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Trenes

por Jesús Urceloy

 

“Hijo mío, ya ves que el mundo es perecedero, y sólo aquel donde voy a pasar es el duradero por los siglos de los siglos.”
Antoine Galland. Historia de Nuredín-Alí y Bedredín-Hasan. Las mil y una noches.

 

El maquinista cada vez que entraba en casa mataba a su mujer. Sin más, porque sí, por las buenas. Todas las tardes, al llegar de su trabajo entraba en la cocina, buscaba un cuchillo y se iba a por su mujer.

—¿Dónde estás, Lucía?
—Aquí, Paco.
—¿Dónde? No te encuentro.
—Aquí, en el baño.
—¿En el baño?
—Sí, en el baño, sí, fregando la bañera.

Y allí la encontraba, de rodillas con el pelo recogido, con su vestido de flores azules y pequeñas y las zapatillas de andar por casa.

—Qué guapa estás, Lucía. Dan ganas de degollarte.

Las zapatillas de andar por casa eran azules a cuadritos, y dejaban los talones al aire. Se las había regalado un día de rebajas, un día en que su mujer fue a esperarle a la salida del trabajo, en la estación de Atocha, un día en que todo salió bien y sus compañeros y sus jefes le felicitaron mucho, un día en que trajo el expreso de Irún a Madrid con más de diez minutos de adelanto. Y eso que paraba en todas. Así pues esa misma tarde se fueron dando un paseo hasta casa y su mujer se encaprichó con las zapatillas del escaparate de la mercería de al lado de su portal.

—Pues incorpórate un poco que así no te puedo degollar.
—Tú dirás, entonces.
—Yo creo que mejor te levantas y te sientas en la banqueta.
—Vale.

La mujer se levantaba y se sentaba en la banqueta azul de madera, que había sido herencia de sus padres y echaba un poco la cabeza atrás, alisándose la falda del vestido con las manos.

—¿Así está bien?
—Muy bien, Lucía. Por cierto, ¿Qué has hecho para cenar?
—Guisantes con jamón, Paco.
—¿Y de postre?
—De postre requesón con azúcar.

Pero no podía acabar la frase. El cuchillo ya le había cortado la tráquea y las palabras se le salían por ahí, embarrulladas con la sangre y el requesón y casi no se le entendía. El maquinista entonces dejaba el cuerpo de su mujer sobre las losas blancas y negras del baño, con mucha delicadeza, para que se desangrase a gusto y se iba a lavar las manos al fregadero de la cocina.

—Qué bien te he matado hoy.

Su mujer le miraba con unos ojos de muerta muy bonitos y con mucha expresividad, no como los ojos de los muertos de su familia paterna, que eran muy de pueblo, serios y la mar de egoístas. Y con aquello ojos tan bonitos de recién degollada le decía que esta vez la había matado de rechupete, que casi ni lo había sentido, y de paso que te vayas a cenar, Paco, que se te van a enfriar los guisantes.

—Sí, Lucía, sí. Tienes razón. Tengo la mejor mujer del mundo. Eres una santa, lo que me tienes que aguantar.

El maquinista, después de cenar, se sacaba la cartera del bolsillo de atrás, se sentaba en la mesa de formica de la cocina, y a la luz del fluorescente estudiaba el cuadrante de turnos para los días venideros que tenía doblado junto a los billetes de veinte.

—¡Otra vez el cercanías de Aranjuez! ¡Otra vez el maldito cercanías de Aranjuez! Qué les costará darme el expreso de Ávila, o el nocturno de Albacete. Seré desgraciado.

Y sin pensarlo dos veces se salía a la terraza de la cocina, donde la lavadora, y que aún no habían acristalado como muchos vecinos, y se tiraba por el balcón.

La policía municipal y el servicio de urgencias solían llegar igual de tarde, aunque siempre juntos, lo que causaba una gran conmoción entre el vecindario. Aquel niiii-naniiii-na y el pabú-pabúpabú-pabú de las sirenas daba mucha solemnidad y mucha alegría al barrio, y la gente se salía a las ventanas o a la acera, a hacer corrillos, si había buen tiempo.

