EL LABERINTO

A R I A D N A - R C . c om      c r e a c i ó n    l i t e r a r i a

[número ventiuno edicion otoño 2003]
octubre-diciembre

 

O T O Ñ O

Para los que vivimos en una u otra parte del ecuador las estaciones siguen siendo un desconcertante misterio, por eso no es de extrañar que haya quienes solo se percaten de que el verano está llegando a su fin cuando septiembre aparece en la fecha de caducidad de los yogures. Esto que a todas luces podría considerarse como vivir de espaldas al calendario, en cambio ha sido el mayor motivo de preocupación para la mayor parte de los europeos. La canícula decididamente casi nos mata. El calor que ha secado la vida a más de doce mil franceses, a alrededor de unos dos mil quinientos portugueses y exactamente a ciento dos españoles (según el gobierno de nuestro país, siempre preciso y optimista como un reloj suizo), ha dejado paso a las bondades de un formidable otoño. Sin embargo, el otoño que es la estación preferida de los conversos, comienza en esta ocasión provista de los mismos rasgos arcillosos y húmedos que un día llegara conocer el mismísimo Maqroll el Gaviero. Y así en la vendimia de este número, Ariadna ha puesto en el cesto a un grupo de Corresponsales, los cuales nos darán su propia visión de la cultura desde varias ciudades repartidas en tres continentes, la curiosidad festiva de un Año Nuevo en Cuba, los agudos sonidos de una mandolina hindú o las uvas olorosas que una vez no puso en la boca Katharine Hepburn.

 


i m p r i m i r 


v o l v e r

 


La alquimia se alimenta de pasiones
por Adrián García Bassetti

 

La alquimia se alimenta de pasiones.
¿Qué otra esencia nutre a los poetas?

Eternos coetáneos de la más secreta hora,
de los sueños consagrados,
de las dignas derrotas,
tan cerca de los límites llameantes
de la vida,
de la muerte,
consternados.

Temen a la certeza
de sus miradas:
que sus ojos entiendan
lo que es un amanecer
sin confundirlo
con nacimientos, con llantos,
con carcajadas.

Son las llaves del sol y de las sombras.

Dioses desprovistos de cielo
y sin amarras,
sin infierno,
acaso los construyan,
errantes,
por el mar del universo.

Surcan por un reloj extendido
su otra fábula de Zenón
y el instante final son los labios
de un horizonte infinito
de una mujer desnuda y sin lo oscuro.

¿Qué otra esencia nutre a los poetas?
La absoluta, la sublime rosa necesaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© ADRÍAN GARCÍA BASSETTI:
Nació en Bolívar el 25 de mayo de 1960. En 1995 publicó su libro "Poemas". Ediciones del Autor, Bolívar. En 1999 integró "Poesía en Marcha", Antología de Poetas de la Provincia de Buenos Aires. Certamen organizado por la Subsecretaría de Cultura de la Provincia. El 21 de enero de 2000 presentó su segundo libro de poemas, "Tríada"; escrito conjuntamente con José Luis Alonso. A los 2mil 2 años de julio, presentó Sangre de Ángeles, breve compilación de poemas de donde se extrae esta poesía..


El amor se declara culpable (Selección)
por Pablo Cassi

 

PAÍS VASCO

 

La estación de San Sebastián se despoja de sus únicos pasajeros,
rostros que reflejan la tenue luz de un andén
el latido de un reloj que echa marcha atrás el minutero.

La noche cae como el vestido que lleva puesto
y mis manos vuelven a transitar por su cuerpo
con la existencia indesmentible
que su mirada viene de otro tiempo.

A una hora cualquiera de este verano
es posible que la lluvia tropiece en una esquina del cielo
deje en un café de Irún la silueta de un beso.

La nada silenciosa se adueña del país Vasco,
una habitación en el tercer piso del hotel Jauregui
instaura el aniversario de una despedida.

Un aeropuerto que no sabe de geografía
convive con la nostalgia del último vuelo.

EL IDIOMA DE LA MAÑANA

 

Por un descuido de Dios
este domingo se equivoca de siglo y semana.

Quizás no tenga importancia
puede ser que no la tenga.

Amanece, el ruido de los tranvías
inventa el idioma de la mañana.
La vida transcurre más temprano que de costumbre.

A dos metros de la esquina
se extravía un hombre que lleva la dirección correcta.
Dice ser el hijo del Hombre...

No porta credencial alguna,
tarjeta de crédito
ni registra domicilio conocido.

Esta noticia no será titular en ningún diario de mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

© PABLO CASSI
nació en la comuna de Putaendo, Chile en 1951. Es editor y director del periódico, Gaceta Municipal y Asesor Cultural de la I. Municipalidad de San Felipe, desde 1980 a la fecha.
Ha publicado los poemarios: "Para un Peregrino Distante" (1978); "Poemas para un Niño con Sonrisa de Primavera" (1983); "Intimo Desorden" (1985); "Secreta Convicción" (1987) e "Intimo Desorden (1989). En el género cuento ha publicado los volúmenes "Cuando se Aproximan los Sábados y otros Cuentos" (1981) y "La Espantosa Virginidad de las Feas y otras Historias "1985".
En reconocimiento a su labor ha recibido 20 distinciones tanto a nivel nacional como internacional, destacándose las obtenidas en España, Argentina, Guatemala, Paraguay, México y Chile. En 1985 obtiene el Premio Municipal de Poesía Ciudad de Santiago, Chile por su libro "Intimo Desorden". Parte de su obra ha sido traducida y publicada en revistas y antologías de Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Suiza y Portugal.


Niño Bandera
por Gabriel Impaglione

 

Ese niño
el de la sonrisa de cometa, el que lleva hasta lo hondo
del mundo las preguntas tintineando
como piedras preciosas.
Ese niño que tirita
que espera
que se muerde los labios y mira de reojo
y habla por lo bajo.
Ese que ahora se estira sobre la fila para mirar un pájaro.
El que lleva los pies con zapatos prestados.
El que escribe despacio para estirar la mañana
junto a una estufa.
El que se llama Nada y usa lo gastado.
El que sale en el carro porque la basura
no tiene desperdicio.
Ese niño sin rey mago bajo los colores de la esperanza,
el que ahora se relame porque dijeron almuerzo.
El que ahora ríe porque dijeron almuerzo,
el que ahora suspira porque llevará una olla
a la casa.
Quiero a ese niño para este poema.
Para esta aurora que tarda y no debiera.
Para esta urgencia de panes que me gana.
Quiero a ese niño para el canto que todavía brota
como un rumor lejano desde el centro de la tierra.
Ese niño
el de la cicatriz en el alma,
el de las alitas entablilladas por algún de vez en cuando,
el de la pelota a veces porque la rutina
lo arrastra al último minuto de timbre en timbre.
Quiero a ese niño para este poema,
para esta voz de alerta que ya es pedido de socorro.
Quiero a ese niño
el de las piernitas flacas bajo el pantalón cosido
con hilo amarillo.
Lo quiero para esta bandera
que ondeará victoriosa frente a los mármoles del Fondo.
Ese niño
el del dientecito que falta,
el de las manos apretadas contra el hambre que hostiga,
el de los saltitos porque hace frío.
Quiero ese niño para este poema,
para esta delegación argentina a las Naciones Unidas,
para esta comitiva oficial al Banco Mundial,
para esta visita protocolar a Su Señoría Imperial.
Ese niño
lo quiero para que diga todo lo que se necesita decir
sin abrir la boca
sin siquiera buen día.
Para que los pájaros azules de sus ojos negros
llenen los salones de preguntas.
Para que las ilustrísimas honorabilidades
no puedan sino mirarse entre sí frunciendo la nariz.
Para que a alguien se le mueva un pelo de indignación
o lo que sea.
Ese niño, el de los puños de lana raída,
el del noséseñoritaporquemedolíalacabeza.
Ese niño quiero para este poema,
para esta campana de indignado basta,
para esta bandera universal y terminante:
Un niño con hambre es el futuro roto.

Luján 2003

 

 

 

 

 

 

 

© Gabriel Impaglione 2003


Elegía a un vaso de Mini
por Miguel de Asén

 

Yo te encontré en el supermercado
Rodeado de guirnalda y serpentinas,
Cáliz de los primeros botellones
Que libé entre jóvenes princesas.

Sabor plastificado del recuerdo
Y del acné las procelosas noches,
Te sujeté entre besos en portales
Con restos de carmín de las muchachas.

Jugué al penúltimo con los amigos
En las astrales noches de verano,
De aquello ya no queda ni la sombra.

Hoy estás en repisa destronado
Guardando insignias, cromos y recuerdos
De esa vida que apenas dejó rastro.

 

 

 

 

 

 

 

 

© Miguel de Asén


Aproximación al silencio
por Juan Planas Bennásar

1

Extravié las palabras. ¿Para qué
mentir donde tu cuerpo extiende un lienzo
y dibuja un paisaje, una nueva
versión del sol, una incipiente sinfonía,
un vago olor de afecto sin servidumbres?

2

Hay instantes que tiemblas
cuando yo callo. Hay instantes
en los que no tenemos nada que decirnos
cuando yo tiemblo.

3

No se extingue la luz aunque el silencio
nos mantenga entregados a una muerte
próxima y a un festín indescriptible.
No se extingue la luz ni aún cuando la amargura
nos recuerda que siempre somos otros.
No se extingue la luz cuando callamos
porque el tiempo sostiene las velas encendidas.

4

Hay una distancia enorme,
del objeto que palpo al que nombro.
Un vacío infinito, del fuego
que arde al que me consume.
Un laberinto sumergido y frío
entre nosotros: dos amantes
silenciosos, confiados, silenciosos.

5

Es la hora última la que nos llama
con su lengua de fuego,
su maternal instinto destructor
y su antigua afición por los engaños.
Pero el lenguaje es reo de las tramas circulares
y añora la perversa quietud de las balanzas;
por eso regresamos, ebrios de pasión
y faltos de existencia,
finalmente al principio y al silencio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© JUAN PLANA BENNÁSAR
(Palma de Mallorca, 1956), ha publicado los poemarios Hipertelía, Editorial Biblioteca Atlántida, Barcelona 1982; Pasión Impresa, Editorial Devenir, Barcelona, 1985; y ya en estos días, Insomnios, Editorial La Bolsa de Pipas, Palma de Malorca, 2003. Ha sido incluido en la Antología Bilingüe Poètes D´Espagne. Poésie du Silence. Les Cahieurs Bleus, Troyes 1992.

En la actualidad dirige la Revista Puertas Abiertas desde su página Web http://lawebdefelix.iespana.es y nos cuenta tus intimidades desde su bitácora LA TELARAÑA http://jplanas.blogspot.com


La víspera. Nochevieja de 1958
por David Lago

A Carlos Victoria Olivera

Los bordes blandos, redondos, de los dedos forjados por el agua
se extienden sobre la mesa y palpan la transparencia
con que se recobra de la nada una isla
a la que de nuevo regresa la nieve nunca vista.
Las blandas sombras en fuga otra vez caen ante nuestros ojos
para horadarnos como un gusanillo a la manzana, porque
cuanto podemos olvidar está encerrado en esa nieve que no tiene fin.
Nos amamos porque hemos visto en la víspera
las alforjas esparciendo los dátiles a través de los desiertos de la isla,
y porque sabemos que es de otro el rostro que el ídolo de mazapán
nos muestra al separar su máscara y esbozarnos una sonrisa.
El misterio desvelado en el cristal de las vitrinas
conduce a nuestras mejillas los labios que el agua ha forjado
durante todo un año para el único instante de una noche
en la que el ángel deja sobre el olor del pino una fina escarcha,
como un serpentín que se evapora,
y el cofrecito del rey que llega del Oriente se va abriendo lentamente
hasta dejarnos intuir el crujido del monte
y el temblor del cerdo ante la sangre que presiente,
su propia sangre ida en el aroma del guayaba ardiente.
Muchachas y estrellas recomponen lazos de organdí frente al espejo,
lacitos diminutos en el cabello,
y la mirada sobre la vana isla que se hunde,
como el festín, en la humedad de los sones.

Todo indica que esta será la última noche en que todos nos amemos.

 

 

 

 

 

 

 

 

© DAVID LAGO.
Poeta nacido en Camagüey (Cuba) en 1950. Ha realizado estudios de Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Camagüey. Fue picapedrero, administratiuvo, hasta que en 1980 le fue impedido trabajar por haber solicitado permiso de salida durante el éxodo de El Mariel. Reside en Madrid desde 1982. Becado por Temple University, de Philadelphia (EEUU), para continuar estudios de Maestría y Doctorado en Literatura Luso-Hispanoamericana. Ha publicado "Los hilos del Tapíz" 1994, ha sido antologado en "Poesía Cubana Contemporánea", "Poetas Cubanos en España", "Poesía Cubana: La Isla entera" y "Aldea poética". 2º Premio de "Linden Lane Magazine" 1985.


Selección
por Jaime Corona

La ventanilla no deja lugar para la duda:
cada gota habla de nostalgia,
de los días que entran en una mirada.
El tiempo es un réquiem
que atraviesa lentamente la memoria,
y el rostro de todos
es el que tenía,
el que me duele,
el que olvidé.
Los nombres de las calles son distintos
a lo que siento,
no encuentro la primera palabra
en la que te conocí:
sólo tu mano puede contener esta tarde.

Miro nuevamente por la ventanilla
y sé
que la lluvia es tan grande como la soledad,
como la muerte.

A Citlali

No importa no haber tenido nada ayer, lo terrible sería no tener nada hoy
Verónica Jazmín Martínez

Ayer tenía una escuela
y un cuaderno
para cada mentira.
Mi nombre era propiedad
de cuatro credenciales
y una beca.
Tenía treinta pesos en el bolsillo,
y fe en lo héroes,
en sus revoluciones...

