EL LABERINTO

A R I A D N A - R C . c om      c r e a c i ó n    l i t e r a r i a

 

[número cuarenta y tres edición primavera 2009]

J U N I O

 

P R I M A V E R A

La primavera es el proyecto fallido de la memoria, como la precipitación del agua al abandonar los neveros. Somos el tiempo que nos queda, lo que dejamos atrás es como “la asepsia parecida a la que experimenta el oro en contacto con el flujo vaginal de la garduña” nada más y nada menos que el descrédito del héroe, como en el poema de Caballero Bonald. Todo lo que ha de venir está por delante y nadie conoce con exactitud la dimensión exacta de los placeres ni de la abulia. En estos tiempos de decrepitud, los deslucidos oráculos tratarán de abrirse paso de nuevo hacia el ágora, acaso de refundir la memoria o el capitalismo sin tener en cuenta las opciones extravagantes que puede ofrecernos el azar o una brizna de hierba abriéndose paso ante un roquedal en mayo. La vida es una treta para acosados, una libertaria decisión que está más relacionada con la dificultad de averiguar la dirección del brote de la flor del manzano que de la tendecia de un valor accionarial en el mercado bursátil. Somos el tiempo que nos queda, y la primavera seguirá siendo el nudo gordiano desde el que arranca siempre de nuevo el tiempo, y en el que “no siempre se favorece esa nauseabunda opción a la inmortalidad que se alberga en los excrementos del héroe”.

 

 


i m p r i m i r 


v o l v e r

 


Elecciones
por Antonio Polo

 

Me han dicho que hay un hombre con una escarapela azul que viene a salvar al hombre.
Un hombre que ha imaginado el atardecer muchas veces bajo un boabab milenario,
el futuro amplio de las avenidas sentado al final de un autobús blanco de Virginia,
y las ecuaciones de tiza cuya complicación da sentido a los astros.
Me han dicho que hay un hombre con una escarapela azul que en realidad es negro.
Quienes lo esperan han visto la chatarra de la desolación en una oficina de empleo,
la crátera con las cenizas de los sueños sobre la marquesina de una agencia tributaria,
el arrebato de las aguas hacia el sumidero donde una mujer alivia cansada los pies.
El mundo gira, se atasca, barruntamos el colapso y entonces da frenético otra vuelta,
otro circunloquio alrededor de la banalidad. Bordeamos la orilla de las playas,
dejamos a los acantilados la jurisprudencia del cinabrio,
la enardecida temperatura del triunfo, el darwinismo de la mediocridad.
Me han dicho que hay un hombre con una escarapela azul que reconoce su debilidad en los espejos,
las súplicas que hay en el sudor de otras manos, la fatalidad escondida tras una sonrisa.
Reconoce su desmedida minoría de hombre solo frente a la impertinencia de los desertores,
el épico infortunio de la persuasión  ante el suicida que ya lo ha visto todo,
la comodidad de los desventurados que se han quedado ciegos ante la testuz del antílope,
la desarbolada presunción de inocencia del primer lunes después del primer domingo de noviembre.

 

 

 

 

 

 

 

 

© Antonio Polo. San Fernando (Cádiz) 1957. Ha publicado distintos trabajos: “Quince líneas” Ed. Tusquets, « Lavapiés » Ed. Ópera Prima; “La vida en Hermenauta” Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias: ”Cuadernos del matemático”, “Luces y Sombras”, “Arena y Cal”, etc. Traducción del italiano “Odore dei racconti” y “Los chicos de Vico Capriata” de Paolo Barsanti, 2006. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II, Madrid. 2001, Premio Villa de Pasaia 2000, San Sebastián; I Concurso de Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro Entre Dos Mundos, Geneve (Francia) 2000, Premio de Narrativa Géminis 1999, Aspe (Alicante); Villa Constitución 1998, Argentina; Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, Barcelona; Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, Segovia; II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Argentina; Premio Constantí de Relatos de Viajes 2004, Tarragona; Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005, Teruel; Premio. XXI Premio Internacional de Poesía El Yantar de Pedraza 2006, Segovia. Constantí de Relato 2006 Historias de la Historia. III Concurso de Relatos Cortos de Viaje 2008.

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Llueven mares/Besarás una lágrima/De cumbres y goces
por Gustavo Marcelo Galliano

 

LLUEVEN MARES

Llueven mares de crisis,
reportan los augures,
empolvando cerebros
con mustias remembranzas.
Soplan vientos de crisis
sentencia del profeta,
muérdago y laureles silentes
disfrazando el albor.
Queman soles de crisis
anticipaba el cacique,
y en tipis de miseria
su extirpe se extinguió.
Mutan eras de crisis
murmuraron las nubes,
y por necios mortales
escogimos ignorar.
Inundan crisis al tiempo
recordaron los patriarcas,
sentados junto a la hoguera
del conveniente olvidar.
Fue la crisis de Crisis,
en capullos desbordantes,
que ensangrentando la seda,
optaron por odiar.
Llueven mares  de rencores,
de semillas fermentadas,
de árboles y pájaros agónicos,
de seres obsesivos cegando hermandad.-

 

BESARÁS UNA LÁGRIMA

He intentado adorarte
pero mi mente ha blasfemado,
huyes por la palma de mi mano,
asilándote entre mis dedos.
He intentado acariciarte
pero los recuerdos muerden,
girando cual esfera
para controlarme, astuta.
Te refugias cristalina
en la salinidad de  una lágrima,
gota centellante en dolor,
desecho invaluable de mareas.

Ruedas desde la mejilla
hasta la brutalidad de mi mano,
convertida en sentencia
de los espejos del alma.
Gota que abruma y agota,
que adormece y  rebrota,
que se hurta algunos sueños
y naufraga en pesadillas.
Gota sensible y poderosa
recubierta de penas y silencios,
la noche te bautiza,
convirtiéndote en manto.
He intentado deslumbrarte
con sonrisa de diamantes,
pero giras escapando,
inconteniblemente  pura.
He intentado besarte
y vano fue el esfuerzo,
huyendo entre mis dedos,
me conviertes en llanto.-

 

DE CUMBRES Y GOCES

Irrumpo en la cima
turgente de tus pechos,
y me deslizo
bañándote de luna.
Por la planicie marfil,
donde tu vientre,
desemboca  afiebrado
en plena tundra.
Y a paso de machete,
embisto enceguecido,
contra la húmeda oscuridad
del Gran Deseo.
Y en el vórtice  fugaz
de lava y fuego,
inundo de semillas tu caverna,
con vértigo ciclópeo, jadeos.-

 

 

 

 

 

 

 

 

© Gustavo Marcelo GALLIANO.  Nacido en Gödeken,  reside en Rosario, Santa Fe, República Argentina. Escritor y poeta, se graduó de Bachiller Universitario en Derecho en la UNR, donde se desempeña en la docencia universitaria y tareas de investigación. Columnista Literario en RMC (Palm Beach, USA) y Corresponsal Especial de la revista literaria Cañasanta (Toronto, Canadá). Sus escritos han sido seleccionados y publicados en prestigiosas revistas y antologías literarias internacionales; Sus poemas y cuentos se han traducido al inglés, italiano, búlgaro, rumano y portugués.

A


Nocturno matilde/Encuentros y desencuentros
por Alejandro Morales Mariaca

 

Nocturno Matilde

De la noche cae el silencio
a beber el perfume de tus manos,
de allí a tus labios sólo mora
la nostalgia, lo sé bien porque
ya he andado ese trecho.

La noche se vuelve humedad,
flujos de sal que alimentan
los sueños de la madrugada.

La noche se hace tu lenguaje,
indeleble frontera de todo secreto.
La noche se hace mujer, falda
y sonrisa, silencio y distancia.

 

Encuentros y desencuentros

Nada útil…
sólo historias remendadas,
nada que merezca ser nombrado.
                                      —no más—

Sólo un llanto que me sabe a elegía,
cuando despertar supone la muerte,
allí, donde tu silencio devora todo
y me vuelve disidente de ti.

Y así como lo es todo lo es nada,
en el inter,
nos destrozamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

©Alejandro Morales Mariaca. Nacido en la Ciudad de México en 1981. Es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública. Escritor, poeta y artista plástico, ha participado en diversos proyectos culturales, incluyendo una  temporada como locutor de radio en una revista cultural. Ha publicado parte de su obra poética en diversas revistas electrónicas. Actualmente colabora en la realización de una trilogía de novelas y un poemario

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Poemas de la esquizofrenia
por Leticia Vera

 

La camisa de fuerza
pasea el hábito
de lamer heridas...
Casi no se percibe
el sonido de la vuelta atrás,
ni el claqué estúpido y vulgar.
Mis siete recuerdos
no tuvieron que ser siete
y en la torre observo
con indiferencia astral
el asfalto en calma,
mientras me comento esta mañana.
Y el aire trae perfume de saltamontes.
Sólo sé sentarme
con las piernas torcidas
a disfrazar papeles de todo un poco
y nada en especial
Eso hago cada lunes.
Ahora.
Antes soñaba
Con criptas oscuras
sombras sucias,
ni siquiera mediocres,
fosa común del intento lamido
millones, trillones,
muchas veces multiplicados
que hacen que desaparezca,
casi por siempre
nuestro gordo ombligo rosado
para flotar en la antesala
del mirar fijamente
y no sobresaltarse con el mundo,
ni caminar aprisa.
ESQUIVO, MIENTRAS AVANZO.
De la acuarela metálica,
surgen rostros desconocidos.
Sus brillos mágicos
parecen recuerdos peligrosos.
¿Quien es toda esa gente?
¿Me buscan a mi?
Yo sólo dormitaba en la estación,
aparentando estar cuerda,
mientras en mi interior esos rostros,
esos rostros miraban y se acercaban.
Merezco morir roída por esos seres,
desaparecer sin rastro
por no parecerme
a lo que en sí es diferente.
La gente me mira y no es gente,
se vuelven rostros,
yo me arrastro y suplico
pero no hay nadie a quien parecerme
que quiera escucharme.
Sólo son rostros.

 

 

Plegué cada prenda con cuidado,
mientras te besaba atentamente.
Luego desprendí mi mano,
desmembré mi pierna,
y trace una espiral perfecta
solo para ti.
En lo extrañamente inmenso
de nuestro mundo ficticio
sólo existe una vez ese momento
de delicadeza absoluta,
en el que de rodillas ofrezco lo que soy.
Pero nadie tuvo nunca pupilas suficientes
para mirarme a los ojos.
Nadie pregunta,
nadie camina por senderos estrechos.
Así Nadie se convirtió en un nombre,
en una ausencia con la que converso
cada día y cada noche,
interrogando su perverso secreto.
Bebemos juntos sin juerga,
y estrechamos el hilo de escalofríos
hasta que ambos volvemos a crearnos
en un círculo indefinido.
No queremos volver a llorar en un rincón
porque las palabras no sirven,
y más allá solo manda lo visible.
Esperamos, conversando,
a que llegue
el cuchillo mas desconocido.

 

 

Nadie sabría decir con certeza
lo que mide una lágrima.
En su mejilla hay una,
del lado izquierdo,
y es tan veloz,
que no puede
perseguirla
con su metro
de medir lágrimas.
¿Cómo se pesan,
cómo se miden
esas cosas?
El aroma a muerte,
trenza sus carnes.
Casi veintisiete
Seroquel de cinco,
sobre la mesilla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Leticia Vera Seves. Madrid. Facultad de Bellas Artes de Madrid. Ilustradora y restauradora.

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Selección – Poemas
por Alberto Gómez

 

¿Qué es de la poesía

al estallar el plomo?

 

Dime qué hacer con todos los poemas

cuando vuelan más cuervos que gaviotas

y marzo deja de ser respirable.

 

Lo dijiste una vez.

Los poemas no levantan escombros,

no curan. No hacen la última llamada

para decir lo siento, te perdono,

siempre os querré. No suturan heridas

ni sirven para hacer un torniquete.

Un poema no resucita a nadie.

 

Temo que era cierto. De nada valen

los versos cuando estalla

el plomo y su humareda,

y los poetas quedan condenados

a repetir, como Eco, sin descanso,

que es falso que sólo sean los muertos

quienes pierden la vida.

 

 

 

Tuvimos, es verdad,

la certeza inocente

de poseer la dicha,

juzgándonos torbellinos eternos,

felices náufragos

en una isla de nadie.

 

Aprendimos a amar los barrotes

o sus golpes suicidas

como perfectos pájaros

cansados de intentar huir de su jaula,

callando la muerte bajo la piel.

 

Pero tú despertaste

-yo siempre aprendo tarde-

y arrojaste una flor

sobre el cercado sueño

de nuestra juventud.

Y a media voz dijiste

con el frío de un arma silenciosa

que nadie sale ileso de la vida.

 

 


Existen noches frías

rondando los veinte años,

espacios para imágenes errantes,

páramos sin máscaras ni testigos;

noches donde la muerte

no es aquel espejismo tan lejano.

