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Tierra en los ojos

por Carlos Pérez Vaquero

 

 

Basado, libremente, en personajes reales

Sevilla, finales del siglo XV

 

 

Aunque hacía más de dos siglos que el rey Fernando había tomado la ciudad y muchos otros monarcas le habían concedido sus favores desde entonces, Sevilla aún conservaba una opulencia más cercana a capitales árabes como Damasco o El Cairo que a la sobriedad de la corte castellana.

Por las calles del barrio de Santa Cruz deambulaban los hijos de los moriscos que huyeron de Granada junto a orfebres y menestrales que vendían en los mercados sus cerámicas y artesanías; mujeres livianas, vestidas con sayas muy ceñidas que se ofrecían a los caballeros que llegaban del norte en busca de fortuna; espaderos, beatas, clérigos, voceros y alcahuetas, componían un crisol de gente variopinta que sabían convivir en una ciudad única.

Cerca de la Torre del Oro, junto a las viviendas de pescadores de Triana, El ojo del amo era la taberna más popular de toda la ciudad. Allí se reunían los oficiales que buscaban marineros para su tripulación y tahúres que engatusaban a los incautos jugando con los dados amañados. Todos bebían vino y se emborrachaban contando sus viejas historias sobre el Preste Juan que luchaba contra los infieles en la Tierra de Salomón o sobre los hombres de Asia que tenían los ojos en el pecho y encantaban a los viajeros con extraños sortilegios. Muchas de aquellas historias las contaban los propios marineros que regresaban a puerto desde lejanas tierras, donde viajaban para negociar con ámbar, canela y alcanfor; otras eran repetidas por mentideros que añadían sus propias fantasías para dar a los relatos un mayor interés: así hablaban del pájaro roc, capaz de levantar un elefante; del líquido negro que alumbraba cuando se prendía o de los monstruos marinos que aguardaban a los más intrépidos que se atrevieran a llegar al fin del mundo.

Manuel, el dueño de la taberna, servía vino en el mostrador cuando llegó su buen amigo, el capitán Martín Alonso:

—¿En esta casa ya no se sirve vino a los conocidos?

—¡Capitán! Sed bienvenido. Cómo me alegra veros por mi humilde taberna.

—¿Qué habéis decidido? —Martín adoptó un tono de seriedad que reflejaba su preocupación—

—Irnos, ¿qué otra cosa podríamos hacer?

—Podríais convertiros —el capitán conocía de antemano la respuesta que iba a darle su amigo pero aún así, creyó oportuno intentarlo.

—No es tan sencillo, Martín; no podemos renunciar a nuestras creencias y dar la espalda a tantos años de tradición.

—Pero Manuel, sabes que aunque recibas el agua de acristianar, en el interior de vuestro hogar podréis seguir rezando a vuestro Dios. Es lo que pasó con los moriscos y... —el capitán buscaba nuevos ejemplos que dieran mayor base a su teoría— Mira a don Luis de Santángel, judío converso y mano derecha de nuestras católicas majestades, o a su confesor, Fray Hernando de Talavera, descendiente de otra familia conversa.

—¡Capitán! No se esfuerce. Si ellos han elegido el poder o el dinero, deberán examinar su conciencia al final de sus vidas. Nosotros no somos como ellos, no podemos servir a dos amos. Dios lo ha querido de este modo y así será.

—¡Qué injusticia, Manuel!

—Es la nueva política de Isabel y Fernando: un solo poder, un solo ejército y una sola fe.

—¿Cuándo vence el plazo?

—El 31 de julio, cuando se cumplan los cuatro meses que nos dieron para ser bautizados o salir del reino.

—¿Ya has pensado qué vas a hacer con la taberna?

—Malvenderla, supongo. Ya he recibido algunas propuestas y, por lo que veo, cuanto más demore su traspaso, peor será su precio.

—No tendrás que esperar, no te preocupes.

—¿Y qué vais a hacer vos? ¿Comprarme el negocio?

—Sí... ¿Tan mala te parece mi idea? Yo puedo entregaros lo que en justicia vale El ojo del amo. Además... —Martín dejó pasar unos breves instantes antes de continuar— He pensado en proporcionaros un barco a ti y a tu familia para que os pongáis a salvo en el Oriente.

—Sois una buena persona, capitán; pero os conozco desde hace tiempo y reconozco esa mirada de impaciencia en vuestro rostro. ¿En qué puedo ayudaros?

—Lees en mí como en un libro abierto —no le gustaba poner a su amigo en ningún compromiso, pero la situación lo precisaba— Ya sé que no es el momento más adecuado pero... necesito hablar con tu mujer.

—¡Teneos, capitán! —bromeó Manuel llevándose las manos a la cabeza— ¿Qué queréis? ¿Vernos presos por la Santa Inquisición o quemados en la plaza de San Francisco por brujería?