Hoy cuento con esta ciudad
y una hoja es suficiente
para alojar todas las mentiras.
Tengo la fe llena de amigos,
y en ellos,
más de una voz.
Tengo un radio
con 2 estaciones favoritas,
y a veces,
en algún doblez de tiempo,
dedico poemas a mis muertos.

Hoy tengo en una tarde
todos los motivos
que me invitan
a tentar al destino,
y la esperanza de encontrar
-una vez más-
que el límite de Dios
está en sus ojos.

 

 

Aquí nadie me conoce.
Soy el que lleva adelantado su reloj
y espera su turno en la fila.
El que busca un lugar
en el Metro
y se persigna
frente a las iglesias.
El que dirige sinfonías
con una cuchara
y lleva fragmentos de ciudad
en el rostro.
El que entra en las librerías
y no compra nada.
El que quiere decapitar
a casi todas las estatuas
mientras va por las calles
que la nostalgia le señala.
El que convive con sus asesinos
y está consciente
de que los días no llegan:
sólo se van.
Soy el que vuelve a medianoche
-cuando casi nadie se detiene
en las cabinas telefónicas
y sobra luz en los andenes-,
pero aquí,
nadie me conoce.

 

 

 

 

 

 

 

 

© JAIME CORONA nació en 1974 en la ciudad de México y estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su poesía, que muestra un lenguaje directo, sin ánimos por los tonos altos, es portadora asimismo de cierto pesimismo que se relaciona con la crítica al medio que lo rodea. Desde hace dos años forma parte del taller literario que imparte el escritor cubano Félix Luis Viera en el Centro Cultural José Martí, en México, Distrito Federal.


Selección
por Mario Meléndez

REVELACIONES

En el lecho vacío de Dios
todas las putas son vírgenes
por última vez

 

RECUERDOS DEL FUTURO

Mi hermana me despertó muy temprano
esa mañana y me dijo
"Levántate, tienes que venir a ver esto
el mar se ha llenado de estrellas"
Maravillado por aquella revelación
me vestí apresuradamente y pensé
"Si el mar se ha llenado de estrellas
yo debo tomar el primer avión
y recoger todos los peces del cielo"

LA ÚLTIMA CENA

Y el gusano mordió mi cuerpo
y dando gracias
lo repartió entre los suyos diciendo
"Hermanos
este es el cuerpo de un poeta
tomad y comed todos de él
pero hacedlo con respeto
cuidad de no dañar sus cabellos
o sus ojos o sus labios
los guardaremos como reliquia
y cobraremos entrada por verlos"

Mientras esto ocurría
algunos arreglaban las flores
otros medían la hondura de la fosa
y los más osados insultaban a los deudos
o simplemente dormían a la sombra de un espino

Pero una vez acabado el banquete
el mismo gusano tomó mi sangre
y dando gracias también
la repartió entre los suyos diciendo
"Hermanos
esta es la sangre de un poeta
sangre que será entregada a vosotros
para el regocijo de vuestras almas
bebamos todos hasta caer borrachos
y recuerden
el último en quedar de pie
reunirá los restos del difunto"

Y el último en quedar de pie
no solamente reunió los restos del difunto
los ojos, los labios, los cabellos
y una parte apreciable del estómago
y los muslos que no fueron devorados
junto con las ropas
y uno que otro objeto de valor
sino que además escribió con sangre
con la misma sangre derramada
escribió sobre la lápida
"Aquí yace Mario Meléndez
un poeta
las palabras no vinieron a despedirlo
desde ahora los gusanos hablaremos por él"


 

 

 

 

 

 

 

© MARIO MELÉNDEZ (Linares, 1971). Estudió Periodismo en la Universidad La República de Santiago. Entre sus libros destacan: "Autocultura y Juicio" (con prólogo del Premio Nacional de Literatura, Roque Esteban Scarpa), "Apuntes Para una Leyenda" y "Vuelo Subterráneo". En 1993 obtiene el Premio Municipal de Literatura en Linares. Sus poemas han sido incluidos en diversas revistas de literatura hispanoamericana y en antologías nacionales y extranjeras. Ha sido invitado ha numerosos encuentros literarios entre los que destacan el Primer y Segundo Encuentro de Escritores Latinoamericanos, organizado por la Sociedad de Escritores de Chile (Sech), Santiago, 2001 y 2002, y el Primer Encuentro Internacional de Amnistía y Solidaridad con el Pueblo, Roma, Italia, 2003, donde es nombrado Miembro de Honor de la Academia de Artes y Letras de Roma. Además dirige, durante dos años, un taller literario en la Cárcel de Talca que dio origen al libro "Los Rostros del Olvido" (dos volúmenes) donde se reúne el trabajo poético de los internos. Actualmente es Presidente de la Sech, en la región del Maule.

 


Selección
por Gonzalo Escarpa

He leído tantos hermosos poemas de amor
Lope de Vega, Cristina Peri Rossi, Garcilaso
tantos hermosos poemas
Ibn ´Arabi, Basho, Leopoldo María Panero, Ángel González
tantos poetas volcados,
entregados íntegramente a la expresión de lo inaudito
Jaime Sabines, Gil de Biedma, Pessoa, Luis Cernuda
tantos hermosos poemas, tanta vida vívida, vivida
son ellos los que dicen amor
cada vez que yo digo cenicero

 

 

Debajo de la hiedra está la hiedra.
Es más sencillo de lo que parece.
Toda piedra remite a alguna piedra.
En tu jardín hay un jardín que duerme.

 

 

sueño con encontrar, como si fuera
posible de algún modo, un nuevo signo,
un espacio entre el ruido y el silencio,
un lugar en la ruina del paisaje
donde nunca será la misma luz
un horizonte
igual de acogedor que una campana,
la máquina de hacer maquinaciones,
el hombre en carne y hueso, del jardín
la arquitectura exacta, los sepulcros
donde poner a descansar el nombre
de las cosas. La voz, el nombre de la voz, un campo inmenso,
y no ser más lo que
nunca he querido ser, y reinventarme:
salir, como si fuera
posible de algún modo,
de la sonoridad hueca del mundo
de las palabras. No más nombres. Dicha.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© GONZALO ESCARPA (Madrid, 1977)

 


Selección
por Carmela Escohotado Ibor

DESEO

Buscando entre las redes de internet,
perdida en ese mundo que me asombra,
en juegos, en preguntas, en veladas,
inerte me descubren los rocíos.

Soñando en lejanías de un espacio
y tiempo que transcurren suspendidos
de los frágiles tules de la vida
quebrados en silencio, de repente.

Yo espero reencontrarte con achaques
sin pellejos las manos, ocultando
la identidad antigua y el amor
que las han consumido en este tiempo.

Yo te espero detrás de mi PC,
no por más vieja menos deseada:
no te pierdas en aguas del Caribe
y despierta al jardín de los misterios.

LAS CUATRO SILVAS

Tengo el escritorio lleno de pestañas
y un descontento intelectual difuso,
viendo las hormigas rojas pelearse
y sin poder renovar las cortinas del dormitorio.

El trance me atosiga y durante toda la semana
me ha tenido pendiente, junto con los niños,
los perros, los despertadores,
la tacañería, la envidia y los libros de cuentos.

Porque ya he empezado varias veces
la silva retadora:

"Tengo dentro de mí
un sol, bola de fuego incandescente,
ardor de mis entrañas,
que está pidiendo a gritos
salir, hablar, echarse toda fuera."

Esto es impúdico y obsceno
por demasiada luz, de modo que,
después de barrer cuidadosamente
las pestañas y de ahuyentar,
sin ningún respeto, a las hormigas,
he vuelto a comerme los codos:

"Tengo dentro de mí
una luz cegadora, un sol enorme,
una bola de fuego,
que hace arder mis entrañas,
abrasando también mis sentimientos.

Ella quiere brotar
pero no sabe y lo hace torpemente
tropieza, titubea,
se cae y se levanta
y de nuevo empieza con alegría."

No soy capaz de volver a mirarme en el espejo,
pero seguiré intentándolo
pues no puedo resistir tanto dolor:

"Por eso necesito,
amor desconocido del futuro,
de tí impulso y aliento,
pues al final yo sé
que tu estás esperando mis palabras,

y que te llegarán
en papel, disquette, tabla encerada,
paloma mensajera
o por el suave soplo
de la mutua inteligencia en el tiempo."

 

DESAMOR

Miro el agua en tu vaso:
oscura, fría, muerta, rota. Siento
cómo nos distanciamos poco a poco.
Silenciosa la tarde nos observa.

La rutina nos tiene unidos, vive
y es ella la que nos separa:
no me miras a los ojos, y yo
no me complazco ya en mirar los tuyos.

¿Qué ha sido de nosotros?
¿Dónde tus anhelos, donde mis risas?
¿Por qué nos hemos perdido los dos?

Estás mirando el agua de mi vaso.
Mientras, la tarde silenciosa, avanza
como único testigo del desastre.

TANKAS

Cantan los grillos
disfrutando la cálida
noche estrellada.
Mis oídos ya no tienen
recuerdo de tu voz.

Bajo el lejano
cielo se extiende el lago
y lo refleja.
Tus ojos en los míos.
¡Cúanta añoranza!

En el silencio
nocturno de los campos
un perro ladra.
Recordar que fui joven,
que, veloz, pasa el tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© CARMELA ESCOHOTADO IBOR

 


Elegía Humilde
por Jesús Urceloy

 

Para Juan Córcoles (1953 - 2003)

Mi amigo Juan,
                            Juan Córcoles,
que tal vez fue poeta...
con quien jugué a ser hombre
y me enseñó las tretas
                                             de la vida,
a colarme en el metro,
a jugar con apuestas,
a mirar con dulzura romántica a las guapas
y cínica renuncia a las mujeres bellas,
que me enseñó
esas
cosas
que no se aprenden en ninguna academia,
se me ha muerto.

                             Hace poco.

                                                           Muy poco:
cuando ya no existían edad ni diferencias.

Y llevo haciéndole un soneto desde entonces
que no acabo jamás, que no me llega,
al que le falta ya desde el principio
esa
             primera
                                               letra.

Sé muy bien de qué va,
tengo la idea
bien ajustada, sé cómo concluye:
-unas palabras suyas que siempre repitiera-,
sé dónde irán los ritmos,
-probablemente
en segunda y con seguridad en sexta-,
y hasta la consonante
huirá de verbos fáciles, de adverbios, participios,
de plurales de mórbida osamenta:

que en el primer cuarteto irá su vida,
en el segundo una insufrible espera,
y en el primer terceto una pregunta
que en el último verso se contesta...

pero no puedo,
no puedo,
no sé qué pasa
no

qué no me deja...

Tal vez no haya llorado
de manera correcta
a la usanza de todos, con el pañuelo blanco
de todas las tristezas,
y la camisa sucia y arrugada
de las noches en vela...

No sé qué pasa, no sé porqué no rompe
dentro de cada casa esta tristeza,
por qué sigo leyendo
libros, versos, relatos y novelas,
por qué como, me ducho, hago la vida
desordenada que mi caos inventa,
y acudo a mi trabajo como siempre
y sueño como siempre que ella llega
y me dice: yo soy
tu brisa nueva...

Mi amigo Juan se ha muerto
este verano imbécil,
y el poema
no dice nada más,
                                           se para un poco,
y un poco más
                                            tarde
se cierra.

 

septiembre de 2003.

 

 

 

 

 

 

 

 

© JESÚS URCELOY (Madrid, 1964).
Escritor y poeta. Profesor de Poesía del Taller de Escritura de Madrid, Libros publicados: Poesía: Poemas Eróticos (Ayto. Galaroza, Huelva, 1996), Libro de los Salmos (Devenir, Madrid, 1997), La profesión de Judas (Sial, Madrid, 2000). Antologías: 100 sonetos (La luna de Mérida, Mérida, 1998) Feroces (DVD, Barcelona, 1999) La voz y la escritura (Ateneo de Madrid, Madrid, 2001) Quinta del 63 (CELYA, Salamanca, 2002) Ediciones y estudios: La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne (Anaya, Madrid, 2002) El círculo carmesí, de Edgar Wallace (Anaya, Madrid, 2002) Las minas del Rey Salomón, de Henry R. Haggard (Anaya, Madrid, 2002) Todo Sherlock Holmes (Cátedra, Madrid, en prensa). Traducido al portugués en Poesía Espanhola anos 90 (Relogio d'agua, Lisboa, 2000)

 


Soneto al frecor de una fuente
por Eusebio Niño Ráez

 

Recuerdo aquella tarde por las calles de Roma
Mis ojos recorrían la ciudad de las fuentes
Entonces tu sonrisa: alegre, franca, dulce
Despertó mi deseo; me conquistó otra vez.

Cogidos de la mano vagamos como niños
Ajenos por completo al resto de la vida;
Y mientras las palabras se nos amontonaban
El ruido de una fuente refrescó nuestro amor.

