EL LABERINTO A R I A D N A - R C . c om c r e a c i ó n l i t e r a r i a [número treinta y tres edición otoño 2006] d i c i e m b r e
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Otoño: una aproximación teórica
Bancal s. m. El espacio de tierra que en las heredades pendientes se allana y cultiva para siembra, ó plantío. (Real Academia de la Historia, Diccionario de Voces Españolas Geográficas, 1796) 25 de agosto de 2006, mediodía A.M.R. |
© Álvaro Muñoz Robledano |
Medio otoño de oriente
Todos los árboles en Oriente Medio lo saben Antes del invierno morirán los niños Mi llanto tiene el mismo origen de las hojas Todos lo saben en esta guerra nueva,
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© Lina Zerón. Mexicana, 1959. Estudió Relaciones Internacionales en la ENEP Acatlán, UNAM. Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, portugués, servio, esloveno, italiano, árabe y rumano. Cuenta con numerosos reconocimientos, entre ellos: Premio Ciudad de Barcelona, Ed. Mizares, en el certamen poesía de amor, 2003. Medalla de Oro a la poeta extranjera mas valiosa, en Montevideo, Uruguay, 2003, otorgada por el Departamento de Pelotas, Brasil, 2do. Lugar de poesía Melilla, España por su libro Vino Rojo en 2003. Fue galardonada como "Mujer del Año 2002" en el Estado de México por su trayectoria poética. Finalista "Relatos de Mujer" La Lectora impaciente, España, 2005. Poeta de honor en los talleres de traducción de Claude Couffon, Bretaña, Francia, 2002. Obtuvo la presea "Guerrero Águila" por el Círculo de oradores de México. Junio 2005. Designada como "Honorary member of the bilingual onstante for peace", (Miembro honorario de "Literatura bilingüe por la paz en USA). BILINGUAL MCA POETS & WRITERS FOR PEACE, USA. Feb. 2006. Mención honorífica en el 5to Certamen de Poesía y Cuento breve en ambos rubros, "Mis Escritos", Argentina, marzo 2006. Finalista del Permio Victor Varela Mora, Caracas, Venezuela por obra publicada. Mayo 2006. Segunda Mención Honorífica, Premio de Poesía Casa de las Américas, por el libro: Ciudades donde te nombro. La Habana, Cuba, 2006.Libros de poesía: Ciudades donde te nombro. Ed. Unión y UNEAC, La Habana Cuba, mayo 2005Nostalgia de Vida, Ed. Unión y UNEAC, La Habana Cuba, mayo 2005. Un cielo crece en el fondo de tus ojos, ed. Bilingüe, francés-español Ed. La onstante, Lyon, Francia, 2004. Vino Rojo: Ed. Unión y UNEAC, La Habana Cuba 2003, Moradas Mariposas, Ed. Abril y UNEAC, La Habana Cuba 2002, Amoradas Borbolestas, Ed. Pilar, Brasil, Zweierlei ons, edición bilingüe, alemán-español, Ed. Flor y Piedra, Berlín, Alemania, 2001, Rosas Negras para un Ataúd sin cuerpo, Ed. |
Antes que los lunes en Lima
Los domingos en Lima Reírse y vestirse a sastre gris sobre el gris, Un domingo en Lima no es un domingo |
© Daniel Beteta |
Y si te dijera que todo se ha perdido
Y si te dijera que todo se ha perdido. Si te dijera que todos han olvidado
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© Antonio Polo. San Fernando (Cádiz) 1957. Ha publicado distintos trabajos: “Quince líneas” Ed. Tusquets, « Lavapiés » Ed. Ópera Prima; “La vida en Hermenauta Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias: ”Cuadernos del matemático”, “Luces y Sombras”, “Arena y Cal”, etc. Traducción del italiano “Odore dei racconti” de Paolo Barsanti, 2006. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II, Madrid. 2001, 2º Premio Villa de Pasaia 2000, San Sebastián; I Concurso de Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro Entre Dos Mundos, Geneve (Francia) 2000, Premio de Narrativa Géminis 1999, Aspe (Alicante); Villa Constitución 1998, Argentina; Finalista en el Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, Barcelona; 2º Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, Segovia; II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Argentina; Finalista en el Premio Constantí de Relatos de Viajes 2004, Tarragona; Finalista en el Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005, Teruel; 2º Premio. XXI Premio Internacional de Poesía El Yantar de Pedraza 2006, Segovia. |
Tres apuntes de otoño
El mundo empieza a ser sin golondrinas
El mundo empieza a ser sin golondrinas - más por deseo que por evidencia - vendrá el invierno aún pero trayendo sin sol para después: los nuevos brillos
El mundo empieza a ser sin golondrinas Pero el vino es mas sabio. No se enreda
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© Juan de Marsilio. Montevideo, Uruguay, 1963 -Profesor de Literatura en enseñanza media. Ha publicado: "Alondras, lobizones, elefantes", Montevideo, Signos, 1990 "La casa y su habitante", Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 199 "La sed y el agua extraña", Toluca, La tinta del alcatraz, 199 "Pavana para un dinosaurio difunto", Montevideo, Los libros del chancho con alas, 2005 "Futuro", Montevideo, Los libros del chancho con alas, 2006 |
Tres poemas de otoño
A lo lejos de la calle
La apacible desolación, Ya surgen recuerdos, en viejas cenizas; |
© Daniel Gómez |
Motor de otoño y Diapositivas oxidadas
Llueve el otoño aún verde como entonces La frágil memoria de la historia,
A irma Villanueva y Yo me cubro Mal te perdonarán a ti las horas:
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© Edgar E. Ramírez Mella, nace en Puerto Rico, el 15 de julio de 1954. Estudió literatura comparada en la Universidad De Puerto Rico; es pintor y poeta. Fue cofundador y coeditor de las revistas literarias, Lagarto Verde y Detrás De La Pared (CAAM) en las décadas del 70 y 80. Su poesía ha aparecido en revistas de México, Santo Domingo y Puerto Rico... Aparece en dos antologías poéticas del país, Pulso De Poesía, Antología de Poesía Premiada (1981-90) del 1990, editorial ICPR, Mayagüez, y El LímiteVolcado, 2000, Isla Negra editores; también esta incluído en las antologías: Sensibilidades(otoño-invierno 2002), de Alternativa Editorial, Ourense, España; Canto A Un Prisionero de la editorial Poetas Antiimperialistas de America, Ottawa, otario, Canada, 2005; y Nueva Poesia Hispanoamericana, Lord Byron Ediciones, Lima Perú, 2004 y 2005. Tiene tres poemarios publicados: Máquina Emotiva y Estación De Lirio con Isla Negra Editores y Marginalia en Lulu.com |
Yo moriré en noviembre
Para Mª José, porque es y me ayuda a ser, porque prefiere beber el vino conmigo, porque reímos y nos hacemos daño, porque despierto con ella y se duerme a mi lado, porque siendo mi antítesis es mi compinche, porque fuimos frágiles y hoy seguimos siéndolo". Yo moriré en Noviembre. |
© Juan Díaz Cuenca. |
1 + 2 = 3
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© Nuño Aguirre de Cárcer. Madrid, 1982. Realizó el primer ciclo de Filología Hispánica y se licenció en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en 2005. Sus actividades literarias han estado ligadas al taller literario "El arenque rojo", grupo con el que colaboró en la organización de recitales y el la publicación de revistas. Actualmente reside en Edimburgo. |
Otoño antes de
Ves como araña octubre hablas de rascacielos. Heredera de alergia a las horas del día, sabes que las metáforas de universo o espuma Dicen que eres antípoda
Un charco
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© Soledad Sánchez Parody. |
Poemas del taller
Prefiero conjugar tu cuerpo, Prefiero enarbolar tu piel, como las vigilias heladas
Recostarme en tu memoria Entregarme a eso Sentir que por un momento
No alcanzamos a percibir El silencio espía cada La culpa de todo la
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© Ezra Viveros Soto |
Sombra de otoño
Sombra blanca de mi alma,
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© Saleh Abdelahi. Nació en el año 1971 en El Aaiún. Durante trece años estudió en Cuba, donde cursó Dibujo Técnico. Al finalizar sus estudios regresó a los campamentos de refugiados saharauis donde trabajó varios años impartiendo clase de Formación Profesional. En la actualidad vive en Barcelona y ha participado en las antologías de poesía saharaui contemporánea "Añoranza" (Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de las Islas Baleares, 2002), "Bubisher". (Editorial Puentepalo. Las Palmas de Gran Canaria, 2003) y "Aaiun, gritando lo que se siente" (Universidad Autónoma de Madrid, 2006). Es miembro fundador de la Generación de la Amistad. |
Turbios destinos de otoño "Dónde empieza y dónde acabara
No me acostumbro a perder las entrañas en los ascensores Te lo digo, te lo escribo por pasiva, lo pienso, pero no: Y yo me quedé fuera, Del camino, un guijarro
¿Qué le contaré a mi chaval cuando nazca? Si quiere venir, que lo haga, que venga y que venga alterno, que venga virgen, pero que venga. Entonces le diré que como caen las hojas así se nos cae el Otoño del Bierzo, que como cae la noche así la amistad se nos fractura a veces, pero qué nos importa si quedan algunos bosques de robles, le diré también eso, y que los mejores que pasean dan la sombra más profusa y cobijan en sus troncos las heridas más graves. Allí donde los animales y los hermanos se refugian. El del escritor alquilado por horas
Otrora virgen / me siento por hueco / penetrado / partido o vendido. Marioneta salvaje Y si pienso en eso mientras Hoy lo escribo, o lo reclamo en todo o nada Es cierto que si un roto no dura Y es tan inútil ordenar el armario Cuando consulto el dictamen Y si fuimos cuatro Y si por no sumar nos restamos Pues, ¿Qué nos queda?:
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© Félix Hernández de Rojas. Nació en Valladolid en 1973 y allí cursó estudios de Ingeniería Superior de Telecomunicación. Finalizó posteriormente un master en gestión de empresa en ESADE. Actualmente reside en Madrid y trabaja dentro del sector tecnológico y del ámbito de Internet. Literariamente siempre ha mantenido una intensa vida, participando en tertulias y grupos literarios, publicado una novela corta "Héroe Local", así como múltiples poemas en multitud de antologías y revistas electrónicas, entre ellas en Ariadna RC. |
Rezo por un hombre santo Sobre la “ Fantasía en homenaje a Francisco de Javier"
Viento, viento extraño y circular Un hombre en la cubierta: Mar cambiante, agua hambrienta Son estrellas, son ángeles y cantan El hombre en la cubierta Viento, viento extraño y circular,
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© Rafael Pérez Castells |
No me prives de tu carne / Adiós padre (No me prives de tu carne)
Llámame canalla, vende patrias,
he vuelto a ti para coronarte
es lo único que puedo hacer por ti
(Adiós padre) Padre me voy: voy a jugar en la muerte, padre me voy. Dile adiós a mi madre, y apaga la luz de mi cuarto: padre, me voy. Padre me voy mis días se han tornado tenebrosos Padre lo he decidido ya hice las maletas despídeme de mamá, de mis hermanos, Padre me voy pero antes te darás cuenta, tal vez, de todo
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© Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979) Ha publicado los poemarios: Ausencia (Santiago de Chile, 1999), Mientras ella mata mosquitos (2004), Animales salvajes (2005) y La bestia que me habita (2005). Sus textos aparecen en varias antologías locales y del extranjero. Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía David Ledesma Vásquez (2005), el Premio Nacional Universitario de Poesía Efraín Jara egatea (2005) y Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía César Dávila Andrade (2005). Es el fundador del grupo cultural guayaquileño Buseta de papel . |
Permanencia
Vomita un látigo de agua Es Dios Soy mi propia diferencia y me renuevo Todo es vicio y me fomenta Malherido salgo Desde que nací respiro y respirando muero Se me escapa el tiempo que no corre Y es que nací bañado en sangre.
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© Musa Ammar Majad nació en Tariba, Estado Táchira, Venezuela, en 1977. Es Licenciado en Letras, con Mención en Historia del Arte, graduado Summa Cum Laude por la Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. También posee estudios en literatura por la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Entre sus publicaciones destacan: “San Cristóbal, patrimonio para los niños” (2006), en calidad de Coordinador General del equipo de trabajo. MAVET-COTATUR, San Cristóbal, Edo. Táchira; “La Trinidad trifacial de Tepotzotlán. Lo monstruoso y lo herético en un cuadro novohispano” (2004), Memoria de Grado para optar a la Licenciatura en Letras: Mención Historia del Arte, “mención publicación”; “Iconografía mariana en la Catedral de Mérida” (2002), trabajo realizado para ser conservado en los archivos de la Catedral de Mérida, Venezuela; “La instalación como refugio” (2006), en “Edgar Ramírez: El Refugio”, Museo de Artes Visuales y del Espacio, San Cristóbal, Edo. Táchira, Venezuela; “Vindicación del plagio” (2006), en Letralia , Cubagua, Venezuela; Columna de opinión “Arte en la Crítica” (2005-2006), en Sic en el Medio , Santa Fe de Bogotá, Colombia; “E. M. ifran y Ben Ami Fihman: correspondencias en Respiración artificial” (2005), en Letralia , Cubagua, Venezuela; “E. M. ifran y Ben Ami Fihman: correspondencias en Respiración artificial” (2005), en Crítica , Santiago de Chile, Chile; “Sobre un tríptico de Francis Bacon” (2002), en Gris Líquido , Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela; “E. M. ifran y Ben Ami Fihman: correspondencias en Respiración artificial” (2002), en Cuadernos de Literatura , Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela; Columna semanal y de opinión “Nueva Visión” (1996), en Diario de los Andes , San Cristóbal, Edo. Táchira, Venezuela; “Entre las murallas del tiempo” (1996), poemario, Editorial Lito-Lila, San Cristóbal, Edo. Táchira, Venezuela. |
Sestina: dios con cigarrillos El tiempo me sostiene un cigarrillo: En esta pira es que me consumo, La lenta sinfonía en mis pulmones El padre de nosotros es el fuego: La vida es, ciertamente, como el humo, A Dios puedo contarlo con los dedos: Bendíceme, que muero, Eterno Fuego.
