EL LABERINTO A R I A D N A - R C . c om c r e a c i ó n l i t e r a r i a
[número cuarenta y tres edición primavera 2009] J U N I O
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Elecciones
Me han dicho que hay un hombre con una escarapela azul que viene a salvar al hombre.
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© Antonio Polo. San Fernando (Cádiz) 1957. Ha publicado distintos trabajos: “Quince líneas” Ed. Tusquets, « Lavapiés » Ed. Ópera Prima; “La vida en Hermenauta” Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias: ”Cuadernos del matemático”, “Luces y Sombras”, “Arena y Cal”, etc. Traducción del italiano “Odore dei racconti” y “Los chicos de Vico Capriata” de Paolo Barsanti, 2006. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II, Madrid. 2001, Premio Villa de Pasaia 2000, San Sebastián; I Concurso de Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro Entre Dos Mundos, Geneve (Francia) 2000, Premio de Narrativa Géminis 1999, Aspe (Alicante); Villa Constitución 1998, Argentina; Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, Barcelona; Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, Segovia; II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Argentina; Premio Constantí de Relatos de Viajes 2004, Tarragona; Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005, Teruel; Premio. XXI Premio Internacional de Poesía El Yantar de Pedraza 2006, Segovia. Constantí de Relato 2006 Historias de la Historia. III Concurso de Relatos Cortos de Viaje 2008. |
Llueven mares/Besarás una lágrima/De cumbres y goces
Llueven mares de crisis,
He intentado adorarte Ruedas desde la mejilla
Irrumpo en la cima
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© Gustavo Marcelo GALLIANO. Nacido en Gödeken, reside en Rosario, Santa Fe, República Argentina. Escritor y poeta, se graduó de Bachiller Universitario en Derecho en la UNR, donde se desempeña en la docencia universitaria y tareas de investigación. Columnista Literario en RMC (Palm Beach, USA) y Corresponsal Especial de la revista literaria Cañasanta (Toronto, Canadá). Sus escritos han sido seleccionados y publicados en prestigiosas revistas y antologías literarias internacionales; Sus poemas y cuentos se han traducido al inglés, italiano, búlgaro, rumano y portugués. |
Nocturno matilde/Encuentros y desencuentros
De la noche cae el silencio La noche se vuelve humedad, La noche se hace tu lenguaje,
Nada útil… Sólo un llanto que me sabe a elegía, Y así como lo es todo lo es nada,
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©Alejandro Morales Mariaca. Nacido en la Ciudad de México en 1981. Es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública. Escritor, poeta y artista plástico, ha participado en diversos proyectos culturales, incluyendo una temporada como locutor de radio en una revista cultural. Ha publicado parte de su obra poética en diversas revistas electrónicas. Actualmente colabora en la realización de una trilogía de novelas y un poemario |
Poemas de la esquizofrenia
La camisa de fuerza
Plegué cada prenda con cuidado,
Nadie sabría decir con certeza
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© Leticia Vera Seves. Madrid. Facultad de Bellas Artes de Madrid. Ilustradora y restauradora. |
Selección – Poemas
¿Qué es de la poesía al estallar el plomo?
Dime qué hacer con todos los poemas cuando vuelan más cuervos que gaviotas y marzo deja de ser respirable.
Lo dijiste una vez. Los poemas no levantan escombros, no curan. No hacen la última llamada para decir lo siento, te perdono, siempre os querré. No suturan heridas ni sirven para hacer un torniquete. Un poema no resucita a nadie.
Temo que era cierto. De nada valen los versos cuando estalla el plomo y su humareda, y los poetas quedan condenados a repetir, como Eco, sin descanso, que es falso que sólo sean los muertos quienes pierden la vida.
Tuvimos, es verdad, la certeza inocente de poseer la dicha, juzgándonos torbellinos eternos, felices náufragos en una isla de nadie.
Aprendimos a amar los barrotes o sus golpes suicidas como perfectos pájaros cansados de intentar huir de su jaula, callando la muerte bajo la piel.
Pero tú despertaste -yo siempre aprendo tarde- y arrojaste una flor sobre el cercado sueño de nuestra juventud. Y a media voz dijiste con el frío de un arma silenciosa que nadie sale ileso de la vida.
Existen noches frías rondando los veinte años, espacios para imágenes errantes, páramos sin máscaras ni testigos; noches donde la muerte no es aquel espejismo tan lejano. Todo es una amenaza: la infancia, ya remota, con su apariencia de efímera flor; la mirada vetusta y macilenta de lo que vendrá; nuestros nombres en gritos sin garganta; la fe como un país deshabitado. Se regresa a los miedos nacidos cuando niño y no es una condena tan horrible acabar arrastrado por el río lo mismo que las ramas y las hojas, oyendo la cascada por venir, lejos al fin de los huesos roídos o los sueños que queman, y hundirse finalmente con el viejo deseo enmudecido que nos ata a la tierra.
Vienes con la sombra de tus palabras apenas sostenidas por tus labios antes de derramarlas torpemente sobre la tarde cerrada, otra tarde hendida por la misma incertidumbre, sumada ya a todas las anteriores como se suman las huellas de cuerpos en desabridas sábanas de hotel; tardes de idéntico deseo inútil apagando el invierno en mi garganta hasta de tanto golpe quedar mudo, sin tiempo ya ni nada a lo que asirme salvo acaso la celebrada dicha de encontrar nuevamente tus palabras.
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© Alberto Gómez |
Restauración
LLEGAR A ESE PUNTO DIFUSO DONDE PODER Los dioses saben lo venidero, los hombres lo acontecido, Llegar a ese punto difuso donde poder A Mariana Bernárdez.