Cansados del paseo tus quietos pies descalzos
Buscaron acomodo al lado de los míos
Al tiempo que mis manos ansiosas de tu cuerpo

Recorrían tu espalda atrayéndote a mí.
Recuerdo aquella tarde cuando al final del día
El frescor de una fuente nos abrazó a los dos

 

 

 

 

 

 

 

 

© Eusebio Niño Ráez


La tarde nos observa
por José Antonio Elías

 

Estoy mirando el agua de tu vaso
oscura, fría, muerta, rota.
Siento cómo nos distanciamos poco a poco:
la tarde silenciosa nos observa.
Debemos admitir que el tiempo acecha,
socaba los cimientos de la historia,
pero de toda historia.
Nosotros nos hallamos en el medio
de un vals vienés rayado,
de un laberinto azul
cuyas salidas se encuentran dibujadas
entre las hojas de un calendario antiguo.
No es difícil salir:
pero a partir de ahora
tus horas y las mías,
tu ciudad y la mía,
estarán separadas,
sin relojes ni puentes que las unan,
por un jardín marchito
con árboles quemados...
¡Escúchame! ¿me oyes?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© José Antonio Elías




Crítica de la estulticia humana
Diálogos frente a una explosión nuclear en el centro de una gran ciudad

por Manuel Lasso

 

BERNARDO: ¿Qué ocurriría si un misil nuclear explosionase en el centro de una gran ciudad?
ORESTES: Sería algo espantoso. Algo extraordinariamente aterrador. Desde lejos se vería una inmensa bola de fuego y humo que se elevaría rápidamente y que cubriría casi la mitad de esa ciudad.
BERNARDO: ¿La mitad de la ciudad?
ORESTES: Tal como sensorialmente me percibe y escucha... Sería una explosión gigantesca que desde el principio habría destruído instantáneamente la mitad de esa urbe y estaría avanzando hacia el exterior a gran velocidad.
BERNARDO: Tendría que ser vista desde muy lejos...
ORESTES: Debido a su extraordinario poder destructor sólo se la podría ver desde gran distancia. Antes se la veía de cerca, sobre todo por algunos generales que tenían un delirio de grandeza tan desmesurado que no había con qué medírselas. Así con la enorme megalomanía que los aplastaba se llenaban las entrañas de licor y subían a una plataforma. Ahí, de pie, tambaleándose, con los ojos llorosos como si llevasen unas cebollas colgadas del cuello, cantaban el himno nacional y contemplaban la elevación del hongo de humo de la explosión.
BERNARDO: Para ver como la podrian usar...
ORESTES: Así es. Para elucubrar sobre la mejor manera de usarla en el campo de batalla. Ya sea durante un ataque a las fuerzas enemigas que parecían mansitas y que se iban a dejar o durante la retirada descontrolada cuando el adversario resultaba ser más recio de lo que se esperaba. En realidad esos pobres generalillos no sabían que el verdadero ojo del alma era el entendimiento como decía Aristóteles y no los binoculares ni el licor bebido a destiempo. Ulteriormente se descubrió que esos curiosos espectadores, a pesar de todas las medallas que les colgaban del pecho, desarrollaban enfermedades incurables. Desde ese momento la plataforma de los generales permaneció vacía durante las explosiones. Nadie volvió a presenciar esos espectáculos ni a cantar el himno nacional con medio litro de alcohol adentro... Esta es un arma que a un líder demente y cruelmente vicioso como Hitler, Calígula, Atila o Usama bin Laden les hubiese gustado poseer. Les habría iluminado el rostro de placer.
BERNARDO: ¿No se podría observar esto desde el hipocentro de la explosión?
ORESTES: ¿Cómo dice? ¿Observarla desde el centro de la explosión? ¡Qué está usted hablando!
¿Tanto se odia que se quiere autoeliminar? Si no es para tanto, hombre. Las cosas no pueden andar tan mal. Vamos, despierte...
BERNARDO: Estoy despierto. Simplemente preguntaba...
ORESTES: Pues, fíjese bien en lo que pregunta, porque puede dar la impresión equivocada... Observar desde el hipocentro sería imposible porque desaparecería instantáneamente en una descomunal masa de fuego... No quedaría de usted ni las huellas digitales ni esa insignia que lleva en la sien izquierda. La velocidad de esa explosión es mil veces más rápida que la de un parpadeo. ¿Me entiende?
BERNARDO: Sí, sí; le entiendo.
ORESTES: Esta explosión es más veloz que el pensamiento. Infinitamente más rapida que los dedos de un ilusionista. Bueno, tras la detonación nadie se daría cuenta que todo habría desaparecido como por encanto porque, como comprenderá, ya no existiría nadie para darse cuenta de nada. ¿Me comprende? En un instante la vida discurriría como de costumbre con sus deliciosas urgencias sexuales, con sus disyuntivas filosóficas y sus dilemas consecutivos. En el siguiente, la colosal bola de fuego ya habría destruído gran parte de la urbe y estaría avanzando, como si galopara, hacia la periferie... Media ciudad apotética y trascendente habría desaparecido en menos de un centésimo de segundo. ¿Me entiende lo que le quiero decir? En menos de un centésimo de segundo.. Bueno, allá usted si no me entiende...
BERNARDO: Le entiendo, le entiendo... En menos de un centésimo de segundo... Por supuesto... Todo sería muy rápido... ¿Haría mucho calor?
ORESTES: Si usted llama a eso calor. Yo no sé como llamarlo. La verdad es que sería peor que el más maligno de los infiernos porque la temperatura se elevaría hasta los diez millones de grados centígrados.
BERNARDO: ¿Diez millones de grados centígrados? ¿En el lugar de la explosión?
ORESTES: Tal como me oye...
BERNARDO: Eso debe de ser muy caliente, ¿verdad?
ORESTES: Imagínese usted... Si el agua hierve a cien grados. Como sería a diez millones... Desaparecería sin que nos diésemos cuenta.
BERNARDO: ¿Cree usted que en el infierno la temperatura también se podría elevar a ese nivel?
ORESTES: ¿En el infierno?... Eso tendría que preguntárselo a Virgilio o a Dante si es que se encuentra con ellos por algún recodo del camino. Ya deben de estar viejísimos, hombre... Aunque también es posible que no hayan cambiado nada y los podría hallar hasta con las mismas vestimentas, con el mismo bonete colorado y la túnica verde azulada. Por lo que yo sé, nadie ha regresado de ese viaje para contarnos esas cosas.
BERNARDO: ¿Qué pasaría con todo lo que existe en el centro de esa ciudad?
ORESTES: Todo desaparecería instantáneamente: los templos sagrados, los prostíbulos muy concurridos y los museos con sus exhibiciones eróticas especiales. Lo mismo sería con los seres humanos. Todos los sueños y ambiciones no logradas, los implacables deseos sexuales que no se calman con nada y las perezas de las que usted sufre perennemente y todos los odios y las envidias que nos tenemos los unos a los otros, se disolverían junto con los ladrillos y las columnas de acero y se convertirían en una masa de fuego y de polvo. Es muy horrible, demasiado horrible, mencionar esto; pero es la verdad.
BERNARDO: Nunca había escuchado algo semejante.
ORESTES: Lamentablemente es cierto. Parece una película de horror, de esas que pasan los domingos por la tarde. Es como una ficción, una exageración como las que yo le contaba a mi madre cuando era pequeño. Desafía al concepto del análisis de la experiencia en términos de sujeto y objeto; no obstante es terriblemente real. ¿Usted cree que yo miento?
BERNARDO: No, no; de ninguna manera. Por el contrario. Más bien, por favor, dígame, ¿sabe la gente como son esas explosiones?
ORESTES: La población en general no sabe como es esto. Todos hablan y leen acerca de las explosiones nucleares. Ven fotografías y videos; pero más se interesan cuando presencian algo erótico. Ahí hasta aplauden y gritan con impaciencia. Pero cuando se trata de un desastre nuclear no creo que el público en general sepa como sería eso en el momento real.
BERNARDO: ¿Qué pasaria a 16 kilómetros de la explosión? Un poco más lejos...
ORESTES: El calor infernal evaporaría el metal.
BERNARDO: ¿Quiere decir que un automóvil o un tanque de guerra que estuviesen encima de un montículo desaparecerían y en lugar de ellos solo se vería un cráter en el terreno?
ORESTES: Lo entiende usted muy bien. Su comprensión epistemológica aumenta con cada momento que pasa. Vaya, es como para felicitarlo... Es cierto, el vidrio de derritiría y se desparramaría por el suelo.
BERNARDO: ¿Como en los cuadros de Dalí?
ORESTES: Usted lo ha dicho. Los relojes se derritirían como si fuesen de cera. Se quedarían colgando de las ramas o de los cables del teléfono.
BERNARDO: Entonces ¿Salvador Dalí tuvo una visión profética?
ORESTES: Pudo ser algo intencional, una coincidencia o una profecía. Es que el arte de Dalí es algo serio como también lo es el subconsciente porque tiene materiales que aún no se pueden comprender. Ninguna ciencia tiene que agotar su campo para producir nexos necesarios entre sus contextos determinantes.
BERNARDO: ¿Entre sus qué, dijo?
ORESTES: Entre sus contextos determinantes.
BERNARDO: Le entiendo, le entiendo; pero ¿qué pasaría a 27 kilómetros del centro de la detonación?
ORESTES: Ya se imagina usted que en ese instante el hongo de humo de la explosión seguiría elevándose y formando sus volutas blancas. A esa distancia el inmenso calor incendiaría todo incluyendo a las casas.
BERNARDO: ¿No permanecería nada en pie?
ORESTES: Nada. Todo quedaría como un lugar eráceo con un solo arbolillo deshojado. Ahí debajo de ese arbolillo, en ese cosmos metafinito, tendríamos que esperar por Godot, comiendo zanahorias y arguyendo con Estragón.
BERNARDO: Mirando al reloj que colgaría de una rama...
ORESTES: Así es.
BERNARDO: Eso parecería un auténtico Apocalipsis.
ORESTES: Lo sería. De cuatro lugares diferentes de la enorme muralla de humo blanco, los cuatro jinetes del Apocalipsis emergerían completamente ilesos. Por un instante se detendrían mirando a todos lados, acomodando la empuñadura de sus lanzas. Al vernos espolearían a sus caballos hasta casi desventrarlos. Galoparían alocadamente, levantando el polvo radioactivo y se nos echarían encima, al compás de un grotesco, desagradable y estruendoso ruido de clarines, para despedazarnos con sus lanzas a los que estuviésemos debajo del arbolillo esperando por Godot y a los que no atinásemos a echarnos a correr en todas direcciones como si nos estuviesen persiguiendo todos los demonios y las almas del infierno y del purgatorio, con sus perros cancerberos y sus monstruos de cinco cabezas... Sería como una pesadilla...
BERNARDO: ¿Qué pasaría más allá de los 48 kilómetros del hipocentro de la explosión?
ORESTES: Con un calor tan intenso todo aquel que estuviese caminando por el campo, mirando distraídamente el brinco de los saltamontes o el vuelo de las avecillas, sufriría quemaduras graves.
BERNARDO: ¿Y a 89 kilómetros?
ORESTES: A esa distancia todo el que por curiosidad mirase al hongo de humo negro y polvo blanco para observar la luz brillante de la explosión sufriría una ceguera instantánea que no se la curaría ni Maimónides aunque viniese en persona a sobarle los ojos con el mejor de sus ungüentos... ¿Sabe usted quién era Maimónides?
BERNARDO: Sí, por supuesto. Era un médico filósofo de la antiguedad.
ORESTES: Bueno, ¿se imagina lo que hubiese hecho en este caso David Hume inspirado por su empirismo escéptico?
BERNARDO: Ya me lo imagino. Hume no hubiese creído en una explosión nuclear hasta no verla. El sólamente creía en lo que podía ver, oír, oler, degustar o palpar... Era de los que decían: La veo; por lo tanto existe... Entonces con mucho interés habría mirado al hongo de humo y fuego...
ORESTES: Me alegro que haya vivido en otra época. De otra manera habría pasado a la historia como Hume, el ciego. De todos modos Kant se encargó de hacerlo entrar en línea.
BERNARDO: Indudablemente. ¿No le gustaba a Hume volar cometas?
ORESTES: No lo sé. A Benjamín Franklin le gustaba hacer eso como si fuese un niño de babero. Era su pasatiempo preferido. Cuando no se hallaba discutiendo los detalles de la compra de balas y pólvora que se necesitaban para continuar la lucha de la independencia de las trece colonias norteamericanas Franklin se encontraba seduciendo a una dama de Virginia recién conocida con una flor en la mano o se le hallaba volando cometas blanquiazules con adornos dorados, corriendo como loco por las afueras de Filadelfia aunque estuviese lluviendo. Así inventó el pararrayos. ¿Conoce usted el pararrayos?
BERNARDO: Claro, por supuesto. Siguiendo con nuestras preguntas. ¿Habrían muchos muertos?
ORESTES: Habrían muertos hasta en los lugares donde menos nos imaginamos. Serían incontables como en los tiempos de la Muerte Negra. Las víctimas se encontrarían en diferentes posiciones tiradas en los techos, en las plazas, agarrados de los bordes de sus botes a las orillas de los ríos, aferrados de las cuerdas de los campanarios, sentados en los confesionarios con la cabeza reclinada a un lado o entresacando los pies con sus zapatos por las innumerables ventanas de los palacios. Y lo que es más, los jinetes del Apocalipsis deambularían por todo sitio y sin desmontar les darían vueltas a los cadáveres panzones con la punta de sus lanzas y los hincarían para confirmar si estuviesen muertos o no.