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© Carlos Mal Pacheco. Funda el Club Chufa en 1998, basado en clubes árabes de boxeo, esgrima y literatura que florecieron en el siglo XII. La pluma, según sus preceptos, no es nada sin la espada. Si pudiera pedir tres deseos estos serian: numero uno, volar a voluntad. Numero dos: juventud eterna. Numero tres: Los estigmas de Jesucristo. Carlos Pacheco nació en un hospital de Ankara, Turquía. Al cumplir unos cuantos días de nacido regresa con sus padres a su verdadero país, México. Estudia un doctorado en Literatura Hispánica en la Universidad de Arizona. Ha publicado un libro de historietas (Juan Escutia, el cómic, 2001) y una noveleta (Un Verano con Antonio Alatorre, 2003), sino que también ha sido campeón de espada en el torneo estatal de esgrima de noviembre de 2001 y prepara novelas, un poemario, traducciones y misceláneos trabajos. Es líder del movimiento de terrorismo cultural llamado El Club Chufa que fue recientemente culpado por el suicidio de un joven y por varias pintas en las calles de Hermosillo y Nuevo México, además de haber sido incluido en la Wikipedia. |
La memoria donde ardía
14 de abril-22 de octubre, 2006 I Cuando igual a mí afloras Al dulce hálito del amor presentido. II (Cádiz, 14 de abril de 2006) Cómo será que del año al cabo III Todo el amor, todo entero IV No estoy de pié, pero estoy a veces No estoy de pié, no estoy vencida V Y es el mundo a tus abrazos VI y si cavara sordamente, Para que tu abrazo se haga presencia Si recuerdo tu abrazo VII Oír el alba, respirar su luz tenue ser mar o espuma, también sus mareas Y que no se escapen Todo esto, todo el amor, todo entero Si aún quisieras... VIII Los echarías de ti, desistirías de ellos Persisten Pertinaces (Recuerdos) IX Por tu mirada hasta mí Y todo fue ese instante en que empezaste a serme. X Este silencio, este recogimiento O es espera. Silencio. XI La tarde se puso eterna en un instante,
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© Olga Guadalupe . Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid (1992), escribe en la actualidad su tesis doctoral para la University of Pennsylvannia (Filadelfia, EEUU) sobre el género epistolar en el Siglo de Oro y es Profesora Asociada de Lengua y Comunicación en la Universidad Antonio de onstan de Madrid desde el año 2002. También es traductora free-lance (Inglés-Español).Toda su carrera académica previa se ha desarrollado en EEUU: University of Pennsylvannia (Filadelphia, Pennsylvania); Bucknell University (Pennsylvannia) y University of Wisconsin (Milwaukee, Wisconsin). Igualmente ha impartido la asignatura de Literatura y Cine en la New ons University de Madrid (2002-2004). Sus publicaciones incluyen reseñas en la Hispanic Review y artículos en publicaciones universitarias de EEUU y España en el ámbito de la filología y la pedagogía de lenguas extranjeras. Antes de regresar a España, residió un año y medio en Haití, donde impartió clases en una universidad privada y colaboró como corresponsal extranjera con la agencia EFE (1999-2000).Su incursión en el terreno de la creación literaria es muy reciente: su primer libro de poemas, De amor tan solo, se inicia el verano pasado y se concluye en el otoño. Siete de los poemas de dicho poemario han sido recientemente finalistas en dos concursos poéticos y publicados en respectivas antologías :”De amor tan solo”. I Certamen de poesía erótica internacional Buho Rojo. Madrid: GrupoBuho, 2006. “De tan alta marea”. Antología poética. Desde mi ventana: Soledad y Vértigo. Madrid: Editorial Ábaco, 2006. Y varios poemas más de De amor tan solo saldrán en noviembre en Nueva poesía hispanoamericana (Perú: LordByron Ediciones, 2006). “Haití: El lenguaje y la flor”. onstan Digital . (Revista Digital de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Antonio de onstan) n° 014-Ene-Mar, 2006. Y de cuatro poemas de un nuevo libro en preparación en la revista digital Claustro poético (número 6, Otoño 2006)). |
Poema 36 Ahora que ya Justo cuando En este tiempo Precisamente ahora
Recién en esta tarde En esta hora Esta calle desolada, Acabo de descubrir
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© Sergio Manganelli nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina,el 28 de febrero de 1967. Reside actualmente en San Antonio de onst, al oeste del conurbano bonaerense. Sus poemas y artículos han sido publicados en una importante cantidad de diarios argentinos, de México, Colombia y España. Asimismo en revistas culturales y literarias de Argentina, Brasil, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Italia, Cuba, Nicaragua, etc... Obtuvo entre 1991 y 1999 una treintena de premios y menciones en su país. Se encuentra trabajando en la edición de “Sangre de Toro” –poemas y banderillas-, que se editará inicialmente en Buenos Aires y posteriormente en España. |
La Virgen de las rocas
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II LA APARICIÓN
Sí, no había duda. Una figura llameante había aparecido entre las rocas, envuelta en un halo azulado que pestañeaba en la oscuridad. –Lo flipas –dijo el chaval de negro, despegando el morro de la litrona. A continuación soltó un eructo más que respetable–. Es que lo flipas. Una de las beatas le recriminó por su ateísmo. El tío replicó que él no era ateo sino que practicaba la religión vikinga. La cosa me interesó y le pregunté a la pareja en qué consistía su fe. –Bueno –el tío se rascó la cresta de gallo amarillenta que llevaba en la cabeza–. Eeeeh, básicamente consiste en beber cerveza, ponerse pedo y quemar iglesias. –La religión más bonita que hay –dijo su chica. –Dónde va a parar –concluí yo. El aro que llevaba el tío colgando de la nariz relucía a cada fogonazo. El fotógrafo no paraba de enfocar y de sacar fotos, y el coro de beatas empezaba a mirarle de medio lado, dividiendo los murmullos entre avemarías y promesas de arrancarle la piel a tiras. Todo muy católico. Le pregunté si seguía pensando si se trataba de extraterrestres. –No sé, es muy extraño –confesó, rascándose la cabeza–. Al acercarla con el teleobjetivo no parece que la figura tenga una estatura normal. Lo decía como si los extraterrestres de su revista tuvieran que cumplir un control de calidad, unas medidas mínimas. Como si fueran modelos espaciales. –Según el teleobjetivo, la figura apenas mide cincuenta centímetros. –¡Es una niña! –gritó una de las beatas, como si estuviera en el paritorio–. ¡Es una Virgen niña! Redoblaron los avemarías mientras las cuentas de los rosarios zumbaban entre los dedos, anotando los tantos de una partida de billar divino. La Virgen, uno; extraterrestres, uno. –En fin, sólo hay una forma de averiguarlo. Me descalcé y me quité la ropa. Si aquella pareja de cuervos alicatados pretendían resucitar a los vikingos entonces mis calzoncillos largos bien podían pasar por un bañador. Pisé la arena húmeda, lamida por las olas, mientras una de las beatas murmuraba algo sobre herejía a mis espaldas. –No se preocupe, señora. Ya estoy bautizado. Una ola rompió contra mis tobillos. El agua estaba fría pero era una delicia. Además, ya nos conocíamos. Recordé aquel baño antiguo en la playa del Arenal. También fue en calzoncillos y también a mitad de camino entre noche y día. La raya del alba empezaba a asomar en el horizonte. –No lo haga –dijo el fotógrafo–. Puede ser peligroso. –¿Cree que pueden secuestrarme en una nave espacial? –No. Esas rocas están más lejos de lo que parece. Puede que tuviera razón, pero no iba a ponerme ahora a hacer un strip tease . Me arrojé de cabeza a las olas y empecé a nadar enérgicamente para sacudirme el frío de encima. De vez en cuando levantaba la cabeza para embocar la bocana y comprobar que seguía la dirección correcta. El halo azulado flotaba sobre las rocas, pero el amanecer empezaba a ganarle terreno. Reduje el ritmo de mis brazadas en cuanto comprendí que el fotógrafo tenía razón. Desde la playa, la distancia y la oscuridad confundían las perspectivas. Durante unos instantes barajé la idea de darme la vuelta, pero nunca me ha gustado arrojar la toalla antes de tiempo. Ni antes de tiempo ni después. Pensé que tal vez podría descansar agarrado a una de las rocas, y si no, la Virgen me echaría una mano. Según los curas de mi colegio, eso es lo que hacían las Vírgenes. Claro que yo no necesitaba tanto un milagro como algo de ejercicio. Estaba echando tripa y, además, llevaba varios días sin dormir. El amanecer arañaba las aguas cuando llegué hasta las rocas. Alcé los ojos: vi una mujer muy bella, con el pelo largo y oscuro, y una sonrisa de otro mundo. Vestía un velo blanco y su figura, del tamaño de una muñeca grande, no descansaba sobre las rocas ni sobre el mar, sino que reposaba a un palmo sobre el aire, flotando en una especie de neblina azul. Antes de que se difuminase en la primera luz de la mañana, pareció como si me sonriera. Estaba tan exhausto que, si no la hubiera visto desde la playa, habría pensado que era una alucinación. Agarrarme a las rocas no fue nada sencillo. Estaban resbaladizas y las olas rompían con fuerza sobre la entrada. Una de ellas me alcanzó de costado y me golpeó la rodilla contra la escollera. Sentía los brazos medio dormidos y no me veía con fuerzas suficientes para volver nadando hasta la orilla. Tampoco podría aguantar mucho en aquella posición. Miré a la playa y vi que las beatas se habían puesto en pie. El fotógrafo enfocaba la cámara hacia mí. Sonreí para salir guapo, pero lo que más me apetecía era rezar. |
III RUEDA DE PRENSA
–No he visto nada. Déjenme en paz. Lo dije con los dientes apretados, en una mezcla de furia y dentera, para que se me notara menos cómo castañeteaban. Cuando la lancha de la cruz roja llegó a rescatarme, casi me había quedado congelado en mitad del mar. Alguien me echó una toalla gruesa sobre los hombros y en ella estaba envuelto aún mientras los periodistas de la playa se abalanzaban sobre el único testigo del milagro. El médico les apartó diciendo que yo había sufrido un choque térmico, pero la mala salud no es algo que desanime gran cosa a los chicos de la prensa. Tuve que gruñir. –Les repito que no he visto a la Virgen. Ni a San José. Cuando logré abrirme paso y subí arriba, a mi habitación, me encontré a Livia que seguía roncando. Dormía por los dos. Temblequeando como un telégrafo entré en el baño, descorrí la cortina de la ducha y abrí el grifo del agua caliente. Al caer sobre mi cabeza y mi espalda, el chorro fue convirtiendo el tembleque en la percusión de un tam tam. Cuando emergí de la ducha, cinco minutos después, ya había sido enviado el mensaje, pero el cuerpo me dolía como si fuese la misma piel del tambor. Me vestí de nuevo y bajé para pedir una aspirina en recepción y, de paso, recoger la ropa que había dejado en la playa. Fue un error. Apenas había llegado al mostrador cuando uno de los periodistas me reconoció y avisó a uno de los fotógrafos. El hombre me ganó por la mano. Levantó la cámara, apuntó y disparó. Tuve que quitársela y extraer el carrete, que fue saliendo en rizos negros entre mis manos. –Oiga, eso es ilegal –dijo el fotógrafo–. Podría denunciarle. –Hágalo y se come la cámara. –Huy, qué machito. Levanté la cabeza y le enchufé la mirada que solía colocar en los preliminares de un combate: los ojos muy abiertos, esmaltados en una promesa de odio y de dolor. Esperé a que bajara los suyos para hablar: –Otro comentario y va a tener que cambiarse de isla. Se lo juro por la Virgen. –¿La Virgen que no vio? –intervino sagazmente el periodista. –Por esa misma, sí. Le devolví la cámara al tipo con una sonrisa. Les llevé aparte y les dije que no podía aparecer una foto mía en un periódico de Baleares porque se suponía que me había quedado trabajando en Madrid. Mi mujer estaba de viaje por los Estados Unidos pero tenía muchas amigas. Ellos se hacían cargo, ¿no? El fotógrafo fue a replicar, pero el periodista le dio un codazo y comentó que sí, que se hacían cargo. Sin embargo, no podían irse con las manos vacías. Si pudiera proporcionarles una pequeña exclusiva... No citarían mi nombre, ni siquiera las iniciales. En un trabajo como el mío, lo último que se necesita es publicidad. Para romper piernas y revolver en la basura no hace falta anunciarse en las páginas amarillas ni montar una página web . Les conté la verdad sin dar muchos detalles: lo que había visto de lejos, para coincidir en la versión de los otros, y las rocas limpias de polvo y paja celestial. Me callé lo que presencié de cerca: no quería que me tomaran por chalado y además no se me ocurría cómo explicar que había visto una versión sexy de la princesa Leia saliendo de las entrañas de R2 D2 en plan holograma azulado y sin R2 D2. –Muchas gracias, señor Esteban –El periodista me dio la mano y se escondió una risita–. Su testimonio nos ha sido de mucha ayuda. –Procure olvidar ese nombre. Yo también tengo una memoria selectiva. Los muy cabrones me engañaron como a un chino. Habían sacado mi nombre de la lista de clientes del hotel. Al día siguiente un resumen desvaído de mi carrera profesional servía de carnaza en los suplementos de verano de la prensa local. Un tal José Carlos Llop decía que yo era un cosaco atiborrado de vodka. Un tipo llamado Juan Planas se preguntaba si no se debería todo a una insolación. Por último, alguien que respondía al inverosímil triunvirato de Román Piña Valls atribuía mi visión mariana a las secuelas de los golpes recibidos en los combates y aconsejaba mi internamiento en un psiquiátrico. Les prometí una visita a los tres. Al último me costaría más encontrarlo porque ese nombre y esos apellidos olían a pseudónimo que tiraba de espaldas. Livia se rió mucho cuando leyó toda la historia y vio la pésima fotografía del resplandor en medio de la oscuridad. Podía ser la Virgen, un marciano encendiendo un pitillo o la llama olímpica camino de Palma. –Una Madonna en las rocas –dijo, meneando su melena pelirroja–. Como el cuadro de Leonardo. –¿Di Caprio? –pregunté. –Da Vinci, burro.
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IV
COYOTE FEO
Parecía un tío muy pero que muy malo. Tenía la cabeza rapada, perilla recortada y cada brazo como mis dos muslos juntos. Iba tatuado de los pies a la cabeza: tigres y serpientes enroscadas que se desenvolvían desde el codo hasta los hombros y se le perdían bajo la ropa. Me imagino que el zoológico de tinta proseguía por debajo de la camiseta negra. Un colgante de oro se balanceaba en su cuello, tan enorme que hubiera bastado para ahogar a cualquier otro si se tiraba al mar con él. De haber sido cura, le habría servido de sagrario, pero el hombre no tenía pinta de cura. Cuando se acercó, me fijé que en la camiseta había unas palabras escritas en rojo goteante, como pintadas con la sangre de su última víctima. COYOTE FEO, decían. No entendí lo de “coyote”. –¿No te acuerdas de mí, verdad? No respondí. Estaba en el vestíbulo del hotel, muy atento a la conferencia donde el fotógrafo ocultista intentaba explicar su versión de los hechos. Había varios periodistas tomando notas y un par de sacerdotes enviados por la curia para ver cómo podían atajar la noticia. El tipo me colocó la mano sobre el hombro, despacio, y fue como si un buitre me utilizara de percha. –¿Eres duro de oído, no? –Un poco –reconocí–. Sólo un poco. Intentaba aprender algo. ¿Qué quieres? –He visto tu nombre escrito en los periódicos. Roberto Esteban. No me lo podía creer. –Me imagino que no querrás un autógrafo. Movió la cabeza de un lado a otro y sonrió. Tres dientes de oro amanecieron en su boca. Seguía sin entender lo de “coyote”. –Quiero la revancha –dijo–. Hace unos años, en un almacén, en las afueras de Madrid, me pegaste una paliza. Lo estudié más despacio. Yo había luchado en peleas ilegales tiempo atrás pero eso era agua pasada. Ni siquiera recordaba la jeta de aquel cafre. Hubo muchos musculitos como él. Los brazos sólo les servían para levantar pesas. –Fue la única pelea que perdí. Desde entonces he estado entrenando para cuando volviéramos a encontrarnos. Karate, judo, boxeo, kick-boxing , full-contact . Te voy a joder vivo. –Mejor búscate a un chico guapo. Yo estoy retirado, Coyote. Me plantó un dedo en el pecho. Tenía el tamaño de un pepino mediano. Dio unos golpecitos con él como si pretendiera plantarlo en mi esternón. –Ya, ya me lo imaginaba. Pero vas a pelear, quieras o no, cobardón. O eso o iré a una comisaría de Palma y contaré unas cuantas cosas sobre ti. No creo que les gustara. Lo miré por primera vez a los ojos. Las pupilas ardían con leña antigua y en el fondo latía un brillo homicida. No estaba bromeando. Asentí con la cabeza y sonreí para echar otro madero al fuego. –¿Conoces Cala Nord , cerca de la Marina de Valldemosa? –Preguntaré. –Esta noche. A las doce. Cuando se marchó, balanceándose, el vestíbulo de repente pareció más grande. Lo malo de tener un pasado con patas es que te lo encuentras donde menos te lo esperas. Me volví hacia la mesa donde el fotógrafo continuaba intentando explicar su teoría de la aparición. –Perdone –interrumpió un cincuentón medio calvo, con gafas–. ¿pero no podría tratarse de una insolación colectiva? –Sería el primer caso en la historia de la medicina. Además, señor Planas, debe de tener en cuenta que eran las seis de la mañana. Pasé cerca del señor Planas y le miré de arriba abajo. Llevaba la bragueta abierta. –Tengan en cuenta –prosiguió el ocultista– quiénes han sido los testigos de la inmensa mayoría de las apariciones marianas: Lourdes, Fátima, Guadalupe. ¿Quiénes han sido? Pastores. Pastorcillos, en el mejor de los casos. Gente muy pobre, que se pasaba la vida en el campo, alimentándose de hierbas y hongos. Si a esto sumamos la ingestión de queso, un conocido potenciador de los efectos alucinógenos, quedaría explicada la mayor parte de dichas apariciones. –Qué barbaridad –dijo uno de los sacerdotes–. ¿Y usted se considera un científico? –Yo sí, señor mío. A mucha honra. Un tío enclenque y barbudo levantó el brazo desde la primera fila. Se le veía la cara de cachondeo desde antes de que empezara a hablar. –Román Piña, de El Mundo de Baleares . La otra noche había casi dos docenas de personas en la cala. ¿Todos cenaron tortilla de setas? ¿O está sugiriendo que una ración de queso de mahón equivale a fumarse un petardo de marihuana? El tío sonreía debajo de su barbita. Se notaba que ya había pescado carnaza para otro par de artículos. El ocultista alzó los ojos al cielo, como si pretendiera ayuda divina, y se defendió como pudo. No valía la pena ensañarse con aquel par de tipos. Además tendría que guardarme las hostias para la noche. Las iba a necesitar.