Todo es una amenaza:

la infancia, ya remota,

con su apariencia de efímera flor;

la mirada vetusta

y macilenta de lo que vendrá;

nuestros nombres en gritos sin garganta;

la fe como un país deshabitado.

Se regresa a los miedos

nacidos cuando niño

y no es una condena tan horrible

acabar arrastrado por el río

lo mismo que las ramas y las hojas,

oyendo la cascada por venir,

lejos al fin de los huesos roídos

o los sueños que queman,

y hundirse finalmente

con el viejo deseo enmudecido

que nos ata a la tierra.

 

 


Vienes con la sombra de tus palabras

apenas sostenidas por tus labios

antes de derramarlas torpemente

sobre la tarde cerrada, otra tarde

hendida por la misma incertidumbre,

sumada ya a todas las anteriores

como se suman las huellas de cuerpos

en desabridas sábanas de hotel;

tardes de idéntico deseo inútil

apagando el invierno en mi garganta

hasta de tanto golpe quedar mudo,

sin tiempo ya ni nada a lo que asirme

salvo acaso la celebrada dicha

de encontrar nuevamente tus palabras.

 

 

 

 

 

 

 

 

©  Alberto Gómez

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Restauración
por Francisco Jesús Muñoz Soler

 

LLEGAR A ESE PUNTO DIFUSO DONDE PODER

Los dioses saben lo venidero, los hombres lo acontecido,
y los sabios lo que se cierne.
FILÓSTRATO

Llegar a ese punto difuso donde poder
tomar distancia sobre uno mismo
observando al sustentador incardinado
transitando encrucijadas de meandros…
Ser receptor de las vibraciones de lo que se cierne.
Recibir el misterioso zumbido y trasladarlo
al depositario de mi inherente legado
para que cuide mis emociones y pasos
eligiendo el curso adecuado
para el devenir de mis futuros años.
Que al dejar mi incorpóreo estado
ya surcando el longevo camino deseado
la despensa de mi galera se colme
de los más nutritivos conocimientos
afluentes de gozo y tersura para mi espíritu.
En esos parajes de acontecimientos
hallar lo hermoso, lo noble, lo magnífico
saborearlo sin premura, tomándome mi tiempo,
y al llegar a puerto se elevasen las riquezas
que mi alma ansía sobre los silos de Ítaca.

A Mariana Bernárdez.

 

 

ESPADAS HIRIENTES DE ODIO Y PALABRAS

Espadas hirientes de odio y palabras
en la boca y en los gestos
de un amadísimo niño inocente,
canallesca que brama en su animo
la más malvada de las madres,
que maldad o locura
incita a mancillar su dulce boca
y su corazón azul celeste,
tan tierno y hermoso
como el cielo que da descanso
al mismísimo Dios.

 

 

QUÉ MONSTRUOSO ENIGMA SECUESTRA LA TERNURA

Qué monstruoso enigma secuestra la ternura
en hondonadas laberínticas y amargas,
convirtiéndola en alimento para insectos,
ratones, culebras y alimañas.
Qué vientre concibió esa pútrida villanía
transformando las caricias, bellas crisálidas
en hojas secas de pisado follaje,
abono putrefacto de ausencias,
Estéril cuajadura de olvido
que envenena los veneros de los sueños,
fluyente néctar de cicuta de sentidos
agria amnesia de los sentimientos.

 

 

 

 

 

 

 

 

© FRANCISCO JESÚS MUÑOZ SOLER. Nacido en Málaga el 24 de Diciembre de 1.957, ciudad que a resguardado sus días. Es miembro de la Red Mundial de Escritores (REMES), del movimiento. Poetas del mundo, La voz de la palabra escrita y Militeraturas, también a publicado en las Revistas de Literatura digitales Artepoética, Remolinos, Encontrarte, Cinosargo, Letras Nuevas, Palabras de Tramontana, Amigos de la Urraka, Divague, El Laberinto de Ariadna, Herederos del Caos, Perito, 40cheragh , Urraka Internacional, Es hora de Embriagarse, Voces de Hoy, Almiar/Mar de Poesías, Letras, Ariadna-RC Laberinto La Rosa Profunda, Nevando en la Guinea, Espíritu Literario, Laberinto de Togoraz, Pensamientos Likidos, Dulce Arsénico, Contra la Oscuridad, Buracos Quentes, Carrollera, Palabras Salvajes, Antaria, Mondo Kronhela, Efory Atocha, Album Nocturno, Imaginante, Nueva Literatura, Antología Literaria Actual, La Botica, Azul@rte, The Big Thimes, Sinalefa.

Bibliografía: 2008- El sabor de las palabras. Poeta, como necesidad vital y regeneradora de si mismo, al menos hasta que la curiosidad siga alimentando sus sueños

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Se incuba al hombre…
por Liliana María Celiz

 

se incuba al hombre en el recuerdo
en los postigos empapados de la noche (ya no
la claridad en cuanto a flor –los bordes negros-)
el cielo asciende desde el punto de los ojos
(imitación de manos en las cuevas –manos del
revés de la textura de los cuerpos) y él no está
ni ella en la fracción de sí que hace al espacio
entre las sombras

 

 

de imagen sobre imagen en el revés del hombre
en la desembocadura próxima a mi cuerpo
(ya no el tacto es la distancia en el esquema
de caricia o lo frondoso de los sexos desviados
de sí mismos en la desdobladura antigua
del deseo) –no vendrá- la voz haciendo
un vuelco al soliloquio (no vendrá)
tornando el quicio en la templanza
del recuerdo

 

 

la mano desbordada del espejo
(la sucesión de mano en el espejo
móvil que no muestra: ve el páramo
insoluto del silencio- graznidos en la
tarde en la que el cisne ha muerto
y es el colapso de las aves en el círculo
del cielo –circuito desmembrado de las alas
al doble de las alas en el cielo) es la fusión
de las dos manos en el ciclo temporal
del pensamiento

 

 

el agua cae levemente por las cosas
tumultos en la zona de belleza de entre
los musgos mismos en el agua (no el pez
se habla del ave todavía) en la tiritación
del cielo sin las aves en el trasluz
del agua que cae por las grutas en la zona
antigua de las manos y él no está
(haciendo blanco en el silencio) como entonces

 

 

como en calcos los cuencos revertidos de los cuerpos
ayuntados desde el ángulo frontal del pensamiento
como en calcos la bahía por los bordes torneada de las aguas
entre cortezas rotas desasidas de montañas invertidas
en el suelo (el cuerpo cuece arenas como el ave
en la templanza de materia liviana es en la nube
del recuerdo –el padre vuelto al hombre pero no
imbuido de su doble tiernamente el hombre
no es el padre-)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© LILIANA MARÍA CELIZ. Argentina. Premio de la Casa de la Amistad Argentino Cubana, año 1987.Tercer premio en el Concurso Nacional de Poesía organizado por la Emisora Lobos, año 1988. Finalista en el Concurso organizado por la editorial “Argenta Sarlep”, año 1988. Primera mención en el Concurso Nacional de Poesía organizado por la Emisora Lobos, año 1989. Mención especial en el concurso organizado por la Emisora Lobos, año 1989. Publicaciones: O elevación de vos o pensamiento” Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2007. ¿De dónde vienes de mirar tus ojos padre?. Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2000. Del traje de Eva y su manzana (poemas). Buenos Aires, Último Reino, editado con el apoyo económico de Fondo Nacional de las Artes. 1997. Desembocadura, Buenos Aires, Tierra Firme, 1990. Compilación de poemas en conjunto con los poetas Gustavo Baz, Gabriel Rizzola, Carlos González y Chantal Damon. Se editó con el apoyo económico del fondo Nacional de las Artes. En prensa: A los que fueron pájaros. Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2008.

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Conjuros
por Álvaro Guerrero Gabella

 

Conjuro

 

Seamos como niños no se quien dijo
derribemos el laberinto de piedra de la esquina y apretemos los
párpados hasta que ya no se puedan volver a abrir
y haya que acostumbrase a conversar con la madre y los
amigos sin vernos los unos a los otros
Y sabiendo que hay un final, se llene de palabras
así, al traspasarlo, nos sintamos en un bosque que todos
visitamos durante ese mismo día, mas no siempre a la misma
hora
Así volveremos siempre

 

Un mundo desnudo

 

En el armario todavía quedan algunos niños
jugando a las escondidas
y no saben que hace un rato ya
nadie los busca
(“estrella, almohadita, cuando me explican
a Dios imagino a mi madre
acercándose al mar”)
Afuera en el cuarto de tablas, ese armario
es un objeto más
Las niñas frente al espejo se
envuelven en sus vestidos
para salir a un mundo desnudo
(“caballito, a esta hora deambulas por el parque
buscándonos,
Es mejor que el viento y no los días nos separen
Vas por el largo parque llamado cuarto
El cautivo viento llamado espejo
Caballito, adiós te diremos al volver”)
Domingo, calles como pasillos,
Un inmenso cielo en color pastel
Pero allá en el horizonte, nieva
Y las ciudades del futuro están blancas  

 

Poema

 

La tarde de avenida cimentada declinó la factura

de la historia y nosotros comprendimos

sin necesidad de música en el living, la ausente distancia entre la hija, la ventana
        / y el exilio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Álvaro Guerrero Gabella

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El arte de esperar
por Luis Acebes

 

 

Chopin niño

En la cámara
frigorífica del olvido
hay recuerdos deformes que nunca
se descompondrán
y una figurita de “Chopin
niño”
que cree que esas piezas de carne
colgadas de un gancho
son planetas a los que hay que dedicar
nocturnos
para que giren
en medio de la noche
y dejen de ser olvido.
La figurita de “Chopin niño”
no es más alta
que un paquete de tabaco
y, sin embargo,
controla
el termostato de la cámara
con su mirada;
si mira a la derecha
la temperatura baja
hasta que mis recuerdos
se resquebrajan
por dentro
y sus pulmones explotan
dejando ver
esos antiguos charcos
de agua verde
en los que ningún cisne
osaría nadar.
Si mira a la izquierda
comienza el infierno
y empiezo a sudar por dentro
como esa premonición
adolescente
que es invitada
a la fiesta de cumpleaños
de su amada;
“Chopin niño” es un insidioso
digitador
de escalas con la mano izquierda y
cree que eso
le da derecho a matarme.
Frío o calor le manda a mi olvido
y yo
sólo puedo escupir sin mucha fuerza
a la figurita
para mostrarle mi rechazo.
“Deja en paz mi olvido,
principito armónico,
niño polaco”,
le digo.

 

Binomio

El binomio de Newton
es un barco
de cobre
con tuberías que brillan
en la oscuridad
como lo hacían aquellos
monstruos de la playa
de cuando había
tormenta
en algún pueblo de Levante
y miraba (yo)
el horizonte
e imaginaba bestias emergentes
de su misma textura.
El binomio
de Newton
tiene un trono
de porcelana oscura
(impropio de una embarcación
sensata)
para el propio Newton
y sus contemplaciones marineras;
desde él
maneja el mando
de su televisión por cable
de forma
ensimismada y nerviosa,
como esperando encontrar
algún secreto
en las imágenes que ve
de aparatos de gimnasia
que alcanzan la autocombustión
en la soledad irritante de
la noche.
Newton está
cansado
de su barco-binomio,
cansado de elevar
a mas b a la desconocida
potencia
del amor y que luego
nunca
salgan los números

 

 

El arte de esperar

Mi bulbo raquídeo
tiene tres plantas
y un hermoso sótano que
hace las veces
de aparcamiento para las calesas
y las motos
de época
que mis amigos más anticuados
abrillantan los fines de semana.
En la primera planta
está mi despacho,
decorado con telas orientales
(capricho de mi mujer)
y con dos ventiladores de techo que,
además
de mover el aire,
mueven las partículas amarillas
del tiempo
creando luego una capa pegajosa
que he de eliminar
con paciencia
de mi ropa.

Cuando no tengo visitas
o compromisos comerciales
pongo
los pies en la mesa
y me siento
como un arcángel poderoso
con un buen puesto en el
escalafón celestial,
un tipo afortunado
que mira el calendario de peces
y piensa que la vida
es una broma.
Allí han transcurrido
gran parte de mis días:
los gomosos y los otros,
los de aspecto aterciopelado y
los que esconden
antiguas cuchillas de afeitar
entre sus dedos.
No escucho música,
no hago ritmos con la mano
sobre el tablero
de exótica madera:
sólo callo
y espero
mecido por las corrientes
de mis océanos
internos
que pugnan
por las mejores tipografías
de mis mapas.
Quiero poner un cartel informativo
a la entrada
de mi bulbo raquídeo
para que la gente
que viene
a verme
no se pierda
por los interminables corredores
y acaben
en el despacho
de algún muerto
que sostiene todavía
caliente
su taza de te
en la mano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Luis Acebes (Madrid, 1966) cursó estudios de derecho y periodismo. Ha desarrollado, desde 1987, su carrera profesional como creativo publicitario en agencias multinacionales de Madrid y Barcelona. Ha publicado un libro de poesía (MÚSICA LIGERA. Ed. Poesía eres tú. 2008) y prepara la publicación de su primera novela, LOS DÍAS DEL MUNDO; además colabora habitualmente con revistas literarias de España y América Latina.