BERNARDO: ¿Y si los muertos se levantasen?
ORESTES: ¿Cómo que se levantasen?
BERNARDO: Sí. Que se levantasen y se echasen a andar por ahí. O que se empinasen para descolgar los relojes de las ramas...
ORESTES: Aquí nadie se levantaría ni se empinaría ni se agacharía... ¿Para que se tendrían que agachar?... El que estuviese muerto estaría bien muerto.
BERNARDO: Entiendo. ¿Y los generales?
ORESTES: ¿Qué hay con los generales? ¿Cree que estarían cantando el himno nacional?
BERNARDO: No, no. Me refiero a que si estarían muertos.
ORESTES: Bueno, si esos oficiales genocidas, responsables del desaparecimiento de innumerables compatriotas, habrían estado husmeando por ese lugar también habrían muerto. Estarían inmóviles, con sus uniformes muy limpios y sus medallas bien pulidas en el pecho, con sus lentes oscuros y sus bigotazos negros... Y no estarían oliendo a flores...
BERNARDO: Muertos como héroes...
ORESTES: Es posible. Habría que enterrarlos. Y es que los generales también son humanos.
BERNARDO: Que trágica sería esa escena... Mi padre también era militar.
ORESTES: Lo siento mucho por usted y por su padre, créame; pero como decía en ese momento nadie envidiaría a nadie ni habría quien pudiese odiar a sus semejantes. Estando muertos nadie puede odiar a los demás.
BERNARDO: ¿Se acabaría el odio racial con esa destrucción nuclear?
ORESTES: En efecto. Es lamentable que primero se tenga que producir un desastre nuclear para que se enmienden estas conductas viciosas; sin embargo es posible que con esta catástrofe extrema se acabe ese odio inexplicable que algunos seres humanos sienten por otros. Se terminaría el odio en todas sus formas y manifestaciones. Porque nadie es superior a nadie, en ningún orden, aunque algunos se atribuyen esa capacidad con la única justificación de su albedrío.
BERNARDO: ¿Y el abuso de las mujeres?
ORESTES: De esa manera también se acabaría esa otra estulticia humana que es el abuso al que se ha sometido a las mujeres desde que el Homo Sapiens empezó a pronunciar palabras en vez de emitir gruñidos cada vez que deseaba aparearse. Ya es tiempo de acabar con esa barbaridad.
BERNARDO: ¿Y las dictaduras y torturas?
ORESTES: También desaparecerían. Ya no habrían militares ni civiles que se apoderarían del gobierno por la fuerza y se acomodarían en un sillón presidencial para romper en pedacitos la Declaración de los Derechos Humanos y tirarlos por todo el piso para que los recojan los encargados de la limpieza. Tampoco habría quién ordenase el desaparecimiento forzado de sus oponentes políticos.
BERNARDO: ¿Y los torturadores?
ORESTES: No habría ningún torturador que de puro placer le metería una descarga eléctrica al dídimo de un pobre preso inocente simplemente para confirmar las relaciones ontológicas que existen entre el todo y sus partes como quien dice para verificar que la electricidad se conduciría igual y distributivamente entre el órgano total y sus células integrantes.
BERNARDO: Disculpe... ¿pero qué es el dídimo?
ORESTES: ¡Pero hombre!... ¿Es que no lo sabe?... El dídimo es lo que está debajo del epidídimo.
BERNARDO: ¿Y que es el epidídimo?
ORESTES: Eso se lo tendrá que preguntar a Vesalio. No me diga que eso tampoco sabe. Hombre, si es algo muy elemental. Si no hubiese sido por el dídimo o por la gónada de las hembras ni el Homo erectus ni el Homo sapiens hubiesen podido existir... Ni tampoco las pinturas rojiazules de las cuevas de Altamira... o las de Chauvet-Pont-d'Arc... Fueron muy indispensables en la evolución del ser humano... A lo único que no se puede aspirar es a la eternidad...
BERNARDO: Por supuesto... Le entiendo, le entiendo... Claro, la eternidad...; pero dígame, ¿habrían muchos heridos?
ORESTES: Una innumerable cantidad de heridos se quedarían abandonados en el anillo exterior de la explosión. Sería muy horroroso porque estarían apilados unos encima de los otros, aunque no les gustase estar así, gimiendo de dolor y retorciéndose en el suelo; pero nadie podría venir a socorrerlos. Porque no habría nadie que pudiese ayudar a nadie. Sería muy triste, muy lamentable. Se parecería al final de una batalla de los tiempos antiguos, con los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando con sus estandartes, soplando sus clarines y anunciando la victoria en todas direcciones.
BERNARDO: ¿Sería como en las pinturas de Bruegel?
ORESTES: Algo parecido o tal vez peor. Algo inmensamente más pavoroso. Sinceramente no desearía que ni usted ni yo estuviésemos en ese lugar.
BERNARDO: ¿Y los sobrevivientes?
ORESTES: Sobrevivirían los que se encontrasen muy lejos de la explosión; pero a veces pienso que sería mejor no sobrevivir.
BERNARDO: ¿Por qué?
ORESTES: Porque esos pobrecillos, aunque se corriesen, se agachasen o se ocultasen, sufrirían indescriptiblemente. Las quemaduras y las enfermedades mortales que se producirían a continuación serían terribles. Sería una hecatombe, una apocalipsis, una unidad abstracta que ya no podría retornar racionalmente al mundo de los fenómenos. Algo que no se podría comprender. Lo peor sucedería si se produjese un Invierno Nuclear.
BERNARDO: ¿Qué es eso?
ORESTES: Como ya lo he explicado anteriormente, si se produjese un Invierno Nuclear, todo el polvo y los residuos de la terrible explosión formarían una enorme nube alrededor del planeta. No se vería la luz del sol por un tiempo indefinido y todas las plantas y animales dejarían de existir. Sería como una noche perpetua. El que quisiese ir a visitar a la mujer del prójimo lo podría hacer sin ser visto. Además la inmensa radioactividad acumulada en esa nube global caería sobre la tierra y contaminaría a los seres humanos. No habría nada que comer ni beber. Hasta los caballos de los jinetes del Apocalipsis se quedarían sin pasto con que alimentarse. Permanecerían quietos, relinchando y resoplando, en espera de que todos terminasen de morir. En corto lapso toda la humanidad habría dejado de existir.
BERNARDO: ¿Toda la humanidad?
ORESTES: Así como me está escuchando. Ignotum per ignotius. Hasta ahí habría llegado la múcura...
BERNARDO: ¿No quedaría ni un solo Homo Sapiens escondido por algún lugar?
ORESTES: Probablemente no. A todas las especies les llega su término y ese sería el acabamiento del Homo Sapiens. Así habríamos llegado al final de la historia universal sin haber encontrado aún la mejor manera de gobernar a nuestra sociedad política y sin haber respondido a todas las preguntas con las que constantemente nos quedamos perplejos.
BERNARDO: Eso parece ser lo más lamentable. ¿Podría esta explosión producir un Invierno Nuclear?
ORESTES: Se necesitan cien megatones para producirlo.
BERNARDO: El de esta ciudad sólo es de veinte.
ORESTES: Así es. Pero si alguien hace estallar una de estas bombas habría una reacción que podría ser de más megatones. No creo que ninguna nación se quedaría sin responder; salvo que no tuviese con qué hacerlo. Si se produjese un intercambio nuclear entre varios países, sobre todo si un demente lanzase, por presumir y por hacer alarde, un misil perdido para que cayese por donde fuese como si se tratase de un petardo de feria de pueblo, entonces se podrían acumular cien o más megatones y la llegada del Invierno Nuclear sería inevitable. Luego apaciguarían sus conciencias echándole la culpa a los daños colaterales.
BERNARDO: Eso es absurdo; pero, ¿podría realmente suceder eso?
ORESTES: Eso va a suceder. Tarde o temprano sucederá. Lo único que podemos hacer es evitarlo o prevenirlo por el tiempo más prolongado que podamos. Estuvo predicho desde el momento en que un ser humano muy velludo levantó una piedra negra para lanzársela a un semejante, también muy peludo, que daba saltitos y miraba con mucha excitación a la hembra del prójimo. Ahora lanzamos misiles nucleares. Todo esto está incluído en las Sagradas Escrituras y en el sentido común de las gentes. Ya estamos muy cerca del acosmismo y del nihilismo...
BERNARDO: Perdone; pero ¿qué es el acosmismo?
ORESTES: ¿No lo sabe? Oiga... Tiene usted que regresar a clases y revisar sus notas de filosofía... Un revolucionario que no está preparado y que no sabe bien su teoría es presa fácil del adversario en el campo de batalla... Hay dos clases de revolucionarios: el bueno y el mediocre. El bueno es el que está bien formado doctrinal y militarmente. Es el que puede dar una explicación detallada de las armas que porta y el que puede intuir y calcular de antemano la estrategia y la táctica del oponente; al mismo tiempo puede escribir un poema o redactar un brillante ensayo filosófico-sociológico. Ese puede presentar una buena batalla y puede triunfar. Al otro, al que no tiene convicción y no está preparado, el enemigo se lo engulle y lo mastica y escupe sus pedacitos ensangrentados entre los árboles.
BERNARDO: ¿Cree usted que siempre habrán revolucionarios?
ORESTES: ¡Qué preguntas son ésas! Por supuesto que siempre habrán revolucionarios, cualquiera que sea la época, porque el espíritu revolucionario es parte de la naturaleza humana. Continuamente habrá una razón o una causa que llamará a la acción al joven revolucionario del momento.
BERNARDO: ¿Qué decía acerca de las Sagradas Escrituras?
ORESTES: Decía que ya estamos muy cerca del acosmismo y del nihilismo total. Lo que no sabe es el momento. Las manecillas del reloj ya están girando y sólo es cuestión de tiempo. Estos misiles nucleares ya están emplazados apuntando a los respectivos oponentes. Todos quieren tener su propia bomba atómica para provocar miedo y amenazar al país vecino. Es como si a varios niños buscapleitos se les diesen revólveres cargados para que jugasen a tirarse al blanco los unos a los otros y a ver qué pasa. Quizás ellos actuarían con más sensatez. Los niños muchas veces tienen un sentido común más grande que los adultos. Les podríamos dar unos caballitos de madera para que montasen y jugasen a ser los cuatro jinetes del Apocalipsis; pero tendrían más cordura.
BERNARDO: ¿No es acaso tiempo de llevar a cabo un desarme nuclear?
ORESTES: Lo es; pero nadie quiere desarmarse para no perder la seguridad o superioridad que han alcanzado con estas armas. Es como si las grandes potencias hubiesen conseguido un juguete maravilloso que no les gustaría perder... Y es que el Homo Sapiens a pesar de haber creado una civilización muy avanzada, que puede inquirir al mismo tiempo en los extremos del universo y en las intimidades del átomo, sigue siendo un ser viviente muy inmaduro... Cuando se habla de desarmes todos los gobernantes se comportan como Maquiavelo. Se hacen los desentendidos como si la cosa no fuese con ellos o como si la hecatombe no los iría a alcanzar. "Sí, estoy de acuerdo en que se lleve a cabo un desarme," dicen. "Pero que se desarmen los demás. Yo estoy bien así. ¿Para que me voy a desarmar? A mí me gusta tener mis bombas en los bolsillos." Es increíble como la gente puede razonar en momentos tan peligrosos... La epistemología sentencia que sus pensamientos no son verdaderos; empero como decía, solo falta apretar el botón detonador. Además hay líderes enajenados y enanos dementes y rabiosos que no tendrían ningún reparo en apretarlo con tal de salirse con las suyas aunque perdiesen la vida en el intento porque, según ellos se estarían inmolando por sus ideales.
BERNARDO: ¿Inmolando por sus ideales? ¿A tanta imbecilidad pueden llegar estos líderes?
ORESTES: A tanta y a peor. Esa es la más grande de las estulticias... El ideal de un solo individuo es más importante para él que la sobrevivencia de toda la humanidad.
BERNARDO: ¿Por qué mejor no se va a un rincón y mirando a la pared se pega un tiro en la sien diciendo que lo hace por su patria y por sus ideales?
ORESTES: Está usted aprendiendo; se nota, se nota...
BERNARDO: ¿Qué se podría hacer entonces?
ORESTES: Lo que podemos hacer es ya harto conocido; pero a pesar de eso no actuamos porque estamos paralizados por nuestra abulia natural. ¿Se da cuenta que esto es también parte de nuestra estulticia? Nuestra dificultad no radica en no saber que hacer porque eso lo sabemos muy bien. Nuestro dilema consiste en no hacer o en no poder hacer lo que sabemos que tenemos que hacer. De todos modos mencionaré algo que es muy obvio y que ya se sabe hasta la saciedad. En primer lugar hay que usar más madurez para resolver pacíficamente nuestros conflictos en vez de acudir ciegamente al método primitivo de la guerra en nombre de nuestros patriotismos y de nuestras dignidades nacionales. Segundo, todos deberían de deshacerse de sus armas nucleares, sin excepción. Hay que dejar de posar como Maquiavelos porque el Invierno Nuclear no discrimina. Afecta a todos. Tercero, hay que detener del modo que fuese posible a todo demente fanático que amenace con usar armas de este tipo. Pueden haber otras soluciones; pero lo importante es empezar de una vez. Para esto no hay necesidad de escribir fórmulas matemáticas. Lo que se tiene que hacer hay que hacerlo inmediatamente.

