el laberintoel laberinto  

    trece otoño

PORTADA :: EL HILO :: EL LABERINTO

 

Todas la claves y el símbolo 

VersO

 

 

cosas que no te diré
por Isabel Alamar

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diario de un ciber-punk
por Leo Zelada

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menos mal/cansancio
por Antonio Álvarez Bürger

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las estrellas brillan...
por Nestor Ventaja

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en busca de una isla habitada
por Rafael Pérez Castells

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eliot/(sin título)/casa de cadenas (selección)
por Carlos Barbarito

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de "La utopía del agua"
por José Luis Gómez Toré

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el tiempo de su nombre
(versos sencillos) / Paisajes
/ Salmo 43
por Jesús Urceloy

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dos poemas de escombros
Raúl Pozo

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donde la locura te cuelga de los ojos
irías a ser un hombre
por Nuria Ruiz Viñaspre

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El oculista
Por Cecilia Eudave

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El circo de las sombras
por Rosy Paláu

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Setas
por María Tena
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New Orleans en Lavapiés
por Antonio Polo

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Una estría de mi feminidad en nueve rosas
por Alfonso Carlos

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La letra disonante
por Alberto Lope

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Supongo
por Carmen Planchuelo

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A domicilio
por Miguel Ángel García y Mario Feijoo
Ganador del VI Certamen de guiones de cortometraje de la Universidad de la Laguna (Tenerife) 2001
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Alarico frente a Roma
por Eduardo Protto

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Entrevista al doctor Guerro de Médicos sin Fronteras
por José Ángel Pizarro

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desde el terror
reflexiones sobre un triste 11 de septiembre

Los testigos del dolor
por Jacqueline Sokolovic

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Las torres abolidas
por Manuel Moya

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Desafinando
por David Torres
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Váyase señora ONU
por Guillermo Fesser
(publicado en EL PAÍS 22.09.01)

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El poder de las palabras
por Barbara Probst Solomon
(EL PAÍS 21.10.01)

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Escenarios para una guerra global
por Umberto Eco
(EL PAÍS 23.10.01)

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El arrabal de los dioses
por Antonio Polo
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Joaquín Pérez Azaustre
UNA INTERPRETACIÓN (PREMIO ADONAIS 2000)

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Entrevista a Anita Blond
por José Pizarro Nogués

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LA DANZA DE LA MUERTE (CÓDICE DE EL ESCORIAL)
EDICIÓN DE SABAS MARTÍN

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José Del Río Sánchez
LA ESPIRAL DE DURERO

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Marcelo Rizzi
EL COMIENZO OBLÍCUO DE TODO DESORDEN

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Ezra Pound
PERSONAE. LOS POEMAS BREVES

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PERDÓN POR EL RETRASO
por David Torres

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El oculista
por Cecilia Eudave

 

Está pasión de mirar como te miran comenzó hace años. Yo todavía no trabajaba para el gobierno y era joven, fue cuando llegó a mí un cliente al cual, para proteger su identidad, llamaré B. B tenía unos ojos muy grandes y claros (también evitaré dar el tono de ellos para que a su vez guarden anonimato).

- Algo me pasa en los ojos... - dijo.
Y calló unos segundos mientras me miraba como si no se atreviera a continuar. Entonces yo me aventuré a sacarlo de ese estado:
- ¿Qué le pasa a sus ojos?
- Con el derecho veo una cosa y con el izquierdo otra.
Contestó pesadamente.
- Mmm. Cuénteme más.
- El ojo derecho ve lo que usted hace en este momento: consultándome. Pero el izquierdo está siguiendo la vida de otra persona que se encuentra a muchos kilómetros de aquí.

Yo quedé mudo. ¿Cómo un ojo puede estar persiguiendo la vida de otra persona sin estar físicamente detrás de ella? Mi cliente era un perturbado mental sin duda. Pero con la mente abierta que da la juventud y la necesidad de conservar a los primeros pacientes, yo intenté no mostrar mi incredulidad y acerté en decirle con una seguridad asombrosa:

- No se preocupe, vamos a dar con el origen de su problema.

Tomé mi lamparita (nervioso, desconcertado) y observé sus ojos detenida e incansablemente. Dentro de los iris de B existían diversos funcionamientos visuales como en cualquiera. Del lado derecho se acumulaban las imágenes certeras cohabitando con las imágenes que B seleccionaba de todo aquel universo de visión. Su ojo derecho veía el presente, las acciones normales y cotidianas; le permitía desplazarse por el mundo, mirar a los otros como lo miran y lo ignoran, le temen y lo desean, se aproximan y se alejan, lo analizan y lo penetran. Con el ojo derecho B llevaba su vida cotidiana. Podía cerrarlo y atraer contra sí los recuerdos de las imágenes inmediatas, las que su nervio óptico acababa de reciclar en su cerebro.

¡Pero el izquierdo! Ahí se desataron los problemas de la consulta. Ese ojo era un rebelde, un anarquista de la visión. Un desertor de las buenas costumbres, de la normalidad. Ese ojo era un hijo de la locura, en él yo no vi mi figura reflejada, ni la luz de la lámpara, ni el entorno de mi consultorio. Ahí, en ese ojo, había otras imágenes...

- ¿Por qué?- le pregunté abatido después de examinarlo incansablemente- ¿Por qué no mira lo que debe mirar si es un ojo perfecto y funciona como cualquier otro?
- Porque está enamorado.
Si usted esperaba una respuesta menos inquietante o menos ordinaria, más identificada con un proyecto secreto o de guerra. Quizá hasta imaginó una posesión diabólica, o una herencia de hechicería. Tal vez la intervención de un virus nuevo en el ambiente, o el principio de una locura certera. ¿Por qué no una mutación? O un avance genético que a todos nos espera. Pues no, ese ojo izquierdo estaba enamorado, simplemente.
- Cuénteme- le dije tratando de ocultar la voz un tanto trémula.
B comenzó a narrar y yo a registrar en una pequeña grabadora (que saqué hábilmente del cajón de mi escritorio) aquello. Mi inquietud científica había caído fulminada por esa particularidad.
- Yo no debí jamás encontrarla, pero la encontré. Cosas de ese cruel destino que a todos nos atraca. Ella estaba ahí como si fuera su pertenencia, sin saber por qué, usted sabe, la ignorancia sentimental es la peor de las ignorancias. Yo no me di cuenta inmediatamente de esa cadena de afección, fue mi ojo izquierdo el que ya no pudo separarse de ella. Notaba que si yo miraba hacia un lado, él lo hacia opuestamente. Mi ojo era como un girasol que la seguía como a la luz. Así, ella acaparó mi campo visual trastornando mi entorno. Estrabismo, pensé, padezco de estrabismo. Y fui directamente al oculista, al primero, que no encontró nada raro, me recetó una gotas para la resequedad y me mandó a casa.

Con esa breve tranquilidad me tumbé en la cama. Intenté cerrar los ojos y sólo el derecho obedeció. Por más esfuerzo que hacía para que el párpado izquierdo cayera, no cedió. Fue cuando sentí un golpe en las pupilas y la vi a ella frente a mí. Era tan real, se acercaba amenazadoramente. De pronto entró violenta en mi ojo izquierdo y me distrajo los nervios, la fuerza, la templanza. Después me vino una fiebre dolorosa, una fiebre del pensamiento: sólo pensaba en ella, sólo la veía a ella. Mi ojo izquierdo sufrió una inflamación profunda, se enrojeció en extremo. Comencé a ver borroso, cada vez más. Luego las imágenes se aclararon y el derecho volvió a la normalidad, pero el izquierdo guardaba una imagen: la de esa mujer. Estaba ahí, pálida y desierta como una duna ondulante en la pupila dilatada, calzándose unos zapatos de tacón. Me consulté por segunda vez. El oculista de ese entonces me recomendó no forzar la vista e ignoró por completo la historia de mirar a distancia a otra persona. Sólo prestó atención a mi relato cuando le dije que sentía como sí trajera una piedrita en el lagrimal: "Algo dentro del ojo me lastima". Él tomó su lamparita e inició la exploración. "Sí, en efecto veo algo" y buscó unas pequeñas pinzas. Con trabajo comenzó a extraer del lagrimal un diminuto zapato de tacón. Con extrañeza lo examinó bajo su lupa y, guardando su turbación, agregó: "Lo que hacen ahora, puras miniaturas. Cuanto riesgo para los ojos". Le pedí que me diera aquello y salí de ahí consternado...

Detuvo su relato y comenzó a rascarse el ojo izquierdo. Después llevó su pañuelo hasta el lagrimal y lo apretó con fuerza. Lo miró y me mostró el contenido.

