EL LABERINTO A R I A D N A - R C . c om c r e a c i ó n l i t e r a r i a [número treinta edición invierno 2006] m a r z o
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Más
allá del este
(Madrid, 14 de diciembre de 2005) |
© David Lago. Camagüey, Cuba, 1950. Cursó estudios de Literatura Hispanoamericana en la universidad de su ciudad natal. Desde 1982 reside en Madrid, España. Ha publicado en diversas revistas literarias de Estados Unidos como “El Gato Tuerto”, “Linden Line Magazine”, y ha sido antologado en Poesía cubana contemporánea, y Poetas cubanos en España. Ha publicado Lobos, La resaca del absurdo, y Los hilos del tapiz. |
Versos
para las Horas 1 Ya eran las 6 pero cuando miré el cielo brillaban unas estrellas desconocidas. Uno, estaba lejos de amanecer aún; dos, no reconocía las estrellas sencillamente porque veía ese cielo muy de tarde en tarde. No que hubiese amanecido en otra dimensión. Oh, Dios, que con una brasa de fuego... Tú que tienes que ver con las albas y los ocasos, quítame de la cabeza tantas tonterías; prepara mi café, o mejor, fabrica polvo para que yo prepare mi café. Procura que el mes próximo pueda vivir decentemente. En fin, la madrugada tiene esos efectos sobre las personas de mi edad: ¿se han fijado en la televisión: cuando está a punto de ser una hora estelar, pero no ha llegado, y rellenan los minutos con un documental mudo sobre desfiladeros y gargantas, sobre playas, sobre manglares infinitos? Es lo mismo. Ya está a punto de empezar la mañana y yo pierdo mi tiempo con este largo introito. 2 Tú otra vez. En los huecos entre un pensamiento razonable y otro, tú otra vez. Como el lecho del océano, como lo que está detrás de todo. Tú y tu cuerpo. La vida nunca me librará de desearte. Viejito y casi ciego, o casi sin dientes o sin saber qué digo ni quién soy, siempre, siempre, siempre. No me voy a curar, no me quiero curar. ¿Qué fue lo que dijeron esta noche? ¿Cuál fue la nueva ley? Yo sé cuál es la mía. Nadie contó conmigo para hacerla, pero fue genial. Salió una cosa portentosa. Tú otra vez, vicio, vergüenza mía. Aroma de todas las madrugadas, fragata que cruza por el mar, bólido que ralla el cielo de la noche. Flor mía, mi flor blanca y rosa y oscura. Seda que se aprieta a mi pecho. Piel que de pegarse tanto se vuelve mi piel. Tú otra vez. La felicidad y el tiempo y el horror son repetir lo mismo: por debajo del mar, por debajo de las cordilleras, entre una historia y la siguiente, entre un grupo que llega y otro que se va. Siempre lo mismo.
Si lo que vas a decir es demasiado importante, más vale que te quedes junto a la casa, para cuando pase el grupo de muchachos tengas algo cuerdo. Cada vez que escribes sale el cuento del callejón húmedo y las canciones entre el verdor de la mañana. ¿Sabes una cosa? Estoy harto. No me lo querían creer, hasta que me decidí a pensar mi vida otra vez, como si se pudiera volver a comenzar. Reformarme ¿sabes? Obtener un título, portarme bien, hacer una familia con nietos y batidos de zapote. Decir que sí. Borrar todo. Como si la vida —y el amor, y el deseo— “se escogieran en un escaparate” (creo que eso es un verso de Lezama). El sol en tan glorioso y el cielo tan azul, y yo puedo verlo tan claro, y lo principal: decirlo tan claro, que todo no puede estar solamente ahí. Deben de haber hecho alguna trampa, algún pasadizo, algo que es mejor no comentar. Reconozco que las personas como yo pierden mucho tiempo en estas consideraciones, por eso entendería perfectamente que no siguiera usted leyendo. Lo advierto para que todos nos sintamos cómodos. 4 No se iba. Esta contra aquella mesa y resbalaba por encima de las revistas amontonadas y los libros a medio leer, pero seguía en su sitio. Para que la luz estalle y nos despertemos de una buena vez, hacen falta algo más que intenciones o recuerdos, que es igual. Bajo el naranjal, la mesa de la familia desplegaba sus platos de congrí, su ensalada, sus fuentes de masas de lechón. Para que los perros no estén ajorando todo el tiempo, sírvanle a un lado, un plato chiquito a cada uno (total, son dos). Cuando dejó de llover, los vecinos prendieron bien alto su equipo de música y el reguetón inundó la noche. No sé, no puedo regresar: he andado demasiado lejos y a cada momento me detengo para mirar algo que llama la atención. ¿De qué vale recostar la cabeza contra el respaldo del balance? ¿Descansar? ¿Qué me ha cansado? La alegría es, precisamente, nunca detenerse. 5 Malinar de sabala. Trípodes en faras, asediar como plasas: si conseré, nanivarán darimala. ¿Mástelo tú? 6 Habían salido las muchachas y quedó
en casa la mayor, que parecía una especie de monumento a lo callado.
Ni siquiera quiso asomarse a la ventana: para matar el tiempo, cortaba
limones y los exprimía dondequiera que hubiese una mancha: la
taza del baño, la ducha, el lavabo, el fregadero, las mesetas
de la cocina. Había oído decir que si le daban tiempo,
el jugo de limón se comía todas esas manchas. Luego se
asomó a la puerta del fondo: en el patio crecían siete
matas de papaya: ¿comerían de ellas? Ya estaban florecidas,
a ver, si las flores salen junto al tronco es hembra, si salen en racimo
es macho. Comerían papaya. Las cinco y media apenas: miró
al cielo que ya empezaba a ponerse de ese color extraño azul-naranja
que no llega a ser lila. Ni siquiera pensó que quizá ya
había pasado mucho tiempo. Sin formularlo, supo era una superchería
más. Tuvo un acceso de risa que reprimió como si estuvieran
vigilándola para gritarle loca. 7 Reflejar como el espejo refleja. O pretender que el universo es un teatro de títeres que muevo con los dedos. Que todo será si quiero yo, o si no quiero. Que depende de mí. Y en el otro extremo, que soy hojita al viento. Siempre igual: un borde o el otro. Fajarse contra los ciclones o creer que los autos siguen su camino porque el perro ladra. Pensar que tengo lo que merezco. O que me han arrancado todo. ¿No es mejor mirar cómo se mueve el sol, cómo vuelan las aves, cómo florecen los mangos y después dan su fruto? ¡Oh Dios, es demasiada responsabilidad! Tratar de saber, o por lo menos afirmar que sé algo que nadie sabe. Estar obligado a decir que sé algo que no sé. Porque un hombre vale y sirve según lo que diga que sabe o siente o cree. Los muchachos se juntaron junto al tronco del mango y el más delgado se trepó y cogió las frutas. A medida que las quitaba las iba pelando y las mordía: el jugo amarillo resbalaba por las comisuras, todo era diferente, la casa de tejas tan lejana, el barrio desde arriba, los patios de los otros, el aire suave que le abría la camisa. Todo era diferente.
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© Antonio Desquirón Oliva. Santiago de Cuba. Cuba.12 de octubre de 1946. Dirección postal: Calle Martí 4. Poblado de Cuabitas, Santiago de Cuba, 90500. Cuba. e-mail desquiron@yahoo.com Ocupación civil Especialista de Proyectos Culturales. Fundación Caguayo para las Artes Monumentales y Aplicadas. Miembro Consejo de Redacción Revista SiC. Crítico de arte de www.cultstgo.cult.cu Ocupación literaria. Poeta, crítico de arte. Títulos publicados: El jugador, Caserón, 1991. El aceite y el vinagre, Renacimiento, 1995. Cuaderno de año y medio, Timbalitos, 1999. El lado humeante, Timbalitos, 2000. Vida del sábado, Ed. Santiago, 2001. Cómo criar un perro, Ed. UNION, 2003. Premios. Premio Heredia, 1993. (El aceite y el vinagre) Mención Premio Heredia, 2005. (Milagro frente al televisor) Premio de Crítica artística 2005. Provincia Santiago de Cuba. Pertenece a la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; es Presidente del consejo asesor. del Consejo Artes Plásticas de su ciudad. Habita y trabaja en la isla de Cuba. Actualmente publica poesía en varios órganos literarios y editoriales de varios países. |
La
Solicitada (de El Ocaso del Ave María)
El católico podrá:
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© Jaime Fariña Morales. “Jefe de finanzas de la gobernación provincial de Arica-Chile. Contador auditor. 43 años, casado, una hija. Empleado público. Evangélico. Un don nadie. Que la Santísima Trinidad les bendiga. Gracias” Nota del Autor. |
Un
gran país – Septenario
Vivo en un país tan grande que todo queda
lejos: Tan extenso es mi país
Del libro: Moradas Mariposas, Ed. Abril y UNEAC. SEPTENARIO
Cómo no amarlo esta noche de álgida
tormenta. Cómo no amarlo este martes de malas noticias: Cómo no amarlo este aburrido miércoles Cómo no amarlo este jueves o aquel viernes
Del libro: Nostalgia de Vida, Ed. Unión y UNEAC. La Habana Cuba, mayo 2005
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© Lina Zerón: Nacida en ciudad de México, 1959. Licenciada en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México. Colaboradora de la sección cultural en diversos medios de comunicación, como el periódico El Financiero, Arena del Excelsior y Suplemento de La Jornada en México. El Bolígrafo, en España y Vericuetos en París. Fue galardonada con la presea “La mujer del año 2002” en su municipio de residencia, Tlalnepantla, por su trayectoria poética y su actividad cultural. Y la Presea “Guerrero Águila” por la Coalición de oradores de México, por su trayectoria poética, junio 2005. Directora y Editora de Linajes Editores. Su poesía ha sido traducida a diversos
idiomas. Ha publicado entre otros: Nostalgia de Vida. 2005. Un cielo
crece en el fondo de tus ojos. 2004. Vino Rojo. 2003. Vino Rojo. 2003.