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Selección de poemas
por María José Mures

 

Abriendo página

Abriendo página
que no termina
abriendo espera
descargando…
nada descarga,
pero cargo
con el vacío.
Vi…
da tus palabras
son
muerte si no descargan.

 

Para un jueves

Para un diez de enero
del año ―que yo también empiezo a dudar―
¿será mañana?
Estaré quiescente para besarte
al final de tus palabras.
Un diez de enero
para nuestras vidas.

 

Principio sin Arquímedes

Dame una palabra
de apoyo y moveré la Tierra.
Dame ADN
y que se caiga el mundo.
Dame el rincón
donde tus piernas
apuntalan la noche.

Me cuesta mi vida

 

Abro los ojos, invades los míos,
la mañana amenaza
con un trozo de rutina.
No estás…
cuesta la vida,
así la tarde, la noche y más, tu ausencia.
Todos los cuartos descompletan el día.
Teníamos aviso de ausencia
el peor de los tornados que no torna.

 

Sin ángel

Me quedé sin ángel
se desplumó solo,
se quitó las alas
y salió volando
y con ellas
ni siquiera escribió.
Ángel caído y estrellado.

 

Así

Que cómo quiero,
si eres tú…
como tú quieras
si soy yo siempre da igual
ni pasión barroca
ni devaneo rococó.

 

Tiresias

Quiero ver tu desnudo
pero no lo de Tiresias.

 

No es mío

Las palabras no hablan
si queremos amar sin palabras.
Contemplarte es empezar a amarte,
así empezó el fin…
te busco por calles de puerto
para tocarte, recobrar fuerzas como Anteo.
Puede que no tenga corazón
porque ya no es mío.

 

Diario

Pedí colaboración para un diario íntimo
pedí esclavo y escriba.

 

Sirena muda

Nadie acompaña
los días saltan con sus alarmas
una mano abierta
acalla sirenas demasiado mudas,
sin trapos atrapada
sin garras agarrará
el día queda sin horas.

 

 

 

 

 

 

 

 

© María José Mures

A


Los días de ayer
por María Aixa Sanz

elle

Ella está sentada en una esquina del salón, la han dejado allí junto a la ventana para que mire al exterior. Está sentada en una esquina del salón, sola, como un mueble obsoleto o un estorbo. ¿Cuándo se rompió su vida? ¿Cuándo se rompió su memoria? Nadie la escucha puesto que para todos sus frases no son coherentes, ella solo habla de los días de ayer. Todavía conserva en su rostro la mirada dulce de la niña que fue, la piel de la cara se mantiene tersa, pura, suave en cambio la piel de sus manos y de sus brazos se han convertido en algo tan frágil como un papiro guardado en la Biblioteca de Alejandría. Dicen que no habla, pero no es cierto, dicen que habla sola o que le habla al aire y no es cierto: ella le habla algún ser de su pasado alojado en su memoria, esa que ha olvidado el presente y se ha refugiado en los días de ayer. Ella está más a gusto, agazapada en la realidad que no partió, en esa realidad que se quedó inmaculada y detenida entre su infancia y su última juventud madura. Ella, habla de como corría por las calles de polvo, de como bebía del agua fresca que discurría por el arroyo del bosque, ella habla de lobos y de príncipes pastores, de almas muertas y de niños con la rodillas destrozadas, de hambre, de leche en polvo, de escasas onzas de chocolate, de lazos en el cabello, de muñecas de cartón, de veranos de trasiego... Dicen que no habla y no es cierto, su memoria ha escogido su tiempo porque tal vez no le gustaba lo que estaban viendo sus ojos o tal vez porque para que siga existiendo el mundo, algunos seres deben dejar de recordar los días de hoy, para dejar espacio a los recuerdos jóvenes. Quizás el Universo sólo tenga un una capacidad limitada de memoria, y sea ley de vida o indispensable que haya gente como ella que olviden, quizás en el Universo se inventaron los libros donde se escriben y se cuentan historias con ese mismo fin: el de dejar memoria libre para que el resto pueda seguir con sus vidas y pensar que el Alzheimer es una enfermedad caprichosa. Pero ella sigue siendo la mujer de siempre: suave, ligera como el algodón, ella no es un estorbo, ella es una mujer a la que a veces se le enciende una luz en su cabecita y reconoce un rostro, recuerda un nombre o formula un pregunta sincera y “coherente”. Ella es la misma mujer de siempre, que quizás solo le está haciendo un favor al Universo. ¿Quién sabe?


(Ilustración: Carl Holsoe)

 

 

 

 

 

© María Aixa Sanz. (España, 1973) Escritora valenciana. Tiene publicadas las novelas "El pasado es un regalo" (2000), "La escena" (2001), "Antes del último suspiro" (2006) y "Fragmentos de Carlota G." (2008). En mayo del 2008 publica el ensayo "El peligro de releer", recopilatorio de los artículos literarios, con los que colabora en diversas revistas de España y Latinoamérica. Ganadora de varios premios de narrativa breve, relato y cuento en distintos idiomas. http://mariaaixasanz.blogspot.com/

A


El futuro presidente
por Blanca del Cerro

 

            Mesa de caoba larga y majestuosa, sillas muy cómodas recién tapizadas en tonos verdes para el descanso de la vista, una grandiosa alfombra persa en el suelo, dos espejos venecianos, cuadros de cotizados pintores en todas las paredes del gran Salón de Juntas, lujo y señorío pululando alrededor de los cuerpos, y en al aire, un perfume indefinido a flores, jazmines, tal vez rosas, o quizás una mezcla de ambos. Ante cada uno de los componentes del Gran Consejo de la Nación, una copa de cristal de Bohemia con un exquisito vino de cosecha casi exclusiva y varias fuentes repletas de canapés de salmón noruego y caviar Beluga.
        Algo muy tenue, como un bisbiseo de sombras oscuras, se colaba por los resquicios de las ventanas cerradas.
        - Creo que ya tengo a nuestro candidato –exclamó repentinamente Don Ginés Navalbuena, Vicepresidente del actual Partido en el Gobierno de aquel pequeño país rodeado de montañas.
        Todos volvieron la cabeza y lo miraron expectantes.
        Don Ginés era un hombre triste, de ojos oscuros y pequeños y mirada algo estrábica. Al igual que sucedía con todos los asistentes a la reunión, llevaba desde tiempos inmemoriales militando en el Partido, el PAPYLLA, Partido del Pueblo y la Llaneza, establecido en el poder, evidentemente mediante elecciones democráticas, desde hacía treinta y dos años. Don Ginés se sentía agotado tras tanto tiempo de entrega absoluta a su nación pues, como él decía con harta frecuencia: “El poder no corrompe, solamente cansa”.
        A ellos, los allí presentes –los componentes de la cúpula del Partido, exceptuando al Presidente-, casi todos en las mismas circunstancias que Don Ginés, se les había presentado un pequeño problema, pequeño pero importante: carecían de candidato para las próximas elecciones. Lo cierto es que no carecían de candidato propiamente dicho, ya que había donde escoger, sino de un candidato manejable.
        - ¿Podemos saber quién es? –Preguntó Doña Bonifacia Salmida, a quien todos llamaban cariñosamente Boni.
        Doña Bonifacia Salmida, el pelo rubio teñido y la mirada clara, estaba al frente de uno de los tres nuevos ministerios creados por el anterior Presidente del Gobierno, el MAMI, Ministerio de Asuntos de Máxima Importancia que, al igual que sucedía con el MUSLITO, Ministerio de Urgencias y Servicios de Libertad y Tolerancia, y el MEMO, Ministerio de Enseñanza de Memorias Olvidadas, desempeñaba un papel fundamental en el bienestar de los ciudadanos.
        Don Ginés observó a sus compañeros con los ojos entornados. La idea del candidato había surgido realmente de su hijo menor, un chaval de diez años, rubio y alegre, aunque no demasiado inteligente a causa de una meningitis mal curada, pero al que mimaba y adoraba. Fue él quien, en el transcurso de un paseo por el parque zoológico, le inspiró dicha idea con una serie de, a su modo de ver, acertados comentarios sobre lo que iba observando.
        Y Don Ginés pensó: “¿Por qué no?”, mientras que, a lo largo del fin de semana, maduraba aquella posibilidad incrustada en su cerebro, llegando a la conclusión de que ocurrencias tan brillantes sólo podían albergarse en una mente como la suya. Al fin y al cabo, llevaba más de treinta años liderando el país en la sombra y casi todas las grandes ideas habían surgido de su privilegiada cabeza. No importaba que no tuviera estudios, ya que ni siquiera había terminado su carrera de Empresariales, una nimiedad que carecía de interés. Él era la encarnación del poder y lo demostraría.