- Bueno, esta vez es un cenicero, fuma mucho...
Anonadado miré aquella miniatura y la tomé entre mis manos para examinarla. B continuó el relato sin percatarse que yo casi perdía el aliento.
- Pero llorar pequeños objetos no era un problema. Bueno al principio sí, pues la inflamación me molestaba mucho, pero aprendí a extraerlos a tiempo y el dolor se hacía breve. Lo que realmente me molesta es que mi ojo izquierdo sólo la ve a ella. La sigue por todos lados, como si fuera una cámara secreta la persigue por doquier. De aquí para allá mi ojo la vigila y la conoce. Desde que se levanta hasta que vuelve a la cama. Sabemos sus hábitos, sus recorridos por la ciudad, sus debilidades, sus preferencias, sus aflicciones, sus perversiones, sus odios y sus aprecios. Todo aparece ante mi ojo izquierdo mientras yo fijo la vista en el techo de mi habitación. Soy un voyerista y me avergüenzo de observar la vida de alguien como si estuviese frente a una pantalla. Intenté clausurar mi ojo, parchar esa realidad que no era la mía. Sin embargo, el izquierdo no hace caso a nada y aún así mira. También es fetichista, por eso llora pequeños objetos, los roba. No me mire así, yo creo que los mira tan fijamente que los atrae hasta sí y luego los llora. No sé cómo lo hace, es su secreto. Así nos hicimos de zapatos, anillos, aretes, medias, blusas, plumas, platos, cucharas, sábanas, fotografías, lencería, todo mi ojo izquierdo lo llora para él y para mí. Porque yo también me he enamorado, tanto seguimiento de su vida acabó por conquistarme.
B volvió a resguardarse en el silencio. A perder su vista en un punto lejano de la habitación mientras yo trataba de escrutar aquellos ojos extraños y cristalinos. Suspiró y continuó la historia.
- Reflexioné mucho y decidí tratar de acercarme a ella, pues la locura acabaría por envolver mi cerebro si no la tocaba, sino hacía física todas esas imágenes. Coincidimos en una fiesta. Ahí estaba. Por primera vez mi ojo derecho e izquierdo veían lo mismo, salvo cuando ella desaparecía de mi campo de visión, entonces el izquierdo como un guardaespaldas la monitoreaba. Ella me descubrió entre la gente, me miró y me lanzó una sonrisa de reconocimiento. Me saludó de lejos como si fuera un viejo conocido, alguien con quien se topa todos los días. Sentí la incomodidad de ser tan presente en su vida que ya no le excitaba verme. Sentí que no me añoraba como cuando deseas poderosamente encontrarte con alguien y, cuando estás cerca ya no sabes como comportarte, ni que hacer. Me entristecí y me varé en mis conflictuados sentimientos, mientras el maldito ojo izquierdo la perpetuaba por cualquier parte. Después de varias copas me atreví a buscarla. Necesitaba hablar con ella, que me escuchara. Yo conocía su voz, su sonrisa, sus movimientos, pero ella seguro nada de mí...
El ojo derecho de B se enrojeció y se humedeció traicionando la serenidad de su rostro, la entereza de su voluntad, la decisión de continuar su relato. Me pidió que cerrará un poco las persianas pues la luz cada vez le hacía más daño. Tragó un poco de saliva y prosiguió.
- Por fin las circunstancias nos arrojaron a estar juntos y solos. Ella me sonrió con esa sonrisa que yo sabía de memoria. "Te conozco como nadie te conoce", le dije. "Lo sé" y agregó "Puedes llevarte los objetos que quieras, puedes mirarme cuando quieras, puedes, pero jamás podrás tocarme. Así lo quiero yo y tu ojo izquierdo. Además tú no eres el único." Se dio la vuelta, tomó su bolso y sé fue. Mi ojo izquierdo tras ella. Yo me quedé atascado en mi cuerpo con mis sensaciones, con mi ansiedad corporal.
B se incorporó de golpe y me dijo con mucha determinación:
- Quiero que me extirpe el ojo.
Me comentó que no era yo el primer oculista que veía. Recorrió un largo camino antes de llegar a mí y, todos se negaron a sacarle el ojo porque estaba completamente sano, aludiendo que B era quien necesitaba un tratamiento de otro tipo.
- Pero usted ha visto como lloro objetos, eso es lo único a lo cual tengo acceso en esta relación que me tortura.
Accedí a extirparle el ojo. Debo admitir que quería quedarme con él y diseccionarlo, estudiarlo para dar con el origen del fenómeno. B aceptó donarme el órgano si yo lo operaba inmediatamente. La intervención fue sencilla. El ojo no opuso resistencia. Salió del rostro de B sin ningún conflicto. Yo me quedé con él y lo estudié hasta el cansancio. No descubrí nada, era normal, orgánicamente perfecto. Acepté mi desilusión porque la ciencia es así: fatalmente certera ante los hechos.

Seguí viendo a B hasta que sanó la herida. Mi cliente estaba tranquilo y poco a poco se fortalecía su ánimo. Y antes de marcharse definitivamente -ya se había recuperado por completo de la operación-, me atreví a preguntarle:

- ¿Está seguro que extirpar el ojo fue la mejor solución? ¿No extraña a veces esas imágenes? ¿Esa insólita particularidad en su persona?
- Sí, pero la vida es más que una imagen...


CECILIA EUDAVE. El Oculista, pertenece al libro titulado Registro de Imposibles (ed.Tierra Adentro, México, 2000).

 

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El circo de las sombras
por Rosy Palau

 

Pasaron de dos en dos. La entrada era angosta. Caminaron sobre el aserrín mojado, agarrados de un tubo que hacía la vez de pasamanos. Los murmullos y las risas, ventilaron la atmósfera caliente. Una hora después, adormecidos en las sillas de palo, los despertaron las cornetas.

Con el sol brillando en la punta de los tabachines, los habían visto venir. El carromato se abrió paso entre bolas de rama seca y ventarrones de polvo. Muñecos de trapo, bules, cazuelas, mecates enroscados, alborotaron el silencio al paso de las ruedas sobre los hoyos del camino. Ya en la entrada del pueblo, aminoraron la marcha y encendieron las bocinas. Un sonido de mil radios descompuestos sofocó la voz del anunciante, provocando que los que no estaban ahí, salieran de sus casas como si escaparan del fin del mundo. Luego se aclararon las palabras y todos pudieron enterarse. A las 5 del otro día, venido directamente de la China y aclamado por todas las naciones, el circo de las sombras daría su función.

Entre la desconfianza y la alegría no faltó la vergüenza ajena. Dos era el número de artistas de raída indumentaria. Un chino de cuya chaqueta escapaban rayos de diamantina, abrió la puerta y se colgó de los estribos arrojando por el aire papelitos de colores. Al volante, tras un San Martín en bulto y un tablero de peluche, saludaba el payaso del que no faltó quien dijera que en lugar de traer pintada la sonrisa, traía dibujado un frijol.

Ni jaulas de animales, ni trapecistas con trajes de bailarín, dijo un niño entre la multitud, a lo que otro respondió con ironía que en el ruido venían escondidos el león y el elefante. Lo cierto fue que pasaron lentos como pasan los sueños y después se detuvieron al otro extremo de la calle bajo las ramas del Huanacaxtle. Nadie supo cómo, pero apenas amanecía, apareció levantada sobre gruesos horquetones la carpa con adornos de banderitas.

Se apagaron los focos. Tras el ajuar del payaso que entró de prisa al escenario y se paró sobre una luz azul, todos adivinaron al hombre que les había cobrado los boletos. Hizo al público la reverencia, tomó de sus bolsillos las naranjas y al ritmo de una música de banda, las fue lanzando una por una hacia el cielo raso. El primer asombro fue el notar que se quedaron flotando por encima de su cabeza, luego con un chiflido las hizo caer y las devolvió de nuevo al abismo de su pantalón aguado. Aunque hubo aplausos entre éste y otros actos, en todas las caras brillaba el enigma. ¿ Y las sombras?

Ese día todo el pueblo cerró a las 4. "El diván azul" no abrió sus puertas y las mesas de dominó por primera vez en muchos años, quedaron desiertas bajo los tejabanes. Desde muy temprano en medio de los quehaceres y las pláticas, unos a otros se preguntaron la hora. Los niños, amenazados con no ir hicieron los mandados y jugaron como cubiertos con un velo de quietud. De reojo volteaban por el rumbo de la carpa sin descubrir por ningún lado el movimiento. El Manolo, con su cuchara de albañil, como llevado por una extraña emoción que coronó con el arranque de hablarle de matrimonio a la Majei, enjarró toda una barda y hasta le sobró tiempo para sentarse a mirar las vacas.

Claves, palitos y cascabeles, inundaron con tonadas orientales el espacio. Al rechinar de una manivela bajó el telón de gasa y todos los ojos se recargaron en el paisaje. Tenues luces acompañaron la voz del narrador que se desenredó en el aire lleno de palomillas. Tras la cortinas fueron apareciendo las sombras. Robustas y bien formadas, esbeltas y delicadas. La luna roja, metida en una cama de nubes esponjosas, alumbró los floridos jardines, las lujosas habitaciones, los ríos, las montañas que hablan, alumbró la ciudad de oro y los portales donde una noche cuajada de estrellas, dos guerreros, montados sombras en las sombras de los caballos, se lanzaron a la muerte, encendidos por la pasión de su princesa.