ESPADAS HIRIENTES DE ODIO Y PALABRAS Espadas hirientes de odio y palabras
QUÉ MONSTRUOSO ENIGMA SECUESTRA LA TERNURA Qué monstruoso enigma secuestra la ternura
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© FRANCISCO JESÚS MUÑOZ SOLER. Nacido en Málaga el 24 de Diciembre de 1.957, ciudad que a resguardado sus días. Es miembro de la Red Mundial de Escritores (REMES), del movimiento. Poetas del mundo, La voz de la palabra escrita y Militeraturas, también a publicado en las Revistas de Literatura digitales Artepoética, Remolinos, Encontrarte, Cinosargo, Letras Nuevas, Palabras de Tramontana, Amigos de la Urraka, Divague, El Laberinto de Ariadna, Herederos del Caos, Perito, 40cheragh , Urraka Internacional, Es hora de Embriagarse, Voces de Hoy, Almiar/Mar de Poesías, Letras, Ariadna-RC Laberinto La Rosa Profunda, Nevando en la Guinea, Espíritu Literario, Laberinto de Togoraz, Pensamientos Likidos, Dulce Arsénico, Contra la Oscuridad, Buracos Quentes, Carrollera, Palabras Salvajes, Antaria, Mondo Kronhela, Efory Atocha, Album Nocturno, Imaginante, Nueva Literatura, Antología Literaria Actual, La Botica, Azul@rte, The Big Thimes, Sinalefa. Bibliografía: 2008- El sabor de las palabras. Poeta, como necesidad vital y regeneradora de si mismo, al menos hasta que la curiosidad siga alimentando sus sueños |
Se incuba al hombre…
se incuba al hombre en el recuerdo
de imagen sobre imagen en el revés del hombre
la mano desbordada del espejo
el agua cae levemente por las cosas
como en calcos los cuencos revertidos de los cuerpos
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© LILIANA MARÍA CELIZ. Argentina. Premio de la Casa de la Amistad Argentino Cubana, año 1987.Tercer premio en el Concurso Nacional de Poesía organizado por la Emisora Lobos, año 1988. Finalista en el Concurso organizado por la editorial “Argenta Sarlep”, año 1988. Primera mención en el Concurso Nacional de Poesía organizado por la Emisora Lobos, año 1989. Mención especial en el concurso organizado por la Emisora Lobos, año 1989. Publicaciones: O elevación de vos o pensamiento” Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2007. ¿De dónde vienes de mirar tus ojos padre?. Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2000. Del traje de Eva y su manzana (poemas). Buenos Aires, Último Reino, editado con el apoyo económico de Fondo Nacional de las Artes. 1997. Desembocadura, Buenos Aires, Tierra Firme, 1990. Compilación de poemas en conjunto con los poetas Gustavo Baz, Gabriel Rizzola, Carlos González y Chantal Damon. Se editó con el apoyo económico del fondo Nacional de las Artes. En prensa: A los que fueron pájaros. Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2008. |
Conjuros
Conjuro
Seamos como niños no se quien dijo
Un mundo desnudo
En el armario todavía quedan algunos niños
Poema
La tarde de avenida cimentada declinó la factura de la historia y nosotros comprendimos sin necesidad de música en el living, la ausente distancia entre la hija, la ventana
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© Álvaro Guerrero Gabella |
El arte de esperar
Chopin niño En la cámara
Binomio El binomio de Newton
El arte de esperar Mi bulbo raquídeo Cuando no tengo visitas
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© Luis Acebes (Madrid, 1966) cursó estudios de derecho y periodismo. Ha desarrollado, desde 1987, su carrera profesional como creativo publicitario en agencias multinacionales de Madrid y Barcelona. Ha publicado un libro de poesía (MÚSICA LIGERA. Ed. Poesía eres tú. 2008) y prepara la publicación de su primera novela, LOS DÍAS DEL MUNDO; además colabora habitualmente con revistas literarias de España y América Latina. |
Selección de poemas
Abriendo páginaAbriendo página
Para un juevesPara un diez de enero Principio sin ArquímedesDame una palabra Me cuesta mi vida
Abro los ojos, invades los míos,
Sin ángelMe quedé sin ángel
AsíQue cómo quiero,
TiresiasQuiero ver tu desnudo
No es míoLas palabras no hablan
DiarioPedí colaboración para un diario íntimo
Sirena mudaNadie acompaña
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© María José Mures |
Los días de ayer Ella está sentada en una esquina del salón, la han dejado allí junto a la ventana para que mire al exterior. Está sentada en una esquina del salón, sola, como un mueble obsoleto o un estorbo. ¿Cuándo se rompió su vida? ¿Cuándo se rompió su memoria? Nadie la escucha puesto que para todos sus frases no son coherentes, ella solo habla de los días de ayer. Todavía conserva en su rostro la mirada dulce de la niña que fue, la piel de la cara se mantiene tersa, pura, suave en cambio la piel de sus manos y de sus brazos se han convertido en algo tan frágil como un papiro guardado en la Biblioteca de Alejandría. Dicen que no habla, pero no es cierto, dicen que habla sola o que le habla al aire y no es cierto: ella le habla algún ser de su pasado alojado en su memoria, esa que ha olvidado el presente y se ha refugiado en los días de ayer. Ella está más a gusto, agazapada en la realidad que no partió, en esa realidad que se quedó inmaculada y detenida entre su infancia y su última juventud madura. Ella, habla de como corría por las calles de polvo, de como bebía del agua fresca que discurría por el arroyo del bosque, ella habla de lobos y de príncipes pastores, de almas muertas y de niños con la rodillas destrozadas, de hambre, de leche en polvo, de escasas onzas de chocolate, de lazos en el cabello, de muñecas de cartón, de veranos de trasiego... Dicen que no habla y no es cierto, su memoria ha escogido su tiempo porque tal vez no le gustaba lo que estaban viendo sus ojos o tal vez porque para que siga existiendo el mundo, algunos seres deben dejar de recordar los días de hoy, para dejar espacio a los recuerdos jóvenes. Quizás el Universo sólo tenga un una capacidad limitada de memoria, y sea ley de vida o indispensable que haya gente como ella que olviden, quizás en el Universo se inventaron los libros donde se escriben y se cuentan historias con ese mismo fin: el de dejar memoria libre para que el resto pueda seguir con sus vidas y pensar que el Alzheimer es una enfermedad caprichosa. Pero ella sigue siendo la mujer de siempre: suave, ligera como el algodón, ella no es un estorbo, ella es una mujer a la que a veces se le enciende una luz en su cabecita y reconoce un rostro, recuerda un nombre o formula un pregunta sincera y “coherente”. Ella es la misma mujer de siempre, que quizás solo le está haciendo un favor al Universo. ¿Quién sabe?
