

           

 

 


© Ángel Balzarino nació el 4 de agosto de 1943 en Villa Trinidad y desde 1956 reside en Rafaela  (Santa Fe — República Argentina). Su primera colección de narraciones, titulada El hombre que tenía miedo, se publicó en 1974. Desde entonces ha publicado doce libros más, el último en 2016 con el título de Historias de proezas y derrotas, además de tres novelas: Cenizas del roble (1985), Horizontes en el viento (1989) y Territorio  de  sombras y  esplendor (1997). Varios de sus trabajos figuran en antologías publicadas en Argentina, Estados Unidos, México, Reino Unido, entre otros países. Entre las numerosas distinciones por su actividad literaria se pueden mencionar: Premio Mateo Booz — 1968, Primer Premio Ciudad de Santa Fe — 1970, Premio Nacional ALPI — 1971, Premio Jorge Luis Borges — 1976,  Premio  Anual  por el Bienio 1976—77  de la Asociación Santafesina de Escritores,  Premio Fondo  Editorial años 1986—1995—1996  de la  Municipalidad de  Rafaela,  Faja  de  Honor 1996  y 1998  de la Asociación Santafesina de Escritores, Premio Provincial Alcides Greca 2014 en la categoría obras editadas por La sangre para ellos son medallas, Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe.


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