—Sabes que no me gusta bromear sobre estos temas, Manuel. Nunca he comulgado con quienes practican la tortura para extraer su propia verdad de los moribundos. Si dependiera del cardenal Torquemada, todos arderíamos en la hoguera acusados de herejía o de cualquier otra bufonada. Seré discreto, te lo juro por mi vida.

—Lo sé, Martín. ¿Qué es lo que ocurre que tanto os acongoja?

—A mi hermano Vicente le han ofrecido un viaje y, aunque al principio dijimos que no; ahora, ya no estamos seguros de lo que debemos hacer.

—¿A dónde os han propuesto viajar?

—¿Conoces al almirante Colón?

—Sólo de oídas. Es ese extranjero que quiere llegar a Catai navegando hacia Occidente, ¿verdad?

—Así es. Ha logrado más de dos millones de maravedíes financiados por Santángel y algunos comerciantes de Castilla y, en las capitulaciones de Santa Fe, ha conseguido el plácet de la reina.

—¿Y os han propuesto tomar parte en la travesía? —Manuel afirmó con la cabeza. La idea no parecía tenerle muy convencido— ¿Y que habéis decidido?

—No lo sé. Me parece una locura pero hace unos días hablé con Alonso de Huelva —el tabernero arrugó el entrecejo al oírle mentar al onubense— Sí, ya sé que no es persona que se granjee tus simpatías pero también él me habló de una tierra al oeste de las islas afortunadas.

—Imagino que ahora ya tendréis metido en el cuerpo la lisonja de sus palabras y la sed de aventura.

—¡Cómo me conoces, querido amigo! A estas alturas de la vida, creo que ya hemos olvidado el ideal de buscar nuevos territorios y descubrir nuevas rutas.

—Eso pensaba yo. Mi mujer está en la bodega con otro antiguo conocido nuestro que, como vos, también quería conocer su destino.

—¿Quién es? ¿Lo conozco?

—Es un joven del barrio que nació junto a la casa de las tenerías. Se llama Juan Rodríguez Bermejo; pero todos lo llamamos Rodrigo de Triana.

—¿Y qué busca? ¿aventura, fortuna, amores...?

—No lo sé. Es un buen joven pero sin demasiada suerte en la vida. Es hijo de moriscos y está curtido en numerosas travesías por la costa africana. Podría seros de utilidad.

—Bien. Cuando salga, entretenlo con cualquier ardid mientras yo hablo con tu mujer. Si las cosas salen como espero, viajará enrolado en mi propia nave.

—Como gustéis. Podéis esperar en aquella sala junto a la alacena. Cuando Sara termine con Rodrigo podréis hablar allí con ella.

—Y después concretamos el precio de la taberna.

—Me parece bien; ahora, aguardad allí porque creo que ya salen.

 

Manuel apuró el vaso de vino que aún tenía a medias y terminó su hogaza de pan ácimo untada en aceite de oliva. Aquella situación le había levantado el apetito.

Sara llegó al poco tiempo, acompañada del joven Rodrigo, hasta la barra donde su marido le hizo señales para que fuese directamente a la alacena.

 

—¿Qué tal, Rodrigo?

—Bien, pero aún estoy algo confuso.

—¿Confuso? —preguntó Manuel extrañado mientras le servía un vaso de vino— ¿Y qué te ha dicho para que te sorprenda tanto?

—Ha sido muy extraño. No voy a poder repetirlo con sus mismas palabras pero me ha dicho algo así como que mis ojos verán lo que nunca ha visto nadie y que mi nombre será recordado por ello. ¿Tú lo entiendes? ¿Qué puedo ver yo que no hayan visto antes miles de hombres?

—¿Y no te dijo nada más? —Manuel rellenó de nuevo su vaso y el joven lo apuró con prisa.

—Le pregunté si se trataba de alguno de los monstruos que dicen que habitan en la terra incognita y me dijo que no; que sería algo bueno que se vería por primera vez y que por eso me recordarían mis hijos y los hijos de sus hijos.

—Bueno —le comentó Manuel al ver la cara de asombro de Rodrigo— ¿No te alegra ir a ser el primero en ver algo?

—Es que...

—¿Hay algo más?

—Tu mujer me comentó que por ser el primero me tendrían que entregar muchas monedas de oro.

—¿Y cuál es el problema?

—Que no ve que vayan a cumplir con su promesa. ¿No te parece todo demasiado confuso?

—Ciertamente. Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—Embarcarme y probar fortuna.

—¿Ya tienes barco?

—No, pero he oído en el mercado que un almirante está buscando marineros en la cuenca de los ríos Tinto y Odiel para formar una tripulación que encuentre nuevas rutas hacia las Indias.

—He oído hablar de él.

—¿Y qué te parece, Manuel? ¿Crees que la tierra es una esfera como dice el genovés?