Moradas Mariposas. 2002. Amoradas Borboletas. 2002. La spirale du Feu
(La Espiral del Fuego) 2000. Rosas Negras para un Ataúd sin Cuerpo,
poemas. 2000. Blau /Azul poemas, 2001. Fuga de silencio /Leise Flucht,
poemas. 2001. Mezcla de piel/Zweierlei Aut, poemas. 2001. Luna en Abril
(Poemas). 1997. Luna en Abril Sueños (Prosa poética).
1999. Posdata para Ana. Novela. 2003. |
Siete poemas para pedir perdón
I
dejame que te diga que te quiero dejame que me olvide de todo
me enamoré de alguienque no se te parecía para poder recordarte en sus diferencias
II
ahora que el amor no dura más de un día ahora que nuestros vientres se llaman a encontrarse y repiten sus seudónimos en el silencio que los separa ahora que no somos más que despedidas sombras dolores lágrimas ahora amor mío ahora confesemos que somos una
III
cerraremos los ojos y encontraremos innecesario rechazarnos otra vez
IV
estás intentando que te perdone tu sonrisa perdura en mi memoria será difícil que te olvide con los relámpagos cerrando en silencio una noche casi obscura
V
seguimos hablando de lo mismo seguimos distinguiéndonos por no distinguirnos
puedo soportar el diluvio entre veinte y treinta días pero deberías prometerme que al final de todo me perdonarás
VI
nos trasladaremos de inmediato de todo lo que dijiste algo me hizo reaccionar
es toda una proeza que no nos hayamos separado es raro que sigamos unidas
VII
entre todo lo que hicimos lo último esto último es lo que no tiene perdón
perdón de quien? de nosotras mi amor de nosotras
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© Ariadna Pérez Ramírez . Tengo 16 años y soy argentina. Empecé a escribir hace algunos años y mi sueño siempre fue escribir y vivir de eso. Me encanta la literatura y me gustaría que se conozca lo que escribo. |
Antropofagia
Denle algo por favor denle algo que allá va denle algo que allá espera la mujer que vaga la de la cadenilla la del canino hambriento ese canino que acaso somos todos.
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© John Álex Cuéllar Irribarren. [Huánuco (Perú), 1979]. Licenciado en Lengua y Literatura, egresado de la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Segundo premio en los “II Juegos Florales Valdizanos 2000”, en el género Poesía, convocado por la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Primer premio en el “II Premio de Cuento Ciudad de Huánuco 2001”, convocado por la Empresa Periodística Perú. Sus textos han venido apareciendo en revistas literarias de circulación local como Enconjunto , Kactus & El Monte Parnaso , Desafíos , Caballo de fuego , entre otros. Ha publicado Narrativa joven en Huánuco (2005). |
Al fin el cielo se acordó de nosotros
Al fin el cielo se acordó de nosotros,
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© Luali Leshan. Poeta de la Generación de la Amistad saharaui creada en Madrid en Julio de 2005. Nacido en el Sáhara Occidental en 1971, es licenciado en Filología Hispánica y ha aparecido en antologías poéticas contemporánea, como “Bubisher” de Mª Jesús Alvarado, y en el monográfico de Ariadna: “La memoria en la cultura saharaui”. /www.ariadna-rc.com/numero25/sahara/sahara.htm
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Sexo frente a una ventana y buganvillas moradas Sexo frente a una ventana y buganvillas moradas. Nada queda dicho en este Mediterráneo Las tradiciones santas perviven Llueve en la ribera sur de noviembre.
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La guardia Te podría decir que entre la piedra sucia
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Sector Nueve: el de la calma
Camino. El sol camina conmigo entre sombras, Mi sol me mira desde sus alturas derramadas de espuma, Yo camino. Tus pasos son tan míos, y caminas igual que las nubes. Caminas y el mundo se pone blanco, se pone claro. Caminas y cambias, igual que las nubes: Yo vengo de las sombras. Yo de la luz me escondo. Camino. El viento hace remolinos con el polvo Se detiene el enjambre tuyo, tu voz, tu irte de pronto. Los árboles anidan el día que eres, el cielo que guardas, Camino. Voy con tu harina y con mi sombra sin término: Nada ahoga, nada sepulta el tacto con el que armas las estelas. Camino. Corro por tus calles sin conocer tus direcciones. Eres espuma y continente. Tienes mar y polvo en el cuerpo. Camino. Tus silencios son tan pocos, y se parecen tanto al viento. El viento aletea hacia ti desplegando sus hélices de vidrio. Las tardes de tus cielos y el polvo de tus suelos Camino. Voy por ti o hacia ti; la dirección no importa. Camino. Voy por calles que conozco sólo en las tardes, Voy por un camino que no es mío y, sin embargo, camino. Y se detiene todo, incluso la calma.
Distante, distante... Tus ojos vespertinos guardan los vuelos salvajes de las aves. Hay voces de pájaros en tus ojos. Tienes tantas tardes en la mirada... Tus ojos tienen algo de canto y de vuelo. Las miradas de tus ojos tienen la pintura de las olas. Cuando es de noche pienso en ti. Me acuerdo... No sé por qué prefiero no tenerte tan cerca. Quizá sea que acortar la distancia es imposible.
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Dos poemas LLANTOS Hoy he oído gritar al campo Era detrás de las encinas: DIFICULTAD Ser un asesino en serie
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5 Microrrelatos
1. Había colgado espejos pequeños en los árboles para que se mirasen los pájaros.
2. Me eran indiferentes las flores —esas malvas voraces— que abrían la boca para ladrar a mi paso; no les di jamás mi dedo a morder.
3. El sol ha inundado la estancia de naranjas. De las alfombras se han desprendido los pájaros; mientras revolotean, los muebles reflejan sus bellas alas que espantan la muerte.
4. Las llaves de la verja de la luna se estremecen en tu cinturón como peces plateados.
5. Noche, con el hocico húmedo, avanza entre los árboles y cruza los campos con sus acequias y sus juncos. En el desván de la vieja casa brilla una luz ambarina. Es una alcoba con ventanas rotas. Tres hermosos fuegos arden sobre el amplio lecho que, con cadenas, queda suspendido en el centro de la alcoba. Una mano experta con guante negro y anillo los toma con delicadeza y los planta en una maceta cubierta de telarañas. Una pequeña tigresa a rayas negras, que se escondía detrás de una vasija, sale por la puerta entornada; se detiene a mirar la luna por un momento y con paso vacilante desaparece entre la hierba crecida del jardín. Calza grandes violetas amarillas. Pero volverá mañana al atardecer. Pasará todo el día en el vagón del tren que la conduce a su jaula y después en la gélida e inmensa pista, a la hora de la función, añorará la caricia de la mano enfundada en el guante negro. Volverá de nuevo mañana al atardecer, nostálgica, sumisa a las órdenes de la mano del guante, para encender los fuegos sobre el amplio lecho. Textos extraídos
del libro del escritor griego Epaminondas Gonatás "I cripti
[La cripta] (1991)" editado por Stigmi (Primera Edición
1959) y traducidos al castellano por Eva Ruiz Molina. El libro contiene
47 microrrelatos y se divide en dos partes: «Anascafí»
[Excavación] y «Afiyímata» [Narraciones]
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© Traducción de Eva Ruíz Molina. La traducción de los textos del escritor griego Epaminondas Gonatás, ha sido realizada por la traductora Eva Ruiz Molina, la cual es co-autora también de la traducción de “Un melodrama (0 casi)” de María Efstaciadi, |
Si
bebes no biles
Yo creo que lo que pasa es que no quería
nada conmigo. Sí, eso es, no quería nada conmigo. Pero,
claro, ellas siempre se inventan excusas. Cualquier cosa con tal de
no decirte las cosas a la cara. Y que conste que yo no soy un misogínio,
o como se diga, pero, vamos, decirme que yo iba borracho.........sí,
borracho iba a ir yo......yo, precisamente, que no me emborracho nunca.