  1. Creo que nuestro mejor candidato podría ser…

        La frase quedó temblando en el aire arropada por los ojos de los presentes.
        Aquellos hombres y mujeres eran su propia obra, estaban de su parte y aceptarían todo lo que sugiriese. Lo sabía y se enorgullecía de ello. El electorado, los votantes, los afiliados a su partido, no representarían ningún problema. Él los manejaría, como había hecho desde los tiempos en que, escalando paso a paso los peldaños de la jerarquía, se había instaurado en lo más alto: el poder en la sombra, lo cual significaba el verdadero poder ya que, en caso de problemas, las culpas siempre recaerían sobre el Presidente.
        Don Ginés se sentía rebosante de orgullo.
        El único elemento un tanto problemático de los allí presentes tal vez fuera el Secretario del Ayuntamiento, Don Horacio San Silvestre, pequeño y regordete, demasiado honrado y cabal para desempeñar el puesto que se le había encomendado. Pero no le cabía ninguna duda de que él, Don Ginés, se las ingeniaría para solventar cualquier dificultad, como siempre había hecho a lo largo de tantos y tantos años de impecables servicios.
        La tibieza de la tarde acariciaba los cuerpos tiñéndolos con un manto malva de suavidad y dulzura.
        - Creo que nuestro mejor candidato podría ser –continuó bajo la atenta mirada de todos- podría ser… Eleuterio.
        Al escuchar aquel nombre, en los rostros de casi todos los presentes se dibujó una sonrisa, sin duda de aceptación o complicidad. Algunos, los menos, permanecieron expectantes, como si no creyeran las palabras que habían escuchado, ausentes de gestos o de reacciones. Parpadearon asombrados y la posible duda que pudiera recorrer sus entrañas no duró más que un segundo. Entre ellos, tan sólo una persona, Don Horacio San Silvestre, abrió mucho los ojos y la boca, se aferró fuertemente a los reposabrazos del sillón hasta sentir dolor en las manos, y permaneció mudo, anonadado, obnubilado, pensando que no era cierto lo que había oído de labios del Vicepresidente.
Una sombra oscura, en forma de diablo retorcido, acarició la piel de los participantes en la reunión, desapareciendo poco después tal y como había llegado.
        Transcurrieron varios minutos de silencio absoluto. Unas cuantas gotas de quietud cayeron lentamente sobre los hombres y mujeres reunidos en la gran Sala de Juntas del edificio de la Presidencia, y un suave aroma a jazmines y rosas impregnó sus cuerpos cansados, agotados por el insigne trabajo que desempeñaban.
        Fue Doña Bonifacia Salmida, Ministra del MAMI, quien interrumpió la catarata de pensamientos:
        - ¿Te refieres a…? –Preguntó con un hilillo de voz-. ¿Te refieres a… Eleuterio? ¿Nuestro Eleuterio?
        - Por supuesto. ¿A quién iba a referirme? –Respondió Don Ginés muy orgulloso.
        - ¿Hablas de… Eleuterio, nuestra mascota?
        - ¡Pues claro que sí! ¿Tenemos algún otro Eleuterio?
        Por los rostros de casi todos los presentes se esparció una sonrisa callada y socarrona.
        Los pensamientos, hasta ese instante desbaratados, se unieron y reunieron, como siempre, y empezaron a formar una masa compacta de acuerdo, aceptación y servilismo. También como siempre. Entre ellos no podía existir la posibilidad del pensamiento individual ya que supondría una verdadera catástrofe. Nadie imaginaba a nadie pensando por sí mismo. Una vez tejidas y aunadas, las ideas incrustadas en sus cabezas formaban un tapiz uniforme imposible de descomponer.
        Fue una vez más Don Horacio San Silvestre, con su voz aflautada y su cuerpo rechoncho, quien dio la nota discordante.
        -  ¡¿Pero cómo es posible?! –Exclamó levantándose furioso del sillón y dando un golpe con ambas manos sobre la mesa.
        Todos le miraron con los ojos cargados de pena, o quizás de compasión. Siempre él. Siempre se oponía al consenso de los demás. Siempre protestaba. Siempre estaba allí para contrariarlos. No era la primera vez, pero tal vez sí la última, pensó Don Ginés, porque estaba un poco harto de aquella molesta oposición. ¿Por qué no se marchaba del Partido si tan en contra se mostraba? ¿Por qué permanecía con ellos? ¿Por qué no se limitaba a pensar como todos? Sería tan sencillo…
        - ¿Cuál es el problema, Horacio? –Preguntó el Vicepresidente impregnando su voz de matices solapados de cadencias.
        - ¿Cómo que cuál es el problema?
        - Explícate, por favor, porque ya estamos un poco cansados y me gustaría ir a comer.
        - ¿Pretendes decir que vamos a presentar a Eleuterio, nuestra mascota?
        - No pretendo decirlo. Lo he dicho.
        - No… no lo puedo creer.
        - Pues créelo.
        - ¿¡A un chimpancé!? ¿Un chimpancé como candidato a la Presidencia del Gobierno?
        - Claro.
        - Pero… ¿cómo que claro?
        - ¿No te parece una idea absolutamente genial?
        El rostro de Don Horacio San Silvestre se había tornado rojo como las amapolas. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Tal vez aquellos hombres y mujeres que le rodeaban se habían vuelto locos de repente, habían sido acorralados por una alucinación mental transitoria o un ataque de demencia general.
        - Pero… pero… ¿Cómo es posible que pienses así? ¿Y los afiliados? ¿Qué dirán nuestros afiliados?
        Don Ginés Navalbuena, Vicepresidente del PAPYLLA y del país, respondió sin abandonar la sonrisa:
        - Nuestros afiliados dirán lo que nosotros queramos que digan.
        - Pero… pero… -La incredulidad y la indignación atascaban las palabras en la garganta de Don Horacio.
        - Siempre ha sido así y siempre lo será. –Continuó tranquilamente Don Ginés.- ¿Acaso alguien lo ha dudado un momento? Bueno, parece que sí, parece que tú, Horacio, siempre estás dudando de nuestras grandes ideas y de nuestras correctas decisiones. Parece que tú, Horacio, te apartas del consenso general. Y esto, te recuerdo, es una democracia completa y absoluta, y tú debes pensar como la mayoría.
        - ¿Qué tiene que ver la democracia con lo que acabas de exponer? La democracia es algo mucho más serio que…
        - La democracia tiene que ver con todo lo que hacemos y la labor que desempeñamos.
        - Ginés, una cosa es pensar como la mayoría y otra…
        - ¿Qué ocurre, Horacio? ¿Otra vez en contra?
       - Pero, Ginés… ¡un chimpancé! ¿Qué pensarán más allá de nuestras fronteras? ¿Y la oposición? ¿Y el mundo? ¿Y el resto de los países?
        Sin perder nunca la sonrisa, y encogiéndose de hombros, el Vicepresidente respondió:
        - Eso, en realidad, carece de importancia.
        Don Horacio San Silvestre llegó instantáneamente a la conclusión de que resultaría inútil cualquier intento de insuflar una gota de cordura en aquellos seres. Con la ira y la indignación reptando por sus venas, plegó los labios, apretó los puños, recogió sus papeles, echó atrás el sillón en el que había estado sentado y empezó a caminar hacia la salida a pequeñas zancadas, pues siendo piernicorto no podía darlas más grandes, mientras murmuraba bajito: “¡Dios mío! Un chimpancé… un chimpancé…”
        Todos los allí presentes le siguieron con ojos turbios, pensando colectivamente que aquel hombre era y sería una cruz que deberían soportar hasta el mes de octubre en que tendrían lugar las próximas elecciones momento en el cual, sin lugar a dudas, sería destituido por disidente.
Una vez cerró la puerta, con la poca furia que podía desplegar un ser tan insignificante como Don Horacio, Don Ginés esperó a que el eco de aquella presencia fuera desapareciendo en la lejanía, se acercó suavemente a Doña Bonifacia y le susurró al oído:
        - Recuérdame, Boni, que mañana nos deshagamos de ese individuo.
        El sonido ya imperceptible de los pasos quedó quebrado en el aire entre un suave aroma de jazmines y rosas.
        Don Ginés se llevó un canapé de caviar a la boca, apuró su copa de vino y mirando detenidamente a todos los que conformaban el Gran Consejo de la Nación, preguntó despacio.
        - ¿Alguna otra objeción a la propuesta?
        El silencio se adueñó de los cuerpos y de las almas de aquellos seres tristes, mientras un temblor seco atravesaba el espacio.
        - Está bien –dijo Don Ginés tras esperar unos segundos.- Queda acordado por unanimidad que el próximo candidato a la Presidencia del Gobierno será Eleuterio.
        Se detuvo unos instantes escudriñando el entorno, pero continuó de inmediato para que nadie pudiera interrumpirle con ningún tipo de comentario.
        - Es evidente que hay que trabajar de firme pues tenemos mucho que hacer al respecto. En primer lugar, necesitamos un apellido para Eleuterio, ya que no podría presentarse sólo con su nombre. ¿Estamos de acuerdo?
        Todos asintieron.
        El aire, suave y etéreo hasta el momento, se iba cargando de miseria y humo.
        - Yo había pensado –siguió el Vicepresidente- en un apellido sonoro y majestuoso. Algo así como… Rovirosa de los Madrigales, Rodrigal de las Altas Torres, o similar, y algún que otro añadido, que suene bien y tenga fuerza.
        - Me gusta –apuntó Don Diego Colentes, Ministro del MUSLITO, quien no había abierto la boca durante toda la reunión-. Me gusta Rovirosa de los Madrigales y algo más.
        - A mí también –corroboró Doña Juana Delado, adjunta y mano derecha de Doña Bonifacia, quien hacía las veces de Secretaria de la Junta.
        - ¿Estamos de acuerdo entonces?
        Todos asintieron.
        A partir del momento en que fue decidido por unanimidad el próximo candidato a la Presidencia del Gobierno, el Consejo de la Nación en pleno se lanzó a estudiar los detalles relacionados con la presentación de Eleuterio, así como a trabajar en las múltiples facetas, cuestiones, asuntos y elementos que tan grandiosa labor conllevaba.
        Durante semanas, e incluso meses, los insignes miembros del Consejo de la Nación, en un perfecto e inalterable consenso jamás cuestionado ni puesto en tela de juicio, fueron perfilando todos y cada uno de los cientos de aspectos que conllevaba el delicado trabajo destinado a preparar, aleccionar, entrenar y enseñar a Eleuterio. Y Eleuterio, simpático y nervioso, fue sometido a múltiples pruebas entre las cuales se incluían protocolo, vestuario, maquillaje, peluquería, recepciones, saludos, besamanos, y un largo etcétera imposible de enumerar al completo.
        Eleuterio, un simio despierto e inteligente, aprendió a comer en una mesa, a utilizar perfectamente los cubiertos, a comportarse con rectitud, a permanecer quieto y en silencio, a obedecer las órdenes que se le impartían, a saludar moviendo la cabeza, a dar la mano, a simular que escuchaba y entendía las palabras pronunciadas por otros, en resumen, Eleuterio fue cuidadosamente aleccionado para comportarse con total rectitud. El Vicepresidente se sentía realmente orgulloso de los progresos realizados. El único problema existente era que, pese a la inteligencia del chimpancé y pese a cualquier esfuerzo humano, Eleuterio, por muchas lecciones que recibiera, desafortunadamente no podía hablar, siendo ésta una cuestión a la postre poco problemática ya que, según la idea de Don Ginés y sus allegados, siempre habría alguien que lo haría por él.
        A medida que transcurrían las semanas y el candidato aprendía diligentemente en manos de sus entrenadores, la euforia de Don Ginés crecía a pasos agigantados.
        Una vez solventada la cuestión del aprendizaje de Eleuterio, otro asunto a tener en cuenta –aunque sin ser de máxima importancia- era el electorado. Tanto Don Ginés como sus secuaces estaban absolutamente convencidos de la inexistencia de problemas con sus afiliados. Los afiliados del PAPYLLA, la práctica mayoría del país, estaban unidos por un pensamiento colectivo que, evidentemente, era el del Partido. Y ellos pensarían siempre lo que el Partido deseara. Ocurriera lo que ocurriera –y mucho había sucedido durante aquellos años- estarían a su lado. En las épocas de crisis –no por culpa del Gobierno, evidentemente, sino de factores externos-, en las épocas de bonanza –en este caso gracias a la gestión del Partido-, en las épocas intermedias, en las épocas claras, en las épocas oscuras, cuando habían surgido problemas, ellos, sus afiliados, se habían mantenido firmes, incólumes, fieles, leales hasta la saciedad y, fuera cual fuera el comportamiento del PAPYLLA, se mostraron conformes y a su favor. Nadie concebiría que ocurriese de otra manera.
        El arrullo de la primavera empezó a dar paso al calor pegajoso de un incipiente verano que amenazaba con desgajar los cuerpos, como siempre sucedía en aquel pequeño país rodeado de montañas.
        Transcurrieron los días y las semanas rebosantes de trabajo. Se acercaba el día de la presentación del candidato. Don Ginés y su camarilla, un poco nerviosos, un poco desbordados, se sentían pletóricos de emociones.
        Y las horas ingratas, excesivamente veloces, tragaron con ansias la vida, hasta que llegó el gran momento.
        Aquella tarde de flores suaves y luces silenciosas cayendo lentamente desde la cima de los montes cercanos, el Partido había convocado una concentración de sus afiliados y simpatizantes en el Parque Nacional José María Himerosa, así llamado en honor a uno de los mejores alcaldes habidos en la Capital. Desde primeras horas de la mañana, miles de personas empezaron a ocupar los bancos, sillas, parterres y senderos del parque. Cientos de autocares, llegados desde los más recónditos rincones del país, y fletados expresamente para la ocasión –evidentemente, con coste a las arcas del Estado- atestaban las calles circundantes. A las tres de la tarde, pese a que ya no cabía un alfiler en el recinto, seguía aflorando gente, debido a lo cual fue necesario habilitar los alrededores de la zona, más allá de las altas verjas que rodeaban el parque, para que todo el mundo pudiese participar en el gran evento. La multitud se apiñaba ansiosa. Fueron repartidos bocadillos y bebidas –evidentemente, con coste a las arcas del Estado-, además de banderas, enseñas, panfletos y octavillas. La tensión y la emoción, guardadas en el fondo de las almas a lo largo de meses, se palpaban en el ambiente.
        A las siete de la tarde, momento en el cual tendría lugar la presentación del candidato del PAPYLLA, el parque y sus alrededores se asemejaban a una marea informe de cuerpos y almas desbaratados. Hombres, mujeres y niños de todas las edades, estados y condiciones, se apretaban unos junto a otros a la espera de una ilusión excesivamente bien guardada. Una orquesta formada por quince o veinte músicos –evidentemente, con coste a las arcas del Estado- deleitaba a los participantes interpretando alegres melodías que nadie escuchaba. Los corazones de todos latían rápidos, especialmente los de Don Ginés Navalbuena y sus secuaces a quienes los nervios empezaban a traicionar con tantos y tantos elementos bajo su atenta revisión.
        El candidato a la Presidencia del Gobierno, siempre de la mano de alguno de sus entrenadores, fue elegantemente vestido con un traje gris marengo, una camisa blanca y una corbata a azul, todo ello a juego con el fin de causar la mejor impresión a las almas que allí esperaban.
        Nubes de colores paseaban indolentes por el cielo.
        Miles y miles de personas esperaban ansiosas la aparición del candidato, que se había mantenido hasta entonces en riguroso secreto.
        Eleuterio fue cuidadosamente peinado, perfumado y aleccionado.
        Había llegado el momento.
        Un temblor sereno y casi palpable recorría los cuerpos de todos y cada uno de los presentes en el acto, como un trallazo compuesto de soledades compactas.
        El grupo de músicos interpretó el himno nacional, lo que hizo que la multitud apiñada redujera el sonido de sus voces.
        Don Ginés Navalbuena, correctamente vestido con traje azul oscuro, camisa clara y corbata roja, apareció en el escenario, subió a la tarima dispuesta para los oradores, colocó sus papeles sobre el atril y se dirigió a los ciudadanos.
        - Compañeros y compañeras –comenzó diciendo tras comprobar sonriente que su poder de convocatoria no había quedado mermado en absoluto, sino al contrario, que su fuerza seguía firme, que ellos, sus súbditos, estaban donde él quería que estuviesen. No había más que extender la vista y comprobarlo.
        Los ojos de la multitud gritaban adoración.
        - Apreciados compañeros y apreciadas, compañeras, queridos amigos y queridas amigas –continuó diciendo-, estimados afiliados y estimadas afiliadas de nuestro gran Partido. –El silencio empezó a aposentarse entre la masa-. Nos hemos reunido aquí, por fin, después de tanto misterio y de tanto secreto   –no por culpa nuestra, evidentemente, sino de las circunstancias-, para daros a conocer a nuestro próximo candidato a la Presidencia del Gobierno.
        Los miles y miles de personas allí presentes comenzaron a beber las palabras de Don Ginés.
        - Como podéis comprender, y no os quepa ninguna duda de ello, hemos procurado elegir lo mejor y lo más adecuado para el pueblo, para vosotros, que sois los que realmente formáis la verdadera realidad del país, los que trabajáis firmemente por su bienestar y los que hacéis que todos juntos estemos a la cabeza del mundo.
        La multitud estalló enfervorizada en millones de aplausos y vítores mientras que en la mente Don Ginés, sin perder nunca la sonrisa, reposaba un pensamiento: “Ya están en mis manos. Siempre ha sido sencillo lograrlo”.
        - Sois vosotros, y únicamente vosotros, los que ocupáis nuestras vidas y nuestros corazones, los que nos hacéis luchar por ser los mejores y avanzar firmemente hasta la cima, los que movéis la vida de este gran país, los que insufláis en nuestras almas el deseo de seguir adelante. –Se detuvo unos instantes para dar un mayor énfasis a sus palabras-. Porque, sin vosotros ¿qué seríamos nosotros?
        El Vicepresidente se vio en ese instante interrumpido por muchos más aplausos que la vez anterior, ahora acompañados de gritos y vivas. Las gargantas rugían.
        - Por eso, por vosotros y pensando exclusivamente en vosotros, es por lo que hemos elegido al candidato que vamos a presentaros a continuación. Por vosotros, por vuestro bien general y particular, por el bien de vuestros hijos y de vuestros nietos, por el bien de vuestras familias, por el bien de vuestra economía, por vuestro bienestar que es y será siempre el nuestro.
        “¡Viva Don Ginés!”, “¡Viva el pueblo!”, “¡Viva el Gobierno!”, ¡Viva el Partido!”. Millones de voces reventaban en el aire. Los brazos levantados, los cuerpos rebosantes de orgullo, las manos buscando otras manos, los ojos brillantes de emociones sublimes.
        Don Ginés Navalbuena, siempre con la sonrisa en los labios, contemplaba aquello que consideraba su obra y sentía el corazón desbordado. Tenía sus almas en el bolsillo. Había llegado el gran momento.
        - ¡Compañeros y compañeras, amigos y amigas, afiliados y afiliadas! ¡Os presento a nuestro futuro Presidente del Gobierno, Don Eleuterio Rovirosa de los Madrigales y Valsantos!
        Por el fondo del escenario apareció el simio perfectamente trajeado, de la mano de dos de sus entrenadores, instante en el cual, la orquesta empezó a interpretar un simulacro del Himno de la Alegría, mientras hacia el cielo se elevaban millones de globos de colores a la vez que cientos de palomas de la paz, y el aire de todo el recinto se plagaba de confetis y serpentinas.
        La multitud rugía y chillaba.
        Don Eleuterio caminó despacio, tal vez un poco asustado por la presencia de tantas y tantas personas observando sus movimientos, aunque firme y decidido entre sus dos entrenadores. Era lo que se esperaba de él y no iba a defraudar a nadie.
        Una vez instalado junto al Vicepresidente, sobre una tarima especial de madera para aumentar su corta estatura, Don Eleuterio, tal y como había aprendido a lo largo de muchos meses de entrenamiento, levantó ambos brazos y saludó a la masa informe que le coreaba, emitiendo al mismo tiempo una serie de sonidos guturales.
        Los aullidos de la multitud rompían el aire.
        Don Ginés observó lo que estaba ocurriendo y suspiró aliviado sin abandonar su siniestra sonrisa.
        Con el fin de evitar la más pequeña posibilidad de que cualquier dudoso pensamiento cruzase repentinamente por los cerebros de aquellos, sus leales allegados, Don Ginés no esperó a que se instaurase un silencio que, ante cualquier auditorio normal, hubiese producido la presencia de un chimpancé, sino que continuó con su arenga, como si toda aquella farsa fuese un acto perfectamente natural.
        - ¡Ciudadanos y ciudadanas! ¡Compañeros y compañeras! ¡Amigos y amigas! ¡Os presento a Don Eleuterio, el futuro Presidente del Gobierno de nuestra gloriosa nación! ¡El mejor, el único, el insigne, Don Eleuterio! Él será el más honrado y veraz de los mandatarios, el que nos llevará por los caminos de la gloria, el que velará con seguridad por los intereses del país, los vuestros y los nuestros, el que continuará con la paz que tanto deseamos y que tanto nos ha costado conseguir, el que nos conducirá implacablemente y sin la menor vacilación a la cima del mundo. No dudéis jamás que él es el mejor y el único, no lo dudéis.
        La multitud se desgañitaba profiriendo gritos ininteligibles.
        - ¡Él nos dará la gloria! ¡Él conseguirá lo que nadie ha conseguido! ¡Con él derrotaremos a la malvada oposición que tanto daño hace a nuestro glorioso país y seguiremos avanzando!
Miles, millones de gargantas chillaban sin cesar “¡Viva Don Eleuterio!”, “¡Viva Don Ginés!”, “¡Viva el Partido!”
        - ¡Con Don Eleuterio lograremos la verdad y la felicidad! ¡Con Don Eleuterio continuaremos en la cumbre! ¡Con Don Eleuterio lucharemos juntos contra todo y contra todos!
La multitud deliraba.
        - ¡Yo os insto a votar a Don Eleuterio en las próximas elecciones de octubre! ¡Vuestro voto decisivo nos dará la victoria! ¡Vuestro voto es y será de máxima importancia! ¡No dudéis en las urnas! ¡No dudéis ni un instante, pues un instante puede significar el todo o la nada! ¡Sed siempre fieles a vuestro Partido! Porque yo sé que, con vuestra libertad y vuestra preclara inteligencia, estaréis siempre a nuestro lado y a nuestro favor, que es el favor del pueblo.
        Don Ginés extendió la mirada sobre aquellos seres vociferantes que lo adoraban. Su orgullo, su vanidad, su ego, alcanzaron en ese momento cotas máximas de felicidad.
         - ¡Sois maravillosos! –Terminó diciendo verdaderamente emocionado-. ¡Muchas gracias, de verdad, muchas gracias por vuestra presencia!
        Los gritos, los cánticos, los vítores, las aclamaciones, rodearon durante largo tiempo a la totalidad de la cúpula del PAPYLLA, que salió a saludar al escenario, cogidos por la cintura, formando una cadena humana de solidaridad con su pueblo y con su futuro Presidente del Gobierno.
Don Ginés se sentía exultante de orgullo. Todo había salido conforme a sus intenciones y a sus deseos. Los afiliados se habían comportado como era de esperar. Nada había fallado. Una gran sonrisa se extendía por sus labios y por su corazón.
        ¿Qué importaba lo que hubiera sucedido en el pasado? ¿Qué importaban las penas, los dolores, las crisis, los momentos terribles, los sufrimientos? ¿Qué importaba cualquier otro tipo de nimiedades?
        Don Ginés sabía que había triunfado.
        La fiesta en el parque se prolongó hasta altas horas de la madrugada y todos los allí presentes se sintieron realmente felices.
        La luna y las estrellas, con un brillo especial en sus miradas huecas, fueron testigos de la alegría de un pueblo.
        Unos meses más tarde, a mediados de un mes de octubre tibio y envuelto en los colores ocres de un otoño resplandeciente, tuvieron lugar las elecciones generales en las que Don Eleuterio Rovirosa de los Madrigales y Valsantos, fue elegido por mayoría absoluta Presidente del Gobierno de aquel pequeño país rodeado de montañas.