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© María Aixa Sanz. (España, 1973) Escritora valenciana. Tiene publicadas las novelas "El pasado es un regalo" (2000), "La escena" (2001), "Antes del último suspiro" (2006) y "Fragmentos de Carlota G." (2008). En mayo del 2008 publica el ensayo "El peligro de releer", recopilatorio de los artículos literarios, con los que colabora en diversas revistas de España y Latinoamérica. Ganadora de varios premios de narrativa breve, relato y cuento en distintos idiomas. http://mariaaixasanz.blogspot.com/ |
El futuro presidente
Mesa de caoba larga y majestuosa, sillas muy cómodas recién tapizadas en tonos verdes para el descanso de la vista, una grandiosa alfombra persa en el suelo, dos espejos venecianos, cuadros de cotizados pintores en todas las paredes del gran Salón de Juntas, lujo y señorío pululando alrededor de los cuerpos, y en al aire, un perfume indefinido a flores, jazmines, tal vez rosas, o quizás una mezcla de ambos. Ante cada uno de los componentes del Gran Consejo de la Nación, una copa de cristal de Bohemia con un exquisito vino de cosecha casi exclusiva y varias fuentes repletas de canapés de salmón noruego y caviar Beluga.
La frase quedó temblando en el aire arropada por los ojos de los presentes.
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© Blanca del Cerro. Licenciada en Traducción, Interpretación y Filología Francesa en la escuela de San José de Cluny de Madrid, dependiente de la Sorbona de París. Ha dedicado gran parte desui vida a la traducción, especialmente técnica, habiendo traducido multitud de artículos, folletos y especificaciones, además de 32 libros. Ganadora del Primer Premio de Relatos de la revista Genial. Ganadora del Primer y Tercer Premios de Relatos Cortos en la revista de Finanzauto S.A. Ganadora del Primer Premio de Poesía de la revista de Finanzauto S.A. Ha publicado diversos poemas y cuentos en la Revista de Transportes de Barcelona. Ha publicado un cuento en una revista sobre patinaje de Barcelona. Tiene un único libro publicado, titulado “Luna Blanca”, con la Editorial Nuevos Escritores (pueden verlo en Internet). Sulibro “Mi nombre es Aurora”, todavía sin editar, quedó entre los finalistas del I Certamen de Novela Zayas de 2008. Colabora en Radio Latina y Radio Merlín de Madrid. Asimismo escribe en la página web de Radio Latina. Ha publicado cuentos en la Revista Digital Almiar, en la revista digital Narrativas y en el Taller de Escritura Pluma y Tintero.En la actualidad combina suy trabajo de traductora en diversas agencias con el de escritora |
El pájaro bobo
-¡Maldita sea! –dijo Christov al levantar la tapa de nescafé; Joe, tumbado sobre una mantita en una esquina de la cabaña, se levantó inmediatamente, y caminó lo más rápidamente posible y se clavó junto a Christov. Levantó la cabeza para mirar la cara de Christov; luego el bote que aún tenía entre las manos; luego otra vez la cara de Christov, de nuevo el bote de nescafé... hasta que Christov gritó ¡basta! y Joe agachó la cabeza amonado. -¡Estúpido pingüino! –dijo Christov entre dientes, para que Joe no pudiera oírlo aunque sí intuirlo, y por tanto dejar una puerta abierta a la reconciliación. Porque mientras no llegase el barco de logística (diez días) Joe iba a continuar siendo su único amigo. ¡Quién podía fiarse de esos científicos nórdicos! Al embarcarse en Lisboa (después de volar desde Sofía), el doctor Dragostinov a quien sustituyera le dijo: “Cuidado con esos científicos nórdicos; intentarán aprovecharse de tus datos de campo. Sobre todo, no hables jamás de nuestros archivos (y en ese momento le dio una llave) sobre la “punhoria vesthica”; quien consiga controlar la reacción ante temperaturas superiores a 10º C controlará gran parte del futuro del jabón de lujo. Cuidado con ellos, Christov.” Joe aún permanecía cabizbajo en la otra parte de la cabaña, clavado como una estatua. Christov aún mantuvo un rato las manos en la cortinilla del ventanuco, contemplando el resplandor del glaciar y del mar en la penumbra. El viento soplaba fuerte, y los copos eran ratoneros, pero no era imposible salir de la cabaña, aunque no recomendable según el protocolo que cada mañana debía leer y firmar, y cada noche rellenar y firmar. Christov recordó que había tomado una decisión hacía tiempo; cuando empezó a escasear el café en grano, no se privó de tres tazas al día. Por la mañana, molía unos granos en el molinillo manual (había que ahorrar electricidad); entonces Joe abría los ojos por el ruido y se levantaba de la cesta que tenía junto a la estufilla de gas. De pie, estiraba las alas y se frotaba con ellas el pico y los ojos; entonces Christov encendía la estufilla para hervir el agua, y Joe volvía a tumbarse junto al calor. Al marcharse a trabajar, Christov dejaba la puerta entreabierta, y a media mañana Joe salía en su busca, pero cuando llegaba, Christov ya había terminado de recoger datos en el glaciar y empezaba el camino de vuelta; después de comer, hacía café de nuevo; y finalmente otro café a media tarde, momento en que Joe regresaba del glaciar y Christov le tenía descongelados unos arenques y bocartes. Con la digestión, a Joe se le cerraban los párpados, y antes de que se desplomara, Christov le subía a su regazo y le acariciaba mientras con la otra mano tomaba el café. Los pies, junto a la estufilla, y las cortinas corridas dejando entrar el día de seis meses. Pero en invierno, la oscuridad y los temporales le habían recluido en la cabaña realizando trabajo de gabinete, consistente en la aplicación de las matemáticas a la biología. En parte, esta era la excusa que necesitaba para tomar más café del acordado en el protocolo. Joe también sufría las consecuencias; la falta de ejercicio le habían procurado una capa de grasa excesiva, y en más de una ocasión Christov perdió los nervios al oler los gases de Joe, llegándole a llamar ¡maldito puerco!, ante lo cual Joe se sonrojaba y agachaba la cabeza. Christov sabía que el café se terminaría; de hecho, si hubiese podido pescarlo, lo habría congelado, como hizo con la comida de Joe al final de la primavera. Cuando el café en grano se terminó, aún quedaban dos frascos de café soluble. Christov leía la etiqueta del tarro de Nestle vacío. ¡Si al menos tuviera un vecino suizo! Finalmente, corrió la cortinilla y se dirigió a Joe. Puso una mano en el lomo. -Joe... Después pasó a acariciarle la cabeza. -Vamos, Joe... lo