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La venta de carnes

por Daniel González

 

Alba llegó esa mañana, como todas las mañanas, a abrir la carnicería. Un humilde local perteneciente a su marido, situado en los bajos de un derruido edificio que databa de principios de siglo localizado en una zona de clase media baja. Las paredes de cemento carcomido por la erosión incesante y las inclemencias climáticas, se alzaban ominosas sobre la vieja acera de adoquines agujereados.

Esa mañana era tan rutinaria como cualquier otra. Su vida se malgastaba en atender virtualmente sola la carnicería de la que su esposo era propietario. Su marido era un taxista que recorría las calles día con día, y delegaba en Alba la total administración del local expendedor de carnes.

Tras levantar los ruidosos portones plegables, abrió las vidriosas puertas removiéndoles el cerrojo, moviendo el rótulo de “cerrado” para cambiarlo por “abierto” oficializando así un nuevo día de labores.

El viejo gato amarillo que resguardaba la mercancía de sabandijas rastreras la saludó somnoliento con un quejumbroso maullido. Alba le acarició la cabeza y luego se posó tras el mostrador a la espera de los primeros clientes mañaneros.

Su letárgico día transcurrió sin novedades. Alba observó inquieta a la joven pareja de clientes que se besaban cálidamente. Una muchacha de cabellos castaños y cuerpo esbelto que abrazaba a su novio con besos candorosos. Se distrajo tanto por la escena romántica que casi dio mal el cambio a uno de los últimos clientes. Su corazón se estrujó de envidia recordando aquellos tiempos, hace años ya, en que ella y su esposo fueron una joven pareja de apasionados novios.

Ahora, a sus cuarenta años, tras más de quince años de casada, la frecuencia del sexo era tan irregular como los viajes al extranjero. Y cuando el fugaz acontecimiento se daba, el tedio insípido y monótono lo empañaba totalmente.

La pareja terminó de besarse y salió aprisa tras comprar unos productos sin importancia.

***

Alba cerró la carnicería, colocando los candados tras bajar los portones plegables estrepitosamente. En frente de la carnicería estaba una mujer cuya belleza asombró a Alba. Era una linda joven con poco más de veinte años, ataviada con un sórdido traje de noche, una minifalda y ajustadas medias oscuras que resaltaban su esbelta figura.

Sin duda alguna se trataba de una prostituta. Muchas de ellas solían esperar clientes en las callejuelas aledañas al local. Pero esta en particular no era de aspecto vulgar, como otras. Mostraba una inusual sofisticación que le llamó poderosamente la atención.

Llegó a su casa como de costumbre. Sus tres hijos (un varón de quince años, una muchacha de trece y un niño de diez) peleaban, veían televisión o realizaban alguna otra actividad corriente que no le preocupó en lo más mínimo. Sencillamente preparó la cena hasta que su esposo llegó por allí de las siete.

La lacónica cena tuvo una conversación laxa, y frente al televisor como era habitual. Esa noche, su esposo vio partidos de futbol y películas de acción de bajísima calidad hasta más o menos las doce de la noche. Hora en que apagó la televisión y durmió a su lado.

Pero Alba no fue capaz de conciliar el sueño asolada por sentimientos de frustración y enojo mal reprimidos.

Añoró con pesar aquellos viejos tiempos cuando era joven, y salía a bailar con su esposo, Luis Fernando. Eran dos veinteañeros enamorados capaces de conmover al mundo. Bailaban frenéticamente, bebían y fumaban, salían al cine y disfrutaban de viajes a la playa, aún con limitados presupuestos. Hacían el amor con frecuencia, de forma cándida y entusiasta. ¡Que tiempos aquellos! Cuando Alba disfrutaba de orgasmos con tórrida frecuencia.

Aún los primeros meses de matrimonio fueron similares. Quizás se opacó un poco tras el nacimiento del primer niño. Pero mantenían una cierta regularidad y una vida social activa. Todo comenzó a empeorar tras el nacimiento del segundo hijo. Y de allí, en picada vertiginosa hasta reducir a cenizas los ardores pasados. Sin vida social por falta de dinero y de tiempo, y sin sexo.

Su esposo era un buen hombre. Trabajador incansable por lo que jamás faltó nada en el hogar. Nunca la golpeó a ella ni a sus hijos. Además, era amable y cariñoso a su manera. Claro, le había sido infiel varias veces, pero ella lo perdonó, especialmente por su modo humilde y sincero de ser. No era malo, sencillamente era apático e incapaz de comprender los impulsos más recónditos que subyacen en el espíritu femenino.

***

Alba pasó al día siguiente la misma rutinaria faena. Y de nuevo notó a la hermosa prostituta que se introducía en un automóvil lujoso. Y así pasó observando las labores de la prostituta consecutivamente, hasta que las semanas se transmutaron en un mes.

Alba estaba enloquecida de pasión, así que intentó instigar a su sorprendido esposo a que tuvieran relaciones. Éste hizo caso como retado a demostrar sus potestades masculinas. Sin embargo, los años, el licor, la panza y el duro trabajo habían medrado al otrora pasional sujeto. Quien una vez fuera un mujeriego empedernido que enloquecía a Alba con súbitos movimientos sexuales que le otorgaban lúbricos éxtasis, ahora era un aletargado cuarentón que sufría dificultades eréctiles y generaba gozos precoces.

Alba se odió a si misma. Sus esfuerzos de atizar la relación la dejaron aún más frustrada y sumida en tinieblas monótonas.

Dos meses después de la primera vez que notó a la prostituta, comenzó a saludar a la hermosa mujer con sonrisas tímidas, las cuales evolucionaron en un laxo “buenas noches”, hasta terminar en una cálida conversación sobre temas irrelevantes.

—¿Eres prostituta, verdad? —le preguntó Alba.

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Ana Cristina.

No mediaron más palabras esa noche, pero Alba se fue con el nombre de Ana Cristina en la mente. ¡Que nombre tan bonito! Tan bonito como su dueña.

Lo pensó largamente toda la noche, hasta que tomó valor y se decidió. Al día siguiente encontró de nuevo a Ana Cristina atisbando clientela cerca de la puerta del local.

—¿Sabes, Ana Cristina? Hay un cuarto al fondo de la carnicería. Tiene entrada trasera, y no se usa para nada. Pero tiene cama, baño, ducha con agua caliente. Te lo puedo alquilar, y no tendrás que llevar a tus clientes a hoteles.

—Bueno... —dijo Ana Cristina con una mirada de alegría— de hecho me serviría. El lugar donde vivo actualmente es bastante desagradable.

Entonces Alba llevó a Ana Cristina a ver el cuarto trasero. Era bastante acogedor aunque estaba humedecido por la falta de cuidados. Ana Cristina lo acondicionó como pudo y se quedó a dormir esa misma noche.

Algunos días después el cuarto estaba repleto de los pocos muebles y pertenencias de Ana Cristina, y había sido transformado en un lugar muy bonito.

—Quisiera comprarle carne para mis comidas diarias, doña Alba.

—Si gustas —le dijo Alba— déjame una copia de tus llaves y puedo dejarte de vez en cuando algo de carne. Me pagas todo junto al final del mes.

—¡Que amable! Gracias.

 

 

 


© Daniel González


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