í n d i c e  d e l  n ú m e r o


Lunacon 71
por David Bombai

                                       

… y después de la mortal explosión en la base militar, ya nada volvería a ser lo mismo para el Comandante Mumberg y su escuadrón de soldados de élite. Mientras, a 2.000 kilómetros y 168 paradas para repostar de allí, la decimocuarta convención Lunacon, organizada anualmente por la Sociedad de Ciencia Ficción de Nueva York, tenía lugar con la inestimable participación, este año 1971, de las mentes más privilegiadas que el género literario había visto en los últimos 30 años.

El Dr. Asimov lanzó su maleta al aire para que un botones la cazara al vuelo y se sentó en el vestíbulo a esperar: la Sociedad le había emplazado en el lujoso Hotel Ambassador, en la cuarta con Maine, pero en su lugar apareció Vernon Hankerchiff, el fan que le había estado escribiendo diariamente una carta emocionada desde 1966, incluyendo fines de semana, vacaciones de Hanukah y emisiones especiales de Star Trek. Asimov le miró de arriba abajo y lo que veía no era más que un crío con una sonrisa de oreja a oreja y un bloc de notas que le estorbaba para escrutar mejor las piernas de una italiana espigada que justo entraba por la puerta. Asimov se incomodó, y no precisamente por el calor que desprendía la innovadora moda de las chaquetas de pana; sin embargo, eso no fue causa suficiente para que el chico desistiera en su intento de conseguir el codiciado autógrafo.

— ¿Podría firmar aquí, donde pone “Dr. Asimov, mi héroe y a partir de ahora mi mejor amigo”? – preguntó Vernon con la ignorancia inconfundible de la gente feliz.
— Pues no sé. ¿Tienes 50 dólares que corroboren esa afirmación? – inquirió Asimov, embelesado ahora con el generoso escote de una condesa ucraniana que se despachaba a gusto con el, supuestamente, torpe recepcionista.

No mucho más pudo hacer Vernon por conseguir su ansiado trofeo, ya que los representantes de la Sociedad acudieron finalmente al rescate de su eminencia, llevándoselo a toda prisa con la ayuda de quince joviales y muy convincentes señoritas de compañía. “¡Quién le ha permitido entrar!”, gritaba el Dr. Asimov histriónicamente mientras se alejaba asido a la cintura de una de las jovencitas.

Vernon no faltó al día siguiente al primer acto del Lunacon: unos militares disparaban al público mientras Robert A. Heinlein recitaba fragmentos de su obra más célebre Complot gastronómico en el planeta Kriptus. Un tiro alcanzó de lleno a Vernon, algo que Heinlein, a modo de disculpa por supuesto, comentó desde su atril: “¡Qué bien encajas las balas, chico!”, gritó contento. A continuación, cerró el libro de golpe, se lo tiró a la cara a un fan que se retorcía de dolor y se perdió detrás de la espesa cortina de terciopelo rojo, adornada con logos de marcas alcohólicas y de tabaco. “He conocido a dos de los tres grandes del Fantástico. – pensó Vernon – Ya me puedo morir tranquilo”, lo que de hecho iba a suceder no muy tarde, de no curarle pronto un médico la herida.

Una manada salvaje de fans, entre ellos también algunas personas, correteaba azorada por las dependencias del centro de convenciones: como si de un abogado mediático se tratara, hizo su aparición un frenético Arthur C. Clarke, empujando a todos a su paso, pues llegaba el último y hoy había rancho por un dólar en el restaurante del Lunacon. Un fan pisoteado por las ganas de comer barato del creador de Selenitas con medias de seda, sólo acertó a preguntar, compungido y apenado, “¿Por qué nos haces esto, Arthur?”, mientras Clarke le remataba con sus botas de montar, a la vez que pedía patatas de acompañamiento.