siento... Joe se resistía. -¡Vamos a salir, Joe! A Joe le brillaron los ojos; levantó la cabeza sonriendo y aleteó lo más rápido que pudo. “Ni siquiera produce aire”, pero Christov trató de evitar que tal pensamiento aflorara en la mirada. Mejor no estropear las cosas. Cuando Joe se giró hacia la puerta, Christov pudo relajar los músculos de la cara. Todavía no había llegado hasta la puerta Joe cuando Christov terminó de ponerse el anorak y las katiuskas. Joe aleteaba. Al abrir, la corriente casi tiró a Joe al suelo de la cabaña, pero Christov atravesó la bota, y terminó de enderezarlo con las manos. Joe se puso a andar hacia el mar; tras cerrar la puerta con gran esfuerzo, Christov corrigió la trayectoria de Joe levantándolo por las axilas, Joe siguió caminando mientras estaba en el aire. El fuerte viento y la nieve no impedía a Joe caminar, por lo que él y Christov iban a la par hacia el interior. Tras doscientos metros de penurias, una estaca alta y fluorescente marcaba el límite de las competencias búlgaras, y el comienzo de las danesas. “Si quiero conseguir algo, mejor será que no hable ningún tipo de idioma”, pensó Christov antes de aporrear la puerta de la cabaña danesa. “Limitándome a señalar el bote vacío, daré pena”. Así pues, el hombre alto y barbudo que abrió la puerta solamente pudo oír de Christov el golpeteo de la uña contra la lata de nescafé. Después habló hacia el interior de la cabaña, en danés y en voz baja (por si acaso, pensó Christov). Luego abrió la puerta del todo, señalando la encimera de la cocina, sobre la cual no había exactamente, nada. En torno a una mesa redonda en cuyo centro se alzaba la chimenea de una estufa (¡de leña!), otros tres daneses empuñaban sendas tazas de metal humeantes, reflejados en el cristal de una botella de whisky. El danés se encogió de hombros, y Christov se revolvió y pensó en lanzarle a la cara el tarro de nescafé. Christov se guardó el bote y dio media vuelta; Joe hizo lo mismo. Al poco, por la espalda llegó, atravesando la tormenta, una voz: -What about the “punhoria vesthica”? Christov se detuvo y dejó que Joe siguiera caminando. Al día siguiente, Christov caminaba rápido hacia la cabaña. Joe aún seguía allí raspando la puerta con las alas. Christov, con un bote de café en cada bolso, dijo: ¡Pero Joe, chico! Christov preparó el café y descongeló unas sardinas para Joe. -Ahí tienes, chico. Joe la cogió al vuelo y la engulló poco a poco, con cierta desgana, mientras miraba fijamente a Christov. -¿Qué pasa, Joe? Christov siguió ajetreado por la cabaña. Movía las sardinas congeladas en el cazo al fuego y preparaba los archivos en una bolsa. -¿Por qué me miras así, Joe? Christov dejó su taza sobre la placa caliente y se dirigió a Joe. -Joe. ¡Joe! ¡No me levantes la voz, Joe! ¡Deja de mirarme ahora mismo! Joe aguantaba la mirada como un puñal. Christov le dio una colleja. Todo el plumaje de Joe vibró. -¿Quieres más sardinas? ¡Pues allí las tienes, Joe, son todas tuyas! –Y señalaba en dirección al océano mientras con la otra mano retiraba del fuego el cazo con sardinas congeladas. Abrió la puerta de la cabaña. -¡Allí tienes el mar! ¡Me gustaría ver cuántas traes, Joe! Joe agachó la cabeza y salió. Días después, el temporal terminó. Era el final del invierno. En la playa había cientos de miles de pingüinos, emparejándose para iniciar el camino hacia los nidos, varios kilómetros hacia el interior. La enorme marea empezó a caminar en dirección al glaciar. Christov miraba desde las cortinillas con el café de la mañana entre las manos. Puso la mirada en el mar. Esperaba ver cualquier mañana la silueta del barco de logística con las provisiones y el relevo. Cuando volvió la mirada a la marea de pingüinos, juraría haber visto uno entre la masa con la cabeza girada hacia la cabaña y que rápidamente volvía la mirada al frente, perdida en la multitud de pájaros bobos que se arrastraba tierra adentro. -¡Joe! ¡Joe! –gritó Christov, inmóvil, clavado junto a la ventana.
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© Juan Amancio Rodríguez García. Toledo 1979. Publicaciones: Revista El cobaya, Revista digital La rosa profunda y Relatos de Verano (Diario de Ávila) |
Cada noche los lobos
“No cruces nunca el bosque. Los lobos no son buenos. Se comen la ilusión de las niñas y las hieren de muerte para toda la vida…Los lobos no son buenos” resonó en mi cabeza durante años. Cada noche veía los dedos nerviosos de mi madre mientras al arroparme estiraba el embozo de mis sábanas de flores, las de “esto se lava y se estrena, ni plancha necesitan”. A mi madre no le gustaba planchar, ni fregar los platos. Cantaba algún blues a media voz y me arropaba; luego, a veces se iba llorando. Su voz se quebraba al acostarme y entonces lloraba por ella y por todos los lobos del mundo; puede que mi padre tampoco fuese bueno aunque yo nunca supe casi nada de él. Mi madre dijo que no era lobo sino cazador y que lo único que podía hacer de él un hombre era su escopeta de caza, con sus balas en la recámara capaces de doblar a un lobo sólo con apuntarlo. En lo demás, decía mi madre, “es un pelele pegado a la falda de tu abuela y su miel”. Después miraba un álbum de fotos y durante días se sumía en el mutismo hasta no decir nada más. Al hablar, sin embargo, destilaba una especie odio caliente por el lobo y por mi padre y por eso no me dejaba cruzar el bosque. “Sobre todo -decía-, al lobo no lo busques o estarás perdida. Abrirá sus enormes orejas para escucharte lleno de atención, como si le fuese la vida en ello; se le desorbitaran los ojos por verte tan linda e inocente como eres, desvalida. Después se colará en tu cama y de sus mandíbulas chorreará la baba del deseo… ¡Por Dios! A cualquiera se le caería la baba sólo con verte con tu caperuza roja y tu pelo rubio y tus piernas de mármol quebradizo, de niña sin hacer pero es un lobo, corazón, un lobo hambriento de vanidad, así que prométeme que tú nunca cruzarás el bosque –rogaba soltando las sábanas y yo sabía que cuando mi madre se encendía de esta manera dejaba de arroparme y después lloraba. Yo le prometía todo por tal de que no llorara más aunque adivinaba que su rabia sólo era capaz de apagarse con unas buenas cervezas en el bar de Joe. Acurrucada alguna noche me quedaba sola y no importaba; después mi madre llegaría más tranquila, puede que borracha, pero sobre todo mas tranquila y ya no volveríamos a hablar del bosque durante una temporada.