Las manos del chino se movían tras el telón con la agilidad de un mago. En la historia no se escatimaron las espadas, los faroles y los besos; el dragón que escupiendo fuego, desarmó a los más osados de sus valores. Todo y más fue lo que hizo que en silencio empezaran a competir las inclinaciones. Unos a favor de un guerrero, otros a favor del otro, pero en lo que todos estuvieron de acuerdo era en el fin del emperador, que para contento general, cayó al piso, bañado en sangre. El ambiente era espeso. En la oscuridad se comenzaron a revolver las pasiones.

La Majei, no se inmutó cuando el Manolo le habló de casamiento. Después de tantos años de conocerlo, sus palabras ya le pasaban por encimita. Sin mirarlo a los ojos, entretenida con la distancia y mordisqueando unas hebras de su pelo negro, dejó salir un ¡hummm! que se le desmoronó en los labios. Pero en la invitación al circo vislumbró la oportunidad de presumir y se le aparecieron en el pensamiento los vestidos que tenía colgados en el ropero. Más tarde lo esperó en la puerta, imperturbable, como acorralada por su propio perfume.

En la penumbra a la Majei se le rodó una lágrima que corrió a quitarse antes de que se encendieran los focos. Al salir, se tropezó con la mirada del payaso y colgada del brazo del Manolo, la noche le pareció muy ancha y el pueblo tan chiquito que le cupo de un golpe en los ojos. Los brillos de las hojas fueron los primeros en avisarle que había llovido y caminó despacio, extrañada por el placer que le daba pisar en los charcos las caras de las gentes.

A gotas de agua sonaban las patas de los grillos, dando saltos y cayéndole en la cama, a leña ardiendo olía el aire que entraba por su ventana, un aire lleno de monte, con ruidos de cosas que se acercaban para entrar en un sueño que no la dejaba dormir. Imaginó el palacio, la luz de los faroles iluminándole la esperanza de poder huir en un hermoso caballo, dándose de besos bajo la luna colorada. De pronto, una fuerza la agarró del alma y la invitó a salir. No se acordó del miedo cuando le ladraron los perros y los dejó desgañitándose en la calle, tumbando las basuras.

Aunque el Manolo jura que la dejó en su casa, dicen que la noche estaba buena para el desvelo, que la vieron hablando con un hombre y que a los dos se les salió una risa que más tardó en sonar que en apagarse. Todavía humeaba la leña cuando la fueron a buscar. Entre una cazuela abollada y pedazos de mecate, encontraron una muñeca de trapo picoteada por un enjambre de pajaritos . En su cara, creyeron descubrir a la Majei. Entonces, uno dijo: A ésta siempre la corretearon las ganas. Todos miraron a la distancia y dejaron escapar un suspiro.



 

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Setas
por María Tena

 

Parecía que aquello no iba a terminar nunca.

El recuerdo de aquella ciudad le perseguía siempre. De nada servía que hubiese cambiado de amigos, de trabajo y hasta de patria. El haber sido feliz en esas calles, en esas plazas y después haber sufrido tanto en los mismos sitios constituía una huella difícil de borrar. Una herida todavía abierta.

Volvió de nuevo como una turista más, como si nunca hubiera estado allí. Volver a aquella ciudad que un día había sido suya porque era la de él, pero sin él.

Fue allí donde se lo dijeron. Una frase como otra cualquiera compuesta de palabras normales y un médico de empresa del que no recuerda el nombre:

-Según como se lo tome puede usted acabar pidiendo en el metro, se han dado casos, o puede usted luchar y continuar viviendo muchos años si es capaz de cuidarse. Su actitud es fundamental. Además del tratamiento debe acostumbrarse a dormir ocho horas, a comer cosas sanas, a no fumar ni beber, a no trabajar demasiado y a intentar ser feliz. No le puedo garantizar que vaya a vivir, pero sí que si pelea por ello, si tiene un talante positivo su vida, la que le quede, tendrá mucha más calidad, le merecerá la pena haberla vivido. Su felicidad está en sus manos. No en lo que le pase, nada peor que esto le puede pasar, o casi nada. Pero usted todavía tiene la posibilidad, el deber de ser feliz a pesar de esto, si aprende a convivir con ello.

Salió de allí con una lucidez extraña. Aquello no podría con ella. Todo el esfuerzo de una vida por ser mejor ahora lo pondría en diseñar un final que fuese una obra de arte. Era lo mejor para todos. Les ahorraría con un buen plan meses de dolor, una lenta agonía. Ellos se lo merecían.

Podría hacerlo, pensó, mientras conducía alguna noche volviendo de una cena, un volantazo contra un muro, unas copas de más, todos sabían que no aguantaba una gota de alcohol. O mejor al tender la ropa asomándose al patio. Mejor aún, pondría el detergente, los trapos y el agua en el alfeizar, resbalaría al limpiar los cristales, incluso limpiaría uno, lo dejaría brillante, su último trabajo antes de saltar. Unas setas, también podían ser unas setas pero ¿dónde encontrarlas? Ir de excursión al campo y no dejar que nadie las comiera, era demasiado peligroso. Así paseaba por las calles blancas y estrechas cuajadas de pájaros buscando los huecos de su vida en que hubiese un peligro, los actos cotidianos que no hiciesen sospechar a nadie.

Pero según caminaba vio el sol en las espadañas de las iglesias sevillanas y oyó las campanas que anunciaban el mediodía, la hora del Ángelus de su infancia lejana. También recordó aquel cuadro de Millet, aquellos campesinos, y aunque no era creyente, agachó la cabeza como ellos y le pidió a Dios que no le hiciese esa faena.

Esto no le podía pasar a ella, era una broma demasiado pesada. Justo a ella que nunca había bebido ni fumado, toda la vida estudiando, trabajando para que le pasase eso. Pensó que la esperaban en casa y que no podía presentarse con esa noticia ni con ese temblor, tenía que serenarse. Les llamó y dijo que se retrasaría y se fue hasta la Plaza del Salvador que era su lugar preferido de la ciudad a tomarse una cerveza sentada al sol en las escaleras de la iglesia porque estaba viva a pesar de todo y aunque no lo quisiese, empezaba la primavera.

Ahora se lo explicaba todo, esa fuerza interior esa voluntad férrea a través de los años no era para estudiar carreras ni oposiciones ni para ser la mejor en la empresa. No era para triunfar en la vida, sino para triunfar de la muerte, para pasar ese trago con dignidad.

Pidió otra cerveza y unas gambas pero esta vez se sentó en el chiringuito más caro de la plaza y empezaba a tener hambre, sí hambre, eso le extrañó y además de las gambas pidió la tercera cerveza y unas setas a la plancha que en vez de dormirla para siempre le dieron de nuevo alegría de vivir. Se iban a fastidiar, pero ella iba a vivir.

Ahora, muchos años después, estaba de nuevo en esa plaza al sol y era primavera otra vez y aunque él no aguantó el miedo al dolor y la dejó por otra más joven más sana y más fea que ella, seguía allí más viva que nunca pidiendo al camarero una cerveza fría con las setas que la harían olvidar la muerte que no llegó y la ausencia que, mientras las saboreaba, dejo de importarle.

MARÍA TENA.
Finalista del Concurso Literario "23 razones para escribir"
convocado por Literaturas.com y con la participación de la revista Scriptorium y Ariadna RC.

 

 

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New Orleans en Lavapiés
por Antonio Polo

 

Estoy esperando que suceda algo aquí, en Lavapiés. No sabría decirlo con seguridad, pero creo por el hormigueo de mis piernas que bien podría tratarse del Jazz. ¿Que no? Tampoco es tan extraño. Cuántas cosas no habrán nacido en varios sitios a la vez, es más corre por ahí una teoría ?la de la inspiración compartida? en la que se apoyan todas mis sospechas, y que sostiene que algunos acontecimientos pueden repetirse una y otra vez, es más tienen que renacer continuamente para mantenerse vivos. Vamos, me juego lo que ustedes quieran a que dentro de un rato, un Jazz rejuvenecido se baja desde la Plaza de Cascorro alborotándolo todo. Y aunque yo sea de los que creen que el Jazz surgió al calor de los prostíbulos gracias a unos africanos hace casi ciento veinte años, en realidad ahora se sabe que el Jazz nació exactamente el 17 de noviembre de 1887 en una pescadería de New Orleans cuando el ayudante de barbero Jazzgo hizo sonar su trompeta. Aquel inmigrante tocó de una forma tan inusual ?como rompiendo el ritmo decimonónico que entonces se llevaba? que pronto se reunió a su alrededor una multitud animándole a repetir semejante sonido.

-Hazlo otra vez Jazzgo, que así es como se llamaba aquel virtuoso músico, hazlo otra vez- repetían enloquecidos.

Por eso sigo aquí esperando en Lavapiés, porque ya sé que va a pasar algo. Seguro. Al principio sólo era un presentimiento, pero ahora estoy completamente convencido que de un momento a otro podría aparecer ?pongamos por caso? una comitiva fúnebre, como las que aún hoy se originan espontáneamente al morir un músico en New Orleans. Y si no díganme entonces qué es aquella turbamulta que baja por Mesón de Paredes. No. Mejor no me lo digan, ya lo adivino yo: un funeral.