—¿Qué ha sido esta vez? —Decía el jefe médico.
—El vecino del quinto —contestaba un testigo. Un testigo calvo y con mucha barriga.
—¿El suicida?
—No, el otro, el del centro, el maltratador, el de los trenes —decía una señora gorda con cara de portera y con el moño muy apretado.
—Sí, uno que trabaja de ferroviario en la estación de Atocha. De maquinista. —Añadía el testigo calvo y de mucha barriga, y que se subía el pantalón con las dos manos. —Muchas veces coincidimos en la estación.
—Pues vaya —decía el inspector de policía, un inspector de policía también calvo pero muy flaco y con cara de haber fumado mucho, que acababa de llegar.

Y aquel “pues vaya” quería decir muchas cosas. Quería decir por ejemplo que hay que joderse, que para una vez que echaban el Barsa —Madrid en abierto me lo voy a perder. Quería decir que a ver cómo le digo a Matías, el guardia conductor, que se me acerque a algún bar y que me compre un paquete de Winston, que me lo he dejado con las prisas en el despacho. También quería decir quién me manda ponerme hoy, con el buen tiempo que hace, los calcetines azules de lana.

Quería decir ese “pues vaya” muchas cosas más, como Matilde me va a echar la bronca por no acordarme de su cumpleaños o como pille al imbécil que me hace el sudoku del periódico cuando salgo de servicio, le parto el aliento. Y por último, que había que ponerse serios.

—Que alguien suba al quinto, a ver si hay una mujer muerta.

El inspector, luego de trastear un tanto con vecinos y curiosos, y de acercarse en un aparte a Matías, el conductor, subiría al quinto. Y allí se habría de poner en cuclillas, delante de la victima despatarrada, tocándose la barbilla con una mano, mientras con la otra buscaría un caramelo en el bolsillo de la chaqueta. Era una pose muy estudiada, de lector de Sherlock Holmes o de Nero Wolfe, que salen en muchas portadas de las novelas policiacas de baratillo en esa pose. Permanecería así hasta que Matías volviera con el mandado y los fotógrafos se fueran de futbolistas.

Luego, en la ambulancia, el policía y el maquinista tendrían unas palabras.

—¿No habíamos quedado en qué no lo ibas a hacer más?
—Es que me ha tocado el cercanías de Aranjuez, Roberto, el maldito cercanías de Aranjuez.
—Y ayer el expreso de medianoche.
—No, ayerno salí de la estación, me tuvieron en la vía muerta.
—Ya.

Y sacaría el paquete de tabaco nuevo del bolsillo, le quitaría el celofán, abriría la lengüeta, retiraría el precinto, y con un golpe maestro sacaría dos cigarrillos.

—Esto no puede seguir así, Paco. Cualquier día lo nuestro va a acabar mal.
—Pero Roberto, mira.
—¡Ni Roberto, ni leches, hombre! ¡A ver, el conductor, un poco más de prisa, que llevamos un herido!

Y fumarían un rato en silencio, como los que esperan.

—Por cierto, ¿Qué tal está mi mujer?
—¿Lucía? Como siempre. Bien. ¡Qué mujer tienes, chaval!
—Sí, una santa.

Luego vendrían los atestados, las denuncias y las citaciones, las cosas del papeleo y la burocracia. Como siempre.

Un tiempo después, en el café de la sobremesa, mientras comentaban un poco las cosas del día a día, a la mujer del maquinista le pareció que su marido jugaba mucho con la cucharilla.

—¿Qué te pasa, Paco?
—Nada, mujer, que esta tarde me toca el rápido de Lugo.
—Entonces te dejo la cena en el microondas.
—Bueno.
—Y ten cuidado si te suicidas por el balcón, que el otro día le chafaste los rosales a la portera. Y ya sabes cómo se pone.

 

 


© Jesús Urceloy, 2016


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