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V
REAPARICIONES
Suena presuntuoso pero, al menos al principio, el combate de Cala Nord no fue gran cosa. “Coyote feo” era muy grande sí, pero en una pelea el tamaño no sirve para nada. Todas aquellas clases de artes marciales no le habían aprovechado mucho. Seguía siendo igual de torpe y lento y feo, y cuando amagaba una hostia yo ya la había visto venir media hora antes. Me limité a separarme de aquel par de jamones que tenía por brazos, a fintar, a bailar y a soltarle un puñetazo de vez en cuando. Le fui dando, primero flojito, para cabrearle más, y luego, a medida que perdía fuelle, le empecé a trabajar el estómago y el hígado. Cuando se dobló, buscando el resuello, solté la izquierda en un latigazo y escupió uno de sus dientes de oro. –Hijo puta –masculló, sangrando. –No te quejes. Todavía te quedan dos. Unos minutos y varios puñetazos después, tenía una rodilla clavada en tierra y la cara ensangrentada. Apenas podía abrir los ojos. Pero era un tío duro y no iba a rendirse tan pronto. Fue entonces cuando me descuidé, aunque la verdad, mereció la pena. Una versión magnificada de la muñeca que había visto en las rocas resplandeció en el cielo de Valldemosa. Llevaba el mismo vestido blanco de verano y la cabellera negra suelta al viento hacía que la noche pareciera un papel emborronado con carboncillo. Me quedé hipnotizado mirando aquella belleza inverosímil y de pronto sentí una coz en el estómago. “Coyote feo” me había alcanzado y fue como si me atropellara un camión. Sentí dos golpes más, en la cabeza, y luego oscuridad. Cuando desperté, estaba sentado en las escaleras del puerto. Había un acordeón en el lugar de mis tripas. Un tipo con chaqueta y corbata oscura tenía a “Coyote feo” arrodillado junto a un coche y le estaba cacheando. Otro tipo, también vestido de cura, rubio y alto, estaba agachado junto a mí. No necesitaba comprobar el pitorro incrustado en su oreja: se veía a la legua que eran guardaespaldas profesionales. –¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llamemos a un médico? –No hará falta, gracias. Resbalé al intentar levantarme y el tipo me alargó su mano. Entonces, proyectado en el cielo nocturno, vi la belleza fantasmal que me había distraído en la pelea. –Quizá sí necesite un médico. Estoy viendo alucinaciones. –Ah, eso –El tipo rubio se echó a reír–. Es parte de una atracción visual que está montando el señor Douglas. Por lo visto, aún hay fallos técnicos y la imagen se ha repetido en una pequeña cala. No volverá a ocurrir. –Qué pena –dije mirándola embobado. La fantasmagoría ocupaba buena parte del firmamento. De repente se agitó, empezó a difuminarse y se fue borrando como el humo de un cigarro. –La verdad, había que echarle huevos. –¿Para qué? –Enfrentarse solo a esa mala bestia. Es la segunda vez que nos lo tropezamos. La primera uno de mis hombres acabó en el hospital. –Bueno, sólo había que guardar la distancia. El hombre asintió con la cabeza, valorando mi comentario. –Desde luego, sabe usted pelear. Se lo dije a la señora. Fue ella la que nos pidió que le echáramos una mano. –¿La señora? Entonces alguien me tocó en el hombro. Me volví y allí estaba en carne y hueso, como si hubiera bajado del cielo a la tierra. La cara me sonaba de algo hasta que comprendí dónde la había visto. Encima de las rocas. Y mucho antes, también. En revistas y salas de cine. –La señora Douglas–dijo el rubio–. O Zeta-Jones, como prefiera. Ella me sonrió y de repente el estómago dejó de dolerme, el corazón se paró, la sangre se me quemó en las venas. Dijo “ please ” o algo parecido y pasó a mi lado como una vaharada de perfume y pelo ardiente. La vi alejarse por el paseo marítimo balanceándose al borde de un sueño. El tipo rubio debía de llevar un buen rato hablando pero yo no escuchaba. –Le he comentado a la señora Douglas que usted sería un buen fichaje para el equipo de seguridad. Claro que tendríamos que comprobar sus antecedentes. –No creo que le gustaran. –Lástima –comentó–. Sería usted un buen guardaespaldas. –Me temo que no me limitaría a guardarle sólo las espaldas. El rostro se le endureció de pronto. Hizo una seña al otro y se marchó sin despedirse. Yo recordé aquella única vez que hice de guardaespaldas y pensé que si con aquella bailarina casi acabo en el trullo, con la señora Douglas bien podía acabar en el infierno. Pero, al fin y al cabo, no podía ser tan perfecta. Miré a “Coyote feo” que seguía resollando en el suelo, convertido en perrito, y que también la miraba alejarse, incrédulo. Intenté consolarlo. –No llores, Coyote. Seguro que ronca.
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El otoño de Sara
Como todas las tardes, Sara se encamina al parque cercano a su casa. Por el camino, advierte cómo el otoño ha hecho su aparición en las calles. Mientras se adentra en el jardín, observa con agrado que ha dejado de llover y luce un sol espléndido. Respira hondo y percibe el intenso olor a tierra mojada. Se dirige a su banco preferido y se sienta en él. Desde allí, contempla el gran abedul. Sara es como ese árbol: fuerte, sólida, esplendorosa en su madurez. Sus años han ido cayendo como esas hojas que cubren el suelo, verde y oro. Sara mira con placidez el sol anaranjado, que comienza a ocultarse entre los árboles, un sol tenue, que no quema, que no hace daño. Al verlo, recuerda su niñez, cuando su padre estaba ocupado recolectando uva en la vendimia, y un sol como ése acariciaba los racimos como una despedida, mientras los últimos rayos de luz desaparecían entre las viñas. Sara se queda absorta rememorando esos momentos, cuando una suave brisa comienza a mecer las ramas de los árboles. Se abrocha su chaqueta y se levanta del banco para regresar a casa, mientras observa cómo las sombras inundan la ciudad. Antes de abandonar el parque, lanza al cielo una mirada lejana para encontrarse con la luna, que se perfila en la noche estrellada.
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© Susana Castillo Montero. Nació en Madrid, el 22 de abril de 1.963. Es Licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Durante seis años ha ejercido como Procuradora de los Tribunales en Madrid capital. Actualmente colabora en dos despachos de Abogados. |
Un jaguar albino en el tejado de los sueños Tercer Premio en el XVIII Concurso Literario “POLICÍA DE ALBACETE”
Una advertencia, Viejo; si no crees en la magia, no sigas escuchando, por que entonces no creerás la historia que voy a contarte, y si no vas a creer, para qué malgastar tu tiempo escuchándome a disgusto y yo mi saliva a disgusto narrándotela. ¿Te quedas? Pasa, siéntate, tómate algo, ahí, en el mueble, ese no, el de arriba, ahí hay güisqui, lo siento, es lo único que tengo, ideal para la sed, para esta humedad del demonio, y un vaso lo suficientemente limpio para alguien sin demasiados escrúpulos en el armario de tu derecha. ¿Qué no quieres nada? Yo sí tomaré, no se puede hablar con la boca seca. Acércamelo ya que estás ahí, ese mismo servirá. Con tu permiso que ésta es mi casa. ¡A tu salud! Empezaré por lo más fácil, para no abrumarte, ni exigirte demasiado al principio. Los de la ciudad, como tú, que se te ve y se te huele también, sois blandos, os retiráis rápido, no tenéis aguante si no os enganchan a la primera. Para explicar esas muertes, yo nunca las llamaría asesinatos, a pesar de lo que se dice por ahí, lo más fácil es empezar por lo del viejo. Tenía sesenta y cuatro años, porque yo llevaba la cuenta, él la perdió mucho antes, la última vez que le vi. Sesenta y cuatro años hechos de materia especial, de la que ya no se ve, aunque ya venía haciendo méritos desde que llegó al río en el setenta y dos, hace exactamente quince años, en marzo los hizo. ¡Cómo pasa el cabrón del tiempo! Perdona, me abstraigo. Es el riego. A veces me falla. El güisqui va bien para eso. Venía rebotado de no sé dónde, nunca se explicó con claridad. Tampoco me preocupa el lugar de donde viniera, no viene al caso. Para mí, que metió la pata y se refugió, más bien escondió, aquí, ya ves tú que refugio. Aquí sólo vienen quienes necesitan esconderse porque aquí no se busca a nadie. ¿Quién va a querer venir a esta jungla a pelearse con mosquitos y carroñeros sino los desesperados que huyen de algo, de alguien más bien, aunque sea de ellos mismos, que también los hay? El viejo pretendía hacernos creer que estaba harto de la civilización, que deseaba reencontrarse con la madre naturaleza. Está claro que los hombres, por muchos años que tengamos, y yo los tengo, no te fíes de mi buen aspecto, necesitamos una madre que nos acoja y consuele. ¡Joder, estoy inspirado! ¡Estás de suerte, Viejo! ¡Me merezco otro trago! Me importa un cuerno de dónde viniera. Era un tipo especial, tenía algo, no sé decir qué. Las malas lenguas, es decir, las de todos los de estos andurriales, cuchicheaban, por fastidiar más que nada, que el viejo era ingeniero, o que lo fue, y que se le hundió una presa. Murieron por cientos, aplastados en sus propias casas por una montaña de agua. Imagínate, estás en casa, en zapatillas, tomando un trago o mirando las corvas de tu mujer mientras limpia y la palmas, así, sin más, porque a algún listillo le fallaron los cálculos o trató de obtener más beneficios de los de rigor. La avaricia rompe el saco. En fin, a mí me da lo mismo. Viejo, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Por la presa. Me caía bien el viejo. Y yo a él también y eso que fui yo quién le dio las hormigas. Sí, sí, las hormigas, grandes, rojas, fritas, suculentas. No pongas esa cara. Era por su bien. Si sobrevivió a las fiebres, aunque por los pelos, que se quedó en los huesos, fue porque le obligué a comer las hormigas rojas, bien machacadas y fritas. No te dé asco, si no lo has probado, pero si quieres, te preparo ahora unas pocas. Es buena época, están gordas y jugosas. ¿No? ¡Tú te lo pierdes! Bromeé mucho con él acerca de las hormigas. Al principio dudaba que le hubiese dado eso de comer para salvarle. Cómo no se lo iba a creer si luego sólo vivía de lo que le daba la selva, entre otras cosas, hormigas de todos los colores, pero yo prefiero las rojas. El caso es que superó las fiebres. Será porque a los demonios que le poseían les daba tanto asco como a ti las hormigas rojas machacadas, pero es el único remedio cuando la vida está a punto de esfumarse. Lo pasó mal el viejo. Su cuerpo no estaba acostumbrado a esto, al calor, a la humedad, a los bichos, a los malos tipos. Le pasó factura. En pocos meses su pelo se le quedó blanco, todo el del cuerpo, blanco de verdad, como si hubiese empezado a morir por el pelo y hubiese conseguido escapar de la muerte. Él lo consiguió. Desde entonces, dijo sentirse otro, diferente, casi un extraño. Algunos decían que se le había ido la cabeza, que se había vuelto loco, que yo creo que no, que sabía muy bien lo que hacía. Creo que será mejor que me quede la botella. Eso es. Le dio por matar caimanes al viejo. En su vida había visto ninguno y le dio por cazar caimanes. No por gusto, nunca mataba ninguno que no nos fuéramos a comer nosotros o los indígenas; no, por gusto no era. Mataba al más grande que encontraba, el más peligroso, el más viejo y astuto. Era como un desafío, dos depredadores sólo el uno contra el otro, en combate singular. Pues ahí lo tienes, no se le dio mal. Y eso que era gracioso verle tan blanquito, tan delgado, tan inofensivo. No, hombre, no, con las manos desnudas no; cómo va a matar a una criatura así sólo con las manos, pero si no has visto lo escuchimizado que estaba. Ni podrás verle, no como entonces, claro. ¿Y a un caimán de esos? ¿Has visto a un caimán de cinco metros acaso? Es imposible, Viejo, no el viejo ni nadie es capaz de algo así. Los cazaba con una escopeta, vieja como esta selva, que sólo admitía un cartucho. Se la cambió en plena borrachera a un indígena por toda su ropa, incluyendo la ropa interior y, desde entonces, iba doblemente armado... perdona, perdona, me hizo gracia mi propio chiste, Viejo, perdona. O no perdones, que hay que reír, ¡leche! Sí, como te digo, renunció a la ropa, a toda. Se colgó un taparrabos, esa espacie de bolsa de piel que usan los indígenas de por aquí, que para eso es mejor no llevar nada, se pintó todo el cuerpo y se lió a cazar caimanes con una vieja escopeta de un solo disparo. Se ganó una reputación. ¿Sabes como le llamaban los indios? El jaguar albino. Claro que lo has debido escuchar antes. Ese nombre forma parte de esta selva. No me preguntes cómo se pronuncia en la lengua de los indios, no les sale ni a ellos, es impronunciable, pero a él le gustaba el apodo, se sentía cómodo con él. No hay nada que de mayor satisfacción a un hombre que sentirse orgulloso de su apodo. Pero me voy por las ramas y tú no has venido aquí a verme colgado de ellas, ¿eh, Viejo? Tú vienes por lo de las muertes aquellas tan extrañas que se produjeron. No son tan extrañas como te crees, pero ya llegaremos a eso. ¿De verdad no quieres un trago? Bien, no insistiré. Si te apetece, te sirves, hay confianza. Ahora comprenderás por qué te advertí lo de la magia. No es por nada, es por algo, te lo aseguro, Viejo. Tienes que abrir la mente y dejar que las imágenes que describo penetren bien dentro de ti, hasta la mismísima médula. Sólo así llegarás a comprender qué significó ese viejo, el jaguar albino, para este maloliente pedazo de selva y qué relación tiene, y fíjate bien que digo tiene y no puede tener, con las muertes que investigas. Imagínatelo con su pelo blanco, su tez morena, vestido con un minúsculo taparrabos, moviéndose con la lentitud de un jaguar que olfatea a su presa, la localiza, la mira fijamente, y sin hacer ni un ruido se aproxima a ella, tenso, definitivo. El viejo pensaba cada paso que daba, con una paciencia infinita. Se acercaba al caimán que dormitaba confiado en la orilla, seguro de la ausencia de enemigos lo suficientemente osados o poderosos para hacerle frente. Con el viejo se equivocaban. Yo le he visto pararse a menos de un metro de un monstruo de siete metros. Sí, sí, de siete, nada menos. Un coletazo del bicho y le habría machacado todos los huesos. Un bocado fácil y jugoso. Entonces, con lentitud exasperante levantaba la escopeta. Parecía un tronco de árbol con su rama extendida, sin hojas, sólo ojos. Apuntaba y ¡zas! entre los ojos del animal. El estampido alborotaba todo el río. Chillaban las aves, chillaban los simios, chillaban los indios. Hasta los insectos chillaban. El caimán, herido de muerte, se revolvía en su propia sangre y, en un instante, nada, quedaba inmóvil, muerto. Se producía un gran silencio, como una latencia, como una espera tensa y afilada por si había más muerte agazapada y, después, la selva comenzaba a entonar su escandalosa fanfarria. La vida continuaba su macabra función tras la defunción de uno de sus actores. Ahora llegaba el momento de los carroñeros, si se les dejaba algo. El viejo se metía en el río, sin miedo, agarraba el cadáver flotante del animal y lo arrastraba hasta la orilla. Era astuto el viejo. ¿Sabes lo que hacía entonces? Representar su papel. Los indígenas se acercaban entre asustados y asombrados. Su naturaleza es precavida porque la selva no da nunca una segunda oportunidad. Venían con sus lanzas, sus flechas y sus cerbatanas preparadas para atacar o defenderse, que para el caso es lo mismo. El viejo se embadurnada el cuerpo con la sangre del caimán y emitía graves gruñidos mirando de reojo a los pintarrajeados hombrecillos en cueros. Hasta arrugaba el hocico para enseñar sus blanquísimos dientes. Totalmente ensangrentado, le abría las fauces al caimán y les mostraba la impresionante envergadura de su mordida, que quedara claro a qué animal de la selva había derrotado y matado. Luego, su rostro se dulcificada y, con un gesto amplio y limpio de sus manos, les ofrecía la captura. Salía del agua y dejaba paso a los indios, que entre varios apenas podían sacar al animal del agua y ¡ala!, a la cazuela. ¡Cómo no le iban a venerar! ¡Era como un dios para ellos! ¡El dios jaguar! ¡El jaguar albino! En su día le pregunté por qué hacía esa guarrería con la sangre de los caimanes. ¿Sabes lo que me contestó? Claro, cómo vas a saberlo si no le conociste. Me