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La isla en invierno

por Álvaro Muñoz Robledano

 

 

No es fácil llegar a la isla entre los meses de noviembre y abril, pero nunca falta algún excursionista que pretende pasar los cuatro días que transcurren entre un ferry y otro caminando por las playas que se abren al Océano de modo inmisericorde, o recorriendo los senderos del interior, aunque ninguno insiste en su propósito por mucho tiempo, y en la segunda o tercera tarde ya se encierran todos en uno de los dos bares que permanecen abiertos todo el año, para quemar horas y tabaco hasta embarcar de vuelta al continente. Por eso nadie hace caso al hombre que apenas ha callejeado alrededor de la taberna y pensión en la que ha alquilado un cuarto, y ha preferido pasar la mañana sentado en una mesa, estirando una taza de café hasta conseguir que el tabernero se enfurruñe y comience a mascullar comentarios en voz perfectamente audible, tan ácidos como cansados. El hombre en la mesa entiende que no hace más que recitar un papel previamente asignado, que esas mismas palabras las repite semana tras semana a los mismos cuatro pescadores que acuden a quitarse el frío mañanero con un coñac miserable, a la pareja de guardias civiles que fingen, también ellos, estar de servicio y a los pocos parroquianos que repiten los gestos del palillo y la aceituna o el vistazo indiferente al televisor. No cambia la expresión del tabernero cuando el hombre le pregunta qué puede comer y acepta un plato de pollo empanado y una ensalada. Ni siquiera ha insistido en ofrecerle el pescado de roca que no lleva ni dos horas fuera del agua, o el guiso de conejo de campo que bulle en la cocina. Sin disimulo, la cocinera abre la cámara frigorífica y extrae un paquete. A continuación, el sonido del microondas llena la taberna de descuido y abulia. Durante un cuarto de hora los ruidos de la cocina anticipan una comida desbrida y no muy abundante, para la que resultan excesivos los dos vasos de cerveza con que la despacha. Cuando pide un café no queda nadie en el local. Son las cuatro de la tarde, aunque las nubes de tormenta que han ocupado el cielo han adelantado el anochecer y apenas se distingue la calle al otro lado del cristal. La taberna está en un callejón a espaldas del puerto; tan sólo el viento furioso y las breves ráfagas de lluvia que anticipan el temporal permiten adivinar el mar que los rodea. Un lugar cerrado en un rincón de un lugar cerrado; el hombre en la mesa piensa que esas cinco mesas, la barra, el televisor casi mudo y el estante de pocas botellas son el único paisaje real de toda la isla. El resto es fingimiento, caricatura consciente.
—No parece que vaya a venir mucha gente con la que se está preparando.
—Esto es lo de todos los días, no hay de qué asustarse; ahora en un rato llegarán los de la central eléctrica y alguno más –el tabernero no siquiera lo ha mirado para responderle— Lo único es una pareja que me ha alquilado una habitación y se han marchado a recorrer la Barranca Norte. Como esto les pille por ahí se van a llevar un susto.
—¿Es peligroso?
—No si no eres imbécil, pero eso nunca se sabe.
El hombre en la mesa está a punto de preguntarle si le considera imbécil a él, pero se contiene. Aún no es el momento. Falta tensión en el muelle.
—Creo que me voy a echar una siesta. Luego vendré a cenar. ¿Le pago ahora o me lo apunta?
—Se lo apunto. No creo que se vaya a ir de excursión muy lejos.
En esas palabras descubre, por fin, un  primer destello de ansiedad.

 