No crean que me ha resultado fácil predecirlo, porque a pesar del olor a rancio que invade sótanos y soportales, a pesar del comején que asedia las vigas riostras de las antiguas corralas, y de las pátinas de un dedo de espesor que cubren petriles y barbacanas, a la muerte lo que de verdad se la pone dura es darse una vuelta por la carretera de La Coruña y no incoarle un expediente al chino del Todo a Cien de la esquina. Y no es que no se muera nadie aquí, que se mueren y muy a disgusto que lo hacen, pero si ustedes se tomaran la molestia de echarle un ojo a las calles a cualquier hora del día, comprobarían que la agitación y la vitalidad son de tal calibre que lo que más desentona en Lavapiés son los empleados de la funeraria, y más con esos ternos grises tan sombríos y desgastados que apenas dejan ocultar, para mayor pesadumbre de las dolientes familias, un pin con el escudo del Real Madrid. Por eso, el barman del Moskito's Bar que conoce de sobra mi sexto sentido, ha sentenciado que aquello, aunque desacostumbrado, no podía ser otra cosa que un funeral. Y eso es lo que era: un extravagante funeral, inacabable y sinuoso como una serpiente multicolor.

Abriendo la comitiva desfila un grupo de afroamericanos que tocan el ya inmortal High Society (tema que viene pintiparado para la ocasión) y al que dio vida una noche de julio Louis Armstrong junto a los All Stars en el Symphony Hall de Chicago. Pero estos de ahora no son los All Stars, en realidad a esta docena de indocumentados no los conoce nadie en el circuito profesional, en cambio la Shockproof Tree's Quartet, que así es como se hacen llamar, es todo un acontecimiento tres calles más arriba. Sin ir más lejos, la señora Paca de Sombrerete 6, afirma que los Chucrut Tres Cuartos (como ya se los conoce en la corrala de la calle Amparo) han creado un estilo propio, algo intermedio entre el maestro Barbieri y Benny Goodman: el autentico sonido Chucrut. Inmediatamente detrás pueden apreciarse los turbantes azules de los paquistaníes (sobresalientes y majestuosos) que suponen un contrapunto al libertino pasacalle de los americanos. No obstante las fascinantes notas de éstos últimos, con todo su ritmo y su alborozo han ido a posarse sobre los tranquilos compases de la Sinfonía Bengalí, la cual es magistralmente ejecutada por el virtuoso Raga Marva, músico por lo demás conmovedor y místico, y cuyas contemplativas cualidades no están reñidas con la buena mesa, aunque a veces, la desaforada puesta en escena de un plato típico como la "pava borracha" lo haya espantado en mitad de una cena.

Después le llega el turno a los somalíes a cuya cabeza desfila el balofonista Amadeo Koité, hermano del difunto. Koité el balofonista y Prudencio el pescadero desaparecieron el martes por la mañana cuando ambos ensayaban un duetto de percusiones endemoniadas. Dicen que el somalí picaba un solo de balofón bajo la marquesina de la pescadería y que Prudencio le seguía al compás mientras limpiaba de espinas una palometa. Después llegó la tragedia. Un socavón, negro como el mismísimo infierno, se los tragó al paso de la tuneladora del Metro. La Chata dicen que ha sido. La puta de la Chata que a ver porqué no se come a un político por los pies y deja que nos reinventemos nosotros el barrio, el Jazz y las gambas a la gabardina si hace falta -gritan exaltados los amigos del Prudencio. ¡Que no hay derecho, hombre! ¡Que no hay derecho! -añaden. Y finalmente, cerrando la comitiva viene un batiburrillo de etnias y culturas de toda índole. Los magrebíes que han logrado incorporar al duelo el olor de los dátiles y la Rumba argelina; los peruanos que montados sobre una quena arropan la cálida voz de un saxo tenor sin papeles; los ecuatorianos que aunque no tocan nada van repartiendo arepas, y cerrando el fúnebre cortejo vienen media docena de saharauis enarbolando una vieja bandera del Polisario. Y así todos los vecinos juntos, que desde Torrecilla del Leal pasando por Abades y Sombrerete hasta Espino y Provisiones han reinventado las comitivas fúnebres-festivas, el verdadero sonido Chucrut y esa expresión tan nuestra y que tan poco gusta a los políticos locales: "Hay que joderse con la puta de la Chata".



 

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Una estría de mi feminidad en nueve rosas
por Alfonso Carlos

 