contestó, no te preocupes, yo te lo cuento, que así, con la sangre por todo su cuerpo, el espíritu del animal no se ahogaba en el río ni era devorado por las alimañas ni se perdía entre el fango del fondo. De ese modo, el magnífico ejemplar, aquel prodigio de la naturaleza, su espíritu seguía vivo, sólo que unido al cazador, siendo uno con el espíritu del depredador que le dio muerte. ¿Te lo quieres creer? Esa misma palabra empleó, depredador, para definirse a sí mismo. ¡Hay que joderse con el viejo! Bueno, Viejo, fuese verdad o no lo de los espíritus de cazador y cazado, los indígenas se lo creían y él también. Se sentía como un dios. Le llevaban sus hijos recién nacidos para que les pusiera la mano en sus cabezas. Decían que se les quitaba el miedo a las criaturas feroces de la selva, les infundía parte de su espíritu, lo compartía con ellos. Le ofrecían mujeres jóvenes para casarse con ellas. Nunca se casó con ninguna pero apuesto a que no las rechazó a todas. Cuando apretaba el hambre o algún caimán se convertía en una verdadera amenaza, le llamaban. Él iba al río, lo cazaba y vuelta a empezar. Y habría seguido así, feliz, orgulloso de sí mismo, hinchado como el pecho de un orangután, de no haber sido por lo de los madereros, su Compañía y su afán de expolio. Esta botella se acabó. Espera un segundo, Viejo, mientras busco otra. Creo que por aquí había una. Aquí está. Ven conmigo, pequeña. ¿No? Nada, ya me sirvo. ¡A nuestra salud! Tarde o temprano vendrían, no estaban lejos. Su mal olor era peor que el nuestro y les anunciaba. Cambiaron la serenata de los animales y los insectos por la de los buldózeres, las sierras mecánicas y los silbatos. ¿Nunca has escuchado caer un árbol talado? ¡Es estremecedor! Toda la selva parece quejarse, como si le amputaran un miembro a lo bruto, sin anestesia. Sí, es algo doloroso. Hasta a mí me conmueve. Perdona si me pongo trágico. Siempre, con la segunda botella me da por ahí. Comenzaron a marcar árboles, a talarlos y al suelo con ellos. Metódicos, implacables. Pero la selva sabe defenderse. A pesar de las precauciones que tomaban, los caimanes se tomaron su revancha. Más de uno cayó dentro de sus mandíbulas. Menudo festín. ¿Sabes cómo despedaza un caimán a una gran pieza para conseguir bocados más pequeños? Muerde y, sin soltar la presa, gira sobre sí mismo, con violencia, rápidamente. La presa no lo resiste, se parte a cachos. ¡Es espectacular! Lo interesante era que los caimanes parecían encontrar más suculentos a los operarios que tenían más responsabilidad en la explotación y, claro, las empresas se pueden permitir perder a varios peones, para eso están, pero no debe ser fácil encontrar capataces de confianza, de esos que hacen trabajar a los demás y no te roban demasiado. Por eso, tuvieron que tomar medidas. Alguien, no sé quién, cualquier lengua presta a hablar, que aquí lo son todas porque poco más se puede hacer, les habló del viejo y ellos, confiados en que no podía costarles mucho, decidieron contratarle para acabar con los más grandes caimanes, los que suponían mayor peligro, de un tirón. Sólo que tenían un problema, no sabían con qué pagarle. El viejo no quería dinero, ni mujeres, ni güisqui, ni otra cosa que su choza junto al río. Tenía todo lo que necesitaba y no quería más. Ahora que lo pienso, poseía más que cualquiera de nosotros y te incluyo a ti, Viejo, con toda tu civilización y vida cómodamente tecnológica. Tenía respeto. Se respetaba a sí mismo y los demás le respetaban. ¿Cuántos podemos decir lo mismo? En fin. Así que buscaron algo, le presionaron, le agobiaron, tanto que él mismo acabó poniendo el precio. Se comprometió a cazar a los caimanes que él y sólo él eligiera a cambio de un trozo de selva intocable para los indios, el que ellos eligieran, un trozo de selva virgen. No pidió nada para él. Y la Compañía aceptó, aunque lo hicieron tan rápido que no me explico como el viejo no sospechó, ni desconfió del hombre de ciudad. Quizá, porque en su día él también lo fue y siempre queda algo. El viejo cumplió su parte. Perdona, he de ir al baño. Será sólo un momento. ¿Qué decía? Exacto. El viejo cumplió. Era espeluznante verle cazar los caimanes, moverse tan cerca de ellos, entre ellos, buscando su presa. Era como si no le olieran o que olieran lo que parecía ser uno de ellos. Entonces, elegía a su víctima, se aproximaba a ella y se quedaba mirándola fijamente. Tal vez su alma convenciera a la del animal de la necesidad de aquella tajante medida para salvar al menos una parte de la selva, un sacrificio necesario y altruista, vete a saber. Encaraba su escopeta y disparaba. Era una bestia enfrentada a un hombre que era al mismo tiempo el espíritu de todas las bestias cazadas por él. No tenía ninguna posibilidad de sobrevivir y, en cambio, el espíritu del viejo se volvía cada vez más grande y más poderoso. Recuerdo una ocasión y, Viejo, esto has de creértelo tal y como te lo cuento, y no es que debas dudar de lo demás, pero es que esto lo vi con mis propios ojos, que se metió en el río, lentamente, casi ni se movía el agua, porque la pieza elegida no estaba en la orilla sino flotando más adentro. Él la buscó y, para hacerlo, se metió entre un grupo de caimanes dormidos o al acecho de algún bocado. Había que estar muy loco o muy seguro de lo que se hacía para meterse donde él se metió. ¡Pum! ¡Te asusté! Es para darle dramatismo, Viejo. Disparó, pero no lo mató en el acto y la sangre vertida volvió locos a todos los demás. El río se convirtió en un torbellino rojo de sangre, un caos con todos aquellos caimanes sacudiéndose, coleando, dando dentelladas a su propio hermano herido. El viejo desapareció entre aquel festín degenerado y violento. La selva entera gritaba de espanto y de excitación. El olor de la sangre fresca vuelve loco a todo bicho viviente, así es la naturaleza. En mi vida he visto nada parecido. No se calmaron hasta que no se lo zamparon por completo. Luego desaparecieron, se largaron a hacer la digestión. Parecía mentira que en el mismo lugar segundos antes la muerte hubiese celebrado una fiesta. Y ni rastro del viejo. Ni rastro. Estábamos todos mudos mirando fijamente las aguas aún rojas de sangre cuando le vimos salir tosiendo, trastrabillando en los arenales. Se irguió, se recuperó, tomó aire, hinchó su pecho y nos miró. ¡Qué mirada la suya, Viejo! Estaba empapado de sangre. Llegué, como otros según me dijeron después, a pensar que había participado en el reparto carnicero. Sonrió y lo único que nos dijo fue que había perdido la escopeta, con una calma que nos descuadró. No dijo nada más. Salió, le dio un largo trago a una botella de ron y nos dejó allí, en la orilla, asombrados, estupefactos, anonadados. ¡Como para no creer en la magia! ¡El viejo era indestructible! Exigió otra escopeta igual, nada de fusiles automáticos o de precisión, con miras telescópicas y esas cosas; no, él quería su vieja escopeta. ¡Vaya que si se la trajeron! Pero fue lo único que cumplieron. La codicia es mala consejera, muy mala, y cometieron un error. En realidad, cometieron muchos y muy graves. Ese fue su error, cometerlos. Y hay que tener estómago para saber lo que sucedió después. ¿Tú lo tienes? Pues tienes suerte, porque yo no. Es preciso un poco más de güisqui si quieres que siga hablando, sobre todo, porque contarte lo que viene ahora requiere empezar a estar borracho. Bien, celebro que te interese. Sigo, pues. No respetaron el acuerdo, como te dije. Los madereros talaban árboles. Sin árboles, es fácil acorralar a los macacos y demás especies salvajes, atractivas desde el punto de vista de los beneficios, todas tienen mercado, en la ciudad, por supuesto. Con la Compañía llegaron, aunque ellos jamás lo reconocerían porque está en juego su prestigio y se gastan millones de dólares en engañar a la opinión pública diciendo que respetan el medio ambiente y que por cada árbol talado plantan otro, lo cual no cuadra porque la selva desaparece y no me salen los números, con la Compañía, decía, llegaron los furtivos, los cazadores furtivos, profesionales y muy buenos en lo suyo. Hay mucha demanda y ya te sabes su ley. Respetables particulares que no saben qué regalar a sus insoportables hijitos; respetables zoológicos que no saben qué hacer para superar a la competencia; respetables laboratorios que no saben qué hacer para conseguir nuevas ratas y patentes. En fin, una demanda muy respetable. Se capturaban toda clase de crías y, en lugar de respetar a los adultos para que, si pueden o les dejan, tengan nuevas criaturas, se les exterminaba. La selva se llenó de animales muertos. Los carroñeros estaban de suerte. ¿Y quiénes estaban en medio? ¡Los indígenas! Viejo, ¿te imaginas a un grupo de mercenarios, drogados, armados hasta los dientes, a los que se les paga por bicho capturado y por munición gastada, sorprendido por un grupo de indios que tratan de salvar su mundo con unas cerbatanas? No hubo piedad. Esa cacería les estimulaba más que la otra porque nada estimula más al hombre que la caza del hombre y si encima te pagan por ello, ¿qué te voy a contar, Viejo, que tú no sepas? Es el espíritu humano, el depredador más dañino que la naturaleza pudo crear. Debió de ser un dios efectivamente el que le dio el soplo de la vida porque la madre naturaleza jamás habría creado un ser tan nefasto. Por supuesto que el viejo dejó de cazar caimanes, cómo no iba a dejar de hacerlo, pero se sentía un poco, cómo decirlo, aturdido, desconcertado, no sabía muy bien qué hacer. Hasta aquel negro amanecer en que llegó al poblado indio atraído por las columnas de humo y el olor a carne quemada. Fue una carnicería. Cuando llegamos, el más fuerte de todos nosotros vomitó lo ingerido hacía un mes. Imagínate lo que vomitaríamos los demás. ¡Que masacre! Los mataron a todos, mujeres, niños, a todos. Y parecía que se habían divertido haciéndolo. Permíteme que no te dé detalles sobre las grotescas posturas, sobre las mutilaciones antinaturales, sobre las colgaduras, sobre las violaciones, sobre la sangre que lo impregnaba todo, sobre las hogueras humanas. Pusimos la misma cara que tú has puesto ahora. Igualita. Y eso que no entro en detalles. El viejo estaba allí, en medio del poblado, llorando, los brazos a lo largo del cuerpo. Tenía en sus manos unas plumas, abalorios, daba lo mismo lo que fuese, era de ellos, de los indios. Se me revuelve el estómago sólo de recordarlo. Creo que necesito otro trago. Fue entonces cuando su expresión cambió. Dejó de llorar, la selva no lo consiente, no ayuda a sobrevivir. Nos miró a todos. Sus ojos daban miedo. El más valiente dio un paso atrás. Jamás he visto una mirada como aquella. Te helaba el alma. Aquella madrugada, en medio de aquella masacre, fue la última vez que vi al viejo, al menos en su presencia humana. Sí, no mudes el rostro. Recuerda que te lo advertí; si no crees en la magia, más vale que te marches y yo me quede callado, con su recuerdo como hombre y con mi güisqui. Ya nada es igual. Bien, Viejo, ¿qué hago entonces? Lo que tú digas. Te comenté lo de su mirada. Sus ojos parecían los de un depredador letal e infalible, inmisericorde, un felino implacable. Sus ojos hicieron honor a su apodo, jaguar. Se marchó de allí corriendo, sin decir nada. Se internó en la selva. Creí oír un rugido estremecedor pero eso no te lo puedo asegurar. En aquel momento, habríamos creído oír y ver cualquier cosa. No se le ha vuelto a ver, no como hombre, pero el que más o el que menos le ha sentido de algún modo. Unos dicen haber oído un gruñido que les provocaba un pavor indescriptible; otros dicen haber encontrado huellas de jaguar inusualmente grandes y profundas; los hay que dicen haber visto una mancha blanca fugaz como un rayo entre la espesura. Yo no he visto nada de eso, no me hace falta. Sé en lo que creo. ¿Qué si es él? ¡Por supuesto! ¡Es el jaguar albino! No necesito verle para creer en él. ¿Cómo si no explicas lo de esas muertes que investigas? Entonces, ya sabes de qué hablo. ¿Mi versión? Mi versión es sencilla. Los empezó a matar de uno en uno, con la paciencia del depredador más letal. ¡Cómo sabía él lo que decía cuando se definió como depredador! No hacía distinciones. Le daba igual que fueran operarios de maquinaria, peones, capataces, ingenieros. Se los cargaba a todos, todas las noches había alguno que no regresaba al trabajo y no devoraba a ninguno. Los cadáveres aparecían con terribles mutilaciones, con terribles heridas producidas por afiladas garras y con horribles mordeduras en el cuello. ¿Que tienes fotos? Estupendo, así te haces una verdadera idea de lo que te cuento. A los cazadores furtivos los despedazaba, pero nunca faltaba nada, ningún órgano, ningún miembro. No mataba por hambre, sino por venganza. Esa es mi versión. Pronto corrió la voz, creció la leyenda. Los trabajadores se negaron a talar árboles sin una colosal protección y la Compañía no podía soportar el coste de tanto guardián, que también era liquidado, y tanto armamento pesado, que nadie se atrevía a manejar. Los ingenieros venían blindados por pólizas de seguros multimillonarias y también morían. ¡Era increíble! ¡Tiene gracia! ¡Primero le buscaron para que les ayudara a cazar caimanes; luego, le buscaban para matarle! ¡Cochina vida! ¡No se marea de dar tantas vueltas! Pero el jaguar era astuto y el viejo lo era aún más. No daban con él. Parecía habérselo tragado la selva, el río parecía darle cobijo. La presencia de tanto hombre armado sumió la espesura en un profundo silencio, hasta que lo rompían los alaridos de algún pobre desgraciado o los disparos desesperados del que no ve venir la muerte. Trajeron cazadores profesionales, de fieras y de hombres, con la más avanzada tecnología. No me extrañaría que hasta la CIA estuviera implicada en su caza. Pusieron precio a su cabeza y era muy alto. Nos tentaron a todos. Cualquier información valía muchos dólares, muchas cajas de güisqui. No escatimaron en medios. Ya era cosa de amor propio. Y he de reconocer que al viejo, al jaguar albino se lo pusieron difícil. Optaron por la estrategia de la masacre total. Arrasaron zonas enteras de selva con material militar. Por eso decía lo de la CIA. ¿Tú no serás de la CIA? Me fiaré de ti, tienes cara de buen tipo. A esa gente, parecía que les daba lo mismo el precio que tuvieran que pagar. Tuvo que dar la cara. ¡Debió de ser magnífico! Sorprendió a un grupo de cazadores en plena noche, en su mejor momento, pero no contaba con los lanzallamas ni las cargas explosivas. Debió sentirse realmente acorralado. Aún así sólo hubo un superviviente aquella noche y el pobre desgraciado ni siquiera quedó bien parado. Exacto, el del sanatorio. ¿Qué ya has hablado con él? ¡Ah!, que lo has intentado. Dicen que no puede dormir, que no se atreve. Le tienen que drogar y ni aun así, que se despierta gritando y sudando como un poseído que se lo saquen del cuerpo, que le devora por dentro. Sí, murmuran que no ha conseguido describir qué fue lo que les atacó, mitad hombre, mitad jaguar, un monstruo. ¡Era él, sin duda! Y no le encontrarán jamás. No, no creo que consiguieran matarle. El viejo era mucho más que el cuerpo de un anciano canoso comido por las fiebres. Era la suma de los espíritus de los animales más formidables de la selva, era la selva misma. ¡No, no le han matado! ¿Qué por qué me refiero siempre al viejo en pasado? Porque para mí el viejo ya no es el mismo, ya no se sentará ahí donde tú te sientas a tomar un trago conmigo. Su misión es otra y, en cierto modo, aún no ha concluido su trabajo. ¡Por supuesto que no se han producido más muertes, al menos extrañas, que algún que otro caimán es desentrañado y muestra miembros humanos despedazados en su barriga! ¡Como que se ha detenido la explotación! Sí, sé que volverán, no soy tan ingenuo. No creo que tarden. Entonces, veremos. ¡Joder! ¡Se me acabó el güisqui! Gracias, con esto tengo para una caja. Te lo agradezco, Viejo. Ya ves, es lo único que nos queda por hacer en el río, beber, recordar y soñar, seguir soñando con que hay alguien que vela por esta mierda de selva. Se equivocan esos que creen que beben para olvidar, se equivocan del todo. Hay cosas que no se olvidan nunca, ni aunque te bebas todo el güisqui del mundo. Se bebe para seguir soñando.