 

 

 

 

 

© Blanca del Cerro. Licenciada en Traducción, Interpretación y Filología Francesa en la escuela de San José de Cluny de Madrid, dependiente de la Sorbona de París. Ha dedicado gran parte desui vida a la traducción, especialmente técnica, habiendo traducido multitud de artículos, folletos y especificaciones, además de 32 libros. Ganadora del Primer Premio de Relatos de la revista Genial. Ganadora del Primer y Tercer Premios de Relatos Cortos en la revista de Finanzauto S.A. Ganadora del Primer Premio de Poesía de la revista de Finanzauto S.A. Ha publicado diversos poemas y cuentos en la Revista de Transportes de Barcelona. Ha publicado un cuento en una revista sobre patinaje de Barcelona. Tiene un único libro publicado, titulado “Luna Blanca”, con la Editorial Nuevos Escritores (pueden verlo en Internet). Sulibro “Mi nombre es Aurora”, todavía sin editar, quedó entre los finalistas del I Certamen de Novela Zayas de 2008. Colabora en Radio Latina y Radio Merlín de Madrid. Asimismo escribe en la página web de Radio Latina. Ha publicado cuentos en la Revista Digital Almiar, en la revista digital Narrativas y en el Taller de Escritura Pluma y Tintero.En la actualidad combina suy trabajo de traductora en diversas agencias con el de escritora

A


El pájaro bobo
por Juan Amancio  Rodríguez García

 

-¡Maldita sea! –dijo Christov al levantar la tapa de nescafé; Joe, tumbado sobre una mantita en una esquina de la cabaña, se levantó inmediatamente, y caminó lo más rápidamente posible y se clavó junto a Christov. Levantó la cabeza para mirar la cara de Christov; luego el bote que aún tenía entre las manos; luego otra vez la cara de Christov, de nuevo el bote de nescafé... hasta que Christov gritó ¡basta! y Joe agachó la cabeza amonado.

 -¡Estúpido pingüino! –dijo Christov entre dientes, para que Joe no pudiera oírlo aunque sí intuirlo, y por tanto dejar una puerta abierta a la reconciliación. Porque mientras no llegase el barco de logística (diez días) Joe iba a continuar siendo su único amigo. ¡Quién podía fiarse de esos científicos nórdicos! Al embarcarse en Lisboa (después de volar desde Sofía), el doctor Dragostinov a quien sustituyera le dijo: “Cuidado con esos científicos nórdicos; intentarán aprovecharse de tus datos de campo. Sobre todo, no hables jamás de nuestros archivos (y en ese momento le dio una llave) sobre la “punhoria vesthica”; quien consiga controlar la reacción ante temperaturas superiores a 10º C controlará gran parte del futuro del jabón de lujo. Cuidado con ellos, Christov.”

Joe aún permanecía cabizbajo en la otra parte de la cabaña, clavado como una estatua. Christov aún mantuvo un rato las manos en la cortinilla del ventanuco, contemplando el resplandor del glaciar y del mar en la penumbra. El viento soplaba fuerte, y los copos eran ratoneros, pero no era imposible salir de la cabaña, aunque no recomendable según el protocolo que cada mañana debía leer y firmar, y cada noche rellenar y firmar. Christov recordó que había tomado una decisión hacía tiempo; cuando empezó a escasear el café en grano, no se privó de tres tazas al día. Por la mañana, molía unos granos en el molinillo manual (había que ahorrar electricidad); entonces Joe abría los ojos por el ruido y se levantaba de la cesta que tenía junto a la estufilla de gas. De pie, estiraba las alas y se frotaba con ellas el pico y los ojos; entonces Christov encendía la estufilla para hervir el agua, y Joe volvía a tumbarse junto al calor. Al marcharse a trabajar, Christov dejaba la puerta entreabierta, y a media mañana Joe salía en su busca, pero cuando llegaba, Christov ya había terminado de recoger datos en el glaciar y empezaba el camino de vuelta; después de comer, hacía café de nuevo; y finalmente otro café a media tarde, momento en que Joe regresaba del glaciar y Christov le tenía descongelados unos arenques y bocartes. Con la digestión, a Joe se le cerraban los párpados, y antes de que se desplomara, Christov le subía a su regazo y le acariciaba mientras con la otra mano tomaba el café. Los pies, junto a la estufilla, y las cortinas corridas dejando entrar el día de seis meses.

Pero en invierno, la oscuridad y los temporales le habían recluido en la cabaña realizando trabajo de gabinete, consistente en la aplicación de las matemáticas a la biología. En parte, esta era la excusa que necesitaba para tomar más café del acordado en el protocolo. Joe también sufría las consecuencias; la falta de ejercicio le habían procurado una capa de grasa excesiva, y en más de una ocasión Christov perdió los nervios al oler los gases de Joe, llegándole a llamar ¡maldito puerco!, ante lo cual Joe se sonrojaba y agachaba la cabeza. Christov sabía que el café se terminaría; de hecho, si hubiese podido pescarlo, lo habría congelado, como hizo con la comida de Joe al final de la primavera. Cuando el café en grano se terminó, aún quedaban dos frascos de café soluble. Christov leía la etiqueta del tarro de Nestle vacío. ¡Si al menos tuviera un vecino suizo! Finalmente, corrió la cortinilla y se dirigió a Joe. Puso una mano en el lomo.

 -Joe...

Después pasó a acariciarle la cabeza.

 -Vamos, Joe... lo siento...

Joe se resistía.

 -¡Vamos a salir, Joe!