Se diría que mi vida es un día de lluvia lenta en que todo es desacontecimiento y penumbra, pasando las horas y los días, los meses y los años, sin dejar ni siquiera la huella de su paso, en la que los sueños, en miles de líneas, inciden y se cruzan, y en el cruce, forman un leve e instantáneo punto, tan leve que es de hecho inexistente. Es como hablar de la nada, el interludio entre el tiempo del sueño y la nada, un espacio con luz de plenilunio, diamantino como el agua, que se convierte en silencio buscando la música última deseo.
Me he convertido en una sombra, ya no sé como se siente, pues entregué mi ser a mi sombra, y lo que siento ya no se ajusta a la vida. He llegado a la experiencia extrema de llenarme de vacío y de ausencia, lo que inevitablemente conduce a mi disolución, a vislumbrar los confines de mi sombra, a vivir en ese espacio anterior a la conciencia adquirido en la desolación y en el naufragio de la memoria. Voy perdiendo las palabras y también el silencio, puesto que no hay nadie que los sostenga. Restrinjo el contacto con la realidad; sé, como un inmediato instinto abstraer de cada objeto o acontecimiento lo que pueda tener de soñable, dejando muerto en el mundo exterior todo cuanto tiene de real.
Algunas veces deseaba la salvación, pero de quién y porqué la esperaba? que me transpasase como sombras que se funden y borrase el dolor sombrío del que estaba hecho, pero no quería usar esa palabra, me avergonzaba no ser inocente, y era extraño como ese pensamiento llenaba mi vida con tanta nitidez y fuerza. Nunca había visto a nadie salvar a otro, sabía que un ser no traspasa a otro como esas sombras que se transpasan en una tierra extraña. Estar perdido, ¿no era entonces la verdad corriente? ¿era quizas esa irrealidad la que me daba la noción de mi condición verdadera? Hasta que punto me encontraba en la miseria de la necesidad?
El renacimiento del placer, de la esperanza, dolería tanto en el pecho, que prefería sentir la acostumbrada tristeza y dolor al insólito placer, a dejarme mudar por la alegría poco a poco, a saber que la vida estaba fluyendo y descubriría cada nervio de mi cuerpo de esa protectora película de muerte, para poder sentir el murmullo de la vida.
Sabía que no podía cortar con el dolor -si nó, sufriría aún mas-, cortar sin tener otra cosa que en sí sustituyese la visión de las cosas a través del dolor de existir. Sin el dolor me habría quedado sin nada, perdido en la frontera entre mi propio mundo y en el ajeno, sin forma de contacto.
hasta que punto me encontraba en la miseria de la necesidad?
Estos infinitos relámpagos deslumbraban mi conciencia, e iluminaban en una fracción de segundo la brusca ausencia de todo lo que no me había pertenecido, e intuía que la ausencia era esa neutra sensación de irreal vacío, esa oscura transparencia inmovil del fondo de un espejo.
Y en esta reflexión había la admisión de una carencia, de tantas cosas no hechas todavía. Que hacer frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente? Regalarle a alguien mi propia soledad y la angustia producida por el tiempo, por la duración del tiempo cuando nada sucede?
Quizás eso era lo único que lograría vincularme a alguien: la sensación de una mutua orfandad, el abandono, el sentirse perdidos. Un impulso más fuerte que el amor, y del todo ajeno a la ternura, pero no al deseo ni a la soledad conseguiría unirnos. Nunca podríamos advertir nada de lo que verdaderamente poseeríamos: una trama de palabras y gestos, de pudor y codicia, porque nunca creeríamos merecerlo y nunca deseamos ni tuvimos nada.
Dejo de pensar, miro mi casa, pero en cada estancia, los objetos parecen ordenados para enaltecer el vacío y la desnudez del espacio, puro como un teorema, extendiéndose hasta el cielo inundado por su propio silencio y la soledad. No me importan las cosas que posea o guarde, los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan. Mis cuadros, los retratos e algunas mujeres, ciertos poemas abandonados en la biblioteca, cierta música escogida y ya agotada, me daban una esperanza de alcanzar alguna vez una zona privilegiada donde me fuera posible aceptarme con menos tristeza y menos desconfianza, donde hubiera la posibilidad moral de una extraña e inflexible justicia, de un orden casi siempre secreto que modelaba el azar y volvía habitable el mundo.
¿Qué era lo que buscaba: un nuevo orden, la posibilidad de encontrar otra vida, la armonía con el mundo, la identidad del ser? Estaba desaparecido en mi propia vida, había alcanzado un estado en que todo parece igual, y en el que nada te importa. No hay pruebas de que estés muerto, pero me comporto como si lo estuviera, y la atmósfera en esos momentos se vuelve tan frágil, tan sostenida por agujas.
Transcurre el día, y a esa hora imprecisa en que el atardecer e convierte en noche, y las sombras ganan el interior de las casa y de los muebles, quería depender de algo o de alguien, un cigarrillo, una mujer, una bebida siempre y cuando ese acto tuviera esa intensidad imprescindible para sentirse vivo. Esa intensidad en la que vivir se confunde con morir, esa intensidad en la que morir parece el acto más vivo de todos. Necesitaba estar fascinado, ver ese objeto gigantesco dominando un mundo desierto que hace vibrar las cosas en vez de nombrarlas.
Los recuerdos me golpean: contigo quise hacer eterna la esencia de lo fugaz. Apenas nos conocimos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. No estábamos enamorados; recuerdo que a veces nos besábamos con un virtuosismo despegado y crítico, no había fusión, éramos seres radicalmente distintos pero de quién y porqué?,aunque a veces estallábamos al mismo tiempo, como las olas que se persiguen y coinciden un instante en su cumbre de espuma. Dos seres que si compartíamos algo era un estado de crisis, la crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas: perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado. Y sin embargo los dos estábamos componiendo una figura absurda, algo inexistente, como tú y como yo, como dos puntos perdidos en Madrid, que van de aquí para allá, haciendo su dibujo, danzando para nadie, ni siquiera para nosotros mismos, una interminable figura sin sentido, aunque estuviera únicamente en nosotros mismos. Un mutuo reino invisible que casi nunca habitábamos, pero del que tampoco podíamos renegar, porque sus fronteras nos circundaban tan irremediablemente como la piel. Al mirarnos nos reconocíamos, pero sabíamos que no nos pertenecíamos.
Sólo más tarde nos daríamos cuenta de que buscábamos una historia no demasiado cerca del amor, tal vez alguna escusa para vernos acompañados sobre el cristal celeste de los escaparates, o quizás sentir esa mezcla de plácido desmayo, cosquillas y placer que nos producíamos, algo extraño parecido al llanto, pero más débil, que intuíamos en nuestros ojos, escondiendo su vértigo secreto.
Al poco tiempo de conocerte me convertí en otra persona. Lo sabía y me daba miedo, en alguien completamente nuevo y diferente que abandonó esa especie de inercia semejante a la existencia en el vacío cósmico en el que flotaba de aquí para allá sin otro objetivo que flotar. No sé como hicimos para interesarnos el uno en el otro con lo poco que podíamos ofrecernos, los dos al borde de nuestras trastornadas vidas. Bueno, así es como funciona el mundo, probablemente no nos enteramos de las cosas hasta que nos suceden, no pueden explicarse, sencillamente son, y al cabo de un tiempo desaparecen para siempre, o se vuelven interesantes en otro sentido. Es mejor no mirar tan profundamente, no intentar aclarar nada.
Y como toda historia terrible, empezó de una forma magnífica: entré, sin saberlo en el ámbito del deseo absoluto.
Me dá por pensar que nuestra relación fue casi química, un hecho fuera de nosotros mismos, siempre me producía un dolor extraño morir de nostalgia por algo que no vivía nunca, y que incluso estando frente a frente una extensión desierta nos separaba.
Los dos actuábamos como dos estudiantes, hablando por teléfono hasta altas horas de la noche, planeando salir juntos y esperando secretamente no volver a vernos. Hablábamos durante horas de las cosas que nos interesaban, y ahora recuerdo aquellas conversaciones como las más fascinantes de mi vida. Nada de lo que hablabamos era muy interesante, pero eran cosas sobre las que podíamos charlar sin plantearnos ningún futuro próximo (tampoco nos hacíamos ninguna ilusión en ese sentido).
En aquellas conversaciones descubrí un montón de cosas sobre ella, aunque nunca le preguntaba nada directamente, y se suponía que no sabía nada. Pero ¿qué pasa cuando ella se las arregla para poco a poco inocularte algo peligroso y lo mantiene vivo durante meses con la fuerza de un perfume de gardenias y unos cuantos encuentros llenos de promesas? ¿qué te pasa cuando reconoces que es importante lo que hiciste tú y lo que hizo ella y lo que podrías hacer y cuando y cómo y de qué manera y eso te deja con una especie de funesta ansiedad que sólo una cosa puede calmar?.
Aquello me preocupaba porque sabía que las cosas no desaparecen de tu vida una vez que se inician; no desaparecería por sí sólo, sino que se manifestaría en los momentos más inesperados y me haría pasar malos ratos a no ser que hiciera serios esfuerzos para transformar eso que me había inoculado en algo con lo que fuera capaz de vivir, de la misma manera que uno vive con otras cosas.
Había salido de mi realidad y entrado en el espacio del deseo, y quería quedarme a vivir en él, aunque lo temiese y desease al mismo tiempo, pues era un sitio tan insoportable que anhelaba con todas mis fuerzas abandonarlo, a pesar de considerar mi vida fuera de él insoportablemente plana, esteril, asfixiante.
Violeta, Enrique, Inés, continúan viviendo en la luz dorada de aquellos días con los colores brillantes que la memoria dispensa a los que han enriquecido nuestras vidas con lágrimas o risas, sin saber que nos han dado algo, a pesar, de que nunca terminamos nada, que cada día contuvo al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria, una mentira que nos protegiera a todos, un acto optimista, esperanzador, que nos garantizó la fé en el futuro y que permitió que las cosas importantes funcionaran, a pesar de ser golpes en nuestras vidas tan fuertes que es como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se emponzoñara en el alma.
Aquellos días extraordinarios en los que cuatro personas dan por hecho que se van a encontrar a diario, que la primera pregunta de cada día tiene que ver más con intuir cada uno de nosotros ¿cómo hacemos? Que con un ¿qué vas a hacer hoy? Ese estado, propio de los adolescentes y de los enamorados recientes, tiene sus exigencias, y una de ellas, por contradictorio que parezca con esta asunción de otro o de otros como prolongación de uno mismo y por tanto de su libertad, es el establecimiento inmediato de una rutina lo más férrea posible (la obligación de vernos al día siguiente, a pesar de lo destrozados que estuviéramos) que no deje hueco al desconcierto de una improvisación ni permita catastróficos vacios que pongan en entredicho esa incorporación y den que pensar.
Y de repente aquella inesperada convivencia pronto se vió extendida, no se limitó a las horas nocturnas, se vió extendida a todas las horas del día: nos convertimos en inseparables, sin que este principio de inseparabilidad, el principio de cohesión fuera en modo alguno visible ni enunciable, sin que el profundo atractivo que empezamos a tener entre nosotros, la terrible atracción que empezó a tener Violeta para mí y yo para ella pudiera a esperar a serlo.
He llegado a considerar todo esto como una especie de preludio de aquel primer encuentro verdadero con Violeta, cara a cara, cuando el entendimiento que había nacido entre nosotros -alegría, amistad fundadas en gustos comunes a los cuatro- se desintegró en algo que no era amor -¿cómo podía serlo? Sino en una especie de posesión mental en la que las ataduras de una sexualidad devoradora no tenían demasiada importancia.
Enrique, a pesar de su pasión por mí, mientras estábamos juntos, o íbamos a algún sitio se quedaba en un segundo plano, para dejarme brillar, para permitirme darme a conocer, se retiraba con algún pretexto, se distanciaba de nosotros con esa superioridad del soñador consistente en que soñar es mucho más práctico que vivir, con esa inmensa melancolía, esas tristezas llenas de tedio, que sólo pueden existir en el ambiente de comodidad y sobrio lujo en que él vivía; y Violeta y yo le esperábamos como si no ya la fluidez de nuestras conversaciones, sino la existencia del uno ante el otro, la posibilidad de vernos, dependiera o estuviera impulsada por la figura de Enrique que nos había unido.
Yo tenía una inconsciente intuición de que entre Violeta y yo había algo más: un continuo de confidencias y complicidades, aunque nunca nos lo hubiéramos confesado y que se estaba creando un lazo más que estrecho entre los dos.
Me atraía su soledad su melancolía, esa línea hiriente de oscura luz que invadía sus ojos y como caminaba por ella sin red y sin testigos, una sonrisa cálida, generosa, teñida de una leve melancolía, que le pertenece en exclusiva y una vez aprehendida e interiorizada resulta imposible de olvidar, esa incapacidad de reconocer lo que ocurría en sí misma, de poner un marco preciso a la espantosa imagen de su propia insignificancia en el mundo de los hechos comunes. La especie de abismo que parecía rodearla era obra de su incapacidad de distinguir los valores, de dar un sentido a las cosas, incapacidad que arrasaba su alegría; implacable en la búsqueda del placer, y sin embargo árida, egoísta, con esa falta casi monstruosa de interés por los demás que hacía que careciera por completo de caridad espiritual. En realidad no era humana, nadie que se dedique enteramente a su ego lo es.
Jamás sentí que poseía a Violeta, ni siquiera aspiraba a desear esa posesión, si hubo pasión hubiera debido estar llena de signos y de claves, pero sólo servía para saciar nuestros pensamientos, para llenar nuestras vidas de palabras que se solidificaban en el aire ocupando nuestro espacio; nuestra relación fue tan desgarradora como la tristeza que sigue al amor, con esa obsesiva sensación de yacer con una estatua deliciosa, incapáz de devolver los besos y las caricias de la carne que toca. Era algo extenuante y corruptor el hecho de amar tan bien y sin embargo tan poco; no hay vacío comparable al de amar a una mujer que nos ofrezca su cuerpo y, sin embargo, es incapáz de darnos su verdadero ser, porque no sabe donde está, rebosante de esos ecos de ternura que puede permitirse dedicar al hombre que no ama, una satisfacción perfecta que jamás tuvo nada que ver con su propia felicidad.
La sumisión que nos arrancaba a todos era su rasgo más extraordinario. Parecía como si los hombres se dieran cuenta en seguida de que estaban en presencia de alguien que no podía ser juzgado con los mismos cánones aplicados hasta entonces a las mujeres, esa forma de grandeza, esa especie de masoquismo fatalista que la volvía sumisa a pesar de tener un carácter arisco, hacía estragos en la vida de los hombres, aunque siempre me dio la impresión de que trataba de mostrar una serie de crueles caricaturas de sí misma, pero esto es habitual en los solitarios, convencidos de que su verdadera personalidad no puede encontrar correspondencia en nadie.
Nunca la descubrí hablando de sí misma, ni reclamando atención, siempre huía de lo personal, para que la marcha de la conversación no la concerniera ni la obligara a hablar de cosas que no quería. Yo mismo, que más de una vez la ví llorar, tenía que insistir mucho para obtener algo parecido a una confesión o a una confidencia. Cada vez que le preguntaba me daba idéntica respuesta: ¿Qué quieres que te cuente?
Si contaba algo era todo lo más una colección de anécdotas que la dibujaban en situaciones cotidianas perfectamente neutras, intercambiables con las de cualquier persona. En su tenacidad con que eludía hablar de ella había más dolor contenido que en todas las palabras que pronunciara, en el propio corazón de sus palabras se reconocía el silencio. Hablar de sí misma habría sido traer su yo a la superficie, y eso, simplemente no podía permitírselo. Lo que sentía, o como era, tenía que estar tapado, cubierto por cientos de velos, aprendidos o innatos que estableciesen una distancia entre ella y los padecimientos o esperanzas que acechaban en su interior.
Las vivas descripciones que me hacía de su total incapacidad para llevar la vida que los demás exigían de ella me conmovían. Quedaba impresionado por la total falta de autoextima de Violeta y por su postura negativa frente a la mera posibilidad de poseer algún mérito o cualidad positiva.
Cuando no lograba verla, los días parecían desvanecerse inexistentes, había semanas crepusculares y malditas, abrasadas por el tedio, de las que sólo lograba recordar mi abrigadora cama, mi querido lecho envejecido con hermosas maneras de abrazarse, como si los días se escapasen borrosos, convertidos en una sucesión de noches somnolientas, hasta que llegaba Violeta cansada de estar sola, deseando estar con alguien; quería música, luces, hablar; cuando decía correr, no se refería a echar a correr huyendo de algo, sino que quería expresar acción, gente, hablar, pasarse toda la noche levantada, no parar un momento. Odiaba que las cosas se limitaran, que las posibilidades se redujeran a ser enfrentadas con los hechos: "siempre espero alguna sorpresa de los amigos, de la pasión, del amor, pero cuando los hechos quedan al desnudo, no lo soporto, siempre tengo que enfrentarme a las cáscaras vacías de mis sueños, y al miedo de que la vida fuese así, con las cáscaras de los sueños truncados desparramadas a mi alrededor". Ella se rendía a la literalidad de la vida, pero a casi nada más, por eso el misterio emanaba de ella.
No es que quisiera tener una aventura conmigo, es que no pudo evitarlo: es lo que dio calidad a su acción, aunque siempre fue demasiado tarde, porque aunque hiciésemos tantas veces el amor, la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad, y mientras tanto, el deseo cada tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo para crear las ilusiones.
Recuerdo nuestros saludos breves y cortantes, nuestros besos de encuentro que no saben como darse, el cruce de miradas excesivamente opacas (dolorosamente censuradas) como entre dos enamorados ilícitos, una afabilidad y solicitud medrosas: unas manos que no se atreven a presionar con afecto, una sonrisa a destiempo.
En nuestra relación, nunca nos afanábamos por comprendernos, y yó sabía que en realidad nadie está posibilitado para comprender nada -es decir, para ver la totalidad- de lo que existe ni de lo que no existe.
Amaba a Enrique por su anarquía y a Inés por la forma en que se estaba matando minuciosamente, sin importarle nada, entregada a la noche, al alcohol, al reconocimiento sin ambajes de que había fracasado con la primera decisión que tomó en su vida: su matrimonio. El primero y el mayor de una serie de errores que la arrastrarían por la vida como la resaca de una ola que acabaría dejándola encallada a los cuarenta y seis años, sin otro pasado que una cadena de decisiones equivocadas, llevadas a cabo con toda precisión, ejecutadas en la mayor de las cegueras; en aquellos días se estaba desmoronando. La razón interna de su ser había dejado de existir. Y ese desorden era para mí su orden misterioso, esa bohemia de su cuerpo y su alma que le estaba abriendo de par en par las verdaderas puertas, de que en realidad ella no tenía nada que ver consigo misma, de que ella no era eso y que en alguna parte estaba como esperándose