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© Juan Enrique Soto. Finalista del Tercer Certamen Internacional de Novela “Territorio de la Mancha” 2005 (antes “La ciudad y los perros”), otorgado en… por la novela “El silencio entre las palabras”. Ganador del I Concurso de Relatos Cortos de Terror, otorgado por la página www.aullidos.com en abril de 2006 con el relato “El espectro de Ileón Jacq”. Finalista en el V Premio Hontanar de Narrativa breve, otorgado por Editorial Hontanar en marzo de 2006 con el relato “La historia de Luigi”. Selección de microrelato “Bol de arroz” para formar parte de la antología “Cuánto Cuento”, en Publicaciones Acumán, diciembre de 2005. Tercer Premio en el XVIII Concurso Literario Policía de Albacete, otorgado el 2 de octubre de 2004 por el relato “Un jaguar albino en el tejado de los sueños”. Finalista del Primer Concurso Internacional de Cuento Breve, otorgado por el Taller Literario 05 el 20 de diciembre de 2003, con el relato “La mirada de Buster Keaton”. Mención honorífica en el Primer Certamen Literario Francisco Vega Baena, otorgado por el Ayuntamiento de Bornos (Cádiz) el 28 de noviembre de 2003 con el relato “¡Calen bayonetas! Ganador del Primer Premio de Poesía Nuestra Señora de la Almudena, otorgado en Valladolid en 1991 con el poema “Místico”. Columnista de opinión en La Opinión de Málaga, entre 2000 y 2002. Publicación del relato “Yo cuidaré de ti”, en dos entregas en el Diario de Las Palmas, 20 y 21 de abril de 1998. Columnista de opinión en el Diario de Las Palmas, entre 1997 y 1999. |
Recuerdos
Al maestro le bastaba con atravesar la puerta hacia dentro, para que un silencio de sarcófago se apoderase de la clase. Un silencio denso, que afianzaba su indiscutible protagonismo, e incrementaba el miedo, que tan solo su presencia provocaba. Entraba con aire marcial, haciendo sonar sus tacones sobre el suelo de cemento. Recuerdo su constante ir y venir por el aula, se paseaba lentamente como si desfilaba. Se tardaba casi un minuto en recorrer el aula de punta a cabo, desde la pizarra hasta el mapa de España, incluyendo sus territorios de ultramar, colgado en la pared opuesta. Recuerdo la primera vez que nos enseñó el mapa del Sáhara. Lo recuerdo perfectamente porque, quizá fuese aquella la primera vez, que volvía la cabeza sin el temor de ser castigado. “Esta es la provincia del Sáhara” dijo cuando todos nos volvimos “Yo vengo de aquí” continuó, mientras señalaba con una enorme regla de madera un punto del Levante español. Ese día lo recuerdo, con mucha emoción, porque me liberó de un miedo que nació conmigo. Me enteré con suma satisfacción, que la tierra no terminaba en el horizonte, y que el mundo no se limitaba a la inmensidad del desierto; y que más allá del horizonte, no había ningún riesgo de precipitarse al vacío. Me invadió un urgente deseo de llegar hasta el mismo horizonte y comprobarlo. ¿Cómo iba a saber yo, que en pocos años pasaría casi la mitad de mi vida al otro lado de mi mundo, y que iba a descubrir que el horizonte o los horizontes, por muy presentes que estén en todas partes, no son más que meros espejismos? De vez en cuando evoco esos lejanos mundos de mi vida, intentando cada vez encontrarme con un recuerdo extraviado. Es la paradoja de recordar el olvido. Recuperar o rescatar, aunque sea un mínimo detalle de lo que un día ocurrió o dejó de ocurrir. Cuando se logra vislumbrar ese detalle, comienza la aventura de resucitar paso a paso una realidad, que no por añeja deja de ser verosímil. Es como restaurar la historia. Nos convertimos en rastreadores, como los expertos nómadas deyara , del Tiris, o los baqueanos de la Pampa. Resueltos a encontrar e identificar la más intrincada de las huellas, que el viento va borrando. Sólo ellos saben encontrar los caminos que llevan a la meta definitiva. Rastros que seguimos, sin saberlo, guiados por un simple instinto, un olor, un ruido, o una inexplicable sensación que brota de pronto, como si alguna extraña fuerza o razón suprema nos incitara a buscar entre los recovecos de nuestra memoria. Comenzamos la pesquisa al interior del olvido, oteando desde las atalayas desperdigadas por la geografía de la memoria. Posando la mirada del recuerdo sobre la oscuridad pretérita de las entrañas del pasado. Mientras nos empeñamos en la búsqueda de un destello que nos indique el lugar exacto de un callado ruido, un marchito aroma, o un leve dolor gastado. Lo intentamos una y otra vez hasta cansarnos. De pronto, un día o una noche, a cualquier hora se ilumina el horizonte y a lo lejos un recuerdo rompe el cascarón del tiempo y emerge como un retoño. Lentamente comienza a crecer y crecer, haciéndose gigante, vivaz e inexorablemente cruza la inmensa frontera del olvido. El recuerdo más reciente que he rescatado, tiene casi mi misma edad y el tierno aroma de la melhfa de mi madre.
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© Mohamed Salem Abdelfatah (Ebnu). Nació en Amgala, Sahara Occidental, en 1968. Es licenciado en Lengua española y Literatura por el Instituto Superior Pedagógico de Pinar del Río, Cuba. Actualmente vive en España y ha participado en las antologías de poesía saharaui contemporánea “Añoranza” (Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de las Islas Baleares, 2002), “Bubisher” (Editorial Puentepalo. Las Palmas de Gran Canaria, 2003) y “Aaiun, gritando lo que se siente” (Universidad Autónoma de Madrid, 2006). La Universidad de Las Palmas de Gran Canaria publicó su poemario “Voz de fuego” en 2003. Es miembro fundador de la "Generación de la Amistad saharaui". |
Un día sin papeles
Querida Familia: Esta noche quiero escribir para vosotros, y en cierto modo también para mí, como decía Sinhué, el Egipcio. Recuerdo todavía, la primera vez que leí aquella frase al principio de la novela: “Quiero escribir para mí”, y confieso que me resultó algo extraña, dudosa, aunque en el fondo sentía que guardaba cierta sugestión. Desde las infinitas esquinas de este silencio que reposa a mi lado, la frase adquiere un singular significado, adquiere otra connotación, se vuelve una necesidad, que a mí me gusta compartir, no como una terapia de grupo, sino como una relajante charla alrededor de una ceremonia de té. Miro desde el cristal y veo parte del rostro de la ciudad. Desde su oscura garganta escribo. No hay paisaje que se pueda vislumbrar, sólo se ven paredes blancas y artificiales, sin espíritu, ni tiempo, sin identidad. A veces, por la mañana cuando bajo al trabajo, extraño la inmensidad del Sáhara, el nacimiento de un día, el alegre sol que se engendra – casi siempre- con la complicidad de un Corazón de piedra rebosante de vida. Extraño aquella indescriptible imagen de la Badía, mi amada Tiris. Unas simples gotas de agua caídas del cielo, para un nómada saharaui pueden ser sinónimo de felicidad; creo que la felicidad puede estar en el lugar donde quisiéramos colocarla. Y yo ese otro nómada, aunque elegí estar aquí, les envidio. Soy nómada de otra estirpe, de otro tiempo, voy peregrinando entre estaciones que me antojan sin nombre, con algún documento ya caducado. Ando entre papeles mojados e interrogantes de una provisionalidad que se pierde entre diferentes exilios. La vida en el desierto fértil ahora no es más que nostalgia, un sueño despierto y fugaz, un sueño ilusorio, mientras que la realidad actual tiene otro rostro en el cual me veo y sobrevivo. No es más que la realidad de un mundo hostil, azotado por la demolición del espíritu. Un mundo que se edifica cada vez más sobre los cimientos de los spot publicitarios. Hoy, como casi todos los días me levanté a las seis de la mañana, preparé mi comida y coloqué todo en la mochila y bajé con la esperanza de trabajar. Nadie tiene garantizado el billete, el viaje diario hacia los campos de la explotación. La furgoneta llegó puntual y nos llevó hacia el bar “Andalucía”. Alrededor de treinta sin papeles esperaban allí la llegada del encargado. Casi todos los indocumentados estarían dispuestos a todo con tal de trabajar. Y subir en una de las furgonetas es el primer peldaño de una cadena de obstáculos, por no decir calamidades, para la supervivencia. Una hora después llegó Darío, el temido y adulado encargado, y sin mediar palabra, ni saludo empezó a señalar con su omnipresente dedo índice a los “privilegiados”: “tú, tú y tú...”...Saltaba a algunos y volvía a señalar a otros. La selección fue penosa, y muchos volvieron cabizbajos a sus chabolas, los afortunados a sus pisos alquilados. Acostumbrado a quedar en tierra, aprendí a sobrevivir: esconderme dentro de la furgoneta, sin ser visto. Muchas veces el control no es muy riguroso. Generalmente el encargado le da prioridad a los más fuertes a “los máquinas” a “los balas”. Hoy, como otras veces me colé sin ser visto. Salimos de Lorca en dirección Almería, a Vélez Rubio. El viaje fue largo, porque la furgoneta era un cacharro viejo y avanzaba a pasos de tortuga, casi todo el trayecto íbamos subiendo por una interminable cuesta. El paisaje era una cadena de montañas agrestes. Enormes espacios inermes, gigantescos cuerpos deshidratados, sólo de vez en cuando aparecían algunas plantaciones, y pequeños pueblos incrustados como dulces heridas en las montañas. Llegamos a una finca, situada entre Chirivel y Vélez Rubio. Enorme finca, asentada sobre una gran elevación. Había mucho frío, probablemente estaríamos a más de 2 mil metros sobre el nivel del mar. Nadie esperaba esas temperaturas bajas en medio de una semana calurosa. Cuando empezamos a trabajar nos comunicaron que había poco que sembrar, y estaríamos sólo hasta las dos de la tarde, aunque toda la finca estaba acondicionada para la siembra, sólo había siete carriles de metal llenos con bandejas de plantas de brócoli, recién traídos de los viveros. Con la expectativa de terminar a las dos de la tarde, había que tratar de hacer a destajo el jornal del día: ocho horas. El aire fresco soplaba y consigo levantaba arena que estorbaba nuestro trabajo o en el peor de los casos se colaba en los ojos. Cada bandeja llevaba 165 semillas y había que regarlas sobre el bancal y volver por el mismo trayecto a sembrarlas con la ayuda de un pincho de metal. Cada vez que uno concluía con una bandeja la marcaba con lápiz tinta, y la dejaba abandonada, para recogerla al final de la jornada. A veces ocurrían disputas que desembocaban en amenazas, robos o peleas, por culpa de una misma marca, o un mismo nombre, etc. La jornada se pasaba más tiempo agachado que de pie. Y era especialmente duro estar horas y horas con el cuerpo encorvado, los ojos inyectados de sangre, y la espalda anestesiada. La sangre no circula por esa zona y cuando intentas levantarte es como si te hubieran colocado un saco de cemento encima. Sólo una increíble voluntad te permite seguir, en mi caso es por ayudarles a vosotros, y por favor no le expliquen nada de eso a mamá. Todo lo que soporto aquí es para que vivan de la manera más digna, especialmente lo hago por ella. Cuiden mucho de ella ahora que es hipertensa. Las semillas de este brócoli están fatales, parecen recién sacadas de un frigorífico y son demasiado pequeñas. Trato de sacarlas o arrancarlas y sólo vienen las hojas, en el hueco de la bandeja se queda pegada la raíz. “Hay que golpear la parte trasera de la bandeja con el pincho, salen más fácil – grita la encargada que nos ha tocado hoy-sembrar entre los huecos, meter la planta al fondo”- vuelve a recalcar, una y otra vez. Algunos espabilados ya han terminado dos o tres bandejas, y van corriendo en busca de más, mientras que otros como yo a duras penas intentábamos terminar la primera. Nadie hablaba, todos inmersos en su labor. La encargada supervisaba a conciencia para que todo se haga de la mejor manera. Al mínimo error te eliminaba el precio de una bandeja, y sólo el que ha trabajado allí sabe cuánto esfuerzo cuesta sembrarla., y sobre todo cuando es una tierra dura y pedregosa como esta maldita finca. Cuando ya eran las dos de la tarde y empezamos a recoger nuestras bandejas, la encargada nos comunicó que por el camino venía un camión, y traía más plantas de brócoli para sembrar. Había derrochado toda mi energía y mis esfuerzos en función de que íbamos a acabar a las dos de la tarde, y ahora ella nos viene con otra historia. Teníamos una hora para descansar, – que era bien poco para este tipo de trabajos-comer, estirarse las piernas, y relajar un rato la magullada espalda. A las tres de la tarde volví al trabajo decepcionado y me sentía descaradamente engañado., y eso me hizo cansarme más. Durante las cuatro horas sólo puede hacer el precio de dos horas. Al atardecer abrieron las mangueras de agua, y entre los bancales que sembrábamos entró agua a raudales. Se formaron pequeños charcos, y aquello parecía un pantano. El lodo nos hundía los pies dificultando nuestros movimientos. Cuando sacaba un pie el otro se quedaba atrapado. Con el pincho intentaba quitar el barro de las botas, pero al hacerlo mis manos se embarraban, y era todavía más complicado sembrar el brócoli. De nuevo intentaba avanzar en el lodazal y los pies volvían a hundirse en el barro. El fuerte viento seguía sin cesar, a veces aligeraba y otras en cambio se intensificaba. La temperatura iba bajando y el frío ya calaba en los huesos. El sol se desplomó detrás de las agrestes montañas. La jornada ha terminado. Volví a casa destrozado, roto. Me duché y me sentí otra persona que renacía del barro de la miseria diaria.