—Tú mismo conoces la respuesta, Rodrigo.

—¿Yo? —le respondió el joven de Triana, sorprendido de que él pudiera conocer la respuesta de aquel misterio— ¡Válgame el cielo que no! Nunca he viajado más allá del océano, donde el mar hierve y el sol te ciega.

—¡Rodrigo! No te creas todas las historias de cantina que te cuentan. ¿Has estado alguna vez en el cabo de San Vicente mirando el mar a lo lejos?

—Sí. Ya sabes que viví un tiempo en el Algarve.

—¿Y viste a los barcos salir de puerto y perderse en el horizonte?

—No sé dónde me quieres llevar.

—Es muy sencillo: si la tierra fuese plana, como dicen, cuando un barco se alejara de la costa, se vería cada vez más pequeño hasta desaparecer de nuestra vista en la línea del horizonte, ¿de acuerdo?

—Sí. Continúa.

—Sin embargo, cuando observas a un barco alejándose, puedes ver perfectamente todo su casco hasta que está lo suficientemente lejos para distinguir, tan solo, su arboladura y el aparejo; después, verás solamente la vela mayor y el mástil y, al final, cuando ya casi se ha perdido en la distancia, sólo divisarás la vela de gavia y la bandera. ¿Lo entiendes ahora, Rodrigo? O la Tierra es redonda y por ese motivo el barco produce ese efecto o todas las naves se van hundiendo al inicio de su singladura y sabes que eso no es así.

 

Rodrigo meditó las palabras de Manuel.

 

—Entonces, si la Tierra es redonda ¿por eso quiere llegar el almirante a las Indias por Occidente, para llegar antes que los portugueses por Oriente?

—Exacto.

—Eso me tranquiliza.

—Además, te he buscado un barco: La Pinta.

—¿La carabela del capitán Pinzón?

—Sí, la de Martín Alonso Pinzón. Su hermano Vicente guiará La Niña y, si todo sale bien, el almirante Colón gobernará la nao Santa María.

—¿Y de qué depende todo? —preguntó Rodrigo esperanzado.

—De ese hombre que sale de la alacena sonriendo. ¿Cómo fue todo capitán?

—Magnífico. Tengo mucho que hacer porque, si Dios lo quiere, saldremos de Palos el 3 de agosto. Tú debes ser Rodrigo de Triana.

—Sí, capitán.

—Vendrás conmigo en La Pinta y en cuanto a ti, Manuel, mañana vuelvo con el dinero de la cantina, antes de que malvendas El ojo del amo a cualquier truhán del puerto; antes de mi partida volveré para dejar preparada vuestra salida de España.

—Gracias, capitán. Mañana nos vemos.

 

 

La madrugada del 12 de octubre de 1492, Rodrigo de Triana estaba de guardia en la cofa del mástil mayor de La Pinta cuando divisó la costa de la isla de Guanahaní, en el actual archipiélago de las Bahamas, y gritó “¡Tierra, tierra a la vista!”, siendo el primer europeo que veía la costa americana. Como compensación, el almirante Cristóbal Colón prometió entregarle un jubón de seda y 10.000 maravedíes, pero nunca cumplió su promesa. Defraudado por su falta de palabra, Rodrigo viajó a las islas Molucas y, a su regreso, se instaló en el norte de África donde se convirtió al islam.

El almirante Colón falleció en Valladolid el 20 de mayo de 1506 sin conocer que había descubierto un nuevo continente, en la más absoluta soledad, repudiado por sus reyes y despojado de sus títulos.

Martín Alonso Pinzón regresó con éxito del primer viaje colombino pero murió al año siguiente de sífilis, sin volver a tratarse con su propio hermano.

Finalmente, el tabernero Manuel y su familia huyeron a Constantinopla aquel mismo verano de 1492. Como ellos, cerca de 250.000 judíos se vieron obligados a malvender sus bienes y a escapar al exilio donde, a pesar de todo, continuaron pensando en aquella lejana Sefarad y hablando nuestra misma lengua, manteniendo una cultura tan fuerte como su propia fe.

 

                         


© Carlos Pérez Vaquero. Llevo escribiendo desde que era un crío. Comencé con cuentos y masquebreves (microrreltos), pero me fui inclinando hacia los artículos de opinión jurídicos, criminológicos y contables; lo sé, suena apasionante; pero, en serio, creo que consigo entretener y ser didáctico sin perder nada de rigor. A día de hoy, tengo la suerte de haber publicado muchísimo: en más de 500 ocasiones en medios de 17 países. Y, ahora, regreso poco a poco a mi origen: relatos que parecen pequeños entremeses o cuentos teatralizados, no lo sé. Sólo espero que os guste esta historia ambientada en la Sevilla, de finales del siglo XV, y que se sirve, libremente, de personajes reales. Es "Tierra en los ojos".

 


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