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La letra disonante
por Alfredo Lope

 

Yo sigo tan convencida como en un principio de que fuiste asesinada, mi apreciada Marta, por atentar con tu palabra contra la falocracia del Patronato de la Lengua, sede exclusiva de las Letras y letras españolas. Y si soy la única componente que siempre ha defendido esta teoría es porque, una vez que desapareciste en desgraciada muerte, soy también por desgracia la única mujer que queda en esta institución. Sí, ahora ahí tienes en mí el relevo -tu sacrificio no fue baldío-, aunque yo hubiese preferido dimitir después de que te cesara tu asesino.

Aún recuerdo, frase por frase, tu discurso de investidura como patrona -de la a-, tu carta de presentación en tan rancia sociedad. Cómo olvidarlo si desde entonces sólo han pasado apenas dos años, aunque éste haya sido sin embargo un periodo de espera demasiado extenso hasta que por fin se ha pronunciado sentencia sobre el crimen del que fuiste sujeta padeciente. Cómo olvidarlo, al margen del tiempo transcurrido, si tu intervención fue histórica, es decir, inolvidable.

El título de tu ensayo era tan claro como largo, a pesar de que ambas realidades suelen ser incompatibles y a pesar, incluso, de estar definido por el empleo de un tecnicismo o eufemismo: «Propuesta de abolición de una palabra en la filosofía del Diccionario: falocracia». El prolongado suspense de tu proposición se resolvió, tras la pausa de dos puntos, en algo sorprendentemente interesante para mí, desconcertantemente escandaloso en cambio para los demás: la falocracia, sí, la crónica enfermedad del Diccionario que ya era hora de erradicar. Pero quizá justo por esta elección de un vocablo técnico o eufemístico, sinónimo de machismo, creo que nadie -ni siquiera yo, lo confieso- presagiaba un contenido donde te atrevieras con tus reproches a incidir en las aludidas llagas lexicográficas de la manera que lo hiciste: tan desvergonzada o desenvuelta, procaz o perspicaz, insolente o valiente, según que quienes opinaran fuesen ellos o yo. Haciendo una ímproba excepción, ellos habían aceptado la relativa juventud de tus cuarenta y siete años, que rebajaban en bastante nuestra media de edad pues yo tenía diez más y todos los demás sobrepasaban la sesentena; pero lo que nunca podían tolerar es que, con tu voz diáfana, les renovases también el aire que se habían viciado a respirar en el Patronato.

Te aplaudí con ese entusiasmo que se expresa a través del frenesí, la radiante hilaridad y las cortantes palabras de apoyo -«¡eso es!», «¡muy bien dicho!», «¡sí señora!»-, muchas veces entremedias y durante muchísimo tiempo al final ya de la exposición, pero también después, en mi inolvidable recuerdo. Y toda esta efusión mía, de por sí bastante ruidosa, sonaba aún con más fuerza en medio del estupefacto mutismo de los miembros masculinos del gobierno de la lengua. Incluso, temí por un momento que, víctimas de semejante estruendo, fueran a resquebrajarse o aun desplomarse sobre nosotras/os las vetustas paredes de aquel salón de actos semánticos.