Y, total, por beber ocho daiquiris, o quizá fueran nueve, no
recuerdo muy bien, y otros tantos mojitos y caipiriñas. Digo
yo que con eso no se emborracha nadie. Yo, al menos, necesito algo más.
Pues, como os decía, cuando le pido que baile conmigo, va y me
sale con que si yo llevaba una tajada de campeonato, y con que si además
aquello no era un bolero de Luis Miguel, como yo sostenía, sino
el himno del Perú.......cómo si fuera lo mismo una cosa
que la otra.......cómo si uno no supiera lo que es y lo que no
es un bolero, y lo que es y lo que no es un himno......ni que fuera
uno tonto...... un himno decía que era........ y que lo que había
que hacer era comportarse respetuosamente. Y, para rematar, va y me
suelta que aunque yo hubiera estado sobrio y aquello hubiera sido música
de baile, a pesar de todo, digo, ella no hubiera querido bailar conmigo
ya que ella era el arzobispo de Lima, y que lo que yo tenía por
un precioso traje de noche rojo no era sino su casulla episcopal. El
arzobispo de Lima.........ni más ni menos que el arzobispo Lima.......
¿os lo podéis creer?.
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© Juan Alberto Campoy |
El
muchacho que siempre estaba equivocado
La señora lo miró, tocándose la frente. Sonrió, se disculpó y siguió su camino, todavía tratando se hacer memoria; quizás, más tarde, cuando llegara a su casa, atomizara a su flacucho esposo con esa duda que parecía preocuparla demasiado. Por lo menos el número de calle debe de estar bien, pensó Julio, siguiendo su camino. Llegaría tarde a otra entrevista de trabajo. Nada que no le haya pasado antes. No tenía caso seguir perdiendo el tiempo: llamaría desde un teléfono público para solicitar que le pasaran la dirección nuevamente porque había perdido su agenda, sí... eso era creíble, ¿no? Esperó que lo fuera; de eso dependía su oportunidad de conseguir su primer trabajo como administrativo en una importante empresa de seguros. Con cada persona a quien le contaba sobre esos errores era lo mismo: decían que no podía ser un adolescente tan descuidado con la información, tan irresponsable en sus actos, con tan poca memoria para las cosas importantes en la vida, y todos esos sermones que un muchacho de dieciocho años está harto de escuchar, inclusive a sus espaldas. Como lo acontecido esa mañana, pero, al parecer, con mejor suerte, fue lo que le tocó vivir tres semanas después, ya empleado en la susodicha empresa, ya sentado en el (futuro, porque todavía no era) aburrido y sucio escritorio típico, en compañía de los típicos empleados conformistas del sector privado de nuestro país. No necesito más descripción acerca de esta especie tan identificada por todos, y que en cautiverio es más agresiva que en estado salvaje. Ese mismísimo día, Julio se encontraba cumpliendo con sus tareas correspondientes cuando de repente uno de sus superiores, mejor dicho, un empleado como él pero con más antigüedad, llamado Juan, al que, entre otras cosas, se le encomendó la tarea de vigilarlo, le llamó la atención. Su semblante evidenciaba una perfecta mezcla de irritación y de susto, aunque trataba de disimularlo desviando la atención hacia otras conversaciones adyacentes. –Escuchame, viejo, eh... No sé que hiciste con las planillas que tenías que mandar ayer al tipo. ¿Qué pasó? Mirá que hay plazos que respetar y no se puede andar embromando con un cliente así. Yo sé que sos nuevo... todo lo que quieras, pero hay que cerrar los libros ese día y chau; si no quedó eso pronto... –continuó diciendo Juan, y Julio dejó de oírlo para ponerse a pensar qué había pasado. Estaba convencido de haber mandado esos balances. Otra vez. Era imposible. Había visto el cuadro de verificación y salvo que la dirección de correo haya estado equivocada o –se sentó derecho en la silla– el tenga un pequeño problema con las direcciones, es algo muy extraño que siga persistiendo esa inseguridad acerca de lo que hizo y lo que dejó de hacer. Tenía que haber una manera de probar que él estaba en lo cierto y que el resto del mundo se equivocaba... o viceversa. Debía experimentar, llevando a cabo pruebas que demostraran, mediante simple y pura lógica (si era esto lo que él pensaba que era), que su vida no estaba determinada por un universo más allá de su comprensión, como por ejemplo: los fenómenos paranormales; todos temas que para Julio eran puras supercherías. No creería jamás en tales cosas, y aunque no negaba a Dios, y su familia era creyente, no había aún depositado su fe en ninguna iglesia. Si existían cosas tales como el destino o el azar, a él más que a nadie le resultaría provechoso investigar y averiguar la verdad, bueno... su verdad, ya que le habían dicho que no hay verdades absolutas, pero, en fin... Empezaría a someterse a pruebas en ese instante. Caminó hacia la parada de ómnibus que había en la esquina. Se tomaría el ciento veintiuno con destino a Pocitos. Este hecho a primera vista tan trivial y cotidiano ya era en sí un gran paso en su búsqueda. Bastaría que el coche desviase un ápice su rumbo, que tomase por otra calle para cambiar el recorrido y quizás el destino de todos los pasajeros. Subió luego de dejar pasar a demasiada gente; no había nada peor que un coche lleno en un día pesado. No había dónde sentarse. Todo va bien, pensó Julio. Todo iba bien hasta que dio vuelta allí en vez de seguir de largo. Julio se sobresaltó. –¡Ah! Están de obra –le dijo, poco menos que suspirando, a un tipo a su derecha. El hombre sonrió fugazmente y volvió la mirada a su teléfono celular. Pensaría que todavía hoy los jóvenes del interior del país se maravillan fácilmente al viajar por las calles capitalinas. Pero algo andaba mal. El ómnibus
siguió haciendo un recorrido que no era el acostumbrado; más
bien parecía el recorrido del ciento cuarenta y dos... ¡es
el ciento cuarenta y dos! –¡Mierda! Permiso, permiso –dijo
Julio, y trató de descender a los empujones, mientras preguntaba
en qué ómnibus viajaba. El guarda le confirmó la
sospecha, y se disculpó por no haber cambiado el letrero giratorio.. No era su culpa. El guarda se había equivocado, como tantas otras veces lo habría hecho antes y lo haría después. Maldiciendo para sus adentros, al no poder contar este experimento como válido, decidió caminar a casa. Parecía que la noción de tiempo y espacio ya no le importaba mucho. ¿Qué podía hacer ahora? Tenía ganas de encerrarse en su dormitorio y no salir nunca más, pero sabía que tenía que hacer algo para encontrar el significado de todo aquello que le había acarreado problemas en la vida. Luego de su última clase en la facultad, a la que había comenzado a asistir a regañadientes, a principios de este año, salió apresurado hacia su casa en compañía de dos amigos. Quería contarles de su presentimiento sobre algo raro. –¿Saben qué?–¿Qué?