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© Liman Boicha. Nació en el Sáhara Occidental en 1972. A los diez años fue a estudiar a Cuba, donde estuve trece años, hasta acabar sus estudios de Periodismo. A su vuelta a los campos de refugiados saharauis estuvo trabajando durante cuatro años en la Radio Nacional Saharaui. Desde 1999 vive en España y ha participado en las antologías de poesía saharaui contemporánea “Añoranza” (Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de las Islas Baleares, 2002), “Bubisher”. (Editorial Puentepalo. Las Palmas de Gran Canaria, 2003) y “Aaiun, gritando lo que se siente” (Universidad Autónoma de Madrid, 2006). La editorial Puentepalo de Las Palmas publicó en 2003 su poemario “Los versos de la madera”. En julio de 2005 participó en el Congreso de la "Generación de la Amistad saharaui", de la que es miembro fundador. |
Reencuentro
Repasando una vez más las huellas del tiempo a través de la distancia, volviendo a recorrer las venas del desierto sin detenerme a analizar los efectos del calor y el viento, me doy cuenta que mis sentimientos albergan la memoria de mis ideas que me hacen revivir cada kilómetro, cada montaña, cada duna y cada acacia espinosa que sale a un fugaz y permanente encuentro en busca de una reconciliación del alma con el cuerpo. A pesar de los años y el tiempo, la enciclopedia del Sahara y de la vida nómada sigue su hoja de ruta; los beduinos persiguiendo sus rebaños en una interminable búsqueda de mejores pastos, el desierto ofrece su cara más dura, el calor y la sequía, pero la belleza de sus montañas acompañada por esos enormes frig que se esparcen entre la frontera del Sahara Occidental y Mauritania son la esencia primitiva de su belleza, porque ellos ofrecen junto a la tierra lo más natural del Sahara. Volver hacia el principio de cada cosa en busca de encontrar el sentido y la esencia a cada sabor y color que abrazamos es comprender que la vida es una estación única que nos ofrece diferentes paisajes en cada momento; porque los paisajes del alma son la esencia de la vida. Los saharauis somos hijos del desierto que nos ofrece dureza, paciencia, sobriedad y nobleza; de allí se nutre y se fecunda nuestra leyenda como nómadas y beduinos curtidos bajo el sol y el viento, nuestras palabras son húmedas porque nosotros perseguimos la humedad de los sentimientos. Cuando la vida impone su ritmo y nos invade una sensación extraña, los saharauis siempre conservamos intacta parte de nuestro ser que se activa cuando miramos el desierto profundamente como queriendo hacer un ejercicio de lealtad a su parte más remota. En una noche en que las estrellas se adueñaron del cielo azul de la Badia, mi madre me despertó a las cinco y me dijo: “Hijo, mira que luz más brillante en el cielo, no es una estrella, ¿qué será entonces?”. Yo inmediatamente clavé mi mirada en el cielo, entendí que la noche y las estrellas son los ojos del inmenso vacío y aquella luz misteriosa podía ser el espíritu de algún nómada que quiso buscar fortuna entre las estrellas. A partir de esa noche comprendí que el cielo de mi tierra es libre de ejércitos, de resoluciones de las Naciones Unidas, libre de misiones de paz y guerra; yo y mi madre fuimos por un instante dueños de la noche y compartimos juntos el sueño de cada estrella que viaja lentamente hacia el otoño.
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© Ali Salem Iselmu. Nació en 1970 en Villa Cisneros, Sahara Occidental. Realizó sus estudios en Cuba entre 1982 y 1995, licenciándose en Periodismo en la Universidad de Santiago de Cuba.A su vuelta a los campos de refugiados saharauis en Argelia se incorporó al departamento de español de la Radio Nacional Saharaui. Actualmente vive en España y ha participado en las antologías de poesía saharaui contemporánea “Añoranza” (Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de las Islas Baleares, 2002), “Bubisher”. (Editorial Puentepalo. Las Palmas de Gran Canaria, 2003) y “Aaiun, gritando lo que se siente” (Universidad Autónoma de Madrid, 2006). Es miembro fundador de la "Generación de la Amistad saharaui". |
El cuadrado y el círculo
Los oficios religiosos empiezan muy temprano en la ermita templaria de Eunate, pues el comienzo de la jornada del peregrino se asemeja a la rutina diaria de los pájaros. Al amanecer, la ermita se alza austera en medio de los trigales, restándoles soledad. En su interior apenas se adivinan las primeras luces a través de las estrechas ventanas del ábside, cubiertas por paneles de alabastro que impiden la entrada de las aves en el templo. Las oraciones son zumbidos aprisionados por las nervaduras de la bóveda, patas de tarántula. De los cirios se desprende una luz trémula. Varios peregrinos, hechos un racimo, oyen misa más estremecidos que devotos: a hora tan temprana, el camino se presenta incierto en su largura. En un rincón apartado, en la piadosa oscuridad de un confesionario, un hombre de tez cetrina, barba estrecha, nariz ganchuda y mirada intensa, declara hermético sus pecados mientras el confesor lo escucha con los ojos cerrados, cubiertos por los dedos de la mano derecha. El acólito tintinea la campanilla: se interrumpen las plegarias de los fieles, la confesión del hombre, todos inclinan la cabeza, se impone el silencio. El celebrante musita las misteriosas palabras de la consagración. Muy en la distancia canta un gallo, se oye el martillazo del herrero sobre el yunque y, como en un apoteosis de conmemoraciones, el celebrante alza fervoroso la Sagrada Forma hacia la hierática figura del Todopoderoso. El confesor ha escuchado los pecados del hombre. Cuando responde, sus palabras son susurros, "El Enemigo ha hecho presa de ti. Has ofendido terriblemente a Nuestro Señor. Póstrate ante el sepulcro de Sant Yagüe y pide perdón por tus graves faltas. Te daré la absolución sólo si me presentas pruebas de haber hecho voto de pobreza y recorrido a pie el camino a Compostela. Que esta penitencia rellene el abismo que has creado entre Dios y tu alma, pues de lo contrario te quemarás en el Infierno por los siglos de los siglos". Fuera del templo cae una lluvia menuda, intermitente. El hombre se arrebuja la capa. Su rostro anguloso, con profundas arrugas, no manifiesta emoción alguna: es como un pozo hondo, negro. El confesor de Eunate será su referencia; la penitencia impuesta, su salvoconducto en el camino. La peregrinación podía ser un peligro pero también una protección. El claustro que anuda a la ermita, desnudo y octogonal, parece augurarle un infinito íntimo, liberador. Lo recorre muy lentamente, desatento de la lluvia, con la sensación de ir experimentando el movimiento espiral de las alturas, la firmeza del cuadrado—el orden terrenal—, la perfección del círculo—el orden eterno. El número ocho identifica la ermita y corresponde a las estrellas fijas del firmamento, la revocación de las influencias planetarias que le han sido perniciosas. El hombre hace un cuenco con las manos para recibir el agua de la lluvia y la deja correr por la cabeza. En el camino se hará llamar Asur de Cirauqui. A poca distancia, dos sepultureros, molestos por la lluvia, se afanan en dar cobijo en la tierra a un viejo peregrino francés, para quien su meta ha concluido en Eunate. Despojado de los escasos bienes que poseía, hace el viaje, no ya a Compostela sino a la eternidad, con dos palos en forma de cruz bajo sus manos cruzadas sobre el pecho y la triste calabaza, vacía, a su vera. En la linterna de la ermita arde débilmente la luz conmemorativa de los difuntos. Montado en un caballo ruano, estrellado, el hombre se aleja lentamente. En la cercana villa de Puente la Reina se protegerá con la indumentaria del peregrino—sombrero redondo, bordón, hatillo, calabaza, tabardo—, que le sumirá en la indiferencia de la masa. Se ajustará al cuerpo el tabardo con un ceñidor, investidura de persona consagrada al dios cristiano. Por el camino angosto de los peregrinos, a dos millas de Eunate, cabalgan dos esbirros del merino mayor de Pamplona que se dirigen a Puente la Reina. Son portadores de una orden de detención por los delitos de hechicería y blasfemia. Buscan a un hombre de estatura media, tez cetrina, con una barba negra y estrecha. Hombre y caballo se van perdiendo en la distancia hasta desvanecerse como por ensalmo.
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© Fernando Arrojo-Ramos. Escritor español natural de Madrid. Reside en la actualidad en los Estados Unidos. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Connecticut. Profesor emérito de Literatura Española y Ex-Director del Programa de Literatura Comparada en Oberlin College (Ohio, USA). Sus relatos se han publicado en diversas revistas literarias de España, Méjico, Colombia y Francia: Papeles de Son Armadans, Ínsula, Bitzoc, Lucanor, Turia, El Extramundi, Plural, La Casa de Asterión, Ariadna, Narrativas , entre otras. Muchos relatos, traducidos al inglés, han aparecido en diversas revistas estadounidenses: Chicago Review, High Plains Literary Review, Florida Review, Laurel Review, Portland Review, Santa Monica Review, Weber Studies, The Paumanok Review, y otras muchas. En 2005, uno de sus relatos fue nombrado para el Premio Pushcart, uno de lo más prestigiosos en los EEUU. Autor asimismo de numerosos artículos de crítica literaria y ensayos culturales editados en libros y revistas tales como Hispanofila, Hispania, University of Wyoming Press, Explicación de Textos Literarios, The American Hispanist, Editorial Noguer (Madrid). |
Capri
En las terrazas de la Piazzeta de Capri ya no hay norteamericanos buscavidas tomando martinis, más que nada porque Tom Ripley tendría ahora setenta y muchos años y tal y como acostumbraban a beber los golfos de su generación, de vivir él o sus pares lo harían atados a un tubo de respiración asistida. Los yanquis ociosos que hoy senderean Europa son sólo muchachos imbuidos de buenos sentimientos y carentes del talento de Mr. Ripley; es obvio que los europeos hemos salido perdiendo con ese relevo generacional. Hace sol, tengo sed y la terraza del “Bar Tiberio” está desierta. La mañana de este último día de marzo es gloriosa. Pido una cerveza italiana, y contemplo la poca gente que a esta hora del mediodía cruza la plaza en miniatura. Fauna turística tópica: en Capri ya no hay multimillonarios extravagantes, ni estrellas de Hollywood a la caza de un príncipe europeo. Circulan por aquí grupos de jovenzuelos arios, colorados por el sol y la cerveza, caminando desganados y a paso lento de aquí para allá; se cruzan con ancianas jubiladas que se han dejado media vida en las fábricas de Centroeuropa, y con algunas parejas de españoles de mediana edad que creen estar viviendo una portada de “¡Hola!” simplemente por pisar esta isla. Hay momentos en que todos se entrecruzan y giran, y dan vueltas y hacen fintas hasta que cada grupo vuelve a armarse y se separa de los otros, y camina un poco más lejos para al cabo de un rato reaparecer en la Piazzeta por una bocacalle distinta. El reloj de la torre mínima que hay en un lado de la placita marca con toda precisión la hora, lo que considerando que estamos en la Italia meridional es casi un prodigio. Los camareros de las terrazas son listos, cordiales, y parecen muy satisfechos de sí mismos. Especialmente los del “Bar Tiberio” gastan una simpatía engominada y risueña; parecen tenores de ópera después de un éxito sonado. Pienso que cuando sea muy viejo vendré a tomar martinis a esta terraza a la hora del mediodía, y que probablemente me servirá siempre el mismo camarero. Pienso que llegué hasta Capri porque, modestamente, algo tiene uno de Tom Ripley, y éste es el destino al que finalmente un día u otro llegan todos los Tom Ripleys que en el mundo son, para murmurar con una sonrisa desde esta misma terraza: “Aquí estoy, Capri” Pienso que sólo un imbécil no sería feliz en Capri una mañana de primavera intensamente azul.
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© Joaquim Pisa . Barcelona, España. |
Breves relatos ¿Cuál es la realidad?
Todo lo recuerda. Su mente ha hablado. Tomo su cuerpo recorriéndolo con su húmeda y suave lengua, no dejando que su piel sintiera frío o calor. Sus manos suaves como copos felinos, ocasionando diferentes y extrañas sensaciones al cuerpo desnudo de ella. Recorrió sus piernas. Absorbió su néctar. Ella volaba sin estarlo. Él disfrutaba en lo llano. Ella y sus pechos duros y excitados como rocas acariciadas por olas que suelen dejarse caer y volver a levantarse repitiendo esta acción como si la roca lo pidiera. Ella se torna endiablada tomando el cuerpo de el y lo apresa. Toma su miembro, erecto y excitado. Es un buen falo deseoso de sumergirse e indagar nuevas sensaciones, esos placeres que un hombre nunca negaría. Sus cuerpos envueltos, mutados o fundidos, bella imagen de observar. Sudados frotan sus pieles tratando de aligerar sentidos. Esta vez ambos vuelan. Ambos jadean. Ambos vibran a la misma melodía. A todo se llega, una y otra vez. Cuanto más se rozan, mas se desean. Todo se ha sentido. Todo se ha disfrutado. Todo se ha agotado. Como lo dije anteriormente, todo lo recuerda. Su mente ha hablado. Su casco ha dejado a un lado. Se levanta de su silla todo mojado. Es así, la mente ha hablado y la realidad virtual lo ha matado. Resaca social
Crecí educándome a dicha y siniestra. Viendo televisión todo el día. Sentí este día la necesidad de destruir mi vida como a la de los demás. No tengo respuestas. No tengo preguntas. Solo impulsos, violentos impulsos emergidos de una mente o más aun una sed asesina incontrolable. Nunca me han visto médicos capaces, pues tampoco nunca he dado motivos. Exploto mi cabeza, se quemo. Se agotaron los deseos, expire. El único deseo disponible era de acarrear vidas, no-solo la mía. Nadie tiene una respuesta. Tampoco nunca escuche preguntas. Lo único que sentí fue un impulso arrollador, incontrolable y hasta persuasivo a la vez. Sentí detenerme, si la obligación de detenerme, pero no pude. Una música de bellas melodías hacían girar mas mi cabeza. Escucho a Mozart, mi único aliado, cómplice y confidente. Sin pensar tome del cajón de la mesa de luz del cuarto de mi padre un fierro frío y pesado. Ese objeto el cual gran parte de la gente al observarlo, solo al observarlo nomás, experimenta una sensación de miedo aterrador que inmoviliza gran parte de los miembros del cuerpo. Con el objetos me dirigí a una plaza, donde muchas personas van vienen y se detienen. Plaza San Martín, el lugar, zona de retiro de Buenos Aires. Me detuve unos minutos como concentrándome, para luego desenfundar el maldito objeto y descargar sus sonidos letales a transeúnte de cualquier edad, sexo o color de piel. Ver pedazos de carne inmóviles o semi inmóviles cubiertas de rojo profundo lograban hacerme sentir gran éxtasis. Los gritos apabullantes, otra gran obra de arte de mi música vanguardista y las corridas como si estuviera en San Fermín, pero esta vez solo un toro suelto. Descargada la ultima gota letal mi instinto cobarde obligo a mis piernas a moverse lo mas parecido al viento. En la lejanía sonaban numerosas sirenas, seguramente la respuesta al gran sacrilegio realizado. La brisa me dibujaba una leve sonrisa en la carrera. Corrí hacia el río. Llegue a la estación de trenes, refugiándome en un antihigiénico baño de la estación Bartolomé Mitre. Lugar perfecto, pense, para el fin de un endemoniado sujeto. Comencé a divagar. Trace titulares en los diarios como por ejemplo: Clarín “Demente asesino en Plaza San Martín” o Crónica ”El anticristo existe” o La Razón “Gran masacre en Plaza San Martín”. Mi mente explayaba la imaginación, seguramente seria porque no vería aquellas primeras planas. Los sonidos de sirenas se acercaban. Dentro de un box del asqueroso baño donde escribo esta carta. Doy razones puramente sociales. Esta vida me ha llevado a este final. Jamas me he considerado loco. Quizás este equivocado. Ahora solo siento sudor como si una tenue lluvia me hubiera alcanzado en mi huida. Pido perdón a las familias o amistades de los pobres transeúntes, pero alguien siempre tiene que pagar. No los elegí fue el destino. Todo es el destino como mi propia vida. Ahora tomo el legado de mi padre, le coloco la munición que me acompaño en mi bolsillo. Cargo la recamara. Llevo la punta del caño a mi boca y escribo “chau”.