Un hombre con una pipa repleta de marihuana miraba toda la escena desde una esquina: fumaba con parsimonia y tarareaba el tema principal de The Twilight Zone, o viceversa. “Panda de mocosos”, pensaba. El terror se adueñó de él cuando un ensangrentado Vernon Hankerchiff, a trompicones y sin aliento, se le acercó reptando con su bloc de autógrafos, y blandiendo una estilográfica le preguntó: “Es usted Philip K. Dick, ¿verdad? Le he reconocido por la placa con su nombre que lleva en la solapa. Sea bueno y déme un autógrafo. Es que soy un fan”. Dick, horrorizado por la alucinación, además de la preocupante proximidad, le tiró la pipa a la cara y salió huyendo, igual que cuando vio a un extra—terrestre de sus propias novelas aterrizar en Central Park y pedir una doble con queso en el McDonald’s de la quinta con Delaware. “¡O incluso peor!”, gritó Dick en desacuerdo con esta última comparación, mientras salía a toda prisa del centro de convenciones.

“No somos nadie para ellos” sentenció Klaus Brümm, un estudiante de intercambio alemán con un ritmo cardíaco sensiblemente inferior al de cualquier ser humano y un lunar en la mejilla. Salió de la oscuridad para encontrarse con un extrañado Vernon y, encendiéndose el decimocuarto cigarrillo en los últimos cinco minutos, le dijo: “Hemos perdido toda nuestra influencia. Es hora de pasar a la acción”.

— ¡Yo no soy un hombre de acción, yo sólo soy un fan! – respondió Vernon, preocupado por la pobreza infantil, el tercer disco de Santana, las alarmas atómicas, el caos mundial y los escritores que se habían vuelto locos.
— Eso no importa: ellos son profesionales, pero hay que hacerles entender que los que sabemos de literatura en realidad somos nosotros – respondió Klaus preocupado por los satélites chinos, el estrepitoso fracaso de “THX 1138”, la muerte de Coco Chanel y porque el bocadillo de atún que se había preparado para comer no se mezclara con los tres kilos de dinamita que llevaba en su mochila.

El Dr. Asimov apareció en el centro de convenciones rodeado por una maraña imposible de periodistas, académicos de la lengua, azafatas de aerolíneas y celebridades de rebajas. Subió los cuatro peldaños del escenario hasta el atril y se dispuso a dar la que sería la última conferencia de toda su vida:

— He venido a deciros solamente una cosa, y no os va a gustar. ¿Queréis saber cuál es? – pero el público estaba más preocupado por esconderse detrás de los cristales antibalas que por averiguar qué tenía ese loco de patillas blancas entre ceja y ceja – Nos quedan dos minutos antes de que un meteorito colisione con el planeta, cayendo exactamente sobre el Lunacon. Os lo habría dicho tres horas antes, pero tenía una reserva para comer en el Four Seasons.

El público enmudeció, y alguno incluso miró hacia el techo; dos de ellos se preguntaron con cuánta antelación hizo Asimov su reserva, teniendo en cuenta que estaban en temporada alta; y uno comenzó a gritar, seguido de muchos más, emprendiendo todos ellos una estampida hacia la puerta de salida. Pero para su sorpresa, se dieron de bruces con un mortal contratiempo: la puerta estaba cerrada y custodiada por Klaus y Vernon, que con sendos cartuchos de dinamita, proclamaron su venganza contra los literatos.

— ¡Gente de bien, vamos a morir todos! ¡Y es por su culpa! – gritó solemne Klaus, señalando al Dr. Asimov con firmeza y ensañamiento.
— ¡Ya lo sabemos, pero quitaos de en medio, que queremos irnos! – gritaron 952 sujetos al unísono, como si alguien les hubiera escrito literalmente cada palabra.
— ¡Pues eso no va a ser posible! ¡Banzai! – chilló Vernon, prendiendo después la mecha de su cartucho.
— ¡Nos vais a matar! ¡Y el meteorito también! ¡Vamos a morir dos veces! – se desgañitaba un tipo con una camiseta de 2001 y un ocho pistas nuevo en su piso que nunca iba a poder estrenar.
— ¡Dr. Asimov, pero cómo consiguió usted su reserva! – preguntó un fan agobiado, cuya novia estaba descubriendo a cinco manzanas de allí las virtudes del amor libre en compañía de su profesor de yoga.
— ¿No habrán pasado ya los dos minutos?... – se dijo extrañado otro, un agente de la CIA retirado que se había jugado la vida mil veces al otro lado del telón de acero como un elegante y sexy espía, con banda sonora de Lalo Schifrin incluida.