–dijo Osvaldo. Lo miraron sonriendo. No podían creer, por supuesto. –Dejate de joder. Como era de esperar, los muchachos no le hicieron mayor caso y dejaron el asunto olvidado. Otra batalla perdida por su insignificancia y condescendencia para con el mundo exterior. Bueno, otro día cambiaría, hoy no. ¿Cambiar el mundo? ¿Un mocoso de dieciocho años? ¿En una sociedad que no te presta la debida atención? ¿En un mundo exterior que tiende a mantener el statu quo? ¡Ja!, me gustaría vivir lo suficiente para ver qué logran cambiar todos los adolescentes de aquí a la eternidad. Por favor. A pesar de todo Julio no se rindió; siguió con la idea fija en la cabeza. Se estaba volviendo una obsesión. Tenía que seguir apegado a la disciplina de sus dos viejos amigos inseparables: ensayo y error. ¿Con qué probar ahora? Hay tantas cosas buenas, malas, lindas, feas, inofensivas, peligrosas en el mundo exterior que... de repente levantó la vista y vio a una chica demasiado hermosa para verla directamente a los ojos; no había peligro de que eso ocurriera ya que pasaría inadvertido, como de costumbre con todas ellas. Tenía algo que le hizo recordar a otra chica, a una niña, en realidad... allá lejos, en los tiernos años escolares. Podía ser que fueran la misma persona, ¿por qué no? Deseó que lo fuera. Tenía que ser. La presunta chica de sus sueños dobló, a último momento, en dirección a él. No podía ser. Sí, es ella. Se llamaba Andrea. Es hermosa y sólo por eso se debe llamar Andrea. Se acuerda de mí y me va a saludar. Andrea tanto, no me acuerdo del apellido, cómo lo pude olvidar y ser tan desalmado con alguien así, pensó Julio. Estaba cerca; a cuatro metros, a veinte baldosas de distancia. Más cerca aún; tres metros, a quince baldosas. Dos metros, a diez baldosas; la miraba y ella seguía mirando el suelo. –Hola –dijo Julio, haciéndose
el galán–, ¿me dirías la hora? Los amigos le fallaron, pero no del todo. Ensayo y error no han sido tan malos esta vez. Sólo que le dieron falsas esperanzas. Fue como un acierto a medias, y eso significa que esta vez no estaba tan equivocado. Era un progreso y se sentía feliz, a pesar de todo. Siguió caminando lo más campante, como si nada. Tarde o temprano resolvería todo; estaba seguro de eso. Y si no, tenía ganas de matar a alguien, a veces, solamente cuando estaba muy pero muy frustrado y la furia era incontenible a tal punto que quería agarrase a las trompadas con quien fuera... pero el sabía que no estaba tan loco y no era tan valiente para hacer eso. ¿Algún día se probaría a sí mismo sin más armas que su carácter? Lo veía difícil. Manos a la obra. Julio apuró el paso hacia al supermercado no sólo para comprar algo de cenar, como podrán adivinar. Las puertas automáticas se abrieron de par en par y entró decidido, plantando un pie primero en la alfombra y luego el otro, casi como una entrada triunfal de un monarca que vuelve de las cruzadas dispuesto a desafiar la insurrección de su corte. A través de las góndolas miraba buscando ese producto tan codiciado por estar de oferta por tiempo limitado. Bien, qué tal estas latas de arvejas, de salchichas vienesas y unos huevos para empezar a tener una discusión que valga la pena, pensó Julio. Se agachó cerciorándose del precio que estaba en la etiqueta. Ahora bien, el precio del cartel era otro, ¿no? Obvio, estaba tachado el precio viejo; tenía todas las de ganar. Si era preciso armaría un escándalo, pero no tan grande como para llamar la atención de los guardias de seguridad. Sin más demora se dirigió a una caja, no sin antes pasar por el aparato que lee el código de barras en los productos. Miró para todos lados asegurándose que nadie estaba detrás suyo. Bip. Bien... precio rebajado por la proximidad de las festividades. A ver... No tuvo mucho tiempo de sacarse los pocos nervios que tenía en la cola de espera porque ya era su turno de abonar, o de echarse atrás y marcharse con otra derrota en su haber. No quería eso, no, señor. No puedo equivocarme esta vez; los números me respaldan. Los dígitos iban apareciendo en la pantalla y.... –¡No! La cajera se llevó un susto que hizo enderezar su mala postura. –¿Te pasa algo? Las dos cajeras linderas pero no lindas levantaron la vista. –No, está de oferta. Lo
verifiqué en el lector óptico. Si... Era cierto. La maldita letra chica
nunca la leía, jamás. Cosas que pasan, qué se le
va a hacer. Si se tratase de un contrato importante, bueno... todavía...,
pero el cartel colgado del techo del supermercado. Lo hacían
adrede, los hijos de p... Este era el tercer experimento, y se empezó a preguntar si siempre sería lo mismo, si siempre sería culpa de él (esta vez no pudo argüir nada; lo cortaron en seco) y su negligencia hacia la sociedad. El gerente del local quizás no estaba de acuerdo con los etiquetadores y, a su vez estos no estaban en conocimiento del mal funcionamiento de los lectores automáticos que había en cada góndola. ¡Mierda! Y las cajeras, quién sabe de qué lado están. Estaba lejos de resignarse. Perdería todas las batallas, pero no la guerra; y de más está decir que Julio sabía que la guerra duraba lo que duraba la vida. ¿Ganaría la última batalla antes de fenecer? La vida es tan injusta que hasta da vergüenza andar recalcándoselo a la gente todo el tiempo. ¿Su vida cambiaría en la edad adulta y luego en la vejez? Nadie lo ha podido ver con tanta perspectiva porque tendría que estar muerto, darse cuenta de ello y poder hacer un resumen de su vida terrenal desde el otro lado. Fantasías. Meras divagaciones para ocupar mejor nuestro tiempo en este mundo. Esa era la única verdad en que pensaba Julio, mientras caminaba por la vereda con una bolsa en cada mano. Tres o cuatro etapas en la vida, y la quinta ya sabía que es la única segura. En la esquina, había un viejito mendigando. Su cara apenas asomaba entre la pelambre sucia y larga. Las personas ni lo miraban al pasar, parecían que él no estaba allí siquiera. Julio lo rozó con el lado izquierdo
del cuerpo, y el anciano lo siguió con la cabeza y le dijo: –Yo
también fui joven una vez. |
© Bruno Salvo |
Nubes
de leche por
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© Antonio Polo. San Fernando (Cádiz) 1957. Ha publicado distintos trabajos: "Quince líneas" Ed. Tusquets, "Lavapiés" Ed. Ópera Prima; “La vida en Hermeneuta” Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias :"Cuadernos del matemático", “Luces y Sombras”, “Arena y Cal”, etc. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II 2001, 2º Premio Villa de Pasaia 2000, Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro entre dos mundos 2000, Premio de Narrativa Géminis, Villa Constitución de Argentina, Finalista en el Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, 2º Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Finalista en el Premio Constantí de Relatos de Viajes 2004, Finalista en el Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005. |
El Ultra
Debo admitir que, hasta que me ocurrió lo que me ocurrió, en mi vida había oído hablar ni del tal Fausto, ni del tal Goethe ni de nada por el estilo. Todo lo más, había visto en el cine un par de comedias norteamericanas que versaban acerca de un asunto parecido pero que, indefectiblemente, encerraban una moralina que, doy fe, en nada se asemeja a la vida real -y ello exclusivamente en el supuesto de que la mía lo sea, que muchas veces pienso si todo esto no será más que un sueño del que despertaré de un momento a otro-. La única diferencia existente entre lo que les sucedió a ellos y lo que me ha sucedido a mí es que yo no estoy seguro de si fue Mefistófeles, un ángel, el espíritu de algún antepasado o un extraterrestre extraviado, quien me puso en la tesitura de llegar a vender mi alma o, mejor dicho, de conformarme o no. No soy ninguna lumbrera y nunca lo he sido pero, desde hace unos años, ya retirado de la vida pública, además de intentar formarme intelectualmente, no he hecho otra cosa que darle vueltas a lo que me ocurrió, devorando cuantas lecturas tocantes al asunto han caído en mis manos, aún cuando he de confesar que las mismas tanto me han confundido como aburrido, al punto de que mucho me temo que ni siquiera sería capaz de resumir las mismas con algún rigor. En general, mi vida se reduce a pensar acerca de aquello, además de a comer y dormir. La mía no era una vida en absoluto especial: desempeñaba toda suerte de trabajos de mierda relacionados con la mecánica, tenía una niña de dos años, llorona y consentida, a la que prácticamente educaban mis suegros, y estaba casado con una mujer que engordó progresivamente después de nuestra boda hasta amenazar con adquirir la consistencia de una mesa camilla. En realidad, mi vida era el fútbol o, mejor dicho, mi club de fútbol, al que denominar como el equipo de mis amores me resulta exiguo y mezquino. En cualquier caso, y como quiera que su nombre es lo de menos, lo llamaremos azul, y llamaremos rojo a su club antagonista y enemigo irreconciliable. Tengo