Triángulo abierto
por Estela González
Rosa entre la manzanilla
Los viernes por la mañana eran míos. Después de una semana de mañanas sentada ante a una mesa para seis llegaba mi regalo, mi recompensa: tomar la mano rosada de Rosa Chávez Taylor. Bajo la mirada vigilante de la madre Ana, el tercero C del Sagrado Corazón de Jesús cruzaba el campo tras el colegio para asistir a misa. Éramos treintaitrés niñas de nueve años caminando en filas dobles, calzadas con choclos bien boleados y uniformes de gala, bañadas de sol y rodeadas de flores silvestres. Treintaitrés, decía orgullosa la madre Ana—la edad de Jesús. El treintaitrés me traía doble suerte pues repetía el tres, mi dígito favorito. Pero me hacía compadecerme de Susana Zambrano que, como la última de la lista, tenía que darle la mano a la madre. En cambio mi apellido me otorgaba la de la linda Rosa. Alta, pecosa, sus lacios cabellos le rozaban la cintura. Madura, inteligente, considerada. El frescor de su piel de jabón Camay se mezclaba con el anís y la manzanilla que crecía a nuestros pies. En las cálidas mañanas de mayo charlábamos sin parar, reíamos, mientras nuestras palmas se sellaban de sudor. Yo no deseaba más: en esos veinte minutos Rosa era mía.
Uno de esos viernes deslumbrantes un inesperado silencio de Rosa me hizo conocer el terror de perderla. Entonces se detuvo, abrió la boca, y señaló—la Santa Hostia le había sellado el paladar. La fila de niñas nos rodeó en desorden: Pilar Merino sermoneaba sobre desecraciones y la blasfemias; Cristina Urrea sugería usar un palito para despegarle la hostia. La madre Ana tomó las manos de Rosa y se las llevó al pecho en una doble plegaria que nos aterró, tal vez por distintas razones. Yo miraba la boca de Rosa. Una O, una exclamación muda, rosa y fragante como la flor que la nombraba. Y dentro, el tierno cojín de su lengua.
Por fin habló: Ya me la pasé, dijo, cerró la boca y sonrió. La madre Ana impuso el orden y seguimos nuestro camino. Minutos después Rosa me preguntó si tenía frío: mis dedos temblaban en su mano.
Ésa fue Rosa. Los años siguientes me trajeron la piel tibia y oscura de Ilsa. Después, en la universidad, los ojos diaguitas de Nina. Su frescura. Era hermosa, era fresca. Le gustaba oler su propia piel.
Qué sexy pueden ser los hombros, me dijo una vez mientras compartíamos una toalla en la playa. Qué lindo que pudiéramos ver nuestras propias espaldas.
Se quería mucho.
Yo también la quería. Y a otras. Ellas también me querían, pero no igual.
A los diez años fui hombruna, y mi familia lo atribuía a la influencia de mis tres hermanos, de no tener hermanas, y a mi disposición un tanto solitaria. Me despatarraba por el suelo como niño, se quejaba mi madre. Gritaba como sargento. Trepaba los árboles como bombero. A los trece años mis amigas iban a la escuela maquilladas y entaconadas. En la era de Farrah Fawcett, yo asistía pelada a lo garçon en camiseta y jeans.
Tenía un secreto: me gustaban las niñas. Me deleitaba la intimidad que disfrutábamos las adolescentes—las tardes de tareas, las piyamadas, las lecciones de bailes regionales, las sesiones de belleza. Horas senatadas en sofás jugando a peinarnos la una a la otra, a frotar nuestros labios con diminutas brochas perfumadas de cereza.
¿Y por qué, me pregunto: por qué nunca besé esos labios, ni dejé que mi mano descansara en la rodilla de Milagros?