Ahora bebe algo más que unas cervezas pero sus dedos siguen temblorosos como antes. Yo quisiera calmarla, decirle que no he cruzado nunca el bosque. Que obedecí por no verla triste y he pasado los años agazapada detrás de los arbustos, escondida hasta que mi caperuza se ha hecho jirones. Desde allí, desde el margen he visto al lobo cada tarde llegar hasta mis pies siguiendo el rastro de otras niñas. Siempre de otras. A la espera de una presa fácil vagaba por los senderos. Una niña despistada ahora me escapo, ahora desobedezco, ahora te desafío mamá. Eso era suficiente para saciar su hambre vanidosa y su ferocidad. El lobo ronroneaba esperando a devorar a alguna víctima. Ya no era hermoso y un reguero de pelos lo acosaba dejando al descubierto sus calvas. Al final incluso se volvió impreciso. Se le nublaba la vista y los zarpazos agitaban el aire inútilmente, así que al poco desistía y volvía sobre sus pasos. Puede que agotado por su falta de éxito se contentara como yo con relamerse. Tal vez al rato olisquearía de nuevo la tierra y se dejaría caer pesadamente a la sombra de algún árbol. No lo sé. La voz de mi madre ha resonado cada tarde en mi mente como una amenaza: “no cruces el bosque…los lobos no son buenos…”. Ahora mi madre ya ni siquiera habla pero yo he sido obediente. Ahora el lobo me parece inofensivo. Ahora en realidad ni aparece. Lleva meses sin asomarse a mi deseo. Y yo tengo miedo del miedo que tengo. Es posible que el lobo ya no esté allí, pero no cruzo el bosque. Ni siquiera para ir al entierro de mi abuela. Desasosegado y perdido, mi padre vino el día de su muerte y lloró desde la puerta “que será de mi ahora, que será de mi”. Mi madre le dijo que dejara la escopeta de amedrentar lobos a un lado y que empezara a vivir como un hombre de una puta vez. Mi padre desapareció. Desde entonces mi madre no habla ni del bosque ni de nada. Tiene bastante con no olvidar quien es más allá del oleaje de los litros de güisqui que la ahogan. A menudo contengo mi rabia por ser obediente y no haber atravesado el bosque para devorar al lobo, para morderlo como se muerde un fruto que refresca. Entonces soy yo la que llora y me descubro atrapada por el silencio de mi madre. La veo sentada en su sillón; solo bebe y a veces me mira sin verme, con los ojos acuosos. Si le quito la caperuza que cubre su cabeza, le asoman también a ella las calvas del lobo. Ya no hay melena ni belleza. El tiempo está siendo implacable con el lobo, con mi madre y conmigo. También yo tengo que darme un tinte. Tengo que alargar mi falda para que tape mis piernas de mármol ajado, lleno de varices. La rabia me asfixia ya tanto como el miedo. A ratos respiro y cautelosa decido como cada noche que una noche cuando no pueda más le diré: “venga mamá, voy a acostarte” y como si fuera una niña que ya no maldice ella obedecerá sin decir nada, sin pedirme la promesa de no cruzar el bosque. Entonces la arroparé debajo de mis sábanas de flores como siempre y cuando duerma yo saldré de su habitación, me pondré sus tacones, echaré hacía atrás mi caperuza roja deshilachada, me veré en un espejo de juguete que conservo, me daré perfilador de labios y eyeliner, me ajustaré sus medias de liga hasta la mitad del muslo y casi por descuido, como en un gesto mecánico, me acoplaré las tetas en el sujetador hasta que rebosen. Esa noche saldré a mendigar bocados de cualquiera y sé que mi cólera sólo se calmará con unas buenas cervezas en el bar del viejo Joe. Allí olvidaré el peligro del lobo y su deseo, olvidaré a mi padre, a mi abuela y sus ganas de miel y a la desgraciada de mi madre que en ese instante vagará dormida en el limbo de los idiotas alcoholizados. Sé que nada más entrar, le pediré a Joe que cante un buen blues para mi, uno de esos que cantaba para apaciguar la ira de mi madre y yo me contonearé con una languidez caliente y húmeda delante de otros lobos feroces. Eso me calmará. Lo sé con certeza como sé que después volveré a casa manoseada y sucia, ensordecida por las mentiras y los aullidos de los lobos mugrientos del bar. Cuando mi madre aún duerma volveré a casa borracha, dando tumbos. Devorada y tranquila. Devorada y sucia, arrinconando el bosque en el olvido… al menos por un tiempo.