treinta y seis años, luego ya no puedo considerarme ningún chiquillo. Jugar al fútbol es algo que desde siempre me ha apasionado, pero la verdad es que jamás llegué a integrar ni tan siquiera el equipo de fútbol de mi colegio. Carecía de la potencia, la técnica y el instinto necesarios para llegar a ser un buen jugador. A menudo tenía que conformarme con formar parte de la masa informe que daba en denominarse defensa o, adherido a los postes de la portería del equipo contrario -e inaplicable como lo era en los recreos la regla del fuera de juego-, acostumbraba a encarnar lo que solía llamarse un “chupa goles”, cuya misión no era otra que la de intentar finalizar la internada de algún compañero, limitándome a empujar la pelota en el momento preciso y final que preludiaba el gol, sin que a tal acción cupiera atribuir la menor pizca de gloria. Pero mi escasa destreza no era óbice para ser considerado portavoz oficial y defensor a ultranza del azul cada lunes en la obra cuando, a primera hora, los seguidores del azul y del rojo nos enfrascábamos en agrias discusiones relativas a los resultados que nuestros equipos habían cosechado el domingo. Mi padre, aunque seguramente menos aguerrido -que no menos apasionado- que yo, me llevaba cada domingo al estadio del azul para ver, ora un partido de nuestro primer equipo, ora un partido del equipo filial. Incluso nos desplazamos fuera de nuestra ciudad en alguna ocasión para animar a nuestro equipo en campo contrario. El azul fue desde siempre una religión en mi casa: nada allí le era ajeno y cuanto extraño o incompatible pudiera llegar a resultarle merecía todo el descrédito que éramos capaces de patentizar de antemano. La vida se transformaba en función de la marcha del azul, por eso, aún cuando esa misma vida me iba poniendo zancadillas de toda índole a cada paso, creo que mi existencia resultaba mucho más llevadera que la de cuantos eran incapaces de sentir lo que yo sentía por el azul. Con el tiempo, el rango de seguidor comenzó a antojárseme un atributo insuficiente y, después de grabarme distintos tatuajes relativos a su escudo, simbología o leyenda, ingresé en la nómina de los denominados “ultras” del equipo, tardos a dejar de animarle en cualquier circunstancia y prontos a liarse a puñetazos, patadas y navajazos con los “ultras” del equipo rojo. Fue sin ir más lejos después de un “derby” en el que les metimos tres roscos a los del rojo y unas cuantas manos de hostias a cuanto seguidor bermellón nos cruzamos en los aledaños del estadio, cuando tuvo lugar el infausto momento en que conocí a la Rosi y, tras ingerir toda suerte del alcohol y pastillas, la eché un polvo monumental que trajo al mundo a Rosita, la princesita de la casa de mis suegros, y me deparó a mí la ruina de un matrimonio precipitado y nefasto. Tenía veintiún años y mi vida desde aquél entonces -y al margen de mi amor por el azul- puede ser resumida con tanta sencillez como solvencia; de lunes a viernes madrugaba y trabajaba hasta la noche, el sábado comía en casa de mis suegros, donde pasaba la tarde, y el domingo me iba a comer con los colegas del fútbol y luego al partido. Así, año tras año, hasta que transcurrieron ocho, dejando por el camino un divorcio, media docena de despidos y un par de detenciones que ensalzaron mi trayectoria como seguidor del azul. Todo cambió un día en que, después de que me echaran del enésimo trabajo por liarme a guantazos con un idiota que se atrevió a bromear acerca de la dudosa virilidad de nuestro interior zurdo, me agarré una borrachera impresionante que dio con mis huesos en un banco del parque que hay al lado de la casa de mis padres, que me acogían desde que la puta de la Rosi me abandonó. Esa noche -todavía continúo sin tenerlo demasiado claro- o bien mantuve o bien creí mantener una conversación con un tipo cuya fisonomía no soy capaz de reproducir, que apareció de repente, saliendo de la nada, y que vino a decirme que, si quería, podía convertirme en un as del fútbol como jamás vieron los tiempos, sin tener que hacer otra cosa que limitarme a obedecer cuanto me fuera revelado a cada momento. Recuerdo -o al menos recuerdo haberlo soñado- que le contesté que eso era una gilipollez, que ya contaba con treinta y un años, que ya de pequeño era un paquete que jugaba o de defensa o de “chupa goles” y que me dejara en paz. Él insistió, preguntándome si acaso nunca me había soñado a mí mismo jugando una final en el estadio del rojo, metiendo el gol de la victoria en el último minuto y pegando un corte de mangas elocuente a sus seguidores más radicales. Yo le mandé -o soñé hacerlo- a tomar por el culo, pero él, antes de desaparecer -o de que yo soñara su desaparición- dijo -o soñé que lo hizo- algo así como que yo no tenía más que limitarme a obedecer, siempre y en todo caso, a lo que me dijera la voz que había de explicarme lo más oportuno en cada momento. Un pequeño inciso, no por fugaz menos imprescindible, para sincerarme y apelar a la franqueza de todos aquellos que no sientan el menor interés por averiguar cómo concluye esta historia. ¿Quién no ha soñado o no ha deseado alguna vez en su vida que llegase a sucederle algo así? ¿Quién no ha soñado jamás con poder ordenar el destino a su antojo? ¿Cómo renegar de un sueño que, a mayor abundamiento, no exigía la entrega del alma ni de ni de nada parecido a cambio? ¿Quién no ha soñado jamás con meter el gol más importante de su vida y de la historia de su equipo, en el campo del equipo contrario y en el último minuto? ¿Quién, con no pegar un corte de mangas al enemigo? A la mañana siguiente, cuando amanecí resacoso en el banco de aquel parque, percibí claramente una voz que desde dentro, desde fuera o desde donde demonios fuera que se dirigiese a mí, me explicaba que aquél día no debía hacer otra cosa que irme a mi casa a descansar, porque al día siguiente debería encontrarme fresco y descansado para ir al estadio del azul a ofrecerme al equipo de mis amores. Más aturdido por el veneno ingerido que por el origen de aquella extraña y tercera persona que se dirigió a mí, decidí encaminarme a mi casa para echarme un rato, tomar una ducha y acercarme a la oficina de desempleo del barrio. Mi madre me recibió con toda clase de insultos e imprecaciones y mi padre -que bastante tenía con lo de su insuficiencia coronaria- me miró con esa cara de besugo, a medio camino entre la incomprensión y la ausencia de toda esperanza, con que solía obsequiar cada una de mis acciones, de modo que decidí encerrarme en mi cuarto para no tener que verlos y me dejé caer sobre la cama. Dormí diez horas seguidas, tomé una ducha, comí algo y después volví a echarme, dándole vueltas todavía a lo que me había ocurrido o había soñado. ¿Y qué podría perder en caso de acudir al estadio del azul a la mañana siguiente? ¿Acaso no lo había hecho muchas mañanas como esa? ¿Acaso no me tenían tan visto en la oficina del desempleo que lo mismo les daría aguardar otro día para escuchar mis demandas? Toda la tarde estuve dándole vueltas al mismo asunto hasta que, entrada la madrugada, quedé otra vez dormido. Al día siguiente, mientras dirigía mis pasos al estadio, que se encuentra relativamente cerca de mi casa, distinguí de nuevo esa misma y extraña voz, que me decía que debía bajar al campo, coger un balón, dar unos toquecitos con los pies y el resto de mis extremidades y después chutar con todas mis fuerzas hasta la portería contraria, cuyas mallas atravesaría sin dificultad. Después, debería presentarme al entrenador, ofrecerle mis servicios y explicarle de manera convincente que, por asombroso que pareciese, yo era un crack. Luego realizaría una exhibición, cuyo repertorio me sería explicado en su momento para, finalmente, ofrecer mis servicios al directivo al que sin duda hablaría de mí el entrenador. Ya sé que resulta increíble, pero la puñetera verdad es que todo ocurrió del modo en que me fue revelado. Procurándome un peto rosa chillón como los que llevaban los fotógrafos y sin que los de seguridad pudieran impedirlo, salté la valla, me hice con un balón y comencé a tocar la bola con una pericia que jamás imaginé llegar a exhibir en mi vida. Con la puntera, con el empeine, con la rodilla, con los hombros, con la cabeza, hasta con la rabadilla era capaz de controlar el esférico. Era como cuando estaba colocado y todo parecía sencillo; algo, una voz, una intuición o lo que fuese, me decía unos segundos antes de culminar el malabarismo de turno qué era lo que debía hacer a continuación. Por eso, después de comprobar cómo todos los jugadores se detenían para contemplar mi destreza y cuando distinguí a uno de seguridad que se dirigía hacía mí, atendí a la voz que me decía que debía chutar a la portería ubicada en el otro lado del campo y traspasé sus redes, alojando el balón en las gradas del fondo sur. Siempre guiado de lo que me era aconsejado, no eché a correr ni comencé a gritar ni a lloriquear en solicitud de una ficha