 

© Manuel Lasso
Las exploraciones estéticas de Manuel Lasso en:
http://hometown.aol.com/prvasq131195/



Venancio y los Spams
por Fernando Luis Pérez Poza

 

Venancio Cienfuegos nunca había estado más harto. Era tan torrencial la lluvia de spams que llegaba a su buzón que ya no sabía lo que hacer. Y lo malo es que todos los mensajes vapuleaban sin piedad su amor propio. Que si alargue su pene, tome viagra, busque pareja. ¿De dónde habían sacado aquellos publicistas majaderos que él la tenía corta o pequeña? ¿Cómo podían haber adivinado por la vía informática que rara vez se comía un rosco y cuando lo hacía era tan rápido que aquello no se podía calificar ni de precoz? ¿Cómo diantre se habrían enterado de que estaba soltero y buscaba pareja? La lluvia de mensajes era meteórica y todos le hurgaban en la herida como un dedo en un ojo. Cada vez que encendía el ordenador y descargaba el buzón, su ego masculino se venía completamente abajo y quedaba tan exánime que era incapaz de restaurarlo ni aún acudiendo a las más excitantes Web porno.

El asunto venía de atrás. Pero no. No vayan a pensar mal. Venancio no era maricón. Venía de atrás en el tiempo, se entiende, de la época de la Picolino. Aquella tarde en la que comenzó su calvario habían ido a bañarse al río. De chicas solamente acudiera Blanca. Hacía tanto calor que no apetecía salir del agua. Era una poza situada en medio del bosque, ajena a todas las miradas indiscretas y con frecuencia la pandilla se desplazaba hasta allí en bicicleta para estar a su aire. Para llegar era preciso subir dos o tres kilómetros cuesta arriba por la carretera de Carba y, a la altura del cementerio, desviarse por un camino pedregoso donde el sillín torturaba hasta extremos increíbles las ingles y alguna que otra cosa más. En el tramo final, hasta llegar al río Riofrey, no quedaba otra alternativa que cargar a hombros con la bicicleta monte a través, entre una maraña de tojos espinosos, rocas y árboles. Ese era el arancel que había que pagar para poder lograr un poco de intimidad.

Cuando Blanca lanzó un grito de "socorro que me ahogo" todos los muchachos, incluido el Cienfuegos, se lanzaron al agua y nadaron desesperadamente hasta el remolino que amenazaba con engullirla. Se trataba de una zona profunda a la que no solían acercarse pues no les inspiraba mucha confianza pero por razones que quizá sólo el destino podría contar, y no se le ve intención alguna de hacerlo, lo cierto es que el estilizado cuerpo de la muchacha se vio arrastrado hasta allí. La situación era extrema, de vida o muerte. La cabeza de la víctima se hundía y volvía a salir en el intento de dar tiempo a ser rescatada. Los ojos congestionados. El rostro amoratado por la falta de aire. Así que, cuando sintió a sus compañeros cerca, alargó los brazos y se aferró con toda la fuerza que le quedaba a lo primero que pilló.

Bueno. La cara que puso Venancio cuando sintió aquel salvaje tirón entre sus piernas, fue todo un poema. Y no digamos el grito que lanzó. Cualquier lobo en noche de luna llena lo habría envidiado a carta cabal. Después nadó como pudo hasta la orilla sin que el lastre que llevaba colgado de sus partes soltase en ningún momento la presa. Hierro, dedos de hierro, con esos términos se atrevió a calificar el héroe la mano que lo agarró, ya un poco repuesto del acontecimiento, después de comprender y casi experimentar con la misma intensidad que los protagonistas el mal trago que debían pasar los eunucos o los niños cantores de Viena, en la antigüedad, cuando los operaban: a unos para que el harén estuviera a salvo y a los otros para prolongar ad aeternis el timbre de soprano de la voz.

El resto de los compañeros no cesó en toda la tarde de gastarle bromas a base de comentarios jocosos que estimulaban los ya de por sí ardorosos y juveniles cuerpos de los presentes. Que si los cataplines por aquí, que si vaya salvavidas, que si Blanca tuvo suerte porque mira que era difícil encontrar una bolla tan diminuta. Cuando la excitación generalizada degeneró en una improvisada cama redonda, el pobre Venancio no pudo hacer nada, de tan doloridas que le habían quedado sus vergüenzas y tuvo que conformarse, como luego resultaría ser la tónica dominante de su vida, con ejercer de "voyeur", pues casi siempre que alguna se le ponía a tiro, fuera por"h" o por "b" o por "m" de mala suerte, el asunto se torcía, nunca mejor dicho, de la manera más inverosímil y, la rara vez que lograba alcanzar la consumación del evento, la faena no llegaba a rebasar la categoría de un anecdótico suspiro proferido antes de tiempo.

Tome Diazepam sin prescripción médica, sin necesidad de recurrir a Hipócrates. Solucione sus problemas con Viagra. Alargue su pene y si no queda satisfecho le garantizamos la devolución del dinero. Día a día el buzón de correo electrónico se colapsaba de basura publicitaria, que para más INRI venía en inglés. ¿Pero qué se habían creído? ¿Qué era un neurótico? ¿Quién les habría contado lo de su Pulgarcito? ¿Hasta cuando en Internet iban a violar sistemáticamente su intimidad, sus más profundos, inmostrables e inconfesables secretos?

La lucha era difícil pero no imposible. Venancio sacó fuerzas de la flaqueza y rebuscó en la red la fotografía de unos atributos que cantasen a la vista por sí solos, los recortó con la tijera e hizo un collage aplicándolos sobre una foto suya. Luego integró el resultado en un mensaje bajo el rótulo: ¡No necesito Viagra! ¡Esto ya no puede ser más grande! ¡En mi harén ya no hay sitio para más tías! Y finalmente lo lanzó a los cuatro vientos, a todas las direcciones del Outlook que había en su agenda, especialmente a aquellas de donde provenía la publicidad y que había ido guardando celosamente. Tal vez así, al comprender los publicistas que no necesitaba todo aquello que le ofrecían, lo dejarían en paz y lo borrarían de su base de datos. Sí. Aquello era la solución. Sería como una vacuna que pondría fin a aquella lluvia incesante de mortificaciones si le daba algún tiempo para que hiciera efecto, así que apagó el ordenador y permaneció sin encenderlo varios días.

Venancio reconocía que algún problemilla padecía. Aquella historia de Blanca, a la que todo el mundo conocería con posterioridad como "la Picolino" por aquello del anuncio de colchones: ¡A mí plim. Esta noche a dormir con Pikolin!, le había bajado la moral. Era como si los cables de contacto de su batería se hubieran cruzado y provocaran un cortocircuito. En la mayoría de las ocasiones: o se quedaba corto y le explotaba el motor nada más empezar o ni siquiera lograba arrancar. Pero... ¡El asunto no era como para sufrir aquél bombardeo de spams!

Lo que más le dolía es que había sido el único, prácticamente el único adolescente de la ciudad que se quedó sin catarla antes de que los padres de la chica se enterasen de su ligereza de cascos y la internasen en un convento de clausura. En ocasiones posteriores a la del río que se le presentaron, ella le dijo que lo consideraba un buen amigo, por haberle salvado la vida, y con los amigos le resultaba imposible hacerlo. Con el resto no le importaba. Era algo que no le costaba trabajo y que por las caras que ponían cuando estaban encima veía que los hacía felices. Y a fin de cuentas, en la vida tal y como decía la religión.... ¿No se trataba de eso? ¿De hacer felices a los demás?

Cuando al cabo de una semana encendió de nuevo la computadora, no se lo podía creer. No sólo el número de spams se había incrementado sino que además no paraba de recibir comunicaciones de mujeres que le daban la dirección y le hacían proposiciones. -¡Quién hiciera suyo ese paquetón!-le decía una u otra, entre otras tantas lindezas que no viene al caso transcribir por el elevado tono erótico del que hacían gala. Pero, de todo, lo que más le molestó fue el retintín de la charcutera, muy aficionada a Internet, que cada vez que lo veía entrar en la tienda se ponía a hablar a gritos de lo hermosa que era la longaniza del país o la frutera, tal vez por derivación de la primera, que no perdía ocasión de cantar en su presencia las excelencias del pepino, el plátano y el calabacín autóctono.

Fue entonces cuando Venancio se dio cuenta de que estaba aviado y que no le quedaba más remedio que acostumbrarse a toda aquella basura y aprender a manejar con soltura y sin remordimientos el botón de la Delete. Eso sí, de lo que estaba convencido es de que jamás pasaría unas vacaciones en Orlando. ¡Eso ni en pintura! ¡Ni aunque le regalaran el viaje!

Agosto 2003

 

© Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
Mis libros en papel: tallerdelpoeta@mundo-r.com
www.tallerdelpoeta.com


Laura
por Guillermo Ortíz

 

Habían pasado tantos días para su madre que, cuando abrió la puerta de su casa para dejar entrar al chico que le traía cada mañana la compra del supermercado, casi se desmaya al comprobar que quien estaba al otro lado de la puerta era su hija Laura. Con la cara golpeada. La ropa sucia y muerta de frío. Tiritando. Sintió que iba a echarse a llorar pero consiguió evitarlo y avisó a su marido con un grito: "Luis, la niña". Y la niña cayó de bruces sobre el parqué de la entrada a la casa vencida por el sueño, el cansancio y la fiebre.

A la mañana siguiente, como le venía sucediendo en los últimos días, no sabía dónde estaba. Intentó levantarse pero no podía. Estaba asustada porque parecía reconocer todo lo que le rodeaba pero no conseguía acordarse de nada. Al poco tiempo entró una mujer. Era su madre. Le traía una manzanilla y unas galletas, pero Laura no tenía hambre. Lo rechazó todo con un gesto y tuvo la intención de seguir durmiendo. Antes consiguió decir algo:

— "Mamá". Tras lo cual la madre se acercó corriendo a la cama de su hija y le acarició los cabellos, susurrando
— "Díme, hija"
— "¿Dónde estoy?"
— "En casa, amor, en casa"
— "¿ y Carlos?"
— "No hay ningún Carlos, mi niña, no hay ningún Carlos. Duerme tranquila"

Tras lo cual, Laura pareció sonreir, relajó todo el cuerpo y se acurrucó de lado mientras su madre le colocaba bien la manta y abandonaba el cuarto mirando la esquina donde estaban acumulados todos los peluches y los juguetes que le habían ido comprando prácticamente hasta que cumplió los 18 años.

La fiebre fue remitiendo y, poco a poco, Laura iba pasando más tiempo levantada que en la cama. Se sentaba delante de la televisión y no decía demasiado. En cualquier caso parecía estar mucho mejor y ya se acostumbraba a las cosas que solía hacer antes de escaparse de casa: a las infusiones, a jugar con su perro Ramón que iba todas las noches a dormir con ella, a acurrucarse a su lado para no pasar frío, incluso volvió a dibujar. Cosas sencillas, es cierto, pero volvió a dibujar. Sus padres preferían no sacar el tema. La niña todavía no recordaba muchas cosas, y nunca les contestaba cuando intentaban buscar razones a su huída. Por supuesto que querrían saber todo: por qué se fue, por qué tardó tanto tiempo en dar señales de vida, incluso por qué volvió y, claro está, quién la dejó en ese estado. Sin embargo preferían callar de momento. Callar y cuidarla. Lo importante no es que recordara, sino que lo olvidara todo cuanto antes y volviera a ser la joven estudiante de bellas artes que había sido hasta hace un mes.

La primera vez que Laura Rodríguez salió a la calle lo hizo con su madre y parecía aterrorizada. El doctor la tenía bajo un tratamiento muy fuerte y se mareaba a menudo. Le costaba mucho andar, parecía haber perdido la costumbre. Consiguieron dar juntas una vuelta a toda la manzana y, cuando se sentaron en el banco que quedaba justo enfrente de la panadería, le dijo a su madre: "Gracias por todo. No volverá a pasar. Lo siento mucho". Y por primera vez desde que volvió a casa, Laura se echó a llorar mientras su madre la abrazaba y le secaba las lágrimas. Cuando volvieron a casa, el padre ya no estaba. Se había marchado a jugar a las cartas. Sobre la mesa había un mensaje: "Ha llamado Carlos". Laura volvió a echarse a llorar.

Carlos cuelga el teléfono y se vuelve al sofa-cama donde está viendo un partido de fútbol. Recuerda su cara. La cara de esa chica que llora. No puede quitársela de su cabeza. Él estaba en el autobús y la chica tiritaba y lloraba. Tenía marcas en la cara. Alguien le había pegado. La gente miraba sin querer verla. Se acercó. La chica se llamaba Laura. Tenía hambre. Estaba sola y tenía hambre. Se bajaron en la siguiente parada, le preguntó: "¿de dónde eres?", pero ella no quiso decir nada. Tiritaba. Compró algo de comer en una hamburguesería y se lo dio. Empezó a comer ansiosa pero de pronto lo vomitó todo. " Te voy a llevar a un hospital, Laura" le dijo él, pero ella se negaba. Carlos recuerda que no sabía qué hacer. Al cabo de un rato de estar sentados en un banco en medio de la calle, ella le dijo: "llévame a casa" y sacó de una cartera vieja una tarjeta de visita: "Doctor Luis Rodríguez. Doctor Esquerdo 17 3º C. Tfno. 91 365 91 45". Cogieron un taxi. El le apretaba la mano y le hablaba para que no se durmiera. Le hablaba de él: "me llamo Carlos, tengo 25 años, trabajo en el aeropuerto. Un día vendrás a verme y miraremos juntos los aviones despegar". Llegaron a la calle, la puerta estaba abierta. La cogió en brazos y la dejó en la puerta de su casa. Guardó la tarjeta de visita, llamó al timbre y prefirió marcharse. No quería dar más explicaciones. Laura, que no había dicho nada en todo el trayecto, se volvió y le dijo: "adiós Carlos". Una señora mayor, de unos 60 años, abrió entonces la puerta. Parecía que se iba a echar a llorar.

