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El triángulo

por Jesús Urceloy

 

Incluido en el libro conmemorativo de la
4ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Para María José Cortés, que le gusta.

Aunque las guerras sean así, sé muy bien que María no me perdona haber perdido las manos. Ella me sigue poniendo todas las mañanas el café con leche en la taza grande, y luego me lo va dando cucharita a cucharita. Hasta la última, en que rebaña bien a fondo los granos de azúcar que no se han disuelto, que es como a mi me gusta.

— Tenemos que comer y hay muchas escaleras que fregar. Y con esa mierda de sueldo que te pasan no nos llega— me dice.

Yo retiro los brazos y los pongo bajo la mesa, luego me levanto y miro al patio desde los cristales de la cocina.

— Tienes razón —digo.
— Con la razón no se come — me contesta. Y se da la vuelta y se pone a fregar los cuatro cacharros..

Cuando empezó la guerra yo tocaba mi violín en la Filarmónica. A poco, un día tras ensayar la Tercera de Beethoven me pudo el entusiasmo y corrí a alistarme. Luego me fui a hablar con don Anselmo, nuestro director.

— Por mí, puedes hacer lo que quieras. Es más, si yo tuviera tu edad igual te acompañaba.

Luego se lo dije a María y se puso muy triste. Pero me miró a los ojos y me dio dos besos en cada mejilla.

— Ten cuidado que no te maten, y si te matan, que sea en el bando vencedor.

Volví sin matar a nadie, pero en el bando de los que perdieron. Estando en plena instrucción me estalló un obús en malas condiciones y tuvieron que amputarme las dos manos. Afortunadamente las hostilidades no duraron más que mi convalecencia y coincidieron con mi regreso a casa. María, que no me había visto desde antes del accidente, se alegró mucho, y aunque para sobrevivir, ella había tenido que vender mis dos violines, quedamos en que había sido lo mejor.

— ¿Ves cómo tenía razón? Si te hubieran volado las manos en el bando vencedor ahora cobraríamos tu invalidez tan ricamente, y hasta nos hubieran puesto un estanco.

Enseguida nos fuimos a la orquesta, y allí don Anselmo nos habló de la poca solución que había.

— No te quiero mentir —me dijo— porque siempre fuiste un buen gregario y un buen trabajador, y te tengo afecto, pero lo tuyo tiene poca solución. Se me ocurre que, con una pequeña chapuza, quizá pudieras hacerte con el triángulo. Ten en cuenta que con esto de la guerra ha habido muchas bajas, sobre todo en el bando de la percusión.

Luego le preguntó a María si ella, que había sido modista, guardaba en casa un maniquí. Quedaron en que serrándole las dos manos y pegándomelas a los muñones con esparadrapo se arreglaba bastante bien lo del instrumento.

— Además — añadió María— bajo las mangas del traje se disimularían muy bien.

A mi me pareció de perlas, pero les dije que no había muchas obras con triángulo en el repertorio y que si el sueldo repercutía en la cantidad de conciertos que uno hiciera, la verdad es que cobraría muy poco.

— Tienes toda la razón, hijo —dijo don Anselmo— y estoy pensando en si pudieras compaginarlo con el coro.
— Pero yo tengo muy poca voz.
— Eso no ha de importarte. Como si fueras tú el primero que han enchufado sin saber cantar. Tu a hacer bulto, que es lo que has hecho siempre.
— Bueno.
— Y si hablo con el patronato igual te podemos sacar un pequeño fijo al mes —dijo Don Anselmo mirando a mi mujer.

No sé qué pasa con los que carecemos de manos que la gente no nos mira a la cara. Es como si les diera vergüenza. El del bombo, por ejemplo, que también maneja el xilófono y el gong, cada vez que me pide paso, baja la cabeza. Hasta los avisadores y los utilleros, cuando traen las partituras o colocan los instrumentos, lo hacen como con inhibición, como pidiendo disculpas. No es la primera vez que a causa de esa timidez me han colocado la partitura boca abajo.

A María le hizo mucha ilusión mi nuevo oficio, y cada vez que había que tocar el triángulo venía a verme, tan vestido de gala y tan guapo. Se sentaba en la última fila del lateral y cuando me llegaba el turno de intervenir la miraba con el rabillo del ojo, y veía cómo se encogía en la butaca de pura emoción.

— Has llorado.
— Sí.
— Pero antes, cuando tocaba en el tutti, no te emocionabas.
— No, antes no, es verdad. Entre tanto violín. Pero es que ahora eres solista...

Fue una época feliz. Sobre todo porque cuando se acaban las guerras el repertorio se llena de muchas cosas para banda, mucha marcha y mucha mazurca. Todo muy alegre, que hace que la gente salga feliz y se olvide pronto de los muertos y de las desgracias y de la pobreza. Y a uno le da mucho contento cuando ves salir a la gente silbando y sonriendo, a sabiendas que en casa le espera las mismas lentejas de todos los días.

Luego, la cosa cambia y con el asentamiento de la paz los conciertos se van llenando de obras tristes, llenas de violines y adagios. Y la gente se ve que come otras cosas, que hay más variedad, porque ya no silba como antes ni le cede el asiento a las embarazadas cuando van en metro.

— Ya no vienes a los estrenos —le digo a María mientras miro desde los cristales de la cocina al patio.

La escucho fregar los cuatro cacharros, secarse en un paño y salir al pasillo. Luego me trae el frac y me ayuda a ponérmelo. Yo le intento abrazar y le digo al oído:

—Podríamos tener un chaval.

Y se encoge de hombros y hace como si no llorase.

— Primero ahorramos para tu operación. Ya verás cuando te pongan las manos de látex. Dicen que moverás un poco los dedos.

Salimos al recibidor y María coge del perchero mis viejas manos de maniquí, que cuelgan de sus arneses, y me las pone. Yo ya no tengo dificultad con el abrigo, pero a ella le gusta abrocharme los botones, como si aún fuera un niño pequeño. Se pone de puntillas, me da un beso en la mejilla y me dice:

—Vamos, que te acompaño a la escalera.

 

 

 

                         


© Jesús Urceloy


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