Porque era un genio de la adaptación a mi sociedad. Quería ser vista como persona. Ser querida igual que a mis hermanos. Años después miro a mis hijos y el esfuerzo supremo que es su vida, una lucha por conformarse y ser aceptados, queridos. Yo cumplí ese objetivo con sobresaliente: sacaba las mejores calificaciones. Estudiaba música y danza como un híbrido de Twyla Tharp y Yo-yo Ma. Hasta que un día, sin previo aviso, abandoné el estilo masculino. Mis fotos de dieciséis años muestran ya los requeridos tacones de doce centímetros que hoy no me atrevería a usar. Me dejé crecer el pelo y aprendí a formarle suaves ondas. A los veintitrés años era toda una señorita acialada, refinada, dotada del novio médico y el futuro brillante.
Lo que pagué por ese futuro. Estudié maestría y doctorado. Viví en el extranjero. Aprendí a defender mis deseos y mis sueños. Si un novio amenazaba con robar mi independencia, lo botaba sin ceremonias. Era una mujer madura y confiada que luchaba por lo que quería.
¿Por qué no?
La confianza me duró hasta que llegó Nina, la de los ojos diaguitas. En 1989 estudiábamos una maestría en Long Island, país extraño. El Chile de Nina acababa de derrocar al dictador de diecisiete años. “No”, pronunciaron los votantes, y Pinochet se fue. Nina había aportado lo suyo a esa lucha, y tenía cicatrices de prueba. En mis años adolescentes yo había organizado buen número de fiestas del ocaso a la madrugada—un sudoroso ejercicio de baile y educación sentimental. Mientras tanto, a 8000 kilómetros de distancia, Nina organizaba manifestaciones y pintas, y pasó una que otra noche en prisión. Ardía de orgullo al contármelo. Yo también ardía.
Nunca me dijo que en una de esas manifestaciones el ejército chileno empapó a dos adolescentes en gasolina, les echó candela y los arrojó como despojos en una cuneta.
Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana, adolescentes como nosotras. Carmen Gloria sobrevivió, desfigurada.
Pero Rodrigo falleció. Era residente estadounidense. Ese ataque a los intereses del país del norte, opinan algunos historiadores, precipitó un cambio en la política de la CIA hacia el dictador.
En 1973 la muerte de algunos expatriados americanos en Chile no fue suficiente para disuadir a Richard Nixon de apoyar el golpe de estado y la perpetuación del general en el poder. Pero trece años después la espantosa muerte de Rodrigo Rojas enardeció la opinión pública internacional. A la hora del plebiscito, Ronald Reagan se vio presionado a denunciar la represión a la sociedad civil chilena. Los generales le negaron a Pinochet lo que lo hacía hombre fuerte, con lo que contaba para anular el No: la fuerza de las armas.
Así los grandes poderes expulsaron al tirano.
Pero muchos piensan que la decisión la tomaron los chilenos, enfrentándose a golpes y vejaciones en manifestación tras movilización. En la casa que compartíamos como estudiantes, el cartel de Nina de la campaña del No mostraba una veintena de veinte niños desnudos con la gran cordillera de fondo. Sus caras sonrientes iluminadas por el sol austral expresaban la juventud, el optimismo e inocencia con que los chilenos se arriesgaban por el bien de su pueblo.
En el mundo que Nina me hizo conocer el peligro se enfrentaba con la verdad. Ella era una valiente muchacha de clase trabajadora, educada a fuerza de inteligencia, ambición y becas allendistas—hace poco me dijo, yo fui una niña Machuca. Yo también tenía becas, ambición y necesidad, aunque mi historia fuera tan diferente: crecí en México en una familia acomodada que había perdido todo en la crisis monetaria de 1982.
Con nosotras, la clase ascendente y la descendiente de América Latina se cruzaban y aprendían a conocerse.
Nina estaba dispuesta a considerar cosas que yo no imaginaba. Se planeaba una manifestación; llegaban rumores de que la policía estaba de mal humor; ¿valía en verdad la pena acercarse tanto al peligro? Contestaba con una pregunta: ¿por qué no?