Carlos se acuerda de ella cada día, pero hasta hoy no se había atrevido a llamar. De algún modo se sentía culpable de que a la chica le pudiera haber pasado algo. Lo más sensato, en aquel estado, hubiera sido llevarla al hospital. Tenía miedo de que al llamar a ese teléfono respondiera la señora mayor, que le dijera que Laura había muerto o que estaba muy grave. Tenía miedo de que se lo cogiera Laura, volver a hablar con ella, quizás que no le recordara. Pero ahora estaba decidido a seguir intentándolo. Durante cinco días llamó pero no consiguió hablar con ella. Siempre aparecía esa voz que le decía que no estaba y que le dejaría el mensaje. Pensó en ir a verla, imaginaba pasear con ella por la calle, que le contara todo lo que había pasado, cómo había llegado a esa situación. Pese a los golpes era una chica tan guapa. Imaginó el momento en el que se volvieran a encontrar y los días que seguirían a ese momento: los dos tumbados en los jardines frente al Palacio Real, sentados bajo un árbol mientras él acariciaba su pelo y ella recostaba la cabeza en su pecho.

A las dos semanas de que Laura hubiera vuelto a casa, el teléfono volvió a sonar más o menos a la misma hora. Esta vez Laura le dijo a su padre que ella lo cogería. Se acercó firmemente y dijo:

— "¿Sí?"
—"¿Laura?,¿eres tú?"
— "¿sí?"
— "Soy Carlos".
Laura calló y por un momento recordó todo.
— "No sé quién es usted. Pero por favor deje de molestar a mi familia." Y colgó. Carlos creyó confundir los pitidos del teléfono con los latidos de su corazón.

© GUILLERMO ORTÍZ: Encargado de la sección "El temazo" en la página web "Notodo.com" (2003-...) Responsable de minutaje en la empresa Sofrés ( medición de audiencias) (abr.2003-...) Agente de reservas trilingüe (español-inglés-francés) en la cadena hotelera Sol Meliá (ago.2002- feb.2003) Profesor de inglés, informática y letras en la academia Sylvan (feb.2002-ago.2002) Profesor de Geografía e Historia en el colegio bilingüe Willoughby College (sep.2000-jun.2001) Redactor bilingüe de noticias en la empresa Miguélez Sports para los portales de Internet Dailysoccer.com y Futboldiario.com (sep.2000-mar.2001)Responsable de personal y contenidos para la empresa Daiily Sports NV, sita en Haarlem ( Holanda) (mar.2001-jun.2001) Colaborador free-lance para el periódico "El Mundo" (2001)


La ideología existe
por José Repiso Moyano

 

Cualquier idea originariamente fue mito -por ejemplo fue mito la primera idea de "Se puede llegar a la Luna", "Todos nacemos iguales en derechos" o de "La mujer puede participar en la política"-; progresivamente -algo progresa porque va en función de la consecución de una idea sobre el contexto de lo real- la idea puede convertirse en causa no solamente individual, sino social, es decir en una ideología. Por tanto toda ideología existe, y necesariamente con un origen de idea, de imaginación, de invención, de mito provocado por un trans- fondo de experiencia o cultura. ¡Ah!, pero no cualquier idea tiene el éxito espe- rado; sencillamente porque le contraviene lo factible racionalmente en cuanto a lo realizable de acuerdo con las leyes físicas de la Naturaleza.

Una vez que un grupo social o una sociedad sigue una ideología la fundamenta en principios y estos principios son morales, en su esencia. Téngase en cuenta que todos nuestros principios son morales porque inciden sobre el comportamiento individual o social, ya sea la libertad, la belleza, etc. Por tanto rigen sobre todo lo que el ser humano hace, porque le enseñan el modo de actuar, el modo de orientarse socialmente. Sí, lo que ocurre es que un principio o valor puede ser manipulado por algún poder fáctico como lo ha hecho la Iglesia, el poder político o el poder económico; así, no es el principio lo que verdaderamente falla, sino una deslealtad, una falta de confianza en él.

A pesar de todo, los principios o valores existirán porque se han educado durante milenios, porque forman parte de la naturaleza humana, porque nos han hecho. Aunque pasemos ahora una crisis de confianza en nosotros mismos, por muchas confusiones, por una soberbia económico-intelectual-pasota de derribar toda ideología, ahí están ellos en el subconsciente colectivo.

De veras creo que el ser humano es ahora terriblemente soberbio: nunca ha tenido más y mejores medios para conseguir sus ideales. Pero está confuso. Los supuestamente mejores filósofos del mundo se ponen a preguntarse sobre qué es la libertad en vez de creer de seguido en ella como lo han hecho miles de millones de seres humanos que nos han precedido. No importa tanto apuntalar la definición de libertad, sino saber -como se ha sabido- lo que no es: esclavismo, opresión de pueblos, manipulación de toda la economía, negación de culturas, negación de ideologías, negación de libertad de expresión, desproteger a los débiles, maltratar a la mujer, etc. Pienso que el ser humano debe corregir sus errores, transferir dignamente sus principios, evolucionar. Así, salir de estos problemas es más libertad, o más progreso de libertad, pero sin fin; como sin fin es el camino del amor, de la esperanza o de cualquier ideal.

"Esto no se puede definir" he escuchado a un pensador de un concepto subjetivo. Si lo hubiese escuchado Platón le hubiera seguro tirado de las orejas. Inténtelo y luche por lo que ha definido.

También lo que ha propiciado la confusión es la idolatría de lo fácil que exonera de cualquier compromiso o incomodidad, por odio a lo que es ingenioso o revolucionario -se cree, difundido por la religión y el poder dominante, que es perjudicial, cuando es lo que nos hizo y lo que nos guió-.

Ahora ya no bastan las ideas geniales o la lucidez del sabio, sino tener una fuerte compañía comercial detrás, tener simpatía y fotogenia para la hipócrita oratoria; sino el juego sucio de la manipulación de los medios de comunicación que pinta de inteligente al tonto, de sensato al charlatán o al gazmoño que siempre suele tener muchas influencias y, sobre todo, ha lamido muchos culos rezando a Dios al mismo tiempo. Y lo primero que hacen para rebatir es acusar al otro de grosero; por supuesto, Colón, Galileo fueron "groseros" porque rompieron con la armonía "divina" o con la cortesía cruel y regresiva de la ignorancia. Toda innovación siempre es algo "grosera", pero con virtuosidad de fondo.

En mi caso, sólo me siento realizado en un uno por ciento, ningún proyecto mío ha sido permitido; vale lo necio siempre que huela a mediación de los poderes fácticos. Un amigo argentino me dice: "¿Cómo pueden mejorarse las cosas si, los que intentan mejorarlas, son pisoteados?". Lamentablemente es el negocio, pero ¿hasta cuándo?

© JOSÉ REPISO MOYANO


Sueño americano
por Aymer Zuluaga

 

Luego del primer trago, los demás ya no le provocaron ese ardor como de piedras con muchas aristas que bajaban recorriendo a gran velocidad su garganta. Por el contrario, sentía que las piedras eran cada vez mas redondas, más pequeñas y más suaves, o al menos tan suaves como puede llegar a ser algo tan duro. No era la primera vez que bebía, pero sí la primera que lo hacía con la intención de embriagarse. Estaba mas que enterado de los efectos devastadores que el licor causaba en su organismo y en su estado de ánimo; pero veía en aquello la oportunidad de perder su estado consciente sin recurrir al sueño.

La taberna donde estaba no la había elegido al azar, llevaba varios años pasando por allí cuatro veces al día mientras se desplazaba de su casa al trabajo y viceversa. Siempre le había parecido un sitio frío donde iban los vecinos a tratar de llenar sus vacías vidas, por lo tanto no había reparado mucho en la gran puerta azul cuya madera evidenciaba ya el deterioro normal de los años, y la docena de manos de pintura que sobre ella habían aplicado. La manija de la puerta era de un color cobrizo, que en nada beneficiaba la estética de la puerta, pero que al parecer hacía juego con el color de cabello del tabernero.

Sobre el mostrador y aunque las grandes manos del tabernero se esforzaban por limpiar, estaban los redondeles que dejan los vasos mojados al solo contacto con el vidrio puesto sobre la mesa. La presencia del vidrio no solo se limitaba a mantener la madera del mostrador seca y facilitar la permanente labor de las grandes manos, sino que el sonido que surgía al poner sobre el vidrio los vasos ya vacíos de licor, simulaba un brindis tardío en soledad.

Las manchas de los vasos formaban entre sí distintas figuras, por ejemplo aquella donde estaba el vecino con cara de envidioso, parecían los anillos de los juegos olímpicos; mientras que la que formaba él con su copa siempre llena era estudiadamente un solo círculo perfecto, intencionalmente le gustaba que cada cosa estuviera en su lugar y el sitio elegido para colocar la copa no iba a ser la excepción. Ver los círculos dejados y el reflejo de la puerta sobre el vidrio del mostrador lo había distraído un poco de su gran preocupación.

Llevaba semanas sin dormir, y aunque se repetía dos y tres mil veces que no era su culpa, un resquicio de su mente le indicaba que el gran peso con el que cargaba, era producto de su ahora mala decisión. Conocía cada rendija del techo de su casa, cada sonido repetido a lo largo de la noche, podía describir con lujo de detalles las ondas causadas por el viento en las cortinas de su alcoba durante las extensas noches de insomnio. Observar minuciosamente las pequeñas cosas y sus variaciones se le había hecho normal, por eso ahora que intentaba recontar el número de vigas en el techo de la taberna entre la puerta de entrada y las cortinas tras las que se ocultaba el orinal, le parecía cosa fácil, incluso después de cuatro tragos dobles seguidos. La salida abrupta de alguien que levantó violentamente la cortina del orinal, le distrajo del objetivo, pero regresó con su mirada a la viga donde estaba instalado un amarillento bombillo y recomenzó: Dieciocho, diecinueve... cuando llegó al final de la cuenta, se sorprendió al no coincidir el número con el resultado final. ¿33? Me faltó una viga, caramba, empecemos de nuevo.

Empezar de nuevo, como si pudiera recomenzar y olvidar como empezaron las cosas. Una vez empezado no había forma de regresar; y recordó que su falta de sueño comenzó precisamente con uno. El más famoso tal vez, o al menos en su país; el más comentado: El sueño americano. Su idea no era llegar a ser americano, pues ya lo era, su idea era ir a Estados Unidos, establecerse allí por unos años y trabajar hasta lograr un capital que le permitiera regresar a su país a disfrutarlo (al país y al dinero, por supuesto. No quería irse como tantos que viajaban con visa de turista (o sin ella): con la idea fija de quedarse en una larga temporada y no precisamente de vacaciones. Su idea era mas elaborada, aunque no mucho, lo primero era entonces aprender el idioma. Se matriculó en una prestigiosa academia y se esforzó cuanto pudo. Aquí comenzaría entonces su martirio.

Otro de sus pasatiempos en las noches insomnes, era tomar una palabra y descomponerla hasta volverla difusa: soñar, sueño, sonoro, año, dueño, saña... Dream, Ice cream, team, jean. Sus pasatiempos eran ya tan extraños como su mirada, que extraviada se la había encontrado frente a frente en el reflejo del vidrio del mostrador. Sus ojos estaban enrojecidos, ya no sabía si por las noches en vela o por los seguidos tragos que se había tomado esa noche. Su mente ya no hilaba, estaba tan embotado que las marcas que antes le parecieron la imagen de los anillos de los juegos olímpicos, eran ahora un solo y concéntrico círculo que giraba alrededor de las manotas del tabernero que ahora lo tomaban por los hombros para que no cayera redondito al piso. El hecho de sentirse caer le despertó de su buscado letargo y quiso desplazarse hacia el orinal, dio un paso y se sintió de pié en una montaña rusa, el segundo paso fue más estable aunque debió apoyarse en la manija de la puerta que estaba detrás de él, por fin se reincorporó y caminó despacio debajo de cada una de las 34 vigas contadas y recontadas. La distancia que antes parecía corta se hizo en mas tiempo del calculado, pero cruzó airoso el umbral de la cortina para apoyar sus manos en el muro mientras dejaba salir sus gotas en varias direcciones, por fin pudo establecer el centro y una sensación de alivio le recorrió de izquierda a derecha con breve temblor al centro.

Debo regresar a casa, es suficiente este intento para ver que he logrado con ello, se dijo. No pudo lavarse las manos, pues no encontró dónde hacerlo y se abrió camino entre las cortinas para atravesar de nuevo el salón, pedir la cuenta y ver el lavamanos entre el muro y la puerta azul, extraño sitio para ubicarlo, y extraño sitio para dejar atravesada una trapeadora con que se golpeó la pantorrilla, se lavó allí mientras le calculaban cuanto pagar por sus siete tragos. Mientras le pasaba el dolor por el tropiezo, pagó y se marchó a casa.

Al llegar al frente de la puerta de su casa, buscó las notables diferencias con la puerta oculta-lavamanos en que se había mojado también la cara. Metió su delgada mano izquierda dentro del bolsillo buscando las llaves y las sacó intentando no hacerlas sonar entre sí; apuntó como pudo hacia el centro de la cerradura y con ayuda de la mano derecha logró quitar el cerrojo que lo mantenía afuera. Llegó como pudo hasta la cama, se dejó caer de espaldas en ella y sintió de nuevo el ardor como de piedras con muchas aristas que recorrían a gran velocidad su garganta, pero esta vez en dirección contraria. De un salto llegó al baño para abrazarse al sanitario, sentir sudorosas gotas heladas en su frente, gotas calientes en sus brazos y un enjambre de abejas alborotadas en su estómago.

Se lavó por partes manos, boca, nariz, orejas... dejó de nuevo la toalla con que se secó, en su sitio acostumbrado. Regresó a la cama, se sentó lentamente, se llevó las manos a la cabeza, se recostó despacio y se quedó dormido de inmediato.

