TRES TIEMPOS
tres reseñas por LOVAT
1
Hace mucho tiempo que no le echamos
un vistazo al estado de las cosas, tan preocupados como parecemos
por las cosas del Estado, cuyos desmanes políticos, éticos
y estéticos nos fascinan y nos procuran esa sensación
morbosa y lúbrica que nos da la prensa del corazón,
cuyos fines y medios tanto han calado en todos los campos de
lo impreso, desde la crítica literaria a la crónica
política. Más nos interesa el gallo del tenor,
los puñetazos entre novelistas, o los exabruptos de políticos,
que lo cantado, lo escrito o lo legislado. Tengo para mí
que esto no es más que la pequeña revancha que
nos permitimos a cambio de aceptar que son ellos los que detentan
el poder, cualquier clase de poder, y no nosotros; sus privilegios
llevan aparejada la obligación de la picota. Eso nos
libera de la muy angustiosa posibilidad de plantearnos qué
cosa pueda ser el poder y cómo se ejerce cualquiera de
los poderes, político, ético o estético,
que nos circundan y, tan a menudo nos circuncidan. Claro que
esto forma parte también del estado de las cosas que
tan abandonado tenemos, si hacemos caso al muy catastrofista
juicio de este reseñador. Vivimos en un momento de confusión,
lo que habrán pensado todos cuantos hayan vivido hasta
el momento, en el que se han perdido referencias para unos,
enemigos para otros, y la historia para todos, en expresión
del norteamericano de nombre japonés que todos sabemos
y que ha sido, desde luego para él, afortunada. El fin
de la historia acarreó la derrota de la modernidad y
el triunfo de la posmodernidad, esto es, el fin de la dialéctica
como motor. Al menos, a tal conclusión parece haberse
llegado y desde tal conclusión parece que se va escribiendo,
pintando, esculpiendo, o lo que ustedes gusten. No pretendo
elucubrar aquí sobre el significado de la palabra posmodernidad,
aunque me temo que poco tiene que ver con vacuidades como las
de Pedro Almodóvar o Costus, cuyas obras, dejémoslo
así, nos han presentado como paradigma de la tal.
Acerca
del estado de las cosas han escrito un grupo de jóvenes
pensadores por encargo de la editorial Ópera Prima, y
de tal encargo ha surgido el libro Que piensen ellos (2001),
reunión de ventiseis artículos, o microensayos,
como prefiere la editorial llamarlos. Desde la educación,
al nacionalismo, que no puede faltar en ningún debate
que se precie, o el "papel" que Wojtila tiene en el
pensamiento actual, pasando por cuestiones como la percepción
del propio cuerpo, la posibilidad de un lenguaje poético
o la ontología de la violencia, los autores, de los que
no destaco a ninguno, pues cada uno de sus trabajos crece al
estar trabado con los demás, pasean por los lugares del
presente con un desparpajo que para sí quisieran tantos
y tantos de los santones de los que ahora se dan a la filosofía
del avestruz, cuando no a la autoayuda teñida. Cada uno
de ellos con personalidad, y muy poderosa, y armados de una
subjetividad muy saludable en estos tiempos en que la objetividad
tan pronunciada parece servir para lo mismo que el papel de
fumar: para cogérsela sin mancharse. Sin embargo, creo
notar tres rasgos comunes en todos los artículos presentados:
La asunción del presente no sólo como objeto de
estudio, sino como método de trabajo; quiero decir, los
filósofos, dicho sea con toda propiedad, no buscan un
pensamiento total, ni, por tanto, totalitario, sino que se fijan
en aspectos parciales de la realidad, al que el rigor en la
reflexión conecta con otros muchos, consiguiendo que
lo que en un principio no eran más que pizcas adquieran
un verdadero sentido histórico; este libro articula de
un modo nuevo el pensamiento estructural, incidiendo en la importancia
que la semiótica ha adquirido en todas las ramas del
pensamiento.
En segundo lugar está el humor; un humor fértil,
verdadero constructor y relativizador del pensamiento, consciente
y que nos recuerda, a mí al menos, al Gracián
del Arte y Agudeza de Ingenio; humor que alcanza la validez
de un sistema crítico coherente y, por tanto, cruel.
Sin contar con que algunos de los chistes trabados aquí
son de caerse al suelo.