Yo también tenía agallas. En mi casa me llamaban la Loca por nombrar mis necesidades, luchar por ellas y aceptar las consecuencias. Así vendí mi piano, mi máquina de escribir y mi bicicleta; metí los mil dólares en mi cartera, empaqué y cambié de país.
Pero no siempre fui así: cuántas veces me detuve en lo fundamental. En momentos cruciales bajaba la mirada y desistía cuando afrontar mis sentimientos me hubiera ahorrado más sufrimiento.
En nuestra casa de estudiantes Nina cuidaba sus plantitas con esmero. Mimaba en especial una a la que dedicaba el alféizar más soleado de su habitación. Sólo cuando pregunté supe que se trataba de marihuana. Y un miércoles de abril, mientras nuestras compañeras de casa dormían en sus habitaciones Nina me convenció de probarla. Me crucé de piernas sobre la alfombra; ella, sentada en su cama, a la luz rosada de su lámpara de papel, enrolló el toque, fumó, y me lo pasó.
No siento nada, le dije. No me sirve.
Pronto las manecillas del reloj despedían meteoros naranjas, y la habitación giró como la mariposa tecnicolor. Yo me doblé sobre mí misma con el cuello agarrotado, oprimida bajo una fuerza que no comprendía.
Hablé, todo mal. Lo fácil que podrías herirme, le dije.
¿Y por qué lo haría? Si no me tienes confianza, ¿para qué estás aquí?
Si pudiéramos utilizar los subtítulos de Woody Allen en Annie Hall Nina hubiera entendido: estoy débil ante ti. Qué fácil podrías jugar conmigo. Tocarme.
Tócame.
En un prodigioso universo paralelo eso hubiera hecho Nina. ¿Por qué no? Pero no lo hizo. Ni si quiera habló. Aterrada, llené yo el silencio. Si fuera gay estaría ahora en esa cama, contigo. Eso le dije.
En la literatura, los personajes suelen mentir escandalosamente, dejando que las mentiras revelen su verdadera naturaleza.
Nina se prestó con gusto al juego de la negación. Así es. Ni tú eres lesbiana, ni yo.
Eso es lo último que recuerdo de esa noche. Pasé las horas siguientes revolviéndome en mi estrecha cama. A la mañana siguiente me bañé, me cepillé el cabello hasta dejarlo lustroso. Me maquillé con esmero, planché mi blusa color aqua y la ceñí con mi cinturón de piel blanco. Me perfumé. En la brillante mañana cubrí mis ojos con lentes oscuros.
En la parada del camión alguien me saludó. Pero no me vio. Nadie nunca me había visto.
Tras los lentes oscuros me vinieron a la mente tres palabras.
¿Y ahora qué?
Nada.
Recordé la noche que acababa de pasar. A las dos de la mañana le había ofrecido a Nina mi corazón, y ella lo había rechazado. Tomé el reloj devolví sus manecillas, borrando las horas que acababa de pasar con ella.
Y me dediqué a seguir perfeccionando la imagen que estaba construyendo desde que abandoné los tenis por los tacones.
¿y ahora qué?
Nada.
Esas cuatro palabras me obsesionan hasta el día de hoy.
Cuando la chica de mis sueños me dio en la cara con la puerta del armario yo proseguí mi vida. Terminé mi maestría y continué hacia el doctorado. Me mudé a otro país—mi tercera experiencia como estudiante extranjera. Dolorosa, pero no sexualmente. Estaba tan reprimida que por mi mente no pasó más una mujer.
Tanto que me enamoré de un hombre, y acabé casándome con él. Queríamos familia. Jubilosos, mis padres comenzaron a tratarme como adulta. Mis hermanos dejaron de llamarme la loca, o la monja. A los treinta y un años fui por fin la mujer que debía de ser.