De nuevo allí en su sueño comenzaron sus temores, alguien se le acercó y comenzó a hablarle, lo veía fijo a los ojos, luego miraba con atención sus labios en movimiento, de nuevo una mirada a los ojos; y entonces esas ganas de decirle que no le entendía nada, que lo que le decía se perdía en el camino a sus oídos; que no comprendía una sola palabra. Le gritó tan alto como quiso: déjame en paz o háblame en mi idioma; no me jodás que me vas a enloquecer pues no te entiendo un carajo. No soportaba mas la presión de no ser bilingüe, hablaba de rayos, y de piedras. El silencio llegó a la boca de quien antes le hablaba. Los demás, que ahora le rodeaban lo miraban extrañados; sin comprender.

Pero si el que no entiendo soy yo, caramba, si he perdido mi intimidad, mi sueño, mi conciencia, mi inconsciencia, si no entiendo ni forro de lo que me dicen; les decía mientras los lagrimones iluminaban sus ojos cada vez más rojos. Si llevo semanas sin querer dormir siquiera, si me embriago con la intención de no soñar mas en otro idioma. Si he perdido la razón, las ganas de soñar, si he perdido todo.

Entonces ocurrió que fue tanto el desespero, que se despertó. Pero envalentonado por los tragos y mientras con el rabillo del ojo miraba el diccionario ubicado en el tercer estante bajando, empezando de izquierda a derecha; entre el libro número nueve de color amarillo y el quince si solo cuentas los verdes. Mientras se aferraba con su pupila al lomo de su diccionario, iba regresando con ánimo de revancha al mundo de los sueños a enfrentarse a sus fantasmas. Una vez allí, sorprendido por lo que estaba haciendo, escuchó salir disparada de sus labios una frase; pensada, construida, dicha toda en un perfecto inglés. Todos los integrantes del sueño la entendieron, se acercaron de nuevo y empezaron a hablarle mientras él les respondía con absoluto dominio.

Se levantó como un resorte, se paró de un brinco sobre la cama, saltó hasta casi rozar una de las tantas veces observadas rendijas del techo de su casa, se lanzó sobre las ondas causadas por el viento en las cortinas de su alcoba; se cubrió con las cortinas su cara descompuesta, los ojos salidos de sus órbitas mientras pensaba como diablos dormiría ahora tranquilo si no entendía ni lo que él mismo decía en sueños.

© AYMER ZULUAGA
email : puntoaparte@hotmail.com


...mmm... (penurias domésticas)
por Pilar Saura Vincueria

 

Sale el sol después de la tormenta. El brillo de la recien nacida luz de éste nuevo día enmarca las ramas del pino sobre el todavía inestable azul del horizonte. La silla que olvidé en el jardín se convierte en el mejor accesorio que nadie pudiera imaginar para ésta mágica mañana de primavera. Restos del agua caída del cielo encuentran su lugar formando charcos grandes y pequeños primero, buscándose como amantes hasta encontrarse en uno solo después, desapareciendo juntos al fin bajo la tierra. Abro la ventana. Por un instante intuyo sin temor la intensidad de la vida y su dolor, aspiro la nostalgia de la felicidad anhelada, huelo el arrebato de impotencia ante la injusticia, la pena y también el amor; contemplo esta primavera húmeda, aromática, matizada de amarillos, rojos, violetas y malvas y, como San Agustín, me olvido de mi misma... Navegan mis pensamientos empapados de éste paisaje soñado... ¿he dicho empapados?... Tengo que poner la lavadora... como iba diciendo fluyo entre palabras que arrastran imágenes soñadas por el curso de mis pensamientos y, como un río, voy a parar al mar... mis ojos son ahora barcas mecidas por las olas y navego sin rumbo ni destino; sóla ante la inmensidad del mundo miro al cielo buscando constelaciones nuevas y mi corazón cruje de anhelo por tocar otras almas,compartir el desafío de la trivialidad, nuestras miserias y debilidades, la dicha de sentirse acompañado... ¿he dicho miserias?... Se me olvidó pagar la excursión de Javi, su señorita me va a matar... es ya la tercera vez que se me olvida... mmm... ¿olas? sí, sí, dije olas... !cómo me gustó el último libro de Manuel Rivas! Ese relato que contiene "una nube, una ola, otra y otra..." me conmueve de forma obscena. Sí, he dicho obscena. Me suben la libido esas siete palabras. Evidentemente cada una de ellas por separado no me dicen nada, bueno quizá ola... podría... es el ritmo que adquieren juntas y en ese orden, con esa mágica cadencia, rítmica y sensual, suave y repetitiva, agua cálida y salada que te envuelve, te arrastra y te abandonas a su merced sin oponer resistencia, claudicas y te entregas... ¿he dicho resistencia? tengo que llamar al fontanero por enésima vez. Han puesto un 902, qué desfachatez, ahora la música y me dejan aquí colgada, delante del teléfono, mirando el polvo y la suciedad que se ha acumulado entre las teclas ¿cómo se limpia esto?Le preguntaré a mi suegra, tenía que haber elegido un teléfono negro,no se notaría tanto... Buenos días, si, ya dejé aviso el lunes pasado, sí, mañana de siete a dos estaré en casa, adiós. Lo mismo me dijeron hace tres días... ¿por dónde iba?, ¿entregas?... sí, entregas.... dijo Richard Avedon: "... escribo mi autobiografía con las caras de otra gente..." Me llamó la atención. Yo no diría que busco dibujarme en otras caras, yo busco encontrar la verdad en otros y en mi, reconocer la pasión olvidada por falta de uso, comprender el desfallecimiento cotidiano ajeno y el propio... el peligro y la bendición está en la entrega personal que supone intercambiar debilidades y tocar el corazón ajeno.. .y que te acaricien el tuyo. Hay días que se convierte en una necesidad más urgente que comer o dormir, me desespera no tener a nadie en ese instante a mi lado con quién compartir la tristeza,el aislamiento, la desesperanza solitaria que me acecha...el teléfono... hola Jóse, ¿vienes a comer? Muy bien, sí, me acuerdo que es el cumpleaños de tu hermana, ahora nos vemos... !no tengo comida! ¿qué hago? Tortilla de patatas y ensalada y... tengo algo de sopa que sobró de anteayer... ¿ya estamos a 23? se me ha pasado lo del cumpleaños, menos mal que le compré el regalo la semana pasada ...mmm... dije... ¿debilidades? Mi debilidad es mi refugio y mi fortaleza frente a ésta estepa diaria en la que cabalgo, tan sepulcral como cualquier otra realidad, pero tan esperanzada como cualquiera de mis sueños... ¿dije patatas? sí, patatas, tengo que pelar patatas ya,no me va a dar tiempo... ¿dónde las metí? ¿las dejé en la bolsa con el periodico y el pan?... " No creo haber escrito nada que no nazca del sentimiento, principalmente de la compasión" dijo Augusto Monterroso. Me hubiera gustado conocerte y compartir contigo, a viva voz, lo poco que me interesa,igual que a tí, la inteligencia organizativa y formal, la encuentro fría... aquí están,no las había sacado de la bolsa, el pan está roto y lleno de tierra, !soy un desastre! y el periodico y la foto de la niña iraquí... destrozada... pelo las patatas y miro por la ventana, contemplo ésta primavera húmeda, matizada de amarillos, rojos... qué guapa te vestiste esa mañana... y mi corazón cruje ¿dónde estás Augusto? me desespera no tener a nadie en este instante a mi lado... la puerta, hola, soy el fontanero,¿no iba a venir mañana? señora si quiere me voy, no, entre, es en la cocina... seguro que te costó convencer a tu madre,pobre niña de Basora, de que te dejara ponerte el jersey malva que tanto te gustaba.... mamá, por favor, mamá, por favor...igual que mi hija ... es para las ocasiones especiales la dices, cuidalo bien y no lo manches,y tu hija sonríe y te besa porque sabe que la vas ha dejar... me olvidé de comprar aceite, no hay suficiente...y lloro... "dejemos reposar los dolores en el ánimo. Nada se consigue con el gélido llanto que hiela el corazón" dijo Aquiles... el horizont azul brilla impúdico ante mi, la silla refleja la luz del sol y la esparce por el jardín, el agua de lluvia desapareció bajo tierra ... estabas tan guapa... señora, se le están quemando las patatas...

© PILAR SAURA VINCUERA


Lecturas
por Alan Gerstle

 

El joven yacía tendido boca abajo en la cama. La habitación era parca, pero atractiva. La colcha era fina, de un rojo brillante. El sol iluminaba el desnudo piso de madera. Contra la pared, al lado de la puerta, había un bastón de palo de rosa. Tenía un corazón garabateado en el arco del mango redondo. El hombre, que no llevaba puesta la camisa, sentía la hebilla del cinturón presionando su abdomen. La desabrochó. La mujer le apretó los hombros con las palmas.

-Léeme en griego esta noche -pidió él.
-¿Así nada más? ¿Cualquier tipo de palabras antiguas?
-Precisamente. Cualquier tipo de palabras antiguas.
-Es algo inmaduro. Es como pedirme que te diga algo en francés.
-No. Eso sería distinto. Sería infantil. Mi razón para pedírtelo es otra.
-¿Cuál?
-Mi espalda adolorida, mis manos ásperas, el polvo en mis ojos.
-¿Y en qué te ayudará el griego?
-Me hará olvidar.
-¿Qué?
-Esta miseria.
-Toma un baño caliente.
-Es precisamente lo que haré, pero mientras lo tomo, léeme en sánscrito.
-¿No en griego?
-No. Creo que para relajarse en el agua es preferible el sánscrito.
-Entonces llena la bañera.
-Casi no puedo moverme. ¿Podrías abrir la llave del agua? Solo esta vez.
-Claro, su majestad.
-No estoy siendo perezoso. Es que estoy agotado.
-Lo sé.
-Es por los dos… ¿sabes?
-Lo sé y te lo agradezco.
-Bueno, entonces llena la bañera, por favor. Agua caliente. Tan caliente como creas que me gustaría.
-Y luego te leeré en sánscrito. ¿Es lo que quieres?
-Me gustaría mucho.

La mujer salió de la habitación. Él oyó sus pasos disparejos. Un momento después, el ruido de la llave al girar. Comenzó a correr el agua. El sonido lo tranquilizó.

Ella volvió y comenzó a darle masaje en los hombros.

-Se siente bien -declaró él-. No sé cómo he podido manejar durante doce horas seguidas.
-Te agradezco que lo hayas hecho.
-Lo hago por nosotros.
-Lo sé.
-Sé que lo sabes. Es solo que me gusta decirlo.
-Un día yo haré algo por ti.
-Ya lo haces.
-Quiero decir, algo como esto. Me refiero a ganarme la vida.
-Ya habrá tiempo para eso.
-Sí. Y entonces tú podrás descansar.
-¿Quieres ver el agua?
-Ahora vuelvo.

La oyó cojear por el desnudo piso de madera. Habían decidido que era lo mejor. Habían quitado las alfombras persas de imitación para que el polvo no se acumulara. Extendió la mano para sentir la corriente del filtro de aire que estaba en la mesa de noche, al lado de la cama, e imaginó las partículas de polvo que quedaban atrapadas en él. Imaginó un aire limpio y reparador. Oyó correr el agua en el cuarto de baño. Pensó en la puerta del baño de la casa victoriana que alquilaban, que daba al patio trasero, y conjuró en su mente las ardillas y las aves que gustaban de habitar en los frondosos árboles. Una vez, los dos se habían vuelto hacia el patio, desde la puerta posterior del cuarto de baño, y habían visto un conejo marrón. Esas imágenes lo aliviaban tanto como el masaje que ella le había dado, o como lo haría el baño y el que le leyera en sánscrito.

La situación no era perfecta, pero estaban sacándole el máximo provecho. Y ella se pondría mejor. Solo era cuestión de tiempo. Un año, tal vez. Posiblemente dos. Sin embargo, la espera valdría la pena. Y los días de doce horas de andar entre el tránsito y de respirar humos perniciosos. Entonces la oyó toser, arquear. Se puso en pie con dificultad. Estaba inclinada sobre el inodoro, jadeando. Corrió hacia ella y le sostuvo la frente con la palma, mientras vomitaba. Probablemente no habría lectura esa noche, pero ella se pondría mejor. En un año, tal vez. Posiblemente dos.


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Fabián Césped
por Luis Martínez

 

 

Pobre hombre, ¿qué le llevaría al suicidio? Pregunta con demasiadas respuestas, contestó encendiendo un cigarrillo el detective. Quiere usted decir, aclaró el asistente, demasiadas respuestas que prueban la disonancia de mi pregunta. Creo que su pregunta le pertenece a un familiar, a un amigo, no a un profesional; eso es todo. Sus palabras a veces me preocupan, detective.

El cuerpo de Fabián Césped, el joven de treinta y uno que se quitó la vida en un apartamento del este de la ciudad, nadie lo reclamó. Lo enterraron en el cementerio del sur después de la autopsia y la investigación policíaca.

Olvide el caso de Césped, mi querido asistente; la falta de vida no es cuestión del uniformado. Lamento contradecirle, pero la falta de vida es cuestión de todos. Su moralidad es de primera, comentó burlonamente el detective, pero usted olvida que Césped se quitó la vida. Creo que ni usted ni Dios pueden quitarle el derecho a la vida, o en este caso, a la muerte, al próximo ésped.

Fabián era oficinista. Los vecinos cuentan que una de esas mujeres de calle le visitaba periódicamente, y que le gustaba caminar las mudas horas de la noche. En la oficina cuentan que nunca llegó tarde, que hablaba poco y que nunca, en sus seis años de empleo, se había ausentado. Una persona eficiente...responsable, había comentado a la prensa su supervisora.

Aquí tiene la información que me pidió, asistente. Gracias. Su acto honra su uniforme, y honra, sobretodo, el uniforme del hombre, del ser humano. El policía, un tanto confuso, contestó: No exagere. Sólo cumplo con mi deber.