A Joe le brillaron los ojos; levantó la cabeza sonriendo y aleteó lo más rápido que pudo. “Ni siquiera produce aire”, pero Christov trató de evitar que tal pensamiento aflorara en la mirada. Mejor no estropear las cosas. Cuando Joe se giró hacia la puerta, Christov pudo relajar los músculos de la cara. Todavía no había llegado hasta la puerta Joe cuando Christov terminó de ponerse el anorak y las katiuskas. Joe aleteaba. Al abrir, la corriente casi tiró a Joe al suelo de la cabaña, pero Christov atravesó la bota, y terminó de enderezarlo con las manos. Joe se puso a andar hacia el mar; tras cerrar la puerta con gran esfuerzo, Christov corrigió la trayectoria de Joe levantándolo por las axilas, Joe siguió caminando mientras estaba en el aire. El fuerte viento y la nieve no impedía a Joe caminar, por lo que él y Christov iban a la par hacia el interior. Tras doscientos metros de penurias, una estaca alta y fluorescente marcaba el límite de las competencias búlgaras, y el comienzo de las danesas.

“Si quiero conseguir algo, mejor será que no hable ningún tipo de idioma”, pensó Christov antes de aporrear la puerta de la cabaña danesa. “Limitándome a señalar el bote vacío, daré pena”. Así pues, el hombre alto y barbudo que abrió la puerta solamente pudo oír de Christov el golpeteo de la uña contra la lata de nescafé. Después habló hacia el interior de la cabaña, en danés y en voz baja (por si acaso, pensó Christov). Luego abrió la puerta del todo, señalando la encimera de la cocina, sobre la cual no había exactamente, nada. En torno a una mesa redonda en cuyo centro se alzaba la chimenea de una estufa (¡de leña!), otros tres daneses empuñaban sendas tazas de metal humeantes, reflejados en el cristal de una botella de whisky. El danés se encogió de hombros, y Christov se revolvió y pensó en lanzarle a la cara el tarro de nescafé.

Christov se guardó el bote y dio media vuelta; Joe hizo lo mismo. Al poco, por la espalda llegó, atravesando la tormenta, una voz:

 -What about the “punhoria vesthica”?

Christov se detuvo y dejó que Joe siguiera caminando. Al día siguiente, Christov caminaba rápido hacia la cabaña. Joe aún seguía allí raspando la puerta con las alas. Christov, con un bote de café en cada bolso, dijo: ¡Pero Joe, chico! Christov preparó el café y descongeló unas sardinas para Joe.

 -Ahí tienes, chico.

Joe la cogió al vuelo y la engulló poco a poco, con cierta desgana, mientras miraba fijamente a Christov.

 -¿Qué pasa, Joe?

Christov siguió ajetreado por la cabaña. Movía las sardinas congeladas en el cazo al fuego y preparaba los archivos en una bolsa.

 -¿Por qué me miras así, Joe?

Christov dejó su taza sobre la placa caliente y se dirigió a Joe.

 -Joe. ¡Joe! ¡No me levantes la voz, Joe! ¡Deja de mirarme ahora mismo!

Joe aguantaba la mirada como un puñal. Christov le dio una colleja. Todo el plumaje de Joe vibró.

 -¿Quieres más sardinas? ¡Pues allí las tienes, Joe, son todas tuyas! –Y señalaba en dirección al océano mientras con la otra mano retiraba del fuego el cazo con sardinas congeladas. Abrió la puerta de la cabaña.

 -¡Allí tienes el mar! ¡Me gustaría ver cuántas traes, Joe!

Joe agachó la cabeza y salió.

Días después, el temporal terminó. Era el final del invierno. En la playa había cientos de miles de pingüinos, emparejándose para iniciar el camino hacia los nidos, varios kilómetros hacia el interior. La enorme marea empezó a caminar en dirección al glaciar. Christov miraba desde las cortinillas con el café de la mañana entre las manos. Puso la mirada en el mar. Esperaba ver cualquier mañana la silueta del barco de logística con las provisiones y el relevo. Cuando volvió la mirada a la marea de pingüinos, juraría haber visto uno entre la masa con la cabeza girada hacia la cabaña y que rápidamente volvía la mirada al frente, perdida en la multitud de pájaros bobos que se arrastraba tierra adentro.

 -¡Joe! ¡Joe! –gritó Christov, inmóvil, clavado junto a la ventana.

 

 

 

 

© Juan Amancio Rodríguez García. Toledo 1979. Publicaciones: Revista El cobaya, Revista digital La rosa profunda y Relatos de Verano (Diario de Ávila)

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Cada noche los lobos
por Lola B. Gallardo

 

 

“No cruces nunca el bosque. Los lobos no son buenos. Se comen la ilusión de las niñas y las hieren de muerte para toda la vida…Los lobos no son buenos”  resonó en mi cabeza durante años.

Cada noche veía los dedos nerviosos de mi madre mientras al arroparme estiraba el embozo de mis sábanas de flores, las de “esto se lava y se estrena, ni plancha necesitan”. A mi madre no le gustaba planchar, ni fregar los platos. Cantaba algún blues a media voz y me arropaba; luego, a veces se iba llorando.

Su voz se quebraba al acostarme y entonces lloraba por ella y por todos los lobos del mundo; puede que mi padre tampoco fuese bueno aunque yo nunca supe casi nada de él. Mi madre dijo que no era lobo sino cazador y que lo único que podía hacer de él un hombre era su escopeta de caza, con sus balas en la recámara capaces de doblar a un lobo sólo con apuntarlo. En lo demás, decía mi madre, “es un pelele pegado a la falda de tu abuela y su miel”. Después miraba un álbum de fotos y durante días se sumía en el mutismo hasta no decir nada más. Al hablar, sin embargo, destilaba una especie odio caliente por el lobo y por mi padre y por eso no me dejaba cruzar el bosque.

 “Sobre todo ­-decía-, al lobo no lo busques o estarás perdida. Abrirá sus enormes orejas para escucharte lleno de atención, como si le fuese la vida en ello; se le desorbitaran los ojos por verte tan linda e inocente como eres, desvalida. Después se colará en tu cama y de sus mandíbulas chorreará la baba del deseo… ¡Por Dios!  A cualquiera se le caería la baba sólo con verte con tu caperuza roja y tu pelo rubio y tus piernas de mármol quebradizo, de niña sin hacer pero es un lobo, corazón, un lobo hambriento de vanidad, así que prométeme que tú nunca cruzarás el bosque –rogaba soltando las sábanas y yo sabía que cuando mi madre se encendía de esta manera dejaba de arroparme y después lloraba.

Yo le prometía todo por tal de que no llorara más aunque adivinaba que su rabia sólo era capaz de apagarse con unas buenas cervezas en el bar de Joe. Acurrucada alguna noche me quedaba sola y no importaba; después mi madre llegaría más tranquila, puede que borracha, pero sobre todo mas tranquila y ya no volveríamos a hablar del bosque durante una temporada.

 

Ahora bebe algo más que unas cervezas pero sus dedos siguen temblorosos como antes. Yo quisiera calmarla, decirle que no he cruzado nunca el bosque. Que obedecí por no verla triste y he pasado los años agazapada detrás de los arbustos, escondida hasta que mi caperuza se ha hecho jirones. Desde allí, desde el margen he visto al lobo cada tarde llegar hasta mis pies siguiendo el rastro de otras niñas.  Siempre de otras. A la espera de una presa fácil vagaba por los senderos. Una niña despistada ahora me escapo, ahora desobedezco, ahora te desafío mamá. Eso era suficiente para saciar su hambre vanidosa y su ferocidad.

El lobo ronroneaba esperando a devorar a alguna víctima. Ya no era hermoso y un reguero de pelos lo acosaba dejando al descubierto sus calvas. Al final incluso se volvió impreciso. Se le nublaba la vista y los zarpazos agitaban el aire inútilmente, así que al poco desistía y volvía sobre sus pasos. Puede que agotado por su falta de éxito se contentara como yo con relamerse. Tal vez al rato olisquearía de nuevo la tierra y se dejaría caer pesadamente a la sombra de algún árbol. No lo sé.

La voz de mi madre ha resonado cada tarde en mi mente como una amenaza: “no cruces el bosque…los lobos no son buenos…”.  Ahora mi madre ya ni siquiera habla pero yo he sido obediente. Ahora el lobo me parece inofensivo. Ahora en realidad ni aparece. Lleva meses sin asomarse a mi deseo.

  Y yo tengo miedo del miedo que tengo. Es posible que el lobo ya no esté allí, pero no cruzo el bosque. Ni siquiera para ir al entierro de mi abuela. Desasosegado y perdido, mi padre vino el día de su muerte  y lloró desde la puerta “que será de mi ahora, que será de mi”. Mi madre le dijo que dejara la escopeta de amedrentar lobos a un lado y que empezara a vivir como un hombre de una puta vez. Mi padre desapareció. Desde entonces mi madre no habla ni del bosque ni de nada. Tiene bastante con no olvidar quien es más allá del oleaje de los litros de güisqui que la ahogan.

 A menudo contengo mi rabia por ser obediente y no haber atravesado el bosque para devorar al lobo, para morderlo como se muerde un fruto que refresca. Entonces soy yo la que llora y me descubro atrapada por el silencio de mi madre. La veo sentada en su sillón; solo bebe y a veces me mira sin verme, con los ojos acuosos. Si le quito la caperuza que cubre su cabeza, le asoman también a ella las calvas del lobo. Ya no hay melena ni belleza.  El tiempo está siendo implacable con el lobo, con mi madre y conmigo. También yo tengo que darme un tinte. Tengo que alargar mi falda para que tape mis piernas de mármol ajado, lleno de varices.

 La rabia me asfixia ya tanto como el miedo. A ratos respiro y cautelosa decido como cada noche que una noche cuando no pueda más le diré: “venga mamá, voy a acostarte” y como si fuera una niña que ya no maldice ella obedecerá sin decir nada, sin pedirme la promesa de no cruzar el bosque. Entonces la arroparé debajo de mis sábanas de flores como siempre y cuando duerma yo saldré de su habitación, me pondré sus tacones, echaré hacía atrás mi caperuza roja deshilachada, me veré en un espejo de juguete que conservo, me daré perfilador de labios y eyeliner, me ajustaré sus medias de liga hasta la mitad del muslo y casi por descuido, como en un gesto mecánico, me acoplaré las tetas en el sujetador hasta que rebosen.

Esa noche saldré a mendigar bocados de cualquiera y sé que mi cólera sólo se calmará con unas buenas cervezas en el bar del viejo Joe. Allí olvidaré el peligro del lobo y su deseo, olvidaré a mi padre, a mi abuela y sus ganas de miel y a la desgraciada de mi madre que en ese instante vagará dormida en el limbo de los idiotas alcoholizados.

Sé que nada más entrar, le pediré a Joe que cante un buen blues para mi, uno de esos que cantaba para apaciguar la ira de mi madre y yo me contonearé con una languidez caliente y húmeda delante de otros lobos feroces. Eso me calmará. Lo sé con certeza como sé que después volveré a casa manoseada y sucia, ensordecida por las mentiras y los aullidos de los lobos mugrientos del bar. Cuando mi madre aún duerma volveré a casa borracha, dando tumbos. Devorada  y tranquila. Devorada y sucia, arrinconando el bosque en el olvido… al menos por un tiempo.