Si alguien quisiera leer tu diatriba de ingreso, puede encontrarla en nuestro Boletín Oficial, donde fue publicada no por gusto obviamente sino por guardar las formas que tu trágica muerte imponía a tus compañeros ante la conmovida sociedad española. No obstante, me resisto a dejar de transcribir en esta carta a ti dirigida, mi admirada amiga, algunas de tus críticas más importantes. «...Si este instituto llevase la política de admitir todos los vocablos coloquiales sin más requisito que su mero uso generalizado, podría entender su actitud. Pero como éste no es el caso -argumentaste muy bien-, me siento indignada y humillada cuando, registrados en las páginas de este libro tan pretendidamente respetable -a cuya portada arreaste un capón-, veo términos cuyas acepciones no son sin embargo respetuosas con la mujer. Hay uno en particular, el último aprobado, que por supuesto me niego a repetir, pero que la dama y los caballeros aquí presentes sabréis sin ninguna duda a cuál me refiero si os doy la pista de que, incomprensible y absurdamente, pone en relación un genital femenino de gran tamaño con el hecho de que una "persona o cosa" sea "latosa, insoportable"...» Fue cuando explotó mi primer aplauso, aunque lo mejor, lo que yo celebré con mayor aparatosidad, vino más adelante. «...Hoy más que nunca -proseguiste-, cuando a punto estoy de tomar posesión y responsabilidad del sillón a minúscula, me veo obligada a romper varias lanzas en favor de la mencionada letra y en detrimento de cuantas vocales suelen expresar el género masculino, especialmente la o, que desde siempre le han hecho inicua sombra. Entro, así pues, en nuevo apartado que presento bajo el rótulo de "Defectos de forma del Diccionario". Y éstos, no por más sutiles o difíciles de apreciar, son para mí menos graves o sustanciales que cualquiera de los anteriores. Partiendo del criterio que rige el Diccionario de inicio a fin, consistente en la estructura alfabética de las palabras ahí relacionadas, se observa una importante discriminación de la a. Aún existen determinados sustantivos que, pese a ser susceptibles de aplicarse tanto a un hombre como a una mujer, sólo aparecen en masculino. Por ejemplo, quien sirve en la milicia como militar sin graduación no sólo es el "soldado" sino también, al menos en otros países distintos de España, la "soldada" o término equivalente en femenino, pero esta palabra está reservada a los ya tan anticuados significados de sueldo, salario, estipendio y, más en concreto, haber del soldado. Y si bien últimamente, después de no pocas ediciones, la mayoría de los sustantivos y todos los adjetivos que conllevan esa doble alternativa de género gozan de tal diferenciación expresa -o impresa-, ésta en cambio subvierte el orden establecido: lo correcto no es "abandonado, da" sino "abandonada, do", no es "zurumbático, ca" sino "zurumbática, co", porque la "a" precede en el abecedario a la "o", y a bastante distancia por cierto...» Y yo entonces, al par que me levantaba de mi sillón L y tornaba a aplaudir y a sonreír, grité repetidamente «¡brava!», en vez de la interjección convenida en estos casos, el invariable «¡bravo!». Aquel grito, como todos los demás, quizá no encajaba demasiado en el contexto y la situación en que tenía lugar esa ceremonia oficial del léxico castellano, pero sí valía al propósito que se me había ocurrido entretanto: expresar una muestra, siquiera simbólica, de mi solidaridad con la maltratada a minúscula.

Sólo tres días después, la ancila te encontró muerta a primera hora de la mañana, cuando entraba a hacer las labores domésticas con las llaves que tú le habías confiado. Las circunstancias que Guido, el inspector encargado de esclarecer el homicidio, cedió a la prensa para su difusión, fueron escasas: estabas en tu dormitorio, la cama deshecha y tú encima, desnuda por completo, atada de manos y pies, con un balazo a la altura del corazón.

Fue en Luis, un miembro del Patronato, en quien centró el inspector su receloso punto de mira desde el principio, desde que se enteró de que al sospechoso de nada le había servido ser un fervoroso pretendiente de tu amor a lo largo de un tiempo allende lo razonable, ni tampoco siquiera haberse preocupado de conseguir la mayoría de los votos precisos para ti, Marta, la candidata por él propuesta y avalada. Yo entonces no disponía de los suficientes datos para apoyar o contradecir esta teoría suya, pero quizá ese exquisito instinto que atribuyen los hombres a las mujeres hacía inclinarme más hacia otra clase de móvil, que me apresuré a exponer al inspector en el despacho donde me acogió con tan excesiva -empalagosa- cortesía. Sólo le pedí que también considerase una segunda posible causa del crimen: le tendí una fotocopia de la severa censura que tú, aparte de leer, nos habías repartido para que tuviéramos sólida constancia de la misma, y le adelanté un resumen de su contenido como lo acabo de hacer aquí. Me esforcé para que tomara consciencia de qué podía significar, cuánto podía escocer, cómo podía castigarse, en el seno de una corporación anclada en los principios atávicos de la mar Tradición, el hecho de que un/a componente se mostrase rebelde e innovador/a, se hiciese escuchar con una palabra más alta que las tenues dominantes, sacando a relucir los «defectos de forma» o llamando «mamotreto» a nada más y nada menos que el sagrado Diccionario del Excelentísimo Emporio de la Lengua Castellana. De inmediato, en el haz de hojas recién entregado a él, le subrayé con el índice y le leí una de tus frases cruciales -«Hoy más que nunca... me veo obligada a romper varias lanzas en favor de la mencionada letra (la a) y en detrimento de... especialmente la o (tan ensombrecedora)»-, y al propio tiempo le indiqué quién era, en concreto y en consecuencia, el patrono con mayor motivo -explícito- para estar escocido y para castigarte, y por consiguiente también su hombre a investigar: el que se sentaba en el sillón o, de nombre Francisco. Porque yo creía en efecto, concluí, que tú habías sido castigada, pero no tanto por el despecho de un garzón desdeñado sino por la necesidad de resarcirse un patrono malherido en su honor y orgullo.

Y la misma información que al inspector Guido le había obcecado en la hipótesis del crimen pasional, fue paradójicamente la que más tarde, cuando aquélla se hizo pública al levantarse el secreto sumarial, me permitió pasar a convencimiento lo que en un inicio le había presentado con recato como una prudente posibilidad. Así se cumplió una vez más la prodigiosa teoría de la relatividad, o de la subjetividad, o de la interpretación, según la cual una misma cosa puede ser diferente dependiendo únicamente de las distintas perspectivas desde las que es observada y/o de las distintas personas por las que es observada.

La bala te había perforado la diana de tu pezón izquierdo con meticulosa puntería, cruzando por el centro casi de tu corazón, y la herida aparecía relimpia de sangre. El inspector veía en el disparo contra tu pecho el despecho precisamente del amante no correspondido, una forma metafórica de quebrar lo que éste no había podido doblegar en la vida cotidiana con sus ofrendas y reclamos: la férrea firmeza de tu negativa sentimental. Y además, en la limpieza de la sangre que hubo de derramarse, Guido veía que la pasión de Luis por ti había estado presente incluso en el mismo acto del crimen o, de haberla perdido, sin duda la había recuperado a continuación, una vez que fue consciente del hecho, que quedó libre de la enajenación sufrida. Yo sin embargo, en las fotografías mostradas en la sala del juicio sobre tu cuerpo exánime, sólo vi clarísimamente la o del orificio abierto en el seno, remarcada con la eliminación de la sangre alrededor y con la aréola de tu pezón, ya color púrpura, color cadavérico.

El asesino te había dejado algo que pretendía ser un mensaje codificado, pero no en cualquier parte de tu cuerpo, sino en un miembro muy significativo: entre esos labios que -seguía fantaseando el inspector- nunca cedieron a los besos que el amante desquiciado tantas veces te había pedido; o según yo, en esa boca tuya que no se calló, no se mordió la lengua, osó denunciar lo que ninguno de los patronos de la lengua querían reconocer. Dentro de un sobre, en una cuartilla plegada, estaba mecanografiado el siguiente texto:

«Me lo cedió Mi tío Heliodoro, y me lo recomendó de Un modo muy ExpRESivo diciéndome:

»-¡Es un chófer único en el globo, créeme! Si dispone de un buen coche, esTe hombre consigue prodigios enormes, que en un circo le hubiesen hecho rico. Obedéceme y sírvete de él; tU tienes un coche estupendo y te MUeres de tedio, ¿no es cierto? Pues te Juro, quERido sobrino, que cediéndote un chófer como Melecio te POngo en condiciones de seR testigo, e incluso intérprete de eMocIones inconcebibles, sin pREcedenteS en el mundo de lo locomotivo, PorQUE coMO este chófeR no existen dos.

»Melecio Volodio, el chófer PropUESto, que preseNció el mOmento descrito, sonrió entonces con gesto misterioso. Y no bien concluyó mi tío su elogio, el chófer rozó levemente el borde izquierdo de su sombrero frégoli, color crepúsculo griego, se inclinó con un gentil movimiento y murmuró:
»-Tómeme el señor, QUe conozco mI oficio...
»Y SIn otroS incidenTEs que mereciesen ser escritos, Melecio Volodio quedó elegido chófer de mi "dieciséis cilindros" con cien duros de sueldo.
»Doce excursiones, que tuVIeron un epílogo tristemente quirúrgico, me conVencIeRon en un solo mes de que COmo Melecio No existió en el universo chófer ninguno.
»Prescindiendo, diciendo esto, de su doMInio...»