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© Lola B.Gallardo |
Aurora de fuego
…como os decía, aquello ocurrió en febrero de 1945 y recuerdo muy bien que era martes de Carnaval. Yo acababa de cumplir los dieciséis y vivía con mi madre en un barrio extremo de Dresde próximo al Elba. Aquel día, mi madre había ido a Meissen para hacer una visita a los abuelos y me dijo que estaría un par de días con ellos. Mamá era enfermera y se pasaba el día en el Hospital Central. Desde luego, trabajo no le faltaba; en los últimos meses, centenares de miles de refugiados habían llegado a la ciudad y las autoridades los alojaban donde podían. Los trenes iban abarrotados y en las carreteras proseguía el trasiego de multitudes que se trasladaban a pie, en carros o en camiones. Muchos habían sido distribuidos en edificios públicos, escuelas, hospitales y hasta en los parques, a pesar de las bajas temperaturas. Mamá decía que las cosas se estaban poniendo muy mal, y quería que nos fuéramos de Dresde en cuanto se presentara una oportunidad. Me hablaba a menudo de la tía Ketty, una hermana suya que vivía en una aldea próxima a Nienburg, en la Baja Sajonia. Si fuera posible llegar hasta allí, tal vez estaríamos a salvo hasta el final de la guerra.
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© Carlos Montuenga |
Film
Aún no sé presentarme contra las adversidades. Debo hablar. Sé hablar. Sé que debo hablar. Si puedo hablar, entonces sé que debo hacerlo. Si debo hablar, entonces sé que quiero hacerlo. Estoy obligado. Me permito. Debo iniciarme. Las adversidades me han encontrado, ¿y yo qué he hecho? ¿Qué he hecho? Reptar por las calles. Lancetear con mi rabo y mis cejas las palabras perversas que se me aventaron. Guardando silencio, sí, callando, y demasiado, como si yo tuviese ya derecho a callar. Como si yo fuese ya un ser luminoso por el que todos, tomándose sus turnos, ya han hablado. El derecho a callar hay que ganárselo. Está bien, entraré en detalles, sí. Entraré en los detalles. Recuerdo varias veces haberme encontrado en el semáforo electrónico equivocado y haber detenido al transeúnte correcto sobre la acera ortogonal, y haberle interrogado con estas palabras: Oiga, usted, perfecto imbécil ignorante, ¿por qué me ha estado siguiendo? Y como respuesta se me golpeó con un bate en mis dos cejas. Mi rabo se cortó con un alicate hasta hacérseme sangrar. Otros rabos idénticos han vuelto a salirme en sitios distintos del cuerpo. Abrí mi intento de boca para decir algo y el resultado se catapultó de mi cuerpo con tanta violencia, y a tanta velocidad, que mis palabras parecían haber sido conseguidas a contra natura. Creo que dije Oye, déjame hablar y no me pegues más, no dije Cabrón. Sé que no lo dije, y la ciudad lo sabe. Luego de la golpiza, el transeúnte se ha alejado, y a tanta velocidad, por la misma calle de donde yo había emergido. Los dos estábamos muy alarmados. Yo, por los batazos y la amputación, y ella, por el esfuerzo físico de habérmelos propinado. A mí me dolían mis cejas. Aunque el ambiente de la calle estaba un poco chillante por el sol, y el dibujo de las avenidas a la distancia era borroso, la vi con nitidez cómo blandía su bate en el aire, como practicando que todavía continuaba golpeándome, aunque sus movimientos no generaban sombra. Creo que aún continúa alejándose. Allí fue que pensé: Mis palabras perversas me profanaron, sí, fue así que me salió. Sé que es lo que pensé, estoy seguro, sí, y la ciudad lo sabe, aunque lo nieguen sus habitantes. Mis palabras me avergüenzan. Sí, ¿cuántas veces he llegado a la misma conclusión? ¿Cuántas veces he retirado de mi cabeza este pensamiento para volver a encontrármelo, entre ceja y ceja, como dolor, como sangrado, como jaqueca, úlcera de aspirina, como golpe despertador?, sí, ¿cuántas veces? Me dije Este semáforo electrónico ha sido el equivocado, debo de caminar un poco más en busca de otro. Y a mí me gusta caminar. Me encanta. Todo en derredor me celebra. Si doy un paso, las calles tiemblan emocionadas. Si resto un paso de mis zapatos, si debito una hazaña de mis haberes, los ojos del pueblo se azoran, se paralizan y se calcifican de conturbación e incertidumbre. Yo soy la respuesta a toda incertidumbre. A todo ojo vigilador. Si mi paso cae sobre la huella de otro, este otro se desintegra. Por eso, todos aquellos que sientan que me les estoy acercando, deben alarmarse. Si salto, las calles no aplauden. Si saltare hacia donde se han lanzado todos los otros anteriores, caería en el abismo que sus propios saltos me tienen preparado. Si me rindo de rodillas sobre la hierba, o si mis pezuñas pisotean la grama, cauterizándola, allí no volverán a crecer los hunos. Lo que no me toque no florecerá, solamente se convertirá en oro, algunas veces en graffiti. Si alguien se yergue sobre mis hombros, lo morderá el horizonte y lo estacará el subsuelo. Quien me palpe recogerá un muñón. Y hablará de eso. Así de ancho soy. Aún no sé reconocer la importancia de mi maletín, sí, quizá debí haber empezado por allí, sí. Estoy de acuerdo conmigo. He comenzado mal. He comenzado por las adversidades, por el principio. He llegado a otro semáforo, y me he cruzado con otro transeúnte equivocado, y le he dicho No porque me hayas castigado, y le mostré mis dos cejas reventadas, Te dejaré arrebatarme mi maletín, y he blandido mi maletín en el aire para mostrárselo. He caminado por todos los caminos con gran entusiasmo y fervor y excitación, como quien busca la sed antes de encontrar el agua. En mi maletín me han metido todo lo imprescindible. Reconozco que, cuando fui asaltado con los batazos, no supe atinar a interponer los brazos y defenderme. Sí, lo acepto: no me gusta defenderme. Soy culpable de mis gustos. Pero soy inocente de los medios para satisfacerlos. ¿Y entonces quién tomará mi culpa para redondearme? Y hacerme