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El Loro

por Daniel Buzón

 

Cuando me dejó no sé por qué me aconsejó que cerrara las puertas de los armarios, hombre más extraño, y la del desván, y que no durmiera el perro en la galería, sino dentro. Que no se me ocurriera dejar tampoco unas tijeras abiertas. Y que quizá en pocos días vería que es más conveniente no apagar la luz del pasillo, si una no quiere aguantar la noche entera sin salir de la cama. Que no hiciera caso de ruidos después de las tres. Me abandonó sinuoso, con una mezcla de cariño frustrado y derrota, más que agonía, mascullándome entre cada estertor estas advertencias incomprensibles. Que no me extrañara si lo veía de pronto a mis espaldas al mirarme en el espejo. Aunque tardé unas horas, me desentendí, volví al trabajo que me esperaba y seguí obviándole, o queriéndole, del modo en que siempre lo había hecho. Pero no me dijo nada del loro. Fue a propósito. En el remanso de la siesta oír en su monstruosa articulación animal los enterrados matices, amados y aborrecidos, de su voz, llamándome por mi nombre.

 

 


© Daniel Buzón


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