federativa, sino que me dirigí al entrenador y, mientras era interceptado por el sabueso, le dije pausadamente que, si él quería, yo le daría la Liga en bandeja, que sólo necesitaba una oportunidad, que me probase aquella mañana, que me ordenase hacer cuanto se le ocurriese porque lo haría allí mismo. No parecía que fuera a conseguirlo pero, entonces, una de las estrellas del equipo, mi jugador predilecto, solicitó al entrenador con sorna no disimulada que me concediese la oportunidad que reclamaba. Mientras tanto, aquello que a mí se dirigía me decía que levantase algún otro balón con el pie -mis manos iban sujetas a una especie de cinta con que las rodeó el energúmeno de seguridad- y me pusiese a dar toques con el pie mientras caminaba, y yo así lo hice, todavía maniatado, y supongo que tenía que resultar sorprendente verme tocar, cambiando el balón de un pie a otro, o a una rodilla o a un hombro, mientras el de seguridad pugnaba por arrastrarme e intentaba frustrar mi exhibición. Por fin, el buen humor y la relajación de cuantos aquellos yo animaba cada domingo pudieron más que el sentido común, y el entrenador ordenó a aquél orangután que me soltase, a lo que éste procedió después de que el delegado de campo asegurase que me conocía de vista y que yo era uno de los fieles del fondo sur. Todo lo que diga será poco. Tiré dos docenas de faltas, con y sin barrera, centradas y escoradas, cercanas y lejanas a la portería y, siempre atendiendo a aquello que me decía que este disparo entraría por la escuadra o aquél otro raso y pegado al palo, hice diana en todos los intentos; pegué otras dos docenas de pases de más de sesenta metros a los futbolistas que, ya en carrera, ya quietos o ya zigzagueantes, los recibieron en todas las ocasiones en sus mismísimos pies y en sentido favorable a sus movimientos; regateé, en carrera o en un palmo, a todos a cuantos el entrenador ordenó que me arrebataran el balón, mediante el simple cumplimiento de cuanto me era ordenado “ahora, a la derecha”, “ahora a la izquierda”, “ahora, un caño”, “ahora, un sombrero”. Todo me resultaba tan increíble como sencillo y todo salió tan bien que no hubo necesidad de dirigirme a ningún directivo, porque el mismísimo presidente del club, que tenía la costumbre de presenciar parte de los entrenamientos, fue quien ordenó que me facilitaran el equipo adecuado para disputar un partidillo con los muchachos. Aquello fue más impresionante todavía porque, a pesar de presumir que mi deplorable forma física echaría todo a perder -entre otras cosas, fumaba como un carretero-, me desplacé por el campo con la velocidad de una gacela y la elegancia de un cisne. Aunque la pachanguita duró media hora y fui alineado con el equipo de los suplentes, ganamos cuatro a uno, marcando yo tres los tres primeros y espectaculares goles y dando una asistencia, de tacón y de espaldas a la portería, en el último. Insisto en que todo resultó mucho más sencillo de lo que cupiera haber esperado. Continué entrenando el resto de la semana con ellos y, cada día que pasaba, mis habilidades resultaban ser más y mejores. Nadie podía dejar de preguntarme dónde me había formado, en qué categorías inferiores había jugado, cómo podía haber pasado inadvertido incluso para el más torpe de los ojeadores, o cómo podía haber mantenido oculta la calidad que atesoraba. Yo contestaba con simpatía que aquello había sido cosa de un milagro e incluso aprendí, como una auténtica estrella, a restar importancia a mis virtudes públicamente. No dije nada en mi casa ni a mis amigos hasta que el último día de la semana me vi suscribiendo un precontrato que, a cambio de unos miles de euros, aseguraba mi exclusividad y me impedía firmar con cualquier otro equipo. Yo puse de manifiesto que aquello era innecesario, que no concebía mi vida sin el azul y que ni por todo el oro del mundo podría jugar para otros colores, y mucho menos para el rojo, que era el mayor temor del presidente. Una vez rubricado el documento que vinculaba mi futuro al club de mis amores y toda vez que aquello que se dirigía a mí ni se opuso ni alimentó mi decisión, hice oficial lo que me había ocurrido entre mis familiares y mi peculiar círculo de amistades. Al principio, mi madre no alteró ni el orden ni el contenido de la caterva de insultos e improperios con que acostumbraba a referirse a mi persona, aunque cuando vio la firma del presidente al pie del precontrato que le mostré y, por encima de todo, cuando examinó el talón de treinta mil euros librado a mi nombre por el equipo azul, se sintió tan indispuesta que apenas si tuvo tiempo de llegarse al sofá del cuarto de estar para dejarse caer sobre él, desmayada, transida o presa de un silencioso pero intenso e íntimo orgasmo -que no sabría muy bien cómo definir su estado en una palabra y con mayor respeto o corrección-. Mi padre, sin embargo, no alteró ni un ápice ese explícito pero inexpresivo gesto con el que hace muchos años me ha dado a entender lo poco que espera de mí. Las noticias llegaron incluso a oídos de la Rosi que, aludiendo a la necesidad de la figura paterna que tenía demandaba Rosita, insinuó -en realidad lo planteó sin la menor sutileza- la bondad de que lo intentásemos de nuevo, solicitud que desestimé de inmediato, pues aún conservaba en mi memoria lo bajo que cayó la muy golfa cuando decidió pegármela con un “ultra” del equipo rojo y de nuestro mismo barrio, con el que incluso yo había llegado a las manos en alguna ocasión. Lejos -todavía- de fama, laureles, dinero o cualquier otra clase de recompensa, lo cierto era que yo mismo no salía de mi asombro a medida que comprobaba lo mucho y bueno de que era capaz. No había regate o finta que no culminara mi prodigiosa cadera, ni centro abierto o cerrado, tan largo como ajustado o tan corto como preciso, que mi diestra no consiguiera servir con la suavidad de un guante. Dominaba el juego aéreo con solvencia, gozaba de una colocación siempre perfecta y la visión de juego y diligencia con que entregaba la pelota o colocaba a mis compañeros sobre el campo me otorgaron un liderazgo que, sin bien limitado a los entrenamientos, consiguió que aquello que me ocurrió -o soñé que me ocurría- no sólo me resultase familiar, sino incluso lógico y justo. A tal extremo alcanza la ilusión del ser humano cuando entiende que un resultado es antes merecido que proporcionado. Y llegó el día del debut que, como no podía ser de otra manera, tuvo lugar frente al equipo rojo, si bien en nuestro campo y no en el suyo, y sin que nos jugásemos otra cosa que la honrilla, pues aquella temporada nuestro equipo desplegó un fútbol barato que no parecía que ni siquiera fuera a proporcionarle la oportunidad de disputar alguna competición continental. Para mí, comprenderán cuantos continúen interesados en averiguar el desenlace de esta historia -y con mayor motivo, si es que son seguidores del equipo azul, en cuyo caso sin duda lo recordarán- aquél se convirtió en el día más importante de mi vida. Ya a mediados de semana, los menos con alguna avidez y los más en términos de aguda ironía, los medios de comunicación deportivos se interesaron por mi persona, que ocuparía un lugar en el banquillo y de la que nadie tenía la menor noticia. Pero, aunque la prensa deportiva -¿cómo esperar otra cosa?- se alimenta con demasiada frecuencia de chascarrillos interesados y estupideces varias, el partido parecía tan intrascendente -los del equipo rojo a punto de alzarse, apenas sin competencia del equipo amarillo, con el título liguero- que el interés de los periodistas por el fenómeno que el presidente aseguraba haber fichado remitió tan pronto como aquellos se cansaron de investigar acerca de dónde había salido yo, sin encontrar rastro alguno ni en los archivos de la federación de fútbol ni en los de mi propio club -ello nunca mejor dicho-. Otra vez resultó todo tan fácil como extraordinario, tan épico como inesperado, tan infantil como emocionante. Al descanso, cuando el entrenador me dio orden de calentar, perdíamos por cero a tres y todo hacía presagiar un paseo militar del equipo rojo. Nada más pisar el césped para estirar los músculos, todavía con el peto de los reservas, mis antiguos compañeros de hinchada comenzaron a corear mi nombre, que tronó en el estadio como el cuerno de un bárbaro anunciando el asalto final a una fortaleza temerosa y decadente. Lejos de provocar cualquier sensación de pavor en la hinchada adversaria, los pocos seguidores del equipo rojo que se atrevieron a acudir a nuestro estadio -que en esto del fútbol, una cosa tan insignificante como seguir a tu equipo se ha vuelto tan peligrosa que incluso puede costarte la vida- inventaron un ripio con mi apellido, hasta entonces desconocido, aludiendo burlonamente al nulo temor que mi persona les provocaba. Su guasa concluyó temprano. Tan pronto como el silbato del árbitro dio inicio a la segunda parte de la contienda, percibí claramente como aquello que me guiaba me ordenaba pedir la