A todo esto, ni el meteorito ha caído, ni la dinamita ha explotado todavía. Lo que nos permite introducir un breve interludio romántico en la historia: a cámara súper—lenta, Vernon se fijó en una chica que gritaba, asustada, pero sin perder ni un ápice de su hermosura, realzada por su tez blanca y su cabellera pelirroja. Vernon se la imaginó pizpireta y divertida, el amor de su vida, y no quiso ser el causante de su desgracia haciéndola volar en mil pedazos, más o menos, pedazo arriba, pedazo abajo.

— Klaus – dijo Vernon a su cómplice —, ¿tú estás convencido de lo que estamos a punto de hacer? ¿Cuántas veces has leído Los aliens tampoco despegan sin diesel? Yo doscientas treinta y siete veces, y voy por la página 42 de mi doscientas treinta y ocho vez.
— ¿Qué intentas decirme? – preguntó intrigado Klaus.
— Les queremos demasiado, amigo mío que no hace más de 3 páginas que te conozco – sentenció Vernon, apagando inmediatamente la mecha de su cartucho.

Al ver que los fans que se habían convertido en fanáticos desistían de su indiscriminado acto terrorista, el Dr. Asimov se acercó a los dos chicos, pero más para estar cerca de las muchas y variadas jovencitas que para mediar en el conflicto. Asimov no pudo estarse de estropear el mágico momento, recordando a todo el mundo, con una estruendosa carcajada, que en esa sala sólo él era poseedor de dos premios Hugo, que era multimillonario y que un meteoro del tamaño de Wisconsin seguía planeando sobre sus cabezas con la intención de enviarlos directamente al Infierno.

Haciendo honor a su nombre, el ejército de élite del Comandante Mumberg hizo su aparición en el centro de convenciones, después de las 168 paradas para repostar, armados con rifles de asalto. Mumberg y sus hombres estaban preparados para disparar sin descanso en dirección a cualquier cosa galáctica que osara perturbar el statu quo interplanetario, incluso si eso propiciara la grata desaparición de casi mil fans de El señor de los anillos. Ni que decir tiene que Robert A. Heinlein se desmayó de la emoción al ver a doscientos americanos uniformados irrumpir en un recinto sin permiso y dispuestos a hacer uso de las armas, como buenos pacificadores.

El meteorito, patrocinado por Commodore, se acercaba fatalmente al Lunacon; poco o nada quedaba ya por hacer. Vernon se acercó a Asimov, le sonrió, le acarició largamente su piel arrugada pero suave, fruto de años y años de peelings faciales en el Salón de Madame Szalenska, en la octava con Madison, a 80 dólares el tratamiento, 3 sesiones por semana, y le habló de esta manera:

— Dr. Asimov, deje que yo le proteja. Permítame interponerme entre el meteorito y usted. Ya sé que no le salvaré de la muerte, y que probablemente mi peso, aunque no exagerado, será demasiado para usted y le dislocará algunas vértebras, pero aún así haré lo posible por mermar el efecto aniquilador en usted.

Asimov no pudo más que soltar una sincera lágrima por el heroico acto de amor que estaba a punto de presenciar, dado que por supuesto iba a aceptar el ofrecimiento del joven y acribillado Hankerchiff.

Mientras, Mumberg y sus hombres iniciaron la ofensiva: dispararon indiscriminadamente contra el meteoro con lo único que les quedaba después del ataque a su base militar, unas pocas balas, dos morteros y tres paraguas, con el resultado de Meteoro 1 – Mumberg 0. El Comandante miró a sus hombres y les dijo: “Caballeros, hemos luchado con valentía, deleitando al Sr. Heinlein. Ahora que vamos a morir, ése tendrá que ser nuestro único consuelo”.

A seiscientos kilómetros por hora descendió el meteorito, que no se paró a saludar a nadie en su caída, y que sin educación ninguna impactó sobre el Lunacon, reduciendo a escombros su estructura, y con ella, a ellos, o sea, a todos.