Y
en tercer lugar un nombre mencionado por algunos y silenciado
por otros: Kant. Que Piensen Ellos es, en mi opinión,
una llamada múltiple a visitar de nuevo la filosofía
kantiana, ahora que estamos en lo que parece ser una nueva crisis
de la metafísica, sustituida por sucedáneos venidos
de las estrellas.
En definitiva, un libro que se debería leer en nombre
de la salud mental de muchos. Y si no les apetece, léanlo
como si fuera una novela de Ana Rosa Quintana. Total, ellos
ya han pensado.
2
Los
sonetos tienen algo de catarro primaveral: te asaltan de improviso,
te congestionan las vías respiratorias, te aturden, y
no te dejan en paz durante una buena temporada. Es más,
pienso que los sonetos tienen algo de catarro primaveral en
agosto, cuando ya no se les espera. No sé si esta broma,
por llamarla de algún modo, es adecuada para la cuestión,
pero el sufrido lector de esta sección está ya
curado de espantos y su paciencia es tanta como su juicio, así
que ya habrá sospechado que el reseñista quiere
referirse a la pervivencia de las formas rimadas en un sistema
poético que no les corresponde. Porque la rima no es
eterna, no existía en un principio, ni su dictadura ha
sido tan extensa en el tiempo como pudiera pensarse. Su empleo
se generaliza con la imposición de las lenguas romances,
tal vez como recurso que paliase la pérdida de la musicalidad
de las cantidades latinas, y durante cinco siglos dicta sus
normas en la poesía occidental, pero no desaparece el
verso blanco, del que quedan muestras esparcidas por el tiempo,
desde los endecasílabos
con que Shakespeare escribe su teatro, o la tragedia áulica
en latín que hasta bien entrado el XVI se representa
en las universidades, o la epístola a Boscán de
Garcilaso de la Vega. Valgan estas cuentas para sabernos no
tan desdichados como pretendíamos en el verso libre de
ahora, que no es sino vuelta a los orígenes, cuando se
buscaba la musicalidad del verso en su fluir, y no en el orden
estricto de la consonancia y las sílabas contadas, lo
que, desde luego es "grant maestría", y no
seré yo quien rebaje el extraordinario valor de un sistema
en el que se logra que la similitud fónica entre dos
términos suponga una cadencia rítmica y una unión
de significados, verdadera contaminación de unos sobre
otros. Un sistema magnífico, pero que no es el nuestro.
Porque a nosotros nos ha tocado otro tiempo, que, casualmente,
es éste, y que en términos poéticos puede
identificarse con las múltiples variedades del verso
libre. Y en estos tiempos, un soneto, aquel soneto que al principio
identifiqué tan chuscamente con un catarro, tiene una
artificiosidad añadida a su normal artificio, tal vez
su extemporaneidad, que nos hace sentir en él una voluntad
consciente de pertenecer a una tradición que, de algún
modo, se nos antoja ajena. Al fin y al cabo, cada forma de escribir
no es sino una forma de pensar. Claro que cabe la trampa, la
del poema rebajado a malabarismo de diccionario inverso y golpe
de humor, más bien gracieta, practicado por virtuosos
que harían el mismo papel en la pista central con cuatro
bolos o seis pelotas de colores. Los nombres están, seguro,
en la cabeza del avezado lector, y no vamos a darlos aquí,
pues hay honores que no se consiguen de cualquier forma, y aparecer
en esta revista es uno de ellos. Demos tal honor a Juan Alcaide
Sánchez, hombre de Valdepeñas, de los que se dice
pegado a la tierra, vividor del lugar y la gente en que vive,
que son los verdaderos vividores entre tanto fantasma ambulante,
poeta que algún imbécil no dudaría en tildar
de "menor", y que durante más de medio siglo
escribió sus sonetos con el cuidado del grabador, buscando
las palabras en el vino y en los rostros de sus amigos, lento
en sus exclamaciones, como es lento el otoño a medida
que la vendimia despoja los campos. La coleción Adonais
ha publicado en 2001 una antología de sus poemas, Cincuenta
Años, Cincuenta Sonetos, colección de gestos de
dolor, de cariño, de esperanza. Gestos de silencio que
se acerca entre las palabras, con la naturalidad con la que
se escribieron estos poemas, pues la gran lección de
Alcaide es que no hay poesía donde hay estruendo, que
la verdadera música del verso no es algo propio de un
sistema, sino de la sensibilidad, esto es, de la inteligencia,
de la que cada uno sea capaz. Una tradición, la del soneto,
no es más, en el caso de Alcaide, que la voluntad de
formar parte de un paisaje hecho de viñedos y de las
personas que los plantaron, las que los vendimian y podan, las
que paseaban entre las cubas sin saber que sus pasos provocaban
una rima, cercanía entre dos términos para los
que un poeta hallaba intimidad. Pues cada forma de escribir
no es más que una forma de pensar. Y Juan Alcaide Sánchez
era un hombre que pensaba en catorce respiraciones tenues.