 

 

 

 

 

© Lola B.Gallardo

A


Aurora de fuego
por Carlos Montuenga

 

                 …como os decía, aquello ocurrió en febrero de 1945 y recuerdo muy bien que era martes de Carnaval. Yo acababa de cumplir los dieciséis y vivía con mi madre en un barrio extremo de Dresde próximo al Elba. Aquel día, mi madre había ido a Meissen para hacer una visita a los abuelos y me dijo que estaría un par de días con ellos. Mamá era enfermera y se pasaba el día en el Hospital Central. Desde luego, trabajo no le faltaba; en los últimos meses, centenares de miles de refugiados habían llegado a la ciudad y las autoridades los alojaban donde podían. Los trenes iban abarrotados y en las carreteras proseguía el trasiego de multitudes  que se trasladaban a pie, en carros o en camiones. Muchos habían sido distribuidos en edificios públicos, escuelas, hospitales y hasta en los parques, a pesar de las bajas temperaturas. Mamá decía que las cosas se estaban poniendo muy mal, y quería que nos fuéramos de Dresde en cuanto se presentara una oportunidad. Me hablaba a menudo de la tía Ketty, una hermana suya que vivía en una aldea próxima a Nienburg, en la Baja Sajonia. Si fuera posible llegar hasta allí, tal vez estaríamos a salvo hasta el final de la guerra.
              Recuerdo que aquel martes estuve con Emil, aquel chico pelirrojo que vivía al lado de la plaza del Ayuntamiento, en una casa vieja con chimeneas negras y muy altas, parecidas a las almenas de un castillo. Emil tenía dos hermanas más pequeñas y, como era Carnaval, las dos se habían disfrazado para celebrar la fiesta con algunos niños de la vecindad. El salón estaba lleno de serpentinas y la madre de Emil entraba y salía con fuentes de buñuelos, esforzándose en atender a todos y evitar que los niños hicieran algún destrozo. Al marcharme de allí  para volver a casa, decidí dar un rodeo y cruzar el Grosser Garten antes de coger el tranvía. Hacía tiempo que no pasaba por aquel lugar y me quedé sorprendido al ver el parque transformado en un enorme campamento. Miles de personas se hacinaban en tiendas de campaña. Había gente de todas las edades y familias enteras que, por el momento, no habían podido encontrar mejor acomodo.
              Después de atravesar media ciudad en el tranvía de Löbtau, llegué a casa de noche. Me tendí sobre la cama y estuve ojeando algunas revistas, mientras escuchaba un programa de radio que transmitían la noche de los martes. Empezaba a quedarme dormido, cuando el programa se interrumpió y empezaron a emitir una señal muy aguda. Me incorporé sobresaltado y, al cabo de unos segundos, escuché la voz del locutor alertando a los oyentes ante la inminencia de un ataque aéreo. No me importa confesaros que sentí mucho miedo. Salí a la escalera temblando como un flan y llamé a casa de Röeder, un mecánico que vivía en el piso contiguo al nuestro. Röeder trabajaba en los ferrocarriles y era un tipo amable,  siempre  dispuesto a echarnos una mano. Él también había oído la alarma, pero parecía tranquilo y dijo que lo mejor era bajar al sótano de la casa, aunque me aseguró que no tenía motivos para estar asustado; nos encontrábamos alejados de cualquier zona que pudiera ser objetivo militar, no existían fábricas en los alrededores, y la estación de ferrocarril se hallaba a más de diez kilómetros hacia el sur de la ciudad. Pasé a su casa, mientras él cogía unas mantas, y ya íbamos a salir cuando el cuarto se iluminó súbitamente, como si en un momento se hubiera hecho de día. Me acerqué sorprendido a la ventana y pude contemplar un espectáculo quenunca olvidaré;era…bueno, la verdad es que no sé cómo explicarlo… tuve la sensación de volver a estar en Navidad. Sobre los tejados caían cascadas de luz, una luz muy blanca que brotaba del cielo oscuro de la noche, envolviéndolo todo en un resplandor maravilloso. Allí estaba yo, embobado, con la cara pegada a los cristales, pero el mecánico me cogió por un brazo y dijo que teníamos que bajar enseguida al sótano. En la escalera se había congregado ya mucha gente; algunos, a medio vestir, iban de un lado para otro en medio de una gran agitación. Recuerdo a una anciana del tercero, que nos miraba aturdida sin decidirse a salir de su casa, y al señor Schultz, el empleado de Correos, corriendo en bata y zapatillas escaleras abajo. Según dijo Röeder,  la aviación inglesa estaba lanzando bengalas de luz blanca para situar los objetivos. Seguro que las bombas no se harían esperar.
              Ya en el sótano, oímos las primeras explosiones. Al principio, eran como truenos lejanos que retumbaban a intervalos regulares, pero pronto comenzaron a fundirse en un bramido sordo, cada vez más potente, que hacía temblar los muros. Empezaron a caer del techo trozos de ladrillo, llenando el aire de polvo. La gente gritaba y yo me quedé encogido en un rincón, más muerto que vivo, casi sin atreverme a respirar. No sé cuanto tiempo duró aquello. Poco a poco las explosiones se fueron espaciando, y cuando nos decidimos a salir del sótano vi que Röeder tenía el pantalón manchado de sangre; se dolía de una rodilla y andaba con dificultad. Ninguna bomba había alcanzado nuestra casa, pero al final de la calle podía verse un gran cráter por donde el agua salía a borbotones, sacudiendo los cables del tranvía que colgaban entre montones de escombros. A lo lejos se oían sirenas de ambulancias y una gran columna de humo  ascendía desde el centro de la ciudad. Alguien nos dijo que en una sala de cine junto a la Bremenplatz se había improvisado un hospital de campaña para atender a los heridos, así que me encaminé hacia allá con el mecánico, quien avanzaba a duras penas apoyándose en mí. Las calles estaban llenas de gente que huía hacia los distritos del norte, donde no había llegado el bombardeo. En el cine había cientos de heridos y pasó mucho tiempo hasta que un médico se acercó para examinar la pierna del mecánico. Después de desinfectar y vendar la herida, le dijo que no debía moverse durante unas horas. Röeder estaba agotado; le ayudé a tenderse en un rincón y decidí quedarme allí el tiempo que fuera necesario.
              Serían la una o las dos de la madrugada, cuando se oyeron varias explosiones muy cercanas, a las que siguió una tremenda sacudida. Los cristales saltaron en pedazos y se derrumbó parte de la techumbre. La confusión era indescriptible. Algunos heridos intentaban alcanzar la salida del cine, arrastrándose entre trozos de vidrio y columnas carbonizadas. Busqué a Röeder, pero había desaparecido bajo un amasijo de hierros. Salí de allí como pude. Enfrente del cine se veía una casa en llamas a la que le faltaban los últimos pisos; me produjo la impresión de que algún gigante enfurecido la había partido de un hachazo. Hacia el sur se oía un borboteo ronco, como si un inmenso caldero hirviese con violencia. La ciudad estaba sufriendo otro ataque aéreo.
              No sé bien lo que pasó después. Recuerdo vagamente a la gente que huía hacia el norte, tratando de alcanzar el río. Surgían incendios por todas partes, el calor era espantoso y soplaban ráfagas de un viento abrasador que me impedía abrir los ojos, obligándome a avanzar a tientas entre los escombros. Tuve la sensación de que todo aquello no era real, como si me viera a mí mismo dentro de un sueño huyendo entre jirones de niebla viscosa, mientras cientos de aviones zumbaban sobre la ciudad en llamas. En mi imaginación, los pilotos ingleses apenas conservaban apariencia humana. No tenían rostro y sus movimientos sugerían una precisión propia de máquinas. Máquinas capaces de destruir sin la menor vacilación todo lo que estuviera a su alcance, autómatas implacables de quienes no era posible escapar.
              Ignoro cómo pude conseguirlo, pero al fin me encontré  cruzando el Elba por uno de los puentes que no habían alcanzado las bombas, y después alguien me subió a un camión lleno de heridos en el que llegué hasta Neustadt in Sachsen, a unos 30 Kilómetros hacia el norte. Estaba amaneciendo y sobre el pueblo caía una lluvia de cenizas procedente del lejano incendio. En las horas siguientes, Dresde todavía sufrió dos ataques más…
               Han pasado muchos años de aquello, pero la huella  la huella del horror no se  borra de mi memoria. Mil veces me he repetido que el bombardeo de Dresde fue un episodio más de la guerra, una de tantas calamidades que marcaron una época dominada por el odio y la violencia, algo ya lejano que querría dejar enterrado en lo más profundo de mi ser. Pero ¿cómo olvidar lo que ocurrió aquella noche? La aviación británica atacó sin tregua, lanzando sobre nosotros miles de bombas incendiarias, hasta que la ciudad desapareció envuelta en llamas, y el cielo se tiñó de rojo como si una aurora fatídica se adelantara para anunciar el triunfo de la muerte. Las altísimas temperaturas provocaron un huracán de fuego, con vientos que giraban a más de doscientos kilómetros por hora, y aquél monstruoso remolino succionó hacia su interior todo lo que encontraba, ya fueran automóviles, restos de edificios, árboles o seres humanos. En el perímetro central de Dresde, el agua hirvió en los estanques y grandes estructuras  metálicas se derritieron como si fueran de cera. Más de cien mil personas perecieron en aquella orgía de fuego, abrasadas, reducidas a manchas de grasa sobre el pavimento ardiente, asfixiadas en los refugios por los gases tóxicos y la falta de oxígeno.
            Soy ya viejo y sé que sólo el olvido podría aliviar mi carga. El mundo va cambiando, pero los hombres seguimos siendo incapaces de renunciar a la violencia; parece como si nunca nos faltaran razones para justificar las mayores infamias, los actos más odiosos. Razones, palabras… estoy cansado de ellas, ninguna tiene el poder de ahuyentar mis recuerdos. El horror nada sabe de razones, nos ahoga con su abrazo y susurra al oído preguntas sin respuesta. No, las palabras no me sirven. Ya sólo espero el olvido, el silencio. 

 

 

 

 

 

© Carlos Montuenga

A


Film
por Luis Emel Topogenario

 