La tarde transcurre como ha transcurrido el mediodía. El hombre con su café, sin más actividad que mirar desvaídamente a los parroquianos. Han venido los de la central eléctrica, que beben cerveza taciturna y mantienen una conversación lenta e inaudible; los civiles, que cuentan por visitas al bar el tiempo que les queda hasta que llegue el reemplazo, porque el cuartelillo de la isla no tiene una dotación estable, sino que se ocupa en turnos de cuatro meses por guardias que buscan un complemento en el sueldo; han vuelto los pescadores de la mañana después de faenar entre los escollos de la costa. También está la pareja de caminantes, que meriendan unos bocadillos grotescos mientras cuchichean y ríen. Han debido de llegar mientras él dormía; resulta evidente que acaban de ducharse y que visten ropa limpia. El muchacho lleva prendida en el cinturón una funda de navaja, en la que se adivina, por un resquicio, la cacha roja de una multiusos suiza. Hay mucho miedo encerrado en ese estuche de cuero, miedo a la tormenta, al pasillo de la pensión, a los perros que ladran con cada relámpago, a los troncos caídos, a la luz por los resquicios de las puertas. Piensa en el cortaplumas que guarda en su cartera, junto a las monedas. También significa miedo, un miedo heredado e informe que asoma cuando hay que rasgar un sobre o cortar un cordel.
—Marcial, ponnos unos botellines.
Marcial, el tabernero, abre la cámara y extrae cinco botellines de cerveza; los deposita ante los de la central y los abre. No ha habido un solo ruido durante el trámite; ha sido leve y exacto, como una coreografía filmada y desprovista de banda sonora. Al hombre en la mesa le llama la atención la complexión de Marcial, fibroso y de brazos musculados y tersos, impropios de alguien que no parece hacer otra cosa que sestear mientras mueve unos pocos vasos y platos en su jaula de cinc.
Entra una pareja de ancianos que se ha protegido de la lluvia con un paraguas demasiado pequeño llevado por la mujer, que lo cierra y deja descuidadamente contra la pared. El hombre se apoya en un bastón tosco cuyo barniz brilla envejecido y grasiento. Los saludos son escasos; los ancianos ocupan una mesa y Marcial les sirve dos vasos de vino tinto y unas aceitunas que ellos no han pedido. Ambos dirigen su mirada hacia el televisor sin tocar sus bebidas. El hombre del café se levanta y se dirige a la barra. Algo le ha dicho que ya están presentes todos aquellos a los que puede necesitar.
—Disculpe, Marcial.
Marcial se gira y en su rostro se perfila una expresión de sorpresa y alivio al mismo tiempo. No mira a ninguno de los otros, no dice palabra alguna, pero el leve toque de nudillos en el mostrador puede ser una señal para afirmar que él tiene razón, que ya ha llegado el que tenía que llegar.
—Dígame.
—A ver si me puede hacer algo de pescado para cenar, y póngame un vino, por favor.
No es suficiente. Marcial no se mueve del sitio. El hombre impone dos compases de silencio brusco e hiriente.
—¿Sabe usted dónde está la casa de los Urbaneja?
—¿La casa de los Urbaneja? ¿Para eso ha venido usted a la isla?
—Soy un amigo de Luis, el pequeño; me dijeron que estaba aquí y pensé en visitarlo.
Marcial deja un vaso de vino oscuro, espeso y muy aromático frente al hombre.
—Pues ya podía haberlo preguntado esta mañana y se hubiera vuelto en el barco. No hay nadie en casa de los Urbaneja.
—Yo creo –tercia uno de los de la central— que no ha venido ninguno de la familia desde hace dos años.
—Ya ven –el hombre se ha girado y ahora se dirige a todos los parroquianos— tenía tan claro que iba a estar aquí que he preferido descansar y dejar pasar el día.
—Pues hasta el viernes ya tiene plan.
Ninguna sonrisa acompaña las palabras del guardia civil. Los ancianos miran la televisión, un noticiario del que nada puede oírse. La pareja de excursionistas se besa con cierto recato y comentan la caminata del día siguiente.
—¿Y de qué conoce a Luis, si puede saberse?
—Fuimos compañeros de la mili. Luego nos vimos por Madrid, pero últimamente había perdido el contacto. Me pareció una buena idea verlo aquí, con la brasa que nos daba todo el día con su isla.
—Si le dijo que es suya, le mintió. Que él sea de la familia de los ricos no quiere decir nada. Aquí, cada cual a lo suyo y a esperar el verano.
—Supongo que otra vez será. Lo que se va a reír cuando se entere de esta metedura de pata.
—Se reirá, desde luego.
Se abre la puerta de la cocina y sobre el mostrador aparece un plato con dos rubios asados y unas patatas a lo pobre.