pelota, abrirla a la izquierda, recortar a la derecha, tirar paredes aquí y allá, recortar, desmarcarme, buscar el segundo palo, cabecear, marcar, celebrar el gol, recuperar el balón, lanzar un pase largo a la banda, reclamar otra vez la bola, amagar a un lado e irme para el otro, tocar de nuevo, ordenar a mis compañeros, romper el cuero con un pepinazo estratosférico, marcar un nuevo gol, celebrarlo aún con mayor entusiasmo, mirar al reloj del marcador, no ponerme nervioso, hacer falta aquí, parar ese contraataque, reposar las oleadas de nuestro equipo abriendo otra vez a la banda, tocando -siempre tocando-, regateando al guarro del central ese que siempre entra con los pies por delante, amagar al portero, picar de espuela al compañero desmarcado, consolarle después de su fallo incomprensible, darle confianza, volver a pasarle la bola en el siguiente ataque, decidir que yo tiraría esa falta al borde del área, mirar el reloj del marcador de nuevo, concentrarme, persuadirme de que el balón superaría la barrera y limpiaría las telarañas de la escuadra derecha, marcar y empatar el partido, celebrarlo como nunca cantando el gol frente a una cámara de televisión, gritar a mis compañeros que aún quedaban unos minutos y que nosotros éramos el equipo azul, exigir el apoyo de las gradas repletas, pedir la pelota tan pronto como un compañero la recuperó, detenerme en seco con el balón en los pies, asustar a los contrarios, discernir que aquél era el equipo azul, sentirlo, resolver que en aquella cabalgada que me disponía a emprender me iba la vida, concentrarme en escuchar a aquél o aquello que me decía lo que tenía que hacer en cada momento, arrancar despacio, cambiar de ritmo, llevarme a dos contrarios, abrir a la derecha, parar en seco fingiendo un desmarque para volver a pedirla de inmediato, recibirla de espaldas, dar media vuelta, levantarla con el talón y, superando a mi marcador, encarar el área, hacer una bicicleta y conectar un trallazo imparable y pegado al poste izquierdo, correr hacia el fondo sur gritando gol hasta desgañitarme, arrojándome entre los brazos de mis antiguos camaradas, dirigir la mirada hacia los hinchas del equipo rojo y llevarme una mano a la entrepierna, aceptar obediente la primera tarjeta amartilla, encararme con un contrario que acude raudo a reprocharme mi proceder, que me empuja, sentirme aturdido, no percibir que aquello que me dirige oponga nada en sentido contrario, lanzarle un directo al cretino que me ha empujado y tumbarle en el suelo, sonreír despectivamente a todos los rivales que corren a empujarme, sonreír al árbitro que me saca la tarjeta roja directa y que, apenas un par de minutos después, pita el final del partido, escuchar cómo todo el estadio corea mi nombre, aplaudirles desde el centro del rectángulo de juego, besar el escudo de mi camiseta, convertirme en un héroe, en su héroe... Esa misma noche, todas las cadenas radiofónicas y de televisión no dejaron de hacer otra cosa que hablar de mi persona, lo mismo para criticar mi actitud poco deportiva que para alabar sin desmayo mi clase, para preguntarse de dónde había salido, para no cansarse de repetir una y otra vez las jugadas con las que conseguí dar la vuelta al marcador. Alguien en el club me recomendó que me disculpase públicamente antes que otra cosa, lo que hice de inmediato después de que así me lo sugiriera aquello cuyos designios me limitaba a seguir. Acudí al hospital para fotografiarme con el rival agredido, al que pedí disculpas en presencia de todos los periodistas. Él las admitió de buen grado -era un tipo experimentado en esta clase de montajes- y sonrió mientras los flashes se reproducían y multiplicaban como cucarachas. Alguien dijo que no me caerían menos de doce partidos; la temporada había concluido para mí, pero no importaba, porque me había convertido en una estrella de la noche a la mañana. Mi nombre ya no abandonó los titulares que imprimían las rotativas y encabezaban los informativos deportivos durante el resto de la temporada, hasta el final de la cual continué entrenándome con los muchachos como su auténtica estrella. Firmé un nuevo y millonario contrato con mi equipo y con media docena de marcas de toda índole. Mi imagen ocupaba cientos de vallas publicitarias y protagonizaba toda suerte de anuncios televisivos. Alguien sugirió que deberían convocarme para la selección mientras la mayoría lo desestimó en tanto en cuanto no demostrase mi deportividad. Todo puro marketing. Mi equipo, espoleado por mi sola presencia en los entrenamientos, mejoró ostensiblemente y, en el último partido de la liga, consiguió in extremis su clasificación para una competición continental menor. Aquél día, en el estadio y contra cualquier sentido común, todo el mundo coreaba mi nombre, a pesar de que continuaba suspendido. Finalmente, la sanción se concretó en ocho partidos, los restantes para la conclusión de la temporada. La voz, o aquello que me acompañaba -o que soñaba que me acompañaba- jamás me abandonó a lo largo de aquél verano, que pasé con mi familia en una isla cosmopolita a la que acudían no sólo los futbolistas más prestigiosos, sino los políticos más principales y las gentes de las revistas del corazón. Tenía dinero para eso y para mucho más. La Rosi me reclamó una pensión mayor, que satisfice sin alardes y en contra de mi voluntad pero atendiendo a la voluntad de aquél o aquello que me encumbró hasta allí. Aguardaba impaciente el comienzo de la pretemporada, y la pretemporada llegó, y después la temporada, y ganamos el título de Liga y la copa continental en que participamos. Fui declarado el jugador más valioso de todas y cada una de las competiciones en que participé. Nada había cambiado, yo me limitaba a seguir las instrucciones que recibía de alguien o algo que ignoraba, y me limitaba a hacer lo que me venía en gana cuando no era aconsejado -o soñaba no serlo- en ningún sentido. Y llegó la selección, a la que también llevé a la conquista de un título continental. Y llegaron las ofertas del resto de equipos, que rechazaba indefectiblemente, no sólo por el amor a los colores azules que me gobernaba, sino porque los contratos de publicidad que firmaba me aseguraban una existencia más que privilegiada. Incluso llegó una oferta del equipo rojo, inalcanzable para el resto de equipos, y, sin escuchar palabra en contrario de mi particular oráculo, cuando todo hacía presagiar que la aceptaría, me permití el lujo de organizar una rueda de prensa en la que manifesté a los cuatro vientos que ni una ficha equivalente a setenta veces siete mi peso en oro conseguiría que yo fichase por el equipo rojo. Y, a fin de remediar el impacto de mi pública declaración, el equipo rojo realizó unos fichajes tan espectaculares como millonarios, pero los niños, todos los niños, comenzaron a hacerse del equipo azul, porque todos querían ser como yo. Y aunque todos continuaban preguntándose cómo era posible que un tipo sin pasado y completamente desconocido hubiese explotado a los treinta y dos años como yo lo hice, me convertí en un héroe nacional. Llevé a la selección nacional a la final del campeonato del mundo y la gané, y entonces pasé a convertirme en una leyenda mundial, hasta el punto de que yo mismo comencé a persuadirme de que era tan bueno que tenía que llevar todo aquello dentro, de que tal vez ni siquiera tenía que obedecer a aquello que me indicaba qué debía hacer a cada paso. Pero, también entonces, aquello me preguntó por la necesidad que tenía de intentar cambiar las cosas. “Sólo tienes que limitarte a hacer lo que escuches” me aconsejó. Y yo -que contaba con treinta y tres años y tenía mucho más de lo que ni tan siquiera llegué a imaginar- me dije que todo era perfecto, que no podía pedir ni esperar nada más, y asentí -si bien lo hice deseando que aquél o aquello no reparase en aquella suerte de tentación que desde mis entrañas me invitaba a rebelarme pero, no obstante, conseguía dominar a pesar de todo-. Todo continuó igual hasta el año pasado, en que las cosas incluso mejoraron. Quiso la suerte que, después de la enorme inversión desembolsada por el equipo rojo dos años atrás, sin haber ganado título alguno e incurriendo en un increíble bajón de juego sus principales figuras, el equipo se viera inmerso en una crisis galopante y escandalosa que le condujo a jugarse la permanencia en su estadio, en la última jornada y ante mi equipo. Yo no podía pedir más -nadie en sus cabales podría hacerlo- pero, sin embargo, desde la jornada anterior, en que se conoció que el equipo rojo se lo jugaría todo ante nosotros, que ya habíamos ganado el título de liga y no teníamos nada que ganar con su derrota, me acometió un extraño cosquilleo que me hizo removerme de arriba abajo. Nuestro entrenador, que era caballeroso y prometió dar una oportunidad a los suplentes una vez asegurado el título de campeones, afirmó en una rueda de prensa que no alteraría dicha decisión, por mucho que tuviéramos la posibilidad de