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© Mauro González Quarti. Nació en Buenos Aires, Argentina, a mediados del año 1972. Ha publicado: - Mis Primeros escritos (2004), y ha participado en diferentes Antologías:-Los Siete Silencios (2000) –Argentina -Homenaje A Julio Cortazar (2002) – Argentia -Poetas y Narradores Contemporaneos 2003 (2003) – Argentina -Nueva Literatura Argentina (2004) – Argentina -Verbo Descerrajado (2005) - Chile -Octubre - Tras la Huellas de Pablo Neruda (2005) - Chile -Sueños Secretos (2005) – España. También ha participado en la Feria del Libro en Buenos Aires - 2004-2005, En el 6to encuentro literario Abrace de Uruguay-2005 y el XI festival de poesía. Latinoamericano en Valparaíso, Chile -2005. |
C3 Operación Úrsula. Crónica de un hundimiento (*)
(*) Finalista en el Premio de Relato onstante 2006
“C3 Operación Úrsula”. Crónica de un hundimiento. Poco después del mediodía del 12 de diciembre de 1936, el submarino “C3” de la armada republicana desapareció bajo una espesa nube de humo blanco. La nave, al mando del comandante Antonio Arbona, se hundió con treinta y siete marinos y quedó sumergida en el olvido hasta que medio siglo más tarde se descubrieron sus restos frente a las costas de Málaga . Fue entonces cuando el sumergible conquistó de nuevo el derecho a tener un lugar concreto bajo las estrellas: [N 36º 39' 52,5'' W 4º 21' 33,5'']
I
ALEJANDRO CASTELVECCHIO. Desde algún lugar del Mar Mediterráneo .
Madrugada del doce de diciembre de 1936. Estudios centrales, ¿me recibís? Parece que hay alguna interferencia. ¿Me oís? Repito, me encuentro a bordo del submarino de la Armada republicana “C3”. Su comandante, el alférez de navío Antonio Arbona acaba de ordenar inmersión y las luces —como de costumbre— parpadean hasta que la nave finaliza la maniobra. Desde hace semanas todo lo relativo al submarino republicano abriga un desacierto de tal calibre que las faenas más sencillas parecen haber caído en una rutina de averías y fallidos zafarranchos. Por eso las luces se mantienen ahora en un rojo tan mortecino que el Cabo Electricista Ruiz no se toma a guasa las bromas de sus compañeros. “Rojas nos las van a dar como no arregléis ese cuadro eléctrico” —retumba desde el fondo de la sala de torpedos la voz atronadora de Fulgencio Conesa, el segundo Auxiliar de Máquinas. Y es que en un submarino nada puede tomarse a broma, menos aún en uno al que le falta un motor. “Gracia, ninguna” —añade muy serio Benito Pardillo el Fogonero. La idea de patrullar al anochecer en un sumergible que se escora descompensado por el vacío que el motor ha creado, no es precisamente la noticia que esperaban los hombres, como tampoco lo era permanecer sumergidos bajo una luna tan llena y acusadora que los rizos del agua parecen arder como lamparillas de difuntos en un tazón de aceite. Por eso a Fulgencio Conesa no hay quien le rechiste, y así lo han entendido todos, incluso el cabo Ruiz que ahora puentea uno de los conmutadores con la intención de destripar por completo el maldito cuadro. Nadie sabe adónde los puede llevar de nuevo otra avería, solo saben que el submarino está a cuatro millas de Málaga, así de medio costado, con ese abandono de ballena varada que acaba de tragarse a medio centenar de hombres, la mitad de los cuales —por la ley de la “Cama Caliente”— duermen mientras la otra mitad le ajusta las cuentas a semejante mastodonte, a todas luces, una bestia parda de setenta y tres metros de eslora que desplaza más de mil doscientas toneladas bajo el agua.
La patrulla.
“Gracia, ninguna” —ha respondido el Cabo Radio Constantino Blanco a la Comandancia de Málaga nada más empezar la guardia. “Pero ninguna, pisha” —asiente su interlocutor. Y comoquiera que a veces las órdenes de la Comandancia se cruzan con las emisiones de radio de la península, de Tánger o de otros buques mercantes que enfilan proa al Estrecho, Fulgencio el Maquinista le ha preguntado si el asunto de jugarse el pellejo a la luz de la luna no sería una treta del mismísimo Queipo de Llano. “Ese cabrón es capaz de ganar él solo la guerra agarrado a un micrófono”. “Vete tú a saber” —le ha respondido el Radio mientras transcribía las órdenes en el cuaderno de guardia. — “Toma y llévaselo al Segundo, que se va a poner contento” —añade el cabo Blanco. Fulgencio que es de Cartagena y ha tragado ya mucha mar, enfila el corredor con diligencia a pesar de la escora que ha transgredido decididamente el centro de gravedad de la nave. Diríase que apenas roza el suelo, y en media docena de zancadas se planta delante del camarote del segundo comandante. Con los nudillos golpea levemente el mamparo que separa el habitáculo de la Cámara de Derrota, y el gesto, a priori imperceptible, ha hecho asomar la cabeza al Cabo Radio que acaba de despedir sin contemplaciones a su colega de Málaga. — “Mi segundo, un radio de la Comandancia” —le dice acercándole la transmisión. De Segundo Comandante el “C3” lleva embarcado por la regla del nueve a un Oficial de la Marina Mercante que hasta hacía seis meses gobernaba un carguero sin más complicaciones que la de acertar a la bocana del puerto en una noche de niebla, y de eso hace ya tiempo que se ocupan los Prácticos. Sin embargo, el Ministerio de la Guerra opina que una cosa es tener bajo su mando a toda el arma submarina del país y otra muy distinta mantenerla a flote y operativa en medio de una guerra. “Vamos ni que fuera lo mismo navegar por arriba que por debajo” —sentenció el Fogonero Pardillo el primer día que lo vio llegar. Pero es que desde el punto de vista de un fogonero es muy difícil convencerse de que todo lo que baja pueda llegar a subir, sobre todo cuando hablamos de un barco que además no tiene chimenea. “¡Solo hay que fijarse en lo que pesa este bicho!” —suele repetir Pardillo en esas ocasiones. Pumba, pumba, pumba. Tres llamadas que parecen llegar desde el infierno impiden al Segundo García Viñas leer el radio de Málaga. Otra vez pumba. De proa a popa, como si fueran bolardos, se alinean ahora las figuras hieráticas de Joaquín Ruiz al fondo de la sala de torpedos mientras espera una señal del cuadro eléctrico, la de Constantino Blanco a medio camino entre los onstan de marinería y la Sala de Derrota, y la de Fulgencio Conesa pegado al mamparo del camarote del Segundo. Entonces los tres se miran, y comprenden que algo ha ocurrido en la sala de baterías. Pumba y pumba nuevamente. Entonces el caos se apodera de la nave. Las luces que hasta ahora procuraban una visibilidad de combate, vienen y van, aumentando así la sensación de alarma. —¡Superficie! —ordena el comandante. ¡Soplen tanques! ¡Embraguen los motores térmicos! En apenas medio minuto, la nave cabecea y se desboca como una ballena directa hacia la superficie. El submarino encabritado se eleva varios metros por proa y se deja caer en mitad de la noche como si acudiera a un cortejo de cetáceos. —Abran escotillas y descubran el cañón de ochenta y ocho —ordena el comandante tratando de no perder el equilibrio. Visto y no visto. Abiertas las escotillas de proa y las de la torreta, se establece una corriente que viene a ser como una bocanada de aire fresco. Un velo de humo amarillo se desplaza al momento desde la sala de baterías hacia el exterior, justo en el preciso instante en el que las luces llenan de un brochazo blanco el interior de la nave. Si el compadre del cabo Constantino hubiera echado un ojo hacía el mar, a eso de la altura de la Farola de Málaga hubiera podido contemplar la estrafalaria coyunda de un mastodonte encendido. Y si los alemanes o los legionarios italianos de La onstante con Giuseppe Vocaturo al frente hubieran hecho un pequeño esfuerzo, allá desde cualquiera de las bases de submarinos que tenían en el Mediterráneo, de seguro que nos hubieran visto. Hubieran visto a un monstruo chino expeliendo humo amarillo por las escotillas, como si hubiésemos adelantado el nuevo año. Cualquiera que hubiera querido nos habría visto allí aquella noche. —¿Qué ha pasado Sastre? —pregunta Arbona a la sazón a su segundo en el mando. ¿Qué ha pasado? —repite. —Lo que podía pasar —contesta Sastre con gesto serio. Nos falta un motor, estamos escorados... —se detiene un momento y luego prosigue. Creo que han estallado dos bengalas en la sala de baterías... Podíamos habernos ido a pique. Arbona lo contempla igualmente serio mientras se sujeta a los vientos de la torreta y le echa a la luna una mirada de reproche. —¡Ventilen la nave! —ordenó Arbona. —Métala tres cuartos en el agua, y deje al aire solo la vela —dijo dirigiéndose a Viñas. El interior del "C3” parece ahora el estómago de un gigante azul después de que se hubiera dado un festín en un banco de camarones. Menos en la sala de torpedos, en la que parecía estar todo en orden, el resto de la nave era como para no suponer una noche tranquila. Sin embargo, media hora más tarde, el oficial de guardia Antonio Asensio informaba al comandante que se había asegurado el pañol y que la nave estaba completamente segura y operativa. Entonces García Viñas pudo leer definitivamente el radio de Málaga. “Denegada la entrada en puerto. Mantengan patrulla a cuatro millas de la costa”. No tuvo que entregarle las órdenes a Arbona para comprender que de nuevo les tocaría bailar con la más fea. Y este detalle tampoco fue ajeno a la dotación que agotados se enfrentaban con resignación de nuevo al destino. —Eso va a ser el oro de Moscú que lo han guardado aquí —le susurra Pedrito Saura al cabo Ruiz. —Lo han escondido en las baterías para que no se lo lleven los nacionales, fijo.
II
“De todas las historias de la Historia/sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal...” Vistos desde la cámara de derrota todos los submarinos son iguales. Aparentan ser máquinas perfectas, apabullantes en su maraña de válvulas y tuberías, tan decididas e inequívocas que el cálculo de una derrota por estima parece un juego ocioso de compases y logaritmos y, sin embargo, a quinientos pies de profundidad hay demasiadas cosas que nos recuerdan, al fin y al cabo, que todos los sumergibles tienen el cielo lleno de remaches. —¡Inmersión! —ordena Arbona. Bájelo hasta los treinta metros Sr. Sastre. Poco a poco la nave se va inclinando a proa y el zumbido de los motores retumban en el interior del submarino. A esa profundidad todos los ruidos tienen un eco metálico que tarda en disiparse. Al llegar a la cota de los 30 metros, se reúnen en forma de latidos todas las anteriores maniobras, y solo cuando el submarino alcanza la horizontalidad se produce un silencio absoluto. La caída de un alfiler es un acontecimiento que podría oírse en el otro extremo de l navío. —Avante toda. Velocidad, cuatro nudos —ordena el comandante. Está amaneciendo y los hombres que acaban la guardia, se cruzan con un sigilo extraordinario. Desde su puesto, Constantino Blanco asiste al movimiento de los hombres como si presenciara una representación en el Bolshoi de Moscú, y solo el rumor del motor izquierdo se levanta sobre la silenciosa coreografía del C3. —¡A superficie!. Llévenos a altura de periscopio –ordena el comandante a Sastre. A pesar de los meses que llevan navegando esta misma tripulación, los hombres nunca dejan de agradecer esa maniobra. Saben que pronto se ordenará renovar el aire, cambiar a motores diesel, hacer guardia en el exterior, proponer a un serviola para gobernar la nave desde el puente, ver la luz, tirar la basura... Sin embargo, desde hace unas semanas en la tripulación corre el rumor de la existencia de un grupo de submarinos italianos y alemanes que han puesto precio a sus cabezas. —¡Superficie! —ordena Arbona tras comprobar que nada hay en el horizonte. De nuevo la frenética actividad se adueña de la nave. —Joaquín. ¡Esas luces! —le grita Asensio desde el pañol de proa. Nos vamos a volver locos —añade. Del Bolshoi que acertaba a sugerir Constantino Blanco, el C3 parece ahora un avispero a punto de estallar. A todo lo largo del buque se oyen válvulas que sueltan presión, golpes metálicos de los arrastres en la cámara de torpedos, y sobre todos ellos el run-run ensordecedor de los dos motores diesel. De pronto, entre la incertidumbre de luces y sonidos, se abre paso a codazos Francisco Ros, el cocinero, para informar a Asensio que el rancho de hoy iba a ser especial: “Caldo gallego de primero, huevos fritos de segundo y naranjas de Valencia” —Bien, contesta Asensio. Y vino de Jumilla —añade Ros. ¡Seis botellas y ni una más! –le recuerda Asensio. Y si te falta le echas agua, que aquí nos sobra mucha —oigo que añade en un susurro. Mientras tanto, en la vela del submarino se encuentran el serviola, García Viñas y Arbona. —Nada. Despejado —dice Viñas. —¿Tú crees lo de los italianos? —pregunta Arbona sin obtener respuesta alguna. Lo que menos me gustan son los alemanes. Seguro que andan por ahí agazapados. Pumba. Pumba. Pumba. Tres golpes atronadores llegan desde la cámara de torpedos. La tripulación echa una mirada angustiosa a la sala de baterías que estuvieron a punto de echarlos a pique la noche anterior. Los hombres corren hasta la cámara y ayudan a izar unos retenes que se desprendieron del techo. Dos de los torpedos están ahora inclinados y se apoyan sobre una de las válvulas de disparo. —Joaquín. ¡Esas luces! —repite Asensio. Parte del sistema eléctrico está dañado y Ruiz junto al cabo electricista Pacheco se afanan en orréeme la instalación y abandonar la tarea de recomponer una fila de conmutadores que se han incendiado. “¡Viva la Marina y la madre que me p...” —masculla Ruiz cuando logran arreglar la avería. Como por arte de magia, la luz trae consigo un súbito sosiego y el silencio se hace en toda la nave hasta que la voz atronadora de Paquito Ros irrumpe desde algún rincón de la despensa. —¿Entonces le echo agua al vino? La carcajada es sonora, y Ros sale jurando en arameo con la firme convicción de que el agua se la va a echar al caldo gallego hasta dejarlo como la sopa de un gitano.