       Aún no sé presentarme contra las adversidades. Debo hablar. Sé hablar. Sé que debo hablar. Si puedo hablar, entonces sé que debo hacerlo. Si debo hablar, entonces sé que quiero hacerlo. Estoy obligado. Me permito. Debo iniciarme. Las adversidades me han encontrado, ¿y yo qué he hecho? ¿Qué he hecho? Reptar por las calles. Lancetear con mi rabo y mis cejas las palabras perversas que se me aventaron. Guardando silencio, sí, callando, y demasiado, como si yo tuviese ya derecho a callar. Como si yo fuese ya un ser luminoso por el que todos, tomándose sus turnos, ya han hablado. El derecho a callar hay que ganárselo. Está bien, entraré en detalles, sí. Entraré en los detalles. Recuerdo varias veces haberme encontrado en el semáforo electrónico equivocado y haber detenido al transeúnte correcto sobre la acera ortogonal, y haberle interrogado con estas palabras: Oiga, usted, perfecto imbécil ignorante, ¿por qué me ha estado siguiendo? Y como respuesta se me golpeó con un bate en mis dos cejas. Mi rabo se cortó con un alicate hasta hacérseme sangrar. Otros rabos idénticos han vuelto a salirme en sitios distintos del cuerpo. Abrí mi intento de boca para decir algo y el resultado se catapultó de mi cuerpo con tanta violencia, y a tanta velocidad, que mis palabras parecían haber sido conseguidas a contra natura. Creo que dije Oye, déjame hablar y no me pegues más, no dije Cabrón. Sé que no lo dije, y la ciudad lo sabe. Luego de la golpiza, el transeúnte se ha alejado, y a tanta velocidad, por la misma calle de donde yo había emergido. Los dos estábamos muy alarmados. Yo, por los batazos y la amputación, y ella, por el esfuerzo físico de habérmelos propinado. A mí me dolían mis cejas. Aunque el ambiente de la calle estaba un poco chillante por el sol, y el dibujo de las avenidas a la distancia era borroso, la vi con nitidez cómo blandía su bate en el aire, como practicando que todavía continuaba golpeándome, aunque sus movimientos no generaban sombra. Creo que aún continúa alejándose. Allí fue que pensé: Mis palabras perversas me profanaron, sí, fue así que me salió. Sé que es lo que pensé, estoy seguro, sí, y la ciudad lo sabe, aunque lo nieguen sus habitantes. Mis palabras me avergüenzan. Sí, ¿cuántas veces he llegado a la misma conclusión? ¿Cuántas veces he retirado de mi cabeza este pensamiento para volver a encontrármelo, entre ceja y ceja, como dolor, como sangrado, como jaqueca, úlcera de aspirina, como golpe despertador?, sí, ¿cuántas veces? Me dije Este semáforo electrónico ha sido el equivocado, debo de caminar un poco más en busca de otro. Y a mí me gusta caminar. Me encanta. Todo en derredor me celebra. Si doy un paso, las calles tiemblan emocionadas. Si resto un paso de mis zapatos, si debito una hazaña de mis haberes, los ojos del pueblo se azoran, se paralizan y se calcifican de conturbación e incertidumbre. Yo soy la respuesta a toda incertidumbre. A todo ojo vigilador. Si mi paso cae sobre la huella de otro, este otro se desintegra. Por eso, todos aquellos que sientan que me les estoy acercando, deben alarmarse. Si salto, las calles no aplauden. Si saltare hacia donde se han lanzado todos los otros anteriores, caería en el abismo que sus propios saltos me tienen preparado. Si me rindo de rodillas sobre la hierba, o si mis pezuñas pisotean la grama, cauterizándola, allí no volverán a crecer los hunos. Lo que no me toque no florecerá, solamente se convertirá en oro, algunas veces en graffiti. Si alguien se yergue sobre mis hombros, lo morderá el horizonte y lo estacará el subsuelo. Quien me palpe recogerá un muñón. Y hablará de eso. Así de ancho soy. Aún no sé reconocer la importancia de mi maletín, sí, quizá debí haber empezado por allí, sí. Estoy de acuerdo conmigo. He comenzado mal. He comenzado por las adversidades, por el principio. He llegado a otro semáforo, y me he cruzado con otro transeúnte equivocado, y le he dicho No porque me hayas castigado, y le mostré mis dos cejas reventadas, Te dejaré arrebatarme mi maletín, y he blandido mi maletín en el aire para mostrárselo. He caminado por todos los caminos con gran entusiasmo y fervor y excitación, como quien busca la sed antes de encontrar el agua. En mi maletín me han metido todo lo imprescindible. Reconozco que, cuando fui asaltado con los batazos, no supe atinar a interponer los brazos y defenderme. Sí, lo acepto: no me gusta defenderme. Soy culpable de mis gustos. Pero soy inocente de los medios para satisfacerlos. ¿Y entonces quién tomará mi culpa para redondearme? Y hacerme perfecto, imperfectible. ¿Quién lanzará mi cadáver bajo los automóviles? ¿Quién se comerá a mis hijos, si es que aún soy capaz de salir de mí? Sin hijos, ¿cómo es que pude extenderme en toda la tierra? ¿Qué órgano vacío en mi cuerpo, lleno de cruces y cicatrices, se me infartará antes de poder decirlo todo? ¿Qué membrana estomacal se cerrará y me torcerá de hambre, y yo sin poder bajarme de mi crucifixión? Si te cruzas conmigo, ¿pulsarás en tus ropas tu botón de pánico e iluminarás la ciudad con el miedo, el deseo, que nos tenemos? ¿Quién acelerará su automóvil al verme caminando, campeonamente, con mi maletín en mi mano, por su zebra? ¿Quién me alargará toda la noche para no despertar? ¿Quién publicará mis secretos más íntimos en su graffiti? ¿Quién demolerá mi casa para construir mi plaza y enrejarla, de principio a fin, con sus poemas? Aquí. Acá. Allí. Allá. Todo suena familiar. Alguien más es el que ocupa mi sitio. ¿Cómo puedo ser culpable y para qué? ¿Para qué voy a serlo? ¿De qué culpa, de qué enemigo, soy dueño? No soy yo. Repito: no soy yo. Alguien más debe ocuparse de mí. Alguien más debe apostarse en un semáforo y aguardar por mí. Se me reconocerá por mi maletín de cuero, colgado de mi mano hábil, y por mis ropas oscuras, ennegrecidas como el azul profundo, y porque por lo general produzco sombra, azulada como la nigritud del mar. Este alguien debe tomarme y luego debe abandonarme. Es así como me embellezco. El transeúnte ha dicho ¡Defiéndete, cobarde!, mientras blandía su bate en mi cara para asestarme los golpes. ¿Y yo qué he hecho? ¿Yo qué podía hacer? Nada. Sólo conseguí decir Pero y cómo quieres que meta las manos y me defienda si me golpeas tan rápido, ¡perfecto imbécil ignorante!, e hice mi pausa habitual, y continué con ¡Tienes que ser más despacio! Por último creo que añadí ¿Por qué no te alejas, como el otro transeúnte, y te pierdes en la oscuridad, así te dejas de molestarme? Pero no funcionó. No ha funcionado. Continuaba pegándome, como si le gustase. Comprendí, entonces, que si podía huir, debía hacerlo, y que si debía huir, quería hacerlo. Así que luego he caminado, a tanta velocidad, hacia otro semáforo, intentando alejarme de él para poder escapar. Mi maletín en todo me ha acompañado. Nunca se me ha soltado de mis dedos izquierdos. Yo ya estaba algo cansado, así que me detuve para poder descansar y para poder reflexionar y hablarme. Mis palabras se desenvainaron cuando me senté en una cuneta gris y contemplé que estaba solo, sí, ¡Qué espectáculo!, dije. Repito: ¡Qué espectáculo!, dije. Hablé hacia nadie y me gustó, sí. Soy culpable de mis gustos. Soy inocente de mí. Yo estaba solo entre dos cunetas de cemento, equidistante de dos semáforos electrónicos, de dos golpizas distintas, azotadas sobre el mismo padre pero por distinto hijo, sí. Como la ciudad estaba miope, había semáforos electrónicos por todas partes. Todos podían vigilarse entre sí. Reflexioné. Me gusta reflexionar para sentarme. Hablé como si yo fuese el estuche viejo que contiene el secreto que otro olvidó muriéndose. Nadie me oyó ni me observó hablar, así que mi estuche aún no está liberado. A cierta distancia, los kilómetros palidecían entre la tierra seca. La cal que me embellecería se filtraba por las ranuras imperfectas de mi maletín. Los semáforos me repasaban, una y otra vez, en sus filmaciones monocromas hasta aburrirse. Creo que incluso hasta alguna fotografía congelada de mí fue enviada hasta mi casa, junto con una multa en un sobre sin membretes. El ojo vigilador, incapaz de cerrarse, no sabe estar satisfecho. ¿No te aburres de ver siempre lo mismo? Pero permanecí sentado en la cuneta sin responderme. ¿Cómo es que puedo estar aquí sentado, tan tranquilamente, sin hacer nada, cuando todas mis méricas me necesitan? Si la palma de la mano se abre en son de tregua, ¿quién acudirá velozmente a cerrarla en puño? Si el ojo vigilador se duerme, ¿quién se atreverá a abrir la boca y cerrar la glotis y resucitarlo con las detonaciones resultantes? Si alguien decide callar y escuchar, ¿quién se escabullirá hasta su costado y le puyará para invitarlo a que grite sobre las mesas de negociaciones? ¿Cómo es que me he permitido estar aquí sentado, tan campeonamente, sin hacer nada, cuando todas mis méricas me han clamado entre sus gritos? ¿Y yo qué hago? ¿Caminar y responder con mis hemorragias, comentar cada golpe de bate que hundió mi cráneo? No puede ser. Debo sentarme y descansar para poder pensar. Se acercó otro hombre, cargando su bolsa negra, sus manos y sus brazos estaban sucios y también parecían de plástico. Yo no lo había percibido a la distancia, por eso me asombré tanto al percatarme de que uno de ésos, con una bolsa negra colgada de una mano, se acercaba tan rápido y con la cara tan preocupada y la facies tóxica de nerviosismo. Estaba muy nervioso, lo pude identificar casi al instante. Se acercó muy rápido. Movía las piernas, un poco estrábicas, con viciosa agilidad, aunque no corría. ¿Qué te preocupa así, tan tóxicamente? ¿Qué llevas en esa bolsa negra? ¿Ése es tu botín?, y ¿Por qué te mueves con tanto apuro, como escapando de algo?, ésas son algunas de las preguntas que fácilmente hubiese verbalizado, si tan sólo cupiese en mí el valor de decir lo que debo. Reconozco cuando algo es importante si al enfrentarlo carezco del valor para decirlo. Entonces callo. Todo lo otro, todo lo que me resta, es simplemente hábito de hablar. Si se le otorgase la facultad, mi maletín me comprendería. El hombre cruzó mi ubicación en la cuneta. La bolsa negra, gorda de contenido, no se le abrió ni se le cayó. No se podía adivinar lo que albergaba. Si tan sólo me hubiese hecho de mi puñal para rasgársela y averiguar qué cargaba, o para amenazarlo e intimarlo a que me la entregase. No pasó nada. El hombre cruzó por enfrente de mi cuneta y de mí. No volteó a observar mi maletín, o a mí, en última instancia. Se alejó. No dijo nada. ¿Ya sería él también un cobarde? No hizo nada inusual, sólo se alejó nervioso. Quizá yo era su transeúnte correcto en la cuneta equivocada. Pero ¿qué debo esperar? Un momento. ¿Qué debo aguardar? Y si se devuelve y me interroga y me confronta, mostrándome en mi cara su bolsa negra, ¿cómo podré golpearlo y asaltarlo si todavía no cargo ningún bate? Yo no lo he estado siguiendo, no como el otro a mí, sí. No me gusta seguir a los transeúntes, sí. Mi maletín es muy valioso. Mis palabras me han repasado sin encontrar nada del otro mundo. Me reconozco en las mismas cosas, eso es bueno y placentero. Me relleno con poco, algo de la misma carroña, eso es placentero. Con la misma cara, vestida de uniforme y llaves gruesas, que pongo para amenazar al transeúnte correcto, extraerle información verdadera y publicarla en sus propias narices, estampándola en mis graffitis, así también con otra cara idéntica recibo los batazos en mis cejas y la amputación de mi rabo con alicate, y esto es bueno. Esto es muy bueno y me gusta. Me facilito las cosas al sentarme aquí. Es mucho más fácil vivir conociendo de antemano las palabras que me eligen y cuáles son las que me renuncian. Así es. La elección y la renuncia así son, lo atestigua mi cuerpo, hermoso entre cuerpos. Lo que no conozco sólo debe ser sepultado. Así como otros me han sepultado sólo porque no lograron conocerme, claro, es muy fácil blandir un bate en una ciudad. Sólo hay que conseguirlo. ¿Pero y los graffitis? Un bate se rompe contra un muro, un graffiti arranca de las manos un bate, cierra la válvula bucal, abre la glotis, e igual detona. Así es como he llegado aquí, escapando de las calles para refugiarme en mi cuneta: las cejas reventadas por los batazos y el rabo cercenado por cada alicate. ¿Y quién me escogió? ¿Quién me canceló de sus ojos sólo porque se sentía incómodo? El que me renunció hizo que otro me escogiese. Quien me escogió me arrebató de otro, sin preguntárselo. Debo proteger mi maletín. Éste es mi objeto, mi momento, más preciado. ¿Estoy de acuerdo conmigo? ¿Estás de acuerdo contigo? ¿Estás, tú, ey, tú, estás de acuerdo conmigo? ¿O todavía te faltan pruebas elementales? Yo estoy de acuerdo conmigo. Mete tus dedos en los hoyos de mis cejas. Palpa el muñón de mi rabo para ver si ya se hizo costra. Toma tu alicate y ábreme. Pero cree. Cree, como si tú fueses mi cuerpo, hermoso entre tantas decepciones. Debo encontrar una pared lo suficientemente ancha como para poder refrendar todo esto. Así es. La elección y la renuncia así son, sin necesidad de testigos. Las palabras que me eligieron me sobrevivirán. Las que me renunciaron sobrevivirán a las que me eligieron. Mi maletín, si se le otorgase la facultad, me comprendería. Esto sólo ya lo hace más valioso que yo, infinítuples veces, así de ancho soy. La cal que me embellecerá se filtra por las ranuras imperfectibles de mi maletín. No importa. Sobrará suficiente polvo como para contenerme todo. ¿Aún debo permanecer sentado en la cuneta, lejos del semáforo electrónico? A mí me gusta caminar. Me gusta, y mucho. Quiero levantarme y acercarme al semáforo para ver quién pasa. ¿Quién pasa? ¿Quién se queda? ¿Quién sigue de largo? ¿Quién se detiene ahora y me enfrenta en éste para poder darse el lujo de esquivarme en el próximo? ¿Quién no me aguantará y se irá? ¿Quién se quedará y tendrá el estómago de permanecer hasta el fin? Sí, lo siento, todo ha sido una cuestión de estómagos. Muchos cambiaron de trayectoria y caminaron por calles sin detenciones, sin semáforos, sin ojos vigiladores. Sin cunetas, porque sabían que en esas calles yo no puedo sentarme. ¡Cómo me gustaría tener la fuerza de conseguirme un bate para blandírselo a ésos! Debo conservar mi maletín de cuero. Yo soy tan delicado. De la nada se me puede atacar el estómago. Yo soy muy delicado. Me conozco de antemano. Es fácil. Es todo mucho más fácil y llevadero. Así que ya no puedo asombrarme como antes. No debo sorprenderme, o podría olvidarlo todo. Incluso mi maletín de cuero y mis gustos, que tanto me ha costado conseguírmelos. Sé continuar, eso es fácil. ¿Ahora sí ya tengo derecho a callar? ¿Ya me gané el derecho a ser atravesado por las flores? ¿Incinerado por el griterío? ¿Degollado por los automóviles? ¿Aplastado por el frenesí del sol? ¿Ahogado por la plenitud lunar? ¿Ya tengo derecho a callar? Qué bella es la luna cuando uno la espera de día. He sido suturado a la cola de cada nombre de la ciudad, y me gustó. Me gustó, seré sincero, sin engañarme, está bien. Está bien. No me engaño, sé que casi todo surge de un hábito, y nada más. Nada más. Sé reptar por las calles. Sé combatir mi espera excitándome, como quien busca la sed antes de encontrar el agua, como quien pierde el agua antes de hallar la sed. Sé lancetear con mi rabo y mis cejas las palabras que me han abandonado para ir a blandir los bates en mi contra. Sé ser perverso. Debo decirlo todo antes de continuar, ¿o no? Si muero por un golpe mal encajado, o por una daga mal ensartada, no me gustaría permanecer olvidado en el estuche viejo de otro. No me gustaría para nada. No toleraría otro rabo y otro par de cejas. No sé hablar como si ya hubiese bebido agua y estuviese satisfecho. No sé estar satisfecho. Las adversidades me han encontrado y debo responderme ante ellas. ¿Y yo qué he hecho al respecto? ¿Qué he hecho? ¿Qué te han hecho? ¿Qué me he hecho? ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién? ¿Tú?

 

 

 

 

 

© Luis Emel Topogenario. Escritor nicaragüense (Managua, 1980). Actualmente reside en Montevideo, Uruguay. Ha publicado varios relatos, tanto en papel como en revistas digitales especializadas. La Codorniz, su tercera novela, es su proyecto narrativo más ambicioso.

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