 

Los golpes en la puerta son contundentes, estruendosos.
El reloj que ha dejado en la mesilla marca las cinco. Se levanta de la cama, se pone los pantalones y se dirige a la puerta sin ninguna prisa. No habrá más llamadas, ni preguntas a través de la madera. No siente sueño; su cabeza está completamente despejada; el ritmo de sus movimientos es firme y tranquilo, como si hubiera ensayado la escena mil veces, aunque no ha llegado a imaginar nunca este momento. La figura de Luis Urbaneja aparee enmarcada por el quicio, vestido con la pulcritud con que se viste la gente de dinero cuando va al campo: jersey verde de punto grueso, casi militar; pantalones de pinzas color beige; zapatos de ante y un chaleco guateado algo justo incluso para alguien tan delgado.
—No hice el servicio  militar. Me libré por mi cojera.
—Lo sé, y supuse que lo sabrían los demás. No quería sorpresas.
—Vístase. Lo espero abajo.

 

En el momento en que entra en la taberna, Marcial dispone en la mesa a la que Urbaneja está sentado dos tazas de café, dos copas y una botella de aguardiente blanco.
—¿Le importaría dejarnos solos, Marcial? Si no le molesta, claro.
—Estaré en la cocina, si quieren algo.
—No se olvide de mi guiso de pescado.
—Descuida, Luis.
Urbaneja llena las copas, bebe un sorbo de la suya y ofrece al hombre un cigarrillo de una pitillera de metal oscuro, bronce oxidado y gastado por, quizás, tres generaciones de fumadores. Los cigarrillos son largos, gruesos y sin filtro; huelen desde lejos a nuez moscada y canela. Ambos prenden con un encendedor del mismo metal anacrónico. El humo y el sabor acre del orujo son la única violencia, tácita y oscura, del momento.
—Me extraña menos verlo a usted que a esos maricones de Pazos y Vergara.
—Ellos me contrataron para encontrarlo.
—Prefirieron contratar a un detective y pagarle durante un mes. No creí que estuvieran tan asustados.
—Supongo que el miedo es libre, señor Urbaneja.
—Error, error, error. Yo soy libre, estimado amigo. Ellos dependen de unos cuantos papeles que ni siquiera tengo a mi lado.
—Están en su coche, me parece.
—Pero no lo ha encontrado.
—No.
Urbaneja hace un gesto de satisfacción, pero quizás no se deba a la noticia que acaba de escuchar. Su postura en la silla es recta y firme, aunque natural y relajada. Fuma y bebe sin ansia ni afectación. El hombre frente a él piensa que Urbaneja está disfrutando del mejor momento de su vida, en el lugar en que nació, pero fuera de él, disponiendo a su antojo de habitaciones y gentes sin necesidad de ejercer autoridad. A Urbaneja, piensa el hombre, no le interesan las novedades; se está contemplando desde sus muchos pasados.
— ¿Cómo supo que estaría aquí? Y, ya que vamos a pasar un rato en amor y compaña, no estaría de más que me dijera su nombre.
—Me llamo Adrián Nájera, si no está de más que lo diga, y supuse que estaría en esta isla cuando deseché todas las alternativas de fuga que me parecieron sensatas. Comprendí que, en realidad, usted no tenía por qué escapar. Tuve a un par de empleados revisando toda la documentación de la empresa y no hallaron nada ilegal, ni en el modo en que se había hecho con los informes ni el hecho mismo de que se los llevara. Sólo a Pazos y a Vergara les perjudicaba que aquellos papeles hubieran volado. No entiendo los motivos, pero está claro que se está vengando de ellos. Y éste es el momento culminante de su venganza. Mi llegada indica que la angustia de esos dos ha llegado al clímax.
Aún faltan más de dos horas para el amanecer. Nájera siente la irrealidad de ese lapso sin tiempo por el que deambula alrededor de un Urbaneja quieto, plácido, terrible. Él es su propio recinto de noche cerrada y lluvia, y Nájera intuye que puede extenderlo cuanto quiera.
—No es venganza; quizás un pequeño escarmiento. Estaba harto de aguantar sus chifladuras a la salida del trabajo mientras se emborrachaban sin gracia.
—Usted les hizo preparar esos informes.
—Se lo insinué de un modo sutil durante varias semanas. Luego no tuve más que añadir el típico “no hay cojones” y entraron en el garlito como cangrejos.
Marcial sale de la cocina y deja en la mesa, entre ellos, una bandeja con huevos fritos, carne mechada y pan toscamente cortado. Luis Urbaneja se lo agradece con una leve palmada en el hombro y comienza a comer el pan empapado de yema de huevo. Marcial no ha llevado cubiertos a la mesa. No va a llevarlos.
—Ni siquiera tiene que pedir las cosas.
—Somos pocos y nos conocemos muy bien. Apenas hablamos entre nosotros. Le resultará curioso observar las tertulias silenciosas que nos gastamos por aquí.
—¿Cuándo podré irme?
—El ferry vuelve el jueves.
—¿Y cuándo podré irme?
Urbaneja mastica lentamente el amasijo de huevo y pan del que escapan algunas pizcas entre los labios. Empuja el bolo con un trago de aguardiente y enciende un cigarrillo.
—El jueves, o antes, si encuentra la manera. Yo  no mando aquí, ni me oculto aquí.
—Pero aquí siempre es de noche, y sospecho que por decisión suya.
—Salvo para los que vienen de excursión.