perfecto, imperfectible. ¿Quién lanzará mi cadáver bajo los automóviles? ¿Quién se comerá a mis hijos, si es que aún soy capaz de salir de mí? Sin hijos, ¿cómo es que pude extenderme en toda la tierra? ¿Qué órgano vacío en mi cuerpo, lleno de cruces y cicatrices, se me infartará antes de poder decirlo todo? ¿Qué membrana estomacal se cerrará y me torcerá de hambre, y yo sin poder bajarme de mi crucifixión? Si te cruzas conmigo, ¿pulsarás en tus ropas tu botón de pánico e iluminarás la ciudad con el miedo, el deseo, que nos tenemos? ¿Quién acelerará su automóvil al verme caminando, campeonamente, con mi maletín en mi mano, por su zebra? ¿Quién me alargará toda la noche para no despertar? ¿Quién publicará mis secretos más íntimos en su graffiti? ¿Quién demolerá mi casa para construir mi plaza y enrejarla, de principio a fin, con sus poemas? Aquí. Acá. Allí. Allá. Todo suena familiar. Alguien más es el que ocupa mi sitio. ¿Cómo puedo ser culpable y para qué? ¿Para qué voy a serlo? ¿De qué culpa, de qué enemigo, soy dueño? No soy yo. Repito: no soy yo. Alguien más debe ocuparse de mí. Alguien más debe apostarse en un semáforo y aguardar por mí. Se me reconocerá por mi maletín de cuero, colgado de mi mano hábil, y por mis ropas oscuras, ennegrecidas como el azul profundo, y porque por lo general produzco sombra, azulada como la nigritud del mar. Este alguien debe tomarme y luego debe abandonarme. Es así como me embellezco. El transeúnte ha dicho ¡Defiéndete, cobarde!, mientras blandía su bate en mi cara para asestarme los golpes. ¿Y yo qué he hecho? ¿Yo qué podía hacer? Nada. Sólo conseguí decir Pero y cómo quieres que meta las manos y me defienda si me golpeas tan rápido, ¡perfecto imbécil ignorante!, e hice mi pausa habitual, y continué con ¡Tienes que ser más despacio! Por último creo que añadí ¿Por qué no te alejas, como el otro transeúnte, y te pierdes en la oscuridad, así te dejas de molestarme? Pero no funcionó. No ha funcionado. Continuaba pegándome, como si le gustase. Comprendí, entonces, que si podía huir, debía hacerlo, y que si debía huir, quería hacerlo. Así que luego he caminado, a tanta velocidad, hacia otro semáforo, intentando alejarme de él para poder escapar. Mi maletín en todo me ha acompañado. Nunca se me ha soltado de mis dedos izquierdos. Yo ya estaba algo cansado, así que me detuve para poder descansar y para poder reflexionar y hablarme. Mis palabras se desenvainaron cuando me senté en una cuneta gris y contemplé que estaba solo, sí, ¡Qué espectáculo!, dije. Repito: ¡Qué espectáculo!, dije. Hablé hacia nadie y me gustó, sí. Soy culpable de mis gustos. Soy inocente de mí. Yo estaba solo entre dos cunetas de cemento, equidistante de dos semáforos electrónicos, de dos golpizas distintas, azotadas sobre el mismo padre pero por distinto hijo, sí. Como la ciudad estaba miope, había semáforos electrónicos por todas partes. Todos podían vigilarse entre sí. Reflexioné. Me gusta reflexionar para sentarme. Hablé como si yo fuese el estuche viejo que contiene el secreto que otro olvidó muriéndose. Nadie me oyó ni me observó hablar, así que mi estuche aún no está liberado. A cierta distancia, los kilómetros palidecían entre la tierra seca. La cal que me embellecería se filtraba por las ranuras imperfectas de mi maletín. Los semáforos me repasaban, una y otra vez, en sus filmaciones monocromas hasta aburrirse. Creo que incluso hasta alguna fotografía congelada de mí fue enviada hasta mi casa, junto con una multa en un sobre sin membretes. El ojo vigilador, incapaz de cerrarse, no sabe estar satisfecho. ¿No te aburres de ver siempre lo mismo? Pero permanecí sentado en la cuneta sin responderme. ¿Cómo es que puedo estar aquí sentado, tan tranquilamente, sin hacer nada, cuando todas mis méricas me necesitan? Si la palma de la mano se abre en son de tregua, ¿quién acudirá velozmente a cerrarla en puño? Si el ojo vigilador se duerme, ¿quién se atreverá a abrir la boca y cerrar la glotis y resucitarlo con las detonaciones resultantes? Si alguien decide callar y escuchar, ¿quién se escabullirá hasta su costado y le puyará para invitarlo a que grite sobre las mesas de negociaciones? ¿Cómo es que me he permitido estar aquí sentado, tan campeonamente, sin hacer nada, cuando todas mis méricas me han clamado entre sus gritos? ¿Y yo qué hago? ¿Caminar y responder con mis hemorragias, comentar cada golpe de bate que hundió mi cráneo? No puede ser. Debo sentarme y descansar para poder pensar. Se acercó otro hombre, cargando su bolsa negra, sus manos y sus brazos estaban sucios y también parecían de plástico. Yo no lo había percibido a la distancia, por eso me asombré tanto al percatarme de que uno de ésos, con una bolsa negra colgada de una mano, se acercaba tan rápido y con la cara tan preocupada y la facies tóxica de nerviosismo. Estaba muy nervioso, lo pude identificar casi al instante. Se acercó muy rápido. Movía las piernas, un poco estrábicas, con viciosa agilidad, aunque no corría. ¿Qué te preocupa así, tan tóxicamente? ¿Qué llevas en esa bolsa negra? ¿Ése es tu botín?, y ¿Por qué te mueves con tanto apuro, como escapando de algo?, ésas son algunas de las preguntas que fácilmente hubiese verbalizado, si tan sólo cupiese en mí el valor de decir lo que debo. Reconozco cuando algo es importante si al enfrentarlo carezco del valor para decirlo. Entonces callo. Todo lo otro, todo lo que me resta, es simplemente hábito de hablar. Si se le otorgase la facultad, mi maletín me comprendería. El hombre cruzó mi ubicación en la cuneta. La bolsa negra, gorda de contenido, no se le abrió ni se le cayó. No se podía adivinar lo que albergaba. Si tan sólo me hubiese hecho de mi puñal para rasgársela y averiguar qué cargaba, o para amenazarlo e intimarlo a que me la entregase. No pasó nada. El hombre cruzó por enfrente de mi cuneta y de mí. No volteó a observar mi maletín, o