hundir a nuestro eterno rival, tal y como solicitaba la afición más exaltada. Aunque nada ni nadie -real o soñado- me lo sugirió, me dije que yo tenía que jugar aquel partido para hundir al equipo rojo y así se lo requerí a mi entrenador -incluso le exigí que alineara a mi lado a los chavales más tiernos e inexpertos de nuestra plantilla, incluidos los miembros del filial que en ocasiones entrenaban con nosotros- que, aunque al principio se opuso, terminó por ceder, consciente de que no podía enfrentarse con una estrella de mi calibre. No contento con provocar su descenso, quería yo infligir al equipo rojo la mayor humillación de que fuese capaz. Llegó el día del partido y el equipo rojo, jugándose lo que se jugaba ante un estadio abarrotado de desesperados seguidores, se empleó con una furia y un empuje que le condujo a adelantarse en el marcador. Pero nada podían hacer frente a mí, de modo que, en el descanso, dos golazos con mi rubrica nos pusieron por delante. En el vestuario, tranquilizaba yo a los muchachos e intentaba insuflarles el mismo odio que había sentido toda mi vida por el equipo rival, conminándoles a confiar en mí y a echar el resto. Nada más dar comienzo la segunda parte y como consecuencia de una falta innecesaria que me hizo el portero del equipo rival -un tipo de Betanzos, fantoche y malencarado- al borde del área, fue señalado golpe franco directo por el árbitro. El portero, tal era su desquiciamiento, colocó mal la barrera, dejando descubierto su poste corto, a lo que aquello que me dirigía -o que soñé que lo hacía- me indicó que era por dicho espacio por donde debía dirigir la pelota, seguramente consciente -aunque yo lo ignoraba por aquél entonces- de la pobre voluntad que me sostenía a esas alturas. Y fue que, durante unos segundos que se me hicieron eternos, descubrí yo un hueco por entre la maraña de piernas de los jugadores que conformaban la barrera, y tras de ese hueco, como si de la extensión de un túnel se tratara, las piernas exageradamente abiertas del guardameta, que me invitaban a intentar el más difícil todavía: hacerle un caño a un portero sacando una falta desde más de treinta metros. Y, tan pronto como se me ocurrió contemplar dicha posibilidad, eso que me hablaba -o que soñaba que escuchaba- se dirigió a mí para decirme “Solo tienes que obedecer, es así de sencillo”. Recuerdo que pensé que no tenía ninguna necesidad de desobedecer y que aquél gol -y los que probablemente vendrían después- conducirían al equipo rojo al descenso, pero que el deseo de humillarles en su propia casa era todavía mayor que el de limitarme a asegurar su desgracia. ¿O no fue eso? ¿O fue, tal vez que, acostumbrado al triunfo y al éxito como lo estaba, ya me cansaba de tener que limitarme a obedecer a aquello que me guiaba o soñaba que me guiaba? Si no podía yo decidir ¿qué placer podía proporcionarme aquello? Y si no obedecía ¿qué represalia sería suficiente como para inflingirme un castigo, famoso y millonario como ya lo era? Cada vez más persuadido de que debía atender a mis propias exigencias antes que a cuanto me era ordenado, puesto que no tenía demasiado que perder, escuché cómo aquello que me hablaba -o que soñaba que lo hacía- me dijo “De eso precisamente se trata ¿o creías que ibas a largarte de rositas en cualquier caso? Tú decides si obedecerme o no; si lo haces, todo lo que te ha ocurrido será real, en caso contrario no se habrá tratado más que de un sueño” ¿Qué hubiera hecho cualquier otro en mi lugar? Nadie me tentó con una manzana ni me prometió que, en caso de morderla, sería como Dios -por eso he aludido a Fausto, en lugar de hacerlo a Adán, al inicio de la presente confesión- En realidad y mucho más para un ignorante como yo, que sólo por el salvaje y descerebrado amor que sentía por una entelequia como su equipo azul podría haber llegado a destacar en la vida -sin que ello le reportase una existencia terrena decente-, la elección debería haber estado bastante clara, ¿o no?. Nunca he sido un hombre de principios, ni con inquietudes, ni nada por estilo. Bien mirado, pensaba antes de golpear a la pelota, no era nadie ni esperaba llegar a ser nadie, entre otras cosas porque tal vez no lo mereciese. Pero aun así, aun cuando ignoraba el sentido de tan arbitrario razonamiento -impropio de un entendimiento tan corto como el mío-, inmediatamente antes de despertar de semejante pesadilla, aterido de frío y con un dolor de cabeza tan agudo como constante, me dije que hice muy bien intentando humillar al portero -y con él, a toda la maldita institución que representaba- del equipo rojo. Cuando llegué a mi casa y le conté a mi madre lo que me había sucedido, no me prestó la menor atención, limitándose a contestar que yo era carne de presidio y que no esperase otra cosa de la vida. Y, por una vez, la obtusa expresión con que mi padre jalonaba cada escalón de mi trayectoria pareció cobrar algún ímpetu para aseverar las palabras de mi madre. Y unas semanas más tarde, un hincha del equipo verde que se atrevió a acudir a nuestro estadio para animar a los suyos, falleció acuchillado a las puertas de un bar en el curso de una reyerta en la que, por lo visto, yo participé -no lo recuerdo muy bien, iba morado de “pirulas”-. Y aquí estoy ahora, en el talego, escribiendo estas tonterías por prescripción del psicólogo del centro, que me repite que tengo un potencial enorme, que me deja libros para leer e intenta explicarme que el dilema que experimenté o que soñé experimentar, constituye uno de los problemas más grandes a que se enfrenta la humanidad desde el principio de los tiempos, porque la libertad -incluso la de equivocarnos- es nuestro tesoro más valioso. Claro que el psicólogo, por lo general, dice muchas gilipolleces. Yo le contesto que aquello que me ocurrió -o soñé que me ocurría- se vino abajo porque yo quería humillar al equipo rojo, al que odio con todas mis fuerzas, antes que por decidir si quería ser libre de elegir o no, pero él insiste en que, aunque yo lo ignore, era mi propia libertad la que se encontraba en juego, antes que el odio que sentía hacia el equipo contrario. Yo no lo sé, ni me importa demasiado. En ocasiones me parece que el tipo es muy legal y dice unas cosas que tienen mucho sentido y, también en ocasiones, lo siento mucho por aquél chaval del equipo verde que se dejó la vida a las puertas de mi estadio -aunque yo no recuerdo haberle metido ninguna mojada, esa es la verdad-, sobre todo porque a menudo escucho un algo o un alguien que me dice que me dice que soy un asesino porque así lo he querido, porque no tenía más que haberme limitado a obedecer, antes que para haber disfrutado una vida de ensueño, para no haber matado a nadie. Y entonces tengo miedo, y llamo al psicólogo a su teléfono móvil, y -excepto cuando es de noche y se caga en mis muertos por despertarle- el tío intenta tranquilizarme y me dice que somos nosotros mismos los que nos asustamos de nuestra libertad. Y yo no entiendo nada, y cada vez estoy más persuadido de que si hubiera lanzado la falta por donde se me dijo -o soñé que se me dijo, porque cada vez estoy más seguro de que aquello no fue un sueño-, no me encontraría en esta situación. Pero claro ¿qué voy a pensar desde este infierno en el que me consumo tan despacio, con la imagen del rostro pálido de aquel pobre chaval siempre en la cabeza y medio loco como debo andar, repitiendo como repito que nada de esto es real, que todo esto no es más que una pesadilla que soñamos y de la que tendremos que despertar antes o después?
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© Gonzalo Grandes Hernández nació en Madrid el 26 de Enero de 1967. Es muy alto, fuma mucho y tiene cinco hijos. Abogado por accidente y envenenado por una vocación literaria antigua y latente, ha colgado recientemente la toga para comprobar, de una vez por todas, si de veras tiene algo que contar. Nieto e hijo de poetas, frecuentó el verso en su infancia y juventud, para decantarse por la prosa cuando ya casi había renunciado a cualquier intento creativo. Su exigua obra, tan heterodoxa como su formación literaria, se compone de una docena de cuentos y relatos cortos, de asunto, estructura y puntos de vista dispares, y de una voluminosa e inédita novela titulada “Benditos días grises”, cuya eventual publicación ya comienza a antojársele como una posibilidad inverosímil. Sus narraciones giran, por lo general, en torno a los sentimientos de culpa y de fracaso, y a la corrupción moral y material del ser humano, y a menudo se encuentran tuteladas por la convicción de que el pasado determina sin misericordia el porvenir de las personas. |
Resurrección
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© © Rafael Jiménez Torres. Licenciado en Geografía e Historia. Del libro “Mecano de nubes” este texto (Resurrección). Premio Ciudad de Purchena de Novela Corta; 2º Premio de Poesía Francisco Villaespesa 2002. |
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