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Arropado

por Daniel Buzón


Una vez conocí a un trapecista, funambulista o no sé qué coño era. Iba el tío de aquí para allá. Ahora con un circo de un país del este, ahora con otro de Sudamérica. Como esto ya está un poco finiquitado como espectáculo de masas, sus apariciones tenían que ser fomentadas por el ayuntamiento. Además, cierta extravagancia cultural del gobierno, que no se explicaban ni ellos, estaba por el arte popular. Les duró una legislatura.

Él representaba al circo. Y se presentó en el bar de Belvaguada, pongamos, con unos flyers o pasquines anunciándose.

—¿Y cuándo es? —le preguntó el alcalde con la caña delante, con aire de entrometido que pregunta por lo que no le compete.
—Pasado.
—Estos del gobierno... Bueno.

Y delegó al teniente que ipso facto los acompañó a la explanada.

Nuestro amigo se recluyó en su caravana la tarde del día en cuestión, y fue cambiándose espaciadamente mientras oía de lejos las ovaciones desquiciadas que se tributaba a payasos y domadores. Se animó mucho. Cuando llegó su momento atravesó los 10 metros entre el vehículo y la carpa, y sonrió como para sí al taquillero, que le miró como si viera un gorgojo descomunal, pero no el primero. Como si llevara el pobre encima una borrachera de gorgojos descomunales.

Pasó mucho de esa cara. La vanidad le resguardó de la advertencia. Subió por la escalera, y se plantó en lo alto. Las luces que el presupuesto podía encender tenían una palidez entusiasta y realzaban la nebulosidad de graderías oníricamente infestadas.

—Eso es...

Hizo el tipo virguerías. Le parecía estar chupando no sabía qué clase de placenta primordial. Si Dios no, los ángeles tenían que ser funambulistas, o la virgen María.

Terminó. Tuvo un remusgo lateral, demasiado lateral: había sentido, sí, ovaciones y desenfreno saludable, si se quiere, con niños y viejas, pero no había oído de verdad nada. Hasta la cuerda vibró muy suave, pero su tímpano no. Achinó los ojos queriendo atravesar la luz brumosa, y se percató por primera vez de que efectivamente el circo estaba lleno. Caras y caras. Y sin embargo, de hecho, cuando acabó se habían quedado mudos, como si al final quisieran convertir sus filigranas acrobáticas en una vesania espectral.

—Gracias, eh —soltó, con estupidez, desde lo alto del andamio o lo que se le llame, como para animarlos, pero ni mucho menos pretendiendo ironizar.

Nada.

—¿Qué clase de...? —musitó y bajó.

El escenario estaba petrificado debajo de la red, y a lado y lado, desierto de compañeros. Por alguna puerta trasera vio, sin embargo, a alguno que miraba con esa estupefacción indecisa en que entra la gente cuando una situación les descoloca, como desuntanciados. Ahora, a ras de suelo, podía ver todavía menos al público y decidió simular que su actuación se concluía con una especie de paseíllo por delante de la gradería. Aunque a medio trote. Enfiló el corredor alegrando el semblante y un rechinar magnético se le pegó a las sienes. Después, una viscosa hambre infinita. Luego la inercia del trote se acabó y se detuvo. Quiso advertir desesperadamente al resto del público que al menos los niños y padres de la mitad de la primera fila estaban demasiado inmóviles y albos. Para ayudarse a comprender. Pero al alzar la vista le respondió una monolítica concordia y volvió a sentir la misma inversa ovación que lo había animado en la cuerda. No podía decir que no estuvieran, no podía decir que no siguieran el espectáculo. No había ni un solo hueco en los asientos. Muchos se reían, otros se embelesaban, otros sopesaban la calidad de su trabajo, en una parálisis remota, en una ausencia oceánica.

Se encogió sobre sí mismo sin apartarse no atreviéndose a desairarlos. Se le mezclaban en la mente como relámpagos cansados preguntas absurdas sobre el origen de ese público. ¿Fenecieron en mitad de la actuación? ¿Los colocaron ya así? ¿Estaría ahora el alcalde comentando en el final de un claustro la embromada y el escarmiento? ¿Es que, como parecía lo más probable, se vinieron y se sentaron ellos solos, como ahora, ya concluido todo, quizá se marcharían? Sé que, en su recogimiento, con la cabeza entre las rodillas, rompió tontamente a llorar.

 

 


© Daniel Buzón


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