Siguieron años en los que refundí cualquier deseo reprobable en el cajón más hondo del closet. Mi vida eran doce horas de oficina, correr a casa a acostar a mi bebé y caer exhausta; y repetir todo al día siguiente. Poco a poco Gabriel y yo acumulamos logros: dos doctorados, dos carreras académicas, un niño hermoso, una casa. El sueño de tantos.
Triángulo abierto
Mi hijo Javier tenía cinco años cuando el mundo se removió bajo mis pies. Era el año de mi primer sabático. Una lluviosa noche de mayo Javi dormía con sus abuelos mientras Gabriel y yo nos tomamos un fin de semana de descanso en una ciudad cercana. Rentamos el apartamento de una profesora de alemán que, a juzgar por el decorado, tenía que ser lesbiana. En la pared de la habitación, una foto se labró para siempre en mi retina.
Era una imagen seudocientífica del estilo que se solía encontrar en los National Geographic de los años sesenta. Dos jóvenes africanas en cuyos pechos se reflejaban los rayos del sol. El brazo enjoyado de una rodeaba la cintura de la otra en forma dulce y natural. Miraban perezosas hacia la cámara: Lo que sientas tú nos tiene sin cuidado.
Y tú.
Y tú.
No sé por qué, pero esas inalcanzables mujeres derrumbaron las defensas que había construido en tantos años. Me arrastraron hasta aquella habitación incensada de cannabis donde yacía destrozado mi corazón. Y lo vi revivir.
Ese verano debía escribir los últimos capítulos del libro académico que mi profesión exigía a cambio de la cátedra permanente. Todos los días me sentaba ante la computadora y, con el cuello doblado como aquella lejana noche, redactaba historias de mujeres que se enamoraban y se abandonaban. Tenían los ojos de Nina, la piel morena de Ilsa, o las pecas de Rosa. Daban cuenta del paso del tiempo, incapaz de cerrar ciertas heridas. De lo que significaba acumular tantas cosas alrededor de un socavón en el pecho.
Ese año comencé a aventurarme por la claridad encandilante del exterior del closet. Ahora estoy más expuesta, con las heridas más abiertas. Sé quién soy y puedo decirlo—al menos por escrito.
He escrito una novela con tema lesbiano. He publicado cuentos y ensayos, y vienen más.
Gabriel lo sabe todo desde el momento en que vi esa foto de dos mujeres africanas. Y respeta mis deseos. Hemos buscado ayuda profesional. El tema del divorcio nos sume en una tristeza profunda. Me aterra robarles a mis hijos—ya tenemos dos—la feliz protección a la que los hemos habituado.
Pero necesito que la gente sepa quien soy. Tener la libertad de coquetear; ir a fiestas, bailar con mujeres. Los padres de Gabriel son la gente más tolerante y respetuosa, acogerían a cualquier persona gay. Pero, ¿a la esposa de su hijo?
Gabriel sufre con la idea de que la gente se entere de quién soy.
No me avergüenzo de ti. Pero todos se preguntarán cuándo vas a dejarme.
Formamos un triángulo abierto, como los de la orquesta. No sé si algún día se llenará.
Lo que sé es que no dejaré de amar mujeres. Las de mi vida están todas casadas: sólo una con una mujer. (Nina ha vuelto a Chile, hermosa como siempre. Nos carteamos de vez en cuando.) Lo más atrevido que he hecho es decirles lo lindas que son. Las mujeres somos expertas en ambigüedad. Por fortuna.
Por desgracia.
El triángulo abierto que es mi vida sigue así, abierto, y resuena. Cuando mi sexo despierta todas mis fantasías vienen en tono femenino. Cierro los ojos y pienso en Ilsa, en Nina, en Rosa. Poso mi mano en el pecho suave de Rosa, beso la garganta delicada de Nina, me pierdo en la melena salvaje de Ilsa.
Cuando me voy la palabra Nina sale de mis labios. Y me besa.
A mí.
Enero de 2012
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