3
Lo
normal es que nos derrote el deseo.
Por mucho que pensemos en él, por mucho que queramos
acotarlo, que nos lleguemos a convencer de su prescindencia,
que creamos que bastará con satisfacer nuestras necesidades,
el deseo nos derrota, porque nos invade de todos modos y porque
no llega a cumplirse; y, si llegara el caso, que yo no conozco,
de cumplimiento, ya nos avisa el refrán: "Ten cuidado
con lo que deseas, porque puedes conseguirlo". Vean, si
no están de acuerdo, lo que ocurre con el viaje (dicho
así, en singular), el gran mito de nuestro tiempo. Seguimos
atrapados por la visión romántica que el siglo
XIX nos legó a fuerza de litografías y sociedades
geográficas, de mapas de África cuyo interior
en blanco se poblaba de quimeras y pesadillas, de Quatermain
y Kurtz; a fuerza de exploradores que descubrían pasos
hacia lo, de verdad, desconocido, e ingenieros que trazaban
caminos con que unir los extremos de un desierto. Un tiempo
en que, en palabras de Kipling, retocadas por Huston y pronunciadas
por Connery, los dioses y los británicos eran prácticamente
lo mismo.
Pero,
si bien es cierto que el mundo es ancho y ajeno, también
lo es que es limitado. Tan limitado que ya se ha recorrido por
completo, que cientos de satélites lo fotografían
sombra a sombra miles de veces al día, y que las sociedades
geográficas ya sólo pueden trazar planos de urbanizaciones
en la costa. Los emperrados en la aventura se dedican a la competición
deportiva, a ser los primeros en hollar lo ya hollado, por lo
que se dedican a las variantes: El primero en escalar el Everest;
el primero en escalar el Everest en solitario; el primero en
escalar el Everest en solitario sin oxígeno; la primera
mujer; la primera mujer catalana... hasta llegar al anuncio
del coche, que el avezado lector recordará con una sonrisa
nada inocente. Pero nos mantenemos apegados al mito, es decir,
a nuestro deseo. Consumimos literatura de viajes, clásica
y moderna, y mostramos cierta propensión a partir en
pos del recorrido que el libro nos propone. Y yo entiendo que
resulte fastidioso gastar un montón de dinero y de tiempo
para encontrar al aborigen de turno con la camiseta del Real
Madrid con el nombre de Raul en la espalda, pero no podrán
decirme que no se lo esperaban. Constatado esto, el viajero,
atrapado por su deseo como el yonqui por su necesidad, se saca
de la manga el poema de Kavafis y descubre que el viaje es en
realidad un proceso iniciático en el que cuenta el descubrimiento
de uno mismo. Sobre las variantes a que esta idea ha dado lugar
en la literatura, prefiero no extenderme. Sólo diré
que en cuanto en un libro aparece la palabra Ítaca, opto
por cerrarlo para los restos (con una excepción: Del
Café Gijón a Ítaca, de Manuel Vicent. También
es excepcional que haya un libro de Vicent que este reseñista
haya soportado entero, tanto el reseñista como el libro).
Quizás deseamos ser extraños, ante los demás
y, sobre todo, ante nosotros mismos. Y si ese es nuestro deseo,
entonces necesitamos un mundo en el que poder extrañarnos,
un mundo que nos sea desconocido, y en el que la exploración
pueda adquirir algún significado. Pero ese mundo nos
lo hemos robado por nuestra propia voracidad, y lo que "disfrutamos",
no son sino meros sucedáneos de aquellas lecturas que
ya no son informes, sino literatura, que es, y lo fue siempre,
la gran aventura del hombre. No en vano, los dos grandes extraños
de nuestro tiempo, aquellos que no tuvieron más opción
que explorar un territorio hostil, fueron un oficinista que
apenas salió de Argel para ir al entierro de su madre,
y un campesino miserable que no se movió de su comarca
más que para sentarse en la silla del garrote: Mersault
y Pascual Duarte, que supieron que todo lo que es, hasta uno
mismo, es siempre otro.
LOVAT