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Recién casados / Éxodo / Segor / 4

por Ricardo Clemente

 

 

Recién casados

 

Jóvenes como fuimos, alguien pudo confundirnos con estrellas. Me sorprendo mirando aquella traducción de Derrida en Anthropos como quien observa un raro elixir.

“Quien lea estas páginas experimentará una benéfica transformación”. Las palabras son adoquines que llevan al destino dorado de esa extraña serpiente, la vida. También recuerdo que frente al espejo, sosegado, mis ojos ardían de ira.

Lo torcido habitaba en mí como una especie de esqueleto. Armazón sobre el que se colgaban no siempre desagradables cosas. El abrigo con que protegerse del aquilón de puro hielo. El sombrero que tapa las ideas fuerza. Las botas con las que sobreseer abismos.

Y la lámpara sobre la mesilla que alumbra el rincón de angustia, precaria piedra angular de la última dosis de equilibrio. Son las tres en el reloj y parece insalvable todo este tiempo hasta la primera candela, ya el sol… Sin embargo, embolsado en cierta dramaturgia puede hacerse atractivo este miedo. Poemas.

Parecíamos dos animales pletóricos circulando por el mundo como ciudadanos. Junto a Christian Bale en la Capilla Sixtina. Mi rostro podía verse a través de un ventanuco en el Puente de los Suspiros. La última mañana cruzando en lancha el Adriático hasta Mestre bajo un cielo falsamente amenazador. Habían caído tres días antes las torres en el gran artificio. 2001. Queda el rastro de ti, bellísima en los jardines de Tívoli.

Podían confundirnos con vectores de una clase de triunfo. La pasión había vencido sobre todos los socavamientos.

 

Éxodo

 

No estoy hecho para el regreso, pero admito auxilio. Tal que pueda alterarse el gradiente de sueños o que se desactive el miedo. Tal que la arena o ceniza no se instale en mi cuerpo. Que todo lo quemado y dejado atrás, lo consumido de un solo aliento, no me constriña. Porque, así, constreñido, no puedo aguantar la lluvia. Y llueve.

Qué cortina acuosa impide los regresos y qué metrónomo tenaz o tiempo me empuja.

Me empuja a saltar. Escapo de cada día como si huyera de una demolición, como si tú, amor mío, descubrieras algo de mí muy secreto, que trato de ocultar, o como si bestias —leones o perros—, como si yo a esas bestias no les prohibiera —en modo alguno— que me persigan.

De ese modo soy el perseguido, o el héroe de la desactivación de bombas, en los últimos treinta segundos frente al detonador de cada explosivo. Y al mismo tiempo el autor: notario y tasador de todos estos desperfectos y viajante, pero no hecho para el regreso. Por eso admito sugerencias. Tal que mi sol hurtado pueda reaparecer y los días, con su peculiar tinte de hecho único y veraz.

Porque ahora, ahora me parece todo mentira, falso escenario y pura máscara que oculta un infierno. Y yo, por el momento, sólo soy el hombre con sensibilidad para saberlo. Que más adelante, dos o tres semanas, me cubrirá la lluvia o la arena o ceniza o es que seré yo mismo, hecho llamas, quien se quemará.

Seguro. Vosotros lo veréis a vuestra espalda. Será un rápido fuego.

 


Segor

 

“Mira, ahí cerca está esa ciudad donde me puedo refugiar: y ¡es bien pequeña! Permite que pueda huir a ella (bien pequeña es, ¿no?) para salvar mi vida”.

Génesis, 19, 20

 

En esta ciudad pequeña, y cercada de oscuridad, he de reponerme de un duelo. Porque, confieso, creí desde siempre que habría más vida

que gastar, o más lechos tibios. Creí que, suspendido de los labios de ella, podría esperar. Pero fui llevado a lugar próximo, mientras demolían otra parte de mí. Ya lo veis, mi memoria quedó cristalizada, inapta para mi deleite y muerta, sé que juega un papel definitivo en mi sed. Y este ancho desierto, que va de mi espíritu a mi Nínive, del templo al cuartel de invierno, es mi único paisaje. Cielo abierto es mi cúpula y caen rayos de sol tan pronto como aerolitos, como lenguas de fuego el día de mi huida. Tal que desde entonces, proscrito, no he podido cobijarme más que aquí. Mas sospecho que hay algún Paraíso: sé que sin desierto, sin rocas y sal, y con memoria, soy el hombre completo. Porque quiero forzarte, mi ruina, tengo para partir voluntad y hoy he lazado mi hatillo. He reunido a mi mujer y le he hablado quedamente, y ella quiere seguirme. Creemos que el sitio puede que llegue a morir, contiguo como está a la región destruida, y es que lejos será más sencillo vivir. Con mis hijos, como éste, que ahora os muestro, como mis mañanas templadas por la brisa y el destino claro de estar acorde a tal programa y naturaleza. A mi dios.

 

4

 

Necesito libertad, justo para operar este repliegue a lo básico. Como el almuerzo de uvas y queso en la mañana del primer junio, o que yo espíe en los baños algún cuerpo de mujer. Emoción continua: necesito condiciones simples para el gozo y la negligencia de no considerar ningún pasado y no tener ningún porvenir.

Balneario, fue cuando en tus brazos no accedí a ningún porqué y todo lo oculto —habitualmente— estuvo explícito. Así los montes rehechos del primer diluvio se ven llenos de amapolas y hay perdices por los caminos hasta el grado de poder recolectarlas. Te miro: en ese ángulo en que puedo observarte sin ser visto, pero es muy corto el lapso en que guardo silencio. Tú verás, soy libre atado a ti, encuentro la facilidad idónea para plantear viajes (o para permanecer), para explicarte mis aspectos más oscuros. Pero, ¿qué? Soy sólo esta boca y estas ganas de besar. Soy estos ojos que desean la curva de tu figura, yemas de dedos que temen la trama mórbida de tu piel, y oídos para escuchar, una tras una, tus crónicas. Soy este sensorial estado volcado hacia ti y el mundo en estiaje cumple su función de aureola imperial en torno nuestro.

Transparencia, se descuentan los minutos a un ritmo frenético, del que me ausento tras arrojar el reloj. Luego en la cama bebemos y comemos fruta. Todo a media voz, ahora ya es hablar por hablar, hasta que estemos repuestos. Es decir, tengo libertad, la que tú, solar e higienante, me otorgas.

 

Del libro inédito Viaje a una provincia del interior .

 

 

 


© Ricardo Clemente


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