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Tipos de Barra

por Daniel Buzón

 

Cuando uno visita a veces Nueva York, algo tan casual y gratuito, suele tener un amigo apedazado a base de ocupaciones laborales frenéticamente cambiantes, pero certificadas a través de fotos enviadas a menudo desde lugares cada vez más difíciles de ubicar. Entonces se le pega una llamada dos semanas antes y se sabe sin error que le recogerá con un taxi amarillo y mastodóntico. Luego le enseñará por internet, ya en su casa, una catarata obscena de visitas que deben a la fuerza amenizar la estancia, como si de algún modo quisiera enamorarnos. Uno se pasa un dedo por los labios. Y desliza en el amigo la afilada inquietud por sentirse promiscuo en algún local estilizado y desvanecerse entre una sofisticada infinitud de curvas, dentro del salvífico circuito de barras oscuras y fulgurantes. El amigo no entiende. Uno le sugiere elegir en el móvil aunque sólo sea dos de cada veinte teléfonos, para luego aparecer en Manhattan o en Brooklyn, o donde monten los neoyorquinos sus destiladas farras. Por fin, el hombre sonríe distinto y ofrece una visita al único tipo de espacios que desde hace años le cubren esa faceta de su existencia: “to the pole dance”. Mientras uno no sabe si translucir decepción y superioridad europea o fingir entusiasmo enfermizo, él tiene tiempo de envolvernos en una salida efervescente entre la segunda y la novena avenida, de demasiadas luces y chatarra móvil. Al conseguir adentrarse en esa especie de matriz multicolor que es el strip club el otro se encaja al pie de la primera chica que ve y uno se deja vagar hasta una esquina donde otra muchacha que podría ser española o italiana baila casi sola con su barra al nivel del suelo, sin mayor realce. Ella sigue mal la música y se aburre mucho. Entonces uno le pide si quiere acompañarle a los sofás, empezando a desembolsar los primeros 20 dólares. Hablando con ella, se nota que la muchacha debe de tener una vinculación muy pasajera con el local porque enseguida propone pagar ella las copas y largarse juntos. Uno ve materializarse el tipo de contacto deseado. En el taxi, resulta que se trata de una periodista milanesa que se ha infiltrado en clubes de Manhattan en los que como en este puede haber prostitución encubierta. Dice, preguntada –ya en italiano-, que ha descubierto todo y nada y que ahora ya no le importa porque ya ha enviado todos los archivos a sus jefes en Italia. Desembarcamos. Resulta que la tía va y vive en Tribeca y lo invita a uno a subir a su piso, que es pequeño y tiene la típica barra que separa la cocina del living-room, en la que sirve café. Se observa entonces que no es espectacular pero tiene una tristeza en las mejillas y una caída de párpados evocadoras, conjugadas con un contoneo del todo genuino. Al mismo tiempo es poeta y tiene estanterías rebosantes de los libros más deliciosos. De pronto abre la puerta otra chica delicada y pelirroja que resulta ser su compañera de piso y además de Dublín. Uno se acuerda de cuánto le han conmovido siempre las celtas. Mágicamente sentados en el sofá en el que apenas si caben dos se come cualquier pizza y se bebe y el ambiente se caldea y se rozan la ropas y las pieles y se le propone algo que uno no entiende pero ya ha entendido, y que no se sienta mal que otro día invitarán a no sé qué amigo y se hará lo opuesto. De pronto uno se ve medio desnudo compartiendo dos bocas y cuatro caderas y… Indudablemente no se despierta al otro día arropado por dos cuerpos tibios sino que ya se ha despertado y nuestro amigo, que está igual de apedazado a base de trabajos entre la Barceloneta y Gracia, y no envía fotos sino links de ofertas laborales, sonríe en su sillón raído y nos propone y ya es mucho acudir a la barra de algún bar del Borne por si cae alguna.

 


© Daniel Buzón


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