a mí, en última instancia. Se alejó. No dijo nada. ¿Ya sería él también un cobarde? No hizo nada inusual, sólo se alejó nervioso. Quizá yo era su transeúnte correcto en la cuneta equivocada. Pero ¿qué debo esperar? Un momento. ¿Qué debo aguardar? Y si se devuelve y me interroga y me confronta, mostrándome en mi cara su bolsa negra, ¿cómo podré golpearlo y asaltarlo si todavía no cargo ningún bate? Yo no lo he estado siguiendo, no como el otro a mí, sí. No me gusta seguir a los transeúntes, sí. Mi maletín es muy valioso. Mis palabras me han repasado sin encontrar nada del otro mundo. Me reconozco en las mismas cosas, eso es bueno y placentero. Me relleno con poco, algo de la misma carroña, eso es placentero. Con la misma cara, vestida de uniforme y llaves gruesas, que pongo para amenazar al transeúnte correcto, extraerle información verdadera y publicarla en sus propias narices, estampándola en mis graffitis, así también con otra cara idéntica recibo los batazos en mis cejas y la amputación de mi rabo con alicate, y esto es bueno. Esto es muy bueno y me gusta. Me facilito las cosas al sentarme aquí. Es mucho más fácil vivir conociendo de antemano las palabras que me eligen y cuáles son las que me renuncian. Así es. La elección y la renuncia así son, lo atestigua mi cuerpo, hermoso entre cuerpos. Lo que no conozco sólo debe ser sepultado. Así como otros me han sepultado sólo porque no lograron conocerme, claro, es muy fácil blandir un bate en una ciudad. Sólo hay que conseguirlo. ¿Pero y los graffitis? Un bate se rompe contra un muro, un graffiti arranca de las manos un bate, cierra la válvula bucal, abre la glotis, e igual detona. Así es como he llegado aquí, escapando de las calles para refugiarme en mi cuneta: las cejas reventadas por los batazos y el rabo cercenado por cada alicate. ¿Y quién me escogió? ¿Quién me canceló de sus ojos sólo porque se sentía incómodo? El que me renunció hizo que otro me escogiese. Quien me escogió me arrebató de otro, sin preguntárselo. Debo proteger mi maletín. Éste es mi objeto, mi momento, más preciado. ¿Estoy de acuerdo conmigo? ¿Estás de acuerdo contigo? ¿Estás, tú, ey, tú, estás de acuerdo conmigo? ¿O todavía te faltan pruebas elementales? Yo estoy de acuerdo conmigo. Mete tus dedos en los hoyos de mis cejas. Palpa el muñón de mi rabo para ver si ya se hizo costra. Toma tu alicate y ábreme. Pero cree. Cree, como si tú fueses mi cuerpo, hermoso entre tantas decepciones. Debo encontrar una pared lo suficientemente ancha como para poder refrendar todo esto. Así es. La elección y la renuncia así son, sin necesidad de testigos. Las palabras que me eligieron me sobrevivirán. Las que me renunciaron sobrevivirán a las que me eligieron. Mi maletín, si se le otorgase la facultad, me comprendería. Esto sólo ya lo hace más valioso que yo, infinítuples veces, así de ancho soy. La cal que me embellecerá se filtra por las ranuras imperfectibles de mi maletín. No importa. Sobrará suficiente polvo como para contenerme todo. ¿Aún debo permanecer sentado en la cuneta, lejos del semáforo electrónico? A mí me gusta caminar. Me gusta, y mucho. Quiero levantarme y acercarme al semáforo para ver quién pasa. ¿Quién pasa? ¿Quién se queda? ¿Quién sigue de largo? ¿Quién se detiene ahora y me enfrenta en éste para poder darse el lujo de esquivarme en el próximo? ¿Quién no me aguantará y se irá? ¿Quién se quedará y tendrá el estómago de permanecer hasta el fin? Sí, lo siento, todo ha sido una cuestión de estómagos. Muchos cambiaron de trayectoria y caminaron por calles sin detenciones, sin semáforos, sin ojos vigiladores. Sin cunetas, porque sabían que en esas calles yo no puedo sentarme. ¡Cómo me gustaría tener la fuerza de conseguirme un bate para blandírselo a ésos! Debo conservar mi maletín de cuero. Yo soy tan delicado. De la nada se me puede atacar el estómago. Yo soy muy delicado. Me conozco de antemano. Es fácil. Es todo mucho más fácil y llevadero. Así que ya no puedo asombrarme como antes. No debo sorprenderme, o podría olvidarlo todo. Incluso mi maletín de cuero y mis gustos, que tanto me ha costado conseguírmelos. Sé continuar, eso es fácil. ¿Ahora sí ya tengo derecho a callar? ¿Ya me gané el derecho a ser atravesado por las flores? ¿Incinerado por el griterío? ¿Degollado por los automóviles? ¿Aplastado por el frenesí del sol? ¿Ahogado por la plenitud lunar? ¿Ya tengo derecho a callar? Qué bella es la luna cuando uno la espera de día. He sido suturado a la cola de cada nombre de la ciudad, y me gustó. Me gustó, seré sincero, sin engañarme, está bien. Está bien. No me engaño, sé que casi todo surge de un hábito, y nada más. Nada más. Sé reptar por las calles. Sé combatir mi espera excitándome, como quien busca la sed antes de encontrar el agua, como quien pierde el agua antes de hallar la sed. Sé lancetear con mi rabo y mis cejas las palabras que me han abandonado para ir a blandir los bates en mi contra. Sé ser perverso. Debo decirlo todo antes de continuar, ¿o no? Si muero por un golpe mal encajado, o por una daga mal ensartada, no me gustaría permanecer olvidado en el estuche viejo de otro. No me gustaría para nada. No toleraría otro rabo y otro par de cejas. No sé hablar como si ya hubiese bebido agua y estuviese satisfecho. No sé estar satisfecho. Las adversidades me han encontrado y debo responderme ante ellas. ¿Y yo qué he hecho al respecto? ¿Qué he hecho? ¿Qué te han hecho? ¿Qué me he hecho? ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién? ¿Tú?
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© Luis Emel Topogenario. Escritor nicaragüense (Managua, 1980). Actualmente reside en Montevideo, Uruguay. Ha publicado varios relatos, tanto en papel como en revistas digitales especializadas. La Codorniz, su tercera novela, es su proyecto narrativo más ambicioso. |
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