A veces los poetas se toman su negocio en serio, y se exponen al público con toda su inasibilidad, con todos sus rasgos marcados y difusos al tiempo. Así ha hecho Carlos Jover ahora, y nos entrega un libro de poemas de juventud que transcurre pasado mañana, que devora cuanto encuentra a su alrededor llevado por la voracidad de sus versos, por la elegancia de sus imprecaciones. No hay perspectiva, sino simultaneidad de las miradas desde y hacia dentro, de la consciencia y lo meramente instintivo, como en los bocetos de los arrabales en que vivimos casi siempre.
La intervención de Espetança Lliteres en los textos de Jover incide en la fragilidad, en la escritura cercana al hilo o al aire, edificio y sombra a un tiempo. Ambos comprenden que para el haiku nos sobra Occidente, es decir, nosotros mismos, que estamos atrapados en el discurso porque padecemos pasado, presente y sed. La lucidez de las proporciones de Lliteres se corresponde con la carga de profundidad semántica de Jover; el acercamiento de Jover al barroco es el envés del espacio en blanco (literalmente) con que trabaja Lliteres.

Y ya que a veces (no tantas) los poetas se toman en serio su negocio, no estaría de más que los lectores correspondiéramos como se debe. Y si no, nosotros nos lo perdemos.