 

(La mujer no se molestaba en disimular que no lo estaba escuchando. Jugaba con el zapato que colgaba de su pie izquierdo, bamboleándolo y deteniéndolo con maestría, apuntando, o así se lo parecía a Nájera, hacia sus genitales. No era un juego de seducción, sino de dominio. Ella sabía de antemano todo lo que le contaba, y aquella puntera de charol podía acariciarlo o patearlo en cualquier momento, dependiendo de que alguna palabra cazada al azar disparase un resorte. O quizás ese movimiento hipnótico no tuviera nada que ver con su relato.
—Sé que su marido está en la isla, que usted lo sabe y que, y creo entender por qué, está usted de acuerdo con ese exilio.
—¿Exilio? Debería evitar usted esos tremendismos de novela barata. Me cae usted bien, y no le hace ningún favor la pose de Bogart de Argüelles que arrastra.
—Le pido perdón. Exigencias del público. Reconozco que ya no soy capaz de controlarlo. He venido a preguntarle cómo puedo llegar a la isla.
—En esta época del año hay un ferry cada lunes y cada jueves.
— ¿Y podré llegar?
El zapato dejó de moverse.)

 

Ya han terminado de descargar los pocos palés de mercancías que la isla ha reclamado. Tan sólo Nájera y los novios excursionistas esperan para subir a bordo. La tormenta no ha cesado en los tres días, y la visión del oleaje más allá del espigón le provoca un miedo sordo y enmarañado en la boca del estómago. Urbaneja aparece en la dársena caminando entre botes varados y aparejos que los meses han podrido. Arrastra la pierna más de lo habitual. Al llegar a su lado, saca del bolsillo de la cazadora la pitillera y ofrece tabaco.
—Tres días sin salir de la pensión. Usted sí que sabe esperar.
—Esperaba haber disfrutado de la hospitalidad de su casa.
—No hubiera encajado con la versión que se lleva —Urbaneja sonríe cansinamente— y esa versión es el mayor favor que puede usted hacerme.
Nájera se encoge de hombros. El humo del tabaco mezclado con el estruendo del temporal le aplasta el pecho como un bloque de granito injertado bajo la piel.
— ¿Qué les dirá a esos dos desgraciados que tiene por clientes?
—Yo he cumplido. Le he encontrado y sé dónde están los papeles, pero la ley no me permite acceder a un coche si su dueño no me entrega las llaves. Cualquier día aparecerá en un depósito de la grúa y será su mujer la que decida.
—Supongo que vendrá pronto, en cuanto mejore un poco el tiempo. A ella le gusta mucho esto.
 

Nájera sube al barco, acomoda su bolsa de viaje en una balda protegida por una red elástica y vuelve a la borda de estribor. Al asomarse descubre que los novios excursionistas no han subido a bordo, sino que charlan con Urbaneja, se despiden de él con efusividad y vuelven sobre sus pasos hacia el pueblo, al interior.

 

 


© Álvaro Muñoz Robledano


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