Uno a uno, y por turnos, fueron entrando en el Más Allá las víctimas del Lunacon: la mayoría se preguntaba cuál era el sentido de la vida y quién les había mandado obsesionarse con la obra de una tercera persona, que además nunca les tuvo ningún respeto; otros, aquellos que no aprenden, se alegraban de haber muerto al lado de sus ídolos; Heinlein y Clarke, que no tuvieron ningún tipo de contacto durante el relato, se saludaron casi por compromiso y, rodeados de fans armados con bolígrafos y primeras ediciones de sus antiguas novelas, se sentaron tristemente a esperar a que una nave nodriza viniera a rescatarlos de esta pesadilla.

Cerca de ellos, Vernon, que cumplió su promesa como buen fan y mejor ser humano, se despertó muerto sobre Asimov.

— Doctor, doctor… ¿Se ha muerto usted a gusto o se ha muerto usted mal? – preguntó preocupado el chico.

El escritor se sacudió algo de polvo y muchas vísceras, y mirando con compasión al joven, le confesó:

— Chico, no me acuerdo de tu nombre, y ciertamente no me importa lo más mínimo, pero quiero que sepas que me has hecho ver una cosa que creía olvidada, y que si lo piensas bien tampoco es tan importante, es más una nimiedad, pero una de las que vale la pena recordar, y más ahora que pasaremos juntos lo que nos queda de eternidad, un par de años a lo sumo. Ahí va: podrás ser el mejor escritor fantástico, el más atractivo y el más rico de entre todos ellos; pero siempre, recalco: siempre, deberás guardarle respeto a tus fans. De lo contrario, quizás algún día uno de ellos te vuele la tapa de los sesos.

Sube la música melodramática, Vernon y Asimov se abrazan, Klaus llora porque Vernon le ha hecho ver lo equivocado que estaba, a la chica pelirroja la guardamos para la segunda parte y… Créditos finales.

 

 

 

©  David Bombai. Mataró, 1978 Periodista—Guionista—Humorista gráfico. GUIONES — Cortometraje "El hombre sin futuro", proyectado en el acto de clausura del DiBa Express'08 (co—guionista y co—director, 2008) — Cortometraje "BioCam" (co—guionista y co—director, 2009) — "Rodado en Servilletas" serie de videoarte proyectada en Barcelona, Buenos Aires y París (guionista y director, 2010) — Largometraje documental “Wert: Presencias efímeras” (guión y dirección, 2010) — Cortometraje "Réquiem al amanecer" (en fase de post—producción, guionista) — Cortometraje "Noche de sábado" (en fase de pre—producción, guionista) — Cortometraje "Todos los guionistas quieren dirigir" (en fase de pre—producción, guionista) — Largometraje "El cura y el veneno" (título provisional, en fase de pre—producción, guionista) PUBLICACIONES ESCRITAS Febrero 2010, nº 315, Revista Quimera: cuento publicado "Sobre la dificultad de encontrar un taxi en Finlandia" — 2008, Revista del loby Un dels Nostres: cuento publicado “Piezas de puzzle bonitas y sangrientas” — Primavera 2004, nº 2, BCN Inside: crítica y artículo “The Cartoonist Draws Delight” publicados sobre la novela gráfica "Viviendo del cuento" de Juanjo Sáez — 2005—2010: Co—Director y editor del diario online de humor "El Muñeco Whisky" — 2003—2006: Co—Director y editor de la revista online "Acapulco66" — 1998: Periodista en el Diari El Punt Maresme. HUMOR GRÁFICO — Actualmente, blog "Gatosperiquitos" con Adrián Crespo (www.gatosperiquitos.wordpress.com) — 1999—2000: viñeta semanal en el suplemento L’Aula (El Mundo). PREMIOS — "Músics Metro BCN", Primer premio en el Festival CL'HIPS 2010 al Mejor Documental Musical (productor) — "Personer Med Paraply", 2º clasificado en el Festival Teaserland 2009 (firmado junto a A. Crespo y M. Wert como Gunnar Sjöberg, co—guionista y co—director) — "Basse", 2º premio en el Saló Internacional del Còmic de Barcelona 1992 (guión y dibujo).



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