En el café Las tres cuentan que Fabián fumaba, tomaba su café sin azúcar, leía el periódico y un libro de bolsillo de un tal Robert Walser, y de vez en cuando pedía a la chica que atendía que pusiese en la radio una pieza de Bach. Una vez, contó la chica, le vi urdir un pensamiento en una servilleta. Recuerdo la ocasión, añadió melancólicamente, porque la olvidó y yo tuve la suerte de tomarla y conservarla.

Desperté con la sensación de que había sido un sueño, una pesadilla que nos uega la noche cuando busca imponerse. Espiré profundo, como si hubiese escapado las zarpas de la propia muerte. Sin pretender olvidar que raramente soñaba, expiré una y otra vez mientras preparaba el café.

Y me senté frente a la vieja ventana de siempre; y entre sorbos de café, mientras acariciaba la lluvia que bañaba las calles de mi ciudad, pensé en lo que me había pasado. El viaje de la lluvia escarchada me transportó a aquellas escenas de vida, de muerte.

¡Yo no tuve que ver con su muerte! si es lo que quiere saber, asistente. ¿Puedo irme? Hágame el favor de sentarse, Magdalena. Sé que usted visitaba a Fabián periódicamente y conozco su línea de trabajo. Sólo quiero que me cuente un poco de él. Pero, ¿qué le puedo contar, asistente? Le confieso que a Fabián no le gustaría si compartiese con usted algún dato de él o de nosotros. No me pida que le falte respeto a su memoria. Veo que no me he equivocado. Usted le conoció un tanto; su tono me confiesa que hasta le importó su muerte. ¿Las flores en la tumba, eran suyas, no?¿Es un delito? ¿Una mujer de la calle no puede llorar por un ser humano? ¿No puede darse el lujo de gritar: ‘¡He perdido a un ser querido!’?

En el puerto que frecuentaba, un anciano cuenta que a Fabián le hubiese gustado pasarse unos largos meses en el mar verde, azul. Lo sabe, nos dice, porque Fabián no miraba el mar; el Atlántico lo miraba a él, le susurraba su sinfonía. A horas de puesta de sol, su alta sombra descansaba entre sus rocas de ayer, de hoy.

¿Por qué no llega a casa y se acuesta, mi querido asistente? Veo que echó de menos mi consejo. No olvide que Césped se mató. Tal detalle nos impide arrestarle, añadió mordazmente, saliendo de la oficina.

El informe policíaco dice que Césped se quitó la vida con un revolver arcaico. Una de sus balas agujeró su joven corazón; la autopsia lo confirma. Aunque las razones no se conocen, el detective señala que no hay duda que fue suicidio. El asistente añade que Fabián murió vislumbrando las primeras luces del día.

No pensé que fuese usted hombre de tragos, mi querido asistente. Gracias por la invitación. Lo invité porque quiero contarle algunas cosas de Fabián. Lo sospechaba.

El bar olía a vacío, a silencio; quizás porque era martes. En la vieja tele el partido pasaba sin audiencia.

Usted me va a excusar, detective, pero he reescrito su informe.¿No me diga que pudo arrestarle? Su humor a veces me asusta, contestó el asistente saboreando su trago. Si mal no recuerdo, usted no sufre de la presión. Bueno, lo que quería comunicarle es que después de mi investigación, comparto su conclusión: Fabián Césped se suicidó. Los efectos del licor, maravillosos. ¿No cree? Pero no estoy de acuerdo con su razón, con la supuesta falta de vida de Fabián. Por esta razón rescribí el informe.¡Y qué ha de importar mi razón, o la de usted! Para el uniforme, en este caso, las razones están de más.¡Pero no para el ser humano, para el que vive!

La puerta del bar anunció la llegada de los borrachos de siempre. El cantinero ni les hizo caso; éste continuó leyendo su periódico. Uno de ellos divisó el tocadiscos y registró su bolsillo; el otro pasó al baño escandalosamente. El reloj en la pared marcaba las once menos diez.

Mi querido asistente, comentó el detective después de haber encendido su tercer cigarrillo, ¿quiere usted decir que Césped se mató porque quería vivir? Sí aunque le suene increíble y hasta desatino. En este caso, su suicidio es alarmante. Ahora regreso, añadió levantándose de la silla, creo que ambos necesitamos otro whiskey. Comparto su opinión, detective. Mas tráigase una botella; total, dudo que esta fría noche de octubre cerremos los ojos.

...a lluvia postergada, hubiese añadido Fabián, pensaba Magdalena mientras observaba por décima vez el farolito de la calle, mientras la vida sin ungüento recorría la ciudad. Sí, la noche a lluvia postergada hedía, Fabián me hubiese comunicado.

 

© C. A. CAMPOS, 2002.
L_tmartin@hotmail.com
Nueva York, NY, EEUU


La Firma
por Ivanovich Torres Figueroa

 

Viví la niñez y parte de mi adolescencia en el centro de Guadalajara, por la calle de Venustiano Carranza, a tres cuadras de Avenida Hidalgo. Había tardes completas de fútbol en la calle contra los chavos del barrio de Belén, las 'pintas' que nos dábamos al parque Morelos para echarnos una nieve de Coco y rolar todo el día en San Juan de Dios.

-Ya voy tarde y el tráfico que no avanza nada...

Ese era el barrio que abandoné cuando entré a la Facultad de Derecho. Todo cambio. Dejé de frecuentar a los amigos del barrio por los nuevos que me hacía en la Facultad, era un mundo que despertaba en mis ojos, y me gustaba saberme dentro de él. Mis padres se esforzaron en muchas cosas para que yo sacara la carrera de abogado, pues, como único hijo no contemplaban nada que no fuera el bienestar de su vástago. Cambié de ropa para entrar en onda con los nuevos camaradas de facultad, la greña sucumbió para dar paso al peinado correcto. Me hice parte de ese nuevo modelo de vida mientras dejaba atrás, en el barrio, las pachangas interminables que salen como hongos con la lluvia. Olvidé a mi carnosa Cheli y a su extraordinaria risa, vivía con su mamá en una tiendita en la esquina de San Felipe. También me alejé de mis padres poco a poco mientras cursaba la carrera.

-¡Sí, manda una copia firmada sin falta mañana!, "Clic". No pueden hacer nada si no estoy ahí.

El primer año de carrera conocí a Estela, en un baile, recuerdo el vestido rojo que provocaba mi imaginación. Duramos 3 años de novios, para ese tiempo ya trabajaba en un despacho afamado. No iba al centro a menos que fuera 10 de mayo o los cumpleaños de mis padres. El tiempo estaba entre Estela, la Facultad y el trabajo. Me titulé en el verano del 72, mis padres lloraron de felicidad.

Mi madre murió en el 76, la alcanzó mi Padre dos años después; en la casa que nunca quiso abandonar, sufrió un infarto mientras cenaba. La casa, la vecindad entera fue demolida para construir oficinas, los recuerdos quedaron sepultados y la vida se tornaba más moderna. El mediodía del lunes, el tráfico espantoso por Hidalgo rumbo al centro, el ruido asfixiante que parece surgir de cualquier cosa en movimiento. Me dirigía a la casa de Don Manuel López, ubicada en la calle de Carranza. Después de 6 meses de pláticas y negociaciones, la venta de unos terrenos estaba amarrada; hoy iba a firmar. Cruzaba con enfado la infestada Avenida Alcalde.

-Llegaré a su casa con retraso de 15 minutos.

Para Don Manuel era excesivo, y para mi abominable soportar sus desplantes de senectud.

-¡Ni un maldito lugar!

Había más carros que de costumbre en la calle, durante 6 meses me estacioné afuera de su casa sin ningún problema. Circulé una- cuadra, di vuelta a la manzana, nada. Sin remedio avanzaba sobre Carranza hasta ver un lugar que era vigilado por un "dale-dale", con la prisa me resigné.

-Dele jefe, dele rápido porque viene un camión atrás de usted.

El rostro era familiar, me era conocido el tipo, pensaban mientras maniobraba mi BMW en reversa. Al apagar el motor, se catapultó un rostro del pasado. Lo vi de nuevo y la imagen fue aclarándose, sin duda era Felipe, mi mejor amigo del barrio en aquellos años. Sentí incomodidad, el estómago vacío, dudé un poco en bajar del carro -no sé por qué- y enfrentar una engorrosa charla con mi antiguo camarada. Su mirada era la misma que dejé de ver hace 30 años, sólo que ahora estaba acompañado de una enorme panza, poco pelo y arrugas, pero la sonrisa campechana no cambiaba en él.

-Je-jefe..., se lo lavamos y cuidamos por 10 pesos.

Titubió al verme de frente, profundizando sus ojos en mi cara, yo hice lo mismo. Quedamos en silencio por un par de segundos, en un fugaz movimiento me miró de pies a cabeza. Se agachó para tomar el balde espumoso de jabón y no dijo nada más. Moví la cabeza aceptando el trato, él comenzaba a lavar el carro de manera diestra, ya no me miró. Di la vuelta y perfilé mi retraso a casa de Don Manuel quien me esperaba. Escuchaba el silbido tropicoso de mi viejo amigo a lo lejos; quizá fue mejor así, no teníamos nada que decirnos, su vida y la mía eran tan- diferentes. Me reconoció, yo le recordé, pero ya era tarde para fraternizar algo del pasado.

Cruzaba la calle de Garibaldi, me sentía como extranjero, molesto, pensando en sólo salir del centro cuanto antes. Pasé frente a lo que fue mi vecindad, no reconocí nada. Faltaba dos cuadras para llegar a casa de Don Manuel. Preparaba mi disculpa por el retraso evidente, procurando utilizar todo los pretextos posibles para justificarme. Llegué a la esquina de San Felipe, esperaba el alto en el semáforo para cruzar. Una risa, una que hacía voltear por su belleza, ahí, alegremente, afuera de la tiendita de la esquina, contemple a un repartidor de refrescos platicando animosamente con esa señora sobrada de peso, de cabellos canos. Era Cheli. Me detuve dominado por el baile sonoro de la risa que contrastaba con el furtivo pase de autos. Cheli seguía riendo a sus anchas, su cara era la misma al formarse los arcos primorosos de sus labios.

-Estela no ríe así...

Escapo esa conclusión en voz baja mientras cruzaba lentamente la calle, frente a ellos; Cheli no me miró ni por un instante. De todos los momentos que viví en Carranza, era la risa de Cheli la que predominaba intacta en mi mente. Al alejarme del barrio la despedida con Cheli fue triste, ella se mantenía callada. Nos dimos un beso, entró a la tiendita y ya no la volví a ver. Después supe que se casó, que la tiendita era ya de ella.

Al llegar a casa de Don Manuel reanimé mi corbata y aliste una falsa sonrisa de disculpas. Pero en la puerta, una pareja de ancianos, ataviados de negro, esperaban. Yo alcancé a escuchar:

-Es una pena lo de Don Manuel. Pero, la verdad, fue mejor así... en su sueño.

Me sentía aturdido por la noticia cuando de repente alguien abrió y los invitó con un gesto a pasar. Me quedé al lado de la puerta, dudando en dar un paso adelante. Pensé en entrar, en retirarme cautelosamente y no ser visto. Dar el pésame o retroceder, pensé, pensé.

© Ivanovich Torres Figueroa



Sherezade
por Juan Alberto Campoy Cervera


El Gran Visir tenía por costumbre pasar cada noche con una muchacha distinta y hacerlas matar al amanecer. Sólo Sherezade, gracias a su don especial para contar cuentos, logró sobrevivir a la primera noche: tan maravillado quedó el Gran Visir del cuento que Sherezade le contó que le prometió salvarle la vida y otorgarle la libertad si era capaz de contarle un cuento de su agrado durante mil y una noches seguidas. Ya habían transcurrido desde entonces mil días con sus mil noches y sus mil cuentos; cuentos mágicos y fabulosos habitados por genios, ogros, caballeros, damas, Califas y bufones, que entrelazaban sus historias de amor, odio, celos, traiciones, engaños y desengaños, hasta formar el tapiz entero de las pasiones humanas. La titánica tarea que para su imaginación había supuesto cavilar todas esas historias la habían dejado extenuada, tanto que se veía incapaz de crear ningún cuento nuevo pese a intentarlo con todas sus fuerzas. Le iba la vida en ello: al Gran Visir no le temblaría la voz a la hora de mandarla ejecutar, e incluso, si fuera preciso, no dudaría él mismo en blandir el alfanje que acabara con su vida. Sherezade pasó todo el día dándole vueltas y vueltas a la cabeza sin ningún resultado práctico. Llegada la noche, la cólera del Gran Visir estalló como una tormenta al ver que Sherezade no tenía ningún cuento para él. De su boca salieron los mayores insultos y blasfemias jamás oídos. Cuando Sherezade se temía lo peor, asustada ante la expectativa del cumplimiento de la amenaza, un sentimiento de absoluta tristeza y melancolía se apoderó del Gran Visir, hasta el extremo de paralizarle por competo y anular su voluntad. Cuando volvió en sí, percibió con total claridad que no podría ordenar la muerte de Sherezade ya que si así lo hiciera sería imposible volver a disfrutar de sus maravillosos cuentos, a los que tanto se había acostumbrado y de los que tanto dependía. Sherezade también se dio cuenta de su extraordinario poder y se hizo construir un lujoso palacio en Bagdad, al que de tiempo en tiempo acudían emisarios del Gran Visir, como mendigos, inquiriendo si la señora había ya terminado su último cuento.

 

 

 

 

© Juan Alberto Campoy Cervera. Madrid 1961. Economista. Su escritor preferido es Manuel Mujica Lainez.



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