Las dos y media de la tarde.
Isidoro de la Orden y Asensio Lidón van discutiendo por el camino mientras tratan de sacar al un cubo con los restos de la comida. El marinero Lidón se queja de que esa no es su guardia y que tirar la basura es obligación del cocinero. “¡Para lo que nos da de comer!” —sentencia Lidón. “¡Y de beber!” —observa el de Cabo de Palos. Mientras tanto, el comandante acaba de ordenar el cierre de la cámara de torpedos en donde Pacheco y el cabo Ruiz revisan el dispositivo de disparo bajo la mirada atenta de Sastre. Asensio, junto a los fogoneros Samper y orréeme tratan de asegurar el resto del pañol ante las suaves embestidas del mar. Afuera Arbona conversa con García Viñas sin quitar el ojo al remolino que dejan los restos de comida a popa. —¡Comandante! De la Orden lanza un grito desgarrador al percibir la blanca estela de un torpedo cuya derrota tiene como impacto la proa del C3. La explosión lanza a los cuatro por los aires. Lidón se agarra a su compañero mientras Arbona es arrastrado por el remolino que provocan los ocho metros de proa que ha desgajado el torpedo. Entonces el submarino se encabrita sobre una espesa nube de humo blanco y vuelve a caer al agua en un estrépito ensordecedor. El agua entra desbocada por la sección de proa e inunda el doble mamparo que reviste toda la nave. Con una sacudida el agua recorre primero la espina dorsal del submarino y éste se dirige en caída libre hasta el fondo. Allí la profundidad es de setenta y cuatro metros. Los mamparos ceden bajo la presión del agua en medio de un sordo rumor a metales retorcidos. Constantino Blanco que había doblado la guardia se ahoga en su puesto antes de que la presión aplaste una cámara tras otra. Solo en popa, las sala de torpedos parece resistir el embate de una presión aplastante. En su interior, Sastre sabe que la nave se hunde irremediablemente y que la puerta no tardará en ceder. Al alcanzar los cincuenta metros comienza a entrar agua por los tubos. A los setenta, la cámara comienza a deformarse. La luz está todavía encendida. Ruiz la había conectado a una batería auxiliar. Entonces se miran todos. Nadie habla. Están arrinconados frente a la puerta que va a ceder de un momento a otro. Un golpe seco anuncia que ya han llegado al fondo. El agua sigue subiendo de nivel. El cabo Ruiz mira por última vez a Sastre que le ha echado la mano al hombro. No dice nada. Solo al final es cuando pueden oír la voz ahogada de Asensio. —¡Joaquín, esa luz!
Nota del Autor . La “Operación Úrsula” fue diseñada por la Armada alemana a principios de noviembre de 1936. Su nombre en clave “Úrsula” se propuso en honor a la hija del Almirante nazi Kart Dönitz. Alemania que no estaba en guerra con España envión dos submarinos. Uno de ellos, el “U34” al mando del capitán Harald Grosse, lanzó un torpedo el 12 de diciembre de 1936 y hundió el submarino español C3. En el hundimiento murieron treinta y siete hombres. Se salvaron los marineros Isidoro de la Orden, Asensio Lidón y el marino mercante Agustín García Viñas. El submarino fue dado por desaparecido y no se tuvo noticias hasta que cincuenta años más tarde, el abogado malagueño Antonio Checa descubrió sus restos a cuatro millas de la costa malagueña y a setenta y cuatro metros de profundidad. Este relato es un homenaje a aquellos marinos que no empezaron, ni terminaron ninguna guerra.
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© Antonio Polo . San Fernando (Cádiz) 1957. Ha publicado distintos trabajos: “ Quince líneas ” Ed. Tusquets, « Lavapiés » Ed. Ópera Prima; “ La vida en Hermenauta ” Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias: ” Cuadernos del matemático ”, “ Luces y Sombras ”, “ Arena y Cal ”, etc. Traducción del italiano “ Odore dei racconti” de Paolo Barsanti, 2006. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II, Madrid. 2001, Premio Villa de Pasaia 2000, San Sebastián; I Concurso de Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro Entre Dos Mundos, Geneve (Francia) 2000, Premio de Narrativa Géminis 1999, Aspe (Alicante); Villa Constitución 1998, Argentina; Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, Barcelona; Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, Segovia; II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Argentina; Premio onstante de Relatos de Viajes 2004, Tarragona; Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005, Teruel; Premio. XXI Premio Internacional de Poesía El Yantar de Pedraza 2006, Segovia. onstante de Relato 2006 Historias de la Historia. |
El último higo
Recuerdo cuando llegué a vivir al barrio Tanque, que era un suburbio; así de calles de tierra, terrenos baldíos, y apenas alumbrado. Yo apenas tenía conciencia de las cosas, y el lenguaje tenía un sabor nuevo para mí. Recuerdo que llegamos, nos instalamos en nuestra casita, y alguien vino… Mi madre fue a abrirle. Y resulta que era un anciano. Hacía gestos muy simpáticos, tenía la cara llena de arrugas, y los ojos tristes pero bondadosos. Todo esto lo supe después, según mis recuerdos. Porque el mundo de las palabras solamente me hizo pensar que era un viejo. Así que era un viejo, pero hablaba raro, hablaba muy raro. No se le entendía un ápice. Y, además de eso, traía una fuente: Una fuente llena de higos. Cuando se fue, después de hacer varias reverencias a la vieja usanza, empecé dele que dele con las preguntas a mi madre. —Son higos, Nacho. —Higos—repetía ella—. Fruta. Le pregunté que porqué hablaba tan raro ese anciano. Me explicó que era portugués. Pero yo no me quedé conforme: —Portugués, portugués, portugués—exclamaba mi madre, como metiéndome en la cabeza aquella palabra, y con una sonrisa. —Que es de otro lado, Nacho, es de otro lado. Me quedé con eso, y junté las dos palabras: El viejo portugués… Y, para mis primeros años, ese anciano, pues, sería el viejo portugués. Recuerdo que vivía en frente de nuestra casa. La suya era una casa vieja, acuciada por la humedad, insultada por las tormentas, pero que aguantaba la vejez y la decadencia de buen pie. El viejo portugués solía estar en el pilar del gas, en su casa, balanceando las piernas, mirando el barrio. Yo lo saludaba de buen humor, y él me hacía fiestas cuando me veía. Y me hablaba con ese lenguaje que a mí se me hacía tan y tan raro: a mí en verdad me parecía que al tipo no le salía bien el habla. —No, Nacho, no—decía mi madre—. Es de otro lado, de otro lado. De pronto, un día, con otros chicos, entramos a la casa del viejo portugués. Y él nos atendía, haciéndonos gestos, porque nadie le entendía esa parla que nos había traído como del mar… Había una higuera, una higuera enorme y nudosa al fondo; y el viejo se metió en la cocina, y a todos nos dio caramelos. Pero yo miraba la higuera; la higuera y sus frutos. Y era enorme, de veras que parecía una catedral verde, así bien de grave y solemne; y donde te pusieras la cosa daba su sombra; y por ahí, en esa parte de su jardín interior, todo estaba oscuro, fresco, enigmático. El viejo sonreía, sonreía mi curiosidad. Y entonces me alcanzó un higo, y me hizo señas de que lo probara. Yo así lo hice, y me gustó. Pero miré la fruta, y yo vi que era la misma que nos había traído hacía unas semanas, cuando llegamos al barrio. Mi madre me explicaría: —Nos dio sus propios higos. Nos estaba dando la bienvenida, Nacho, la bienvenida. Le pregunté porqué, si él no nos conocía. Yo no entendía nuestro merecimiento. Mi madre pensó y pensó y pensó, pero nada se le ocurrió; y entonces dijo sencillamente, y me lo dijo para el resto de mi vida: —Porque lo hizo de corazón. Mis relaciones con el viejo portugués no eran demasiado buenas; y eso por el lenguaje, nada más que por el lenguaje. Porque de en serio que parecía un viejo muy simpático, bonachón y sencillo. Así que él, aunque chapurreaba el castellano, se trataba con todos con un desaguisado de castizo alunfardado, criollo campero, y su armazón básico de portugués de Lisboa, mientras que yo apenas estaba entrando en los arcanos y templos y surcos de la palabra, de mi propio idioma. Como adivinarán, yo todavía no iba al colegio. Sin embargo, como era despierto, algo sabía leer. Y un día, un día maravilloso— y, lo recuerdo, el sol entraba por la ventana entreabierta, como las luces de la ciencia—, mi padre trajo una caja, una caja misteriosa, llena de enigmas. Y entonces la abrió, la abrió ante mis ojos ansiosos. Sopló el polvo que se había juntado dentro, y, como quien realiza un conjuro, dijo: —Libros. Él me explicó que eran para que supiera leer mejor. Y era una enciclopedia, con libros de bonitas fotos e ilustraciones. Y yo llené mi pobre cabecita de muchos sueños, durante varias semanas, con esas ilustraciones, hasta que mi hermana mayor decidió tomarme por su cuenta: ella me empezó a descifrar esas palabras de los libros. Un día lluvioso, de tormenta, no sé cómo llegamos a la palabra muerte. Y mi hermana se puso seria, grave; y estaba pensando, y la pensaba mucho. —No es nada, Nacho—recuerdo que me dijo—. En realidad no es nada. Pero yo me quedé como con hambre, y la palabra esa merodeaba mi memoria y mi curiosidad y mi conciencia, una y otra vez, y yo le estaba buscando el clima y el norte como en el ambiente de mi propia casa: algo, algo ya debía saber de ella. Así que le insistía a mi hermana; hasta que ella me dijo, respecto a los que se mueren: —Que se van, Nacho, pero no del todo. Y luego de un silencio, me dijo esa frase, esa frase ominosa, tan cargada de su ciencia y de su corazón: —Que algo queda, Nacho, algo queda… Me tuve que conformar con eso, me tuve que conformar con eso. Porque la palabra muerte me andaba buscando, me andaba emboscando el corazón en esos días. Y no sé porqué pensé en ella, en esa palabra, a los pocos días de la explicación de mi hermana; y justamente al ver al viejo portugués. Mi madre, aquella tarde— una tarde gris y ominosa—, le abrió la puerta: el viejo traía su fuente de higos; siempre nos daba higos, y a mí me gustaban mucho… —No se hubiera molestado, Don José. Sin embargo, como siempre, los higos quedaron en casa; y el corazón del portugués, de Don Joao, como intentaba hacerse llamar él pertinazmente, se quedaba así en esa casita, con su fuente de higos, y a la que nosotros dejábamos en la máquina de coser de mi madre. Y ahí yo agarraba los higos, uno tras otro, y casi sin pensarlo. Pero ese día pensé en la palabra, pensé en esa palabra: Muerte. Yo lo vi al viejo, a Don José; le escruté todo ese aspecto que parecía cargar encima. Tenía los ojos cansados, la espalda corva, demasiado agachada, tenía señas como de quien no anda muy bien plantado en este mundo, y el clima de esa palabra, esa palabra que me remordía el alma y el corazón, parecía abrazar a esa figura, como un aura. A los dos días, una tarde gris, y que amenazaba lluvia, mi padre, con gesto serio y grave y aciago, iba y venía del frente, de la otra casa. Yo preguntaba con la mirada, digamos, pero nada me decían. De puro nervio, yo agarraba los higos, los últimos que nos había traído el viejo portugués…, uno tras otro. Hasta que por fin quedó uno solo; pero, por alguna razón, no me animaba, no me animaba a comérmelo… Entonces mi padre entró por última vez a casa, ya cerca de la noche. Él no dijo nada; nadie decía nada. Mi hermana me miraba, parecía querer explicarme algo. Entonces me animé, y, no sé porqué, pregunté cómo estaba el viejo portugués. Mi padre era seco, muy seco. —No está más—me dijo. Le pregunté que adónde se había ido. Mi padre no dijo nada. Pero se suavizó un poco, y dijo: —Se fue de la casa. Yo estaba triste, y entonces pregunté porqué nos había dejado. Y mi padre contestó con esa sequedad; y su respuesta fue como que me quedara también para siempre, y recorriéndome todo el cuerpo: —Porque se murió, Nacho.
La muerte es también, pienso, como el primer amor: todo el resto de las muertes nos las tomamos según cómo venga la primera, la primicia del asunto. Es como una especie de molde. Y entonces otra vez esas palabras: muerte, murió, fallecer… Mi hermana me las había merodeado, en sus lecciones, aunque sin decirme nada especial sobre ellas. Pero yo me acordaba, sin embargo, de eso que me había dicho ella: —Que algo queda, Nacho, algo queda… Y yo no entendía, no terminaba de entender. Así que pensé, pensé y pensé; hasta que entonces me decidí, aunque ya no tenía hambre. Yo fui, entonces, hacia la máquina de coser. Y en la máquina de coser ahí estaba, ahí estaba nomás el último higo… Y también esa voz, esa voz que me sigue soplando en la nuca. Que me acompaña en todos estos años, recordando cómo al fin me comí el higo como si fuera un símbolo; y de cómo lo probaba, de cómo yo me lo metía en el cuerpo como si comiera al fin todas las fuentes de higos que nos había traído de corazón el viejo portugués; y yo con ese sabor, el extraño sabor de aquellas palabras, las que el dolor me iba murmurando mientras comía: —Que algo queda, Nacho, algo queda…
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© Daniel Alejandro Gómez. Nací en Buenos Aires, Argentina, el 11 de Septiembre de 1974; actualmente vivo en Gijón, España. Estudié Análisis de Sistemas y luego Letras, en el Centro de Altos Estudios de Informática de Olivos, Buenos Aires, y en la Universidad de Buenos Aires respectivamente. Me publicaron el libro de relatos Muerte y vida (Ediciones Mis Escritos, Argentina, 2006) y próximamente se editará, por Editorial Abaco de España, el libro de poemas llamado Sobre tiempo, amor y otros poemas. Publiqué cuentos y poemas en antologías impresas, y en periódicos y revistas de Argentina, Colombia, España y Estados Unidos. También escribo Análisis Político Internacional para la revista mexicana Sufragio. Me han editado, por demás, varios libros digitales en prosa y verso, y suelo colaborar con ensayos literarios y políticos, poemas y cuentos en diversos medios electrónicos del ámbito hispano, lusoparlante y en Italia, donde me tradujeron poesía al italiano el escritor argentino Gabriel Impaglione y la escritora italiana Giovanna Mulas. También estudié dibujo. Desde hace un tiempo me dedico a la práctica intensiva del dibujo figurativo con tinta de bolígrafo. Fruto de esta experiencia artística, recientemente se exponen algunos de dichos dibujos en las Galerías Virtuales Con el Arte, donde se exhibieron también muestras de mi poesía, en Xpressarte, en la Galería de la Revista de Arte Iberoaméricano Mecenas, en Arte Visual xxi, de la destacada artista plástica argentina Paola Vergottini, en la Asociación Cultural Ars Creatio de Torrevieja, España y en la Galería de Ediciones Mondo Kronhela. Próximamente en la revista Palabras Diversas en la forma de poema visual. También escribo ensayos musicales para la importante revista española digital de Música clásica y ópera Filomusica y también para Opus Música, que han realizado reportajes a célebres compositores e interpretes de todo el mundo de la llamada música clásica. En 2006 se ha publicado un ensayo filosófico de mi autoría sobre felicidad hedónica y un ensayo de teoría literaria en la revista de filosofía de Argentina Konvergencias del filósofo Daniel López Salort. En la misma revista, próximamente, se publicará un ensayo sobre semiótica literaria. Y también se publicará un ensayo sobre teoría o filosofía del arte en la destacada revista de filosofía Observaciones filosóficas, del doctor Adolfo Vásquez Rocca. |
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