Sobraba aclarar que en esta narración el contenido era accesorio, no contaba, nada tenía que ver con la mortal agresión, pero Guido así lo especificó en la vista oral, como si hubiera hecho un complejo descubrimiento. Después añadió que, por consiguiente, la clave se encontraba en todas esas letras mayúsculas que por norma ortográfica deberían ser minúsculas, puesto que si se juntaban componían un pareado que, pese a estar incompleto, indicaba sin tapujos ni vergüenza la causa del homicidio: «Mueres tú, mujer, por mi resquemor, / pues no quisiste vivir con mi...». La única -última- palabra que faltaba, concluyó, era la única que podía completar el sentido lógico de los versos y, al propio tiempo, cumplir con la rima y la métrica de la estrofa: la palabra «amor», que era también, exactamente, lo que siempre le había faltado de la persona por él amada. Pero había caído, ingenuo, en la trampa de lo más simple o perogrullesco de ver. Porque el texto ofrecía otra realidad que quizá fuese menos evidente pero a mi juicio, asimismo, era la que prevalecía en la intención del asesino. El relato entero constituía un lipograma de la a, un escrito en el que se omitía a propósito esta letra, la del sillón perteneciente a ti, Marta, la que tú habías defendido con arrojo contra el orondo emblema de la endémica falocracia del Patronato. Y si, conforme él decía, faltaba la palabra «amor», era en consecuencia porque allí, ante la ausencia de la a, nunca podría ser hallada como tal o ni siquiera formada como en la lúdica sopa de letras. Y yo esto no sólo lo deducía sino que lo sabía a ciencia cierta, porque tenía la suerte de conocer ese texto íntegramente: no era una invención del autor criminal, no, se trataba de la copia de un breve cuento titulado El chófer nuevo.

En el anverso del sobre estaba escrito, también a máquina, el nombre de la destinataria de esta críptica misiva: el tuyo, «Para Marta». Aquí, por el contrario, la única vocal existente era la «a», pero cada una de las cuatro aparecía marcada muy débilmente y en un nivel inferior al debido, a aquél donde se ubicaban sus vecinas las consonantes. El inspector comprobó que la máquina de Luis tecleaba la «a» de una manera idénticamente defectuosa, aparte de que todas las letras impresas en la cuartilla se correspondían con las del modelo que posee. Pero yo estoy segura de que fue el dueño del sillón o quien, tras acceder -ignoro cómo, eso sí- al apartamento de Luis, golpeó una tecla con saña hasta dislocarla, para que sirviese de signo distintivo o inconfundiblemente inculpatorio: la «a» fue la elegida por motivos comprensibles después de lo ya explicado.

Todo apuntaba, así pues, a que Francisco había cometido el crimen procurando, sin embargo, involucrar en la autoría a Luis por la (sin)razón del despecho amoroso, al conocer como otras/os muchas/os que su colega en vano aspiraba desde hacía tiempo a un hueco en tu corazón. Aunque el inspector seguía en sus veintinueve -más exactamente que en sus trece- y zeta que zeta -en vez de erre que erre-, puesto que su teórico homicida, como quizá no podía ser de otro modo por esos curiosos azares de la vida, tenía destinado el sillón de la letra más opuesta y distante de la designada a ti, su amada: el sillón de la Z o, en definición del propio Diccionario, la «vigésima novena y última letra del abecedario español». ¡Guido el terco! En la Audiencia, nada le afectaban los indisimulados gestos de estupefacción y sarcasmo, o incluso las risas con que yo, al borde de la orden suprema de expulsión, reaccionaba ante sus ridículas novelaciones. Y «¡Claro! ¡Tú qué vas a decir!», respondía indefectiblemente cuando el hombre a quien no cesaba de señalar como culpable le rebatía sus planteamientos con contundencia e insistencia, desesperado y deshecho en llantos, detallándole una coartada constatable, negándole haber escrito ningún mensaje en clave, tener conocimiento de que la tecla «a» estuviera estropeada en su Olivetti, haber disparado un solo tiro contra ti, odiarte por no haber querido amarlo tú. Tanto presionó a Luis que éste, en su última declaración, la que a la postre le sentenció en el juicio, se derrumbó, se rindió, terminó aceptando la imputación en todos los pormenores descritos por su acusador; y hace apenas un mes, cuando lo visité en la cárcel donde acababa de ingresar, me reveló que en su celda, al margen ya del acoso del inspector, después de casi dos años de semejante agobio policial, al fin sentía que podía respirar ancho, al fin se sentía aliviado, en paz y sosiego sin límites: liberado.

Y a pesar de que el inspector se había instalado en tal empecinamiento, obseso del crimen pasional, y había incumplido su promesa de que estudiaría con serio interés la alternativa que en un principio le expuse, yo me creí en el deber de intentar hablar con él de nuevo para convencerlo de su error, alumbrarle la solución correcta con estos razonamientos míos que he ido exprimiendo de las informaciones declaradas de ámbito público por el juez instructor. Pero cuando la secretaria entró en el despacho de su jefe para comunicarle que una mujer solicitaba ser recibida, Guido gritó histriónicamente: «¡¿Cómo?! ¡¿Quién dices que es?!... ¡Ah, ya recuerdo! ¡Claro, hombre! ¡María de la o... minúscula!... ¡Dile que estoy de vacaciones, en las Bahamas! ¡Ja, ja! ¡Me encanta este lugar porque tiene muchas as! ¡As: femenino plural! ¡Ja, ja, ja!». Quizá este caso no debería haber sido encomendado a un/a inspector/a de policía, sino a un/a lingüista, o filóloga/o, o escritor/a, o incluso crítica/o literaria/o, a alguien en definitiva de sobra conocedor de que también en la religión lingüística cunde el fanatismo.

Inmediatamente después de la sentencia que condenaba a quien en mi opinión no merecía ser enrejado, cometí tal vez una imprudencia al dejarme dominar por la rabia y la fiebre que, fruto de esta injusticia, me invadieron al instante. Me dirigí al hombre que yo consideraba realmente culpable, a Francisco, el personificador de la o, y le espeté: «No tiene demasiado mérito hacer creer a un imbécil que el asesino de Marta fue Luis, su desdichado amante. Pero a mí nunca me has engañado: siempre he sabido que tú la mataste en represalia, para vengarte de las cuatro verdades que dijo en su discurso sobre tu letra masculina. Pero te juro -solté un farol- que no pararé hasta verte en chirona: o mejor, en una gorrinera, que es donde deberían encerrar a los puercos como tú». Fue ayer por la tarde, en la primera reunión a la que habíamos sido convocados desde entonces por el presidente del Patronato, cuando volvimos a coincidir. Durante la sesión nos evitamos por completo pero, al término, al cruzarnos por casualidad de camino hacia la puerta de salida, Francisco me lanzó una mirada inequívocamente asesina.

Por esto me he apresurado hoy mismo a escribirte, antes de que pueda ser irreversiblemente tarde, de que Francisco me prive para siempre de este anhelo epistolar. Es lo único que ahora me queda hacer por ti, a cambio de la sangre que te dejaste en la palestra por los derechos lingüísticos de nosotras las mujeres; lo único ya después de haber fracasado en mi empeño para que tu ejecutor purgase su crimen, aunque ni yo ni tú tampoco debemos desesperar de que, en un futuro quizá no remoto, Francisco incurra en una trastabillada que lo delate, o un/a inspector/a más inteligente y receptiva/o que Guido acierte a darse cuenta de lo que su colega ha sido incapaz. Esta especie de carta que te dirijo a título póstumo pretende ser mi modesto homenaje -un bravo ya más sereno- a ti: fíjate en la forma que está escrita, como a ti sin duda te hubiera gustado, con el justo desdoblamiento de los géneros femenino y masculino, por legítimo orden alfabético, cuando se hace referencia a la posibilidad de ambos géneros en un adjetivo o sustantivo. Siempre admiraré la valentía con que irrumpiste en el Patronato, sin preocuparte en absoluto que acabaras siendo para sus integrantes una patrona desagradecida, desabrida, díscola: una letra disonante. La a que querías reparar les debió sonar rara, quizá como un insultante -irrespetuoso- balido, aunque según Sebastián de Covarrubias la a siempre suena diferente en boca de una mujer: «Es la primera -definió- que el hombre pronuncia en naciendo, salvo que el varón como tiene más fuerza dice A y la hembra E». Y pronto un mal día, como era de augurar, tu nombre, Marta, se pareció a mártir (y perdona este juego tan fácil de palabras, que tú aborrecías tachándolos de «juegos de inmaduros», pero no puedo reprimirlo). Sin embargo, allá arriba, con tu a minúscula -pesada, no obstante- a cuestas, más tuya que de nadie jamás, sé que tú terminarás de escribir la gloria.
Ojalá así sea, mi querida Marta. Te lo desea de corazón tu eterna amiga: Concha.

* * *


(Yo no soy un lingüista, ni un filólogo, ni un escritor, ni siquiera un crítico literario; yo soy el máximo responsable de la Brigada de Homicidios en Madrid. Y éste es mi obligado homenaje a vosotras dos, Marta y Concha, eximias mujeres para ejemplo de todas/os. No me refiero a lo que estoy escribiendo en hoja que me permito adjuntar a tan entrañable carta, sino a lo que he hecho. Yo me personé en tu domicilio, Concha, en cuanto fui informado del asesinato del que tú también habías sido sujeta padeciente: otro impacto de proyectil en el pecho del corazón de otra patrona de la lengua. Durante mi registro, no tardé en encontrar esta carta-homenaje que le habías dedicado a título póstumo a tu amiga Marta. Entonces, al leerla, comprendí de inmediato aquello que mi subordinado había sido en efecto incapaz. Y decidí ocuparme del asunto cuando Guido, al insinuarle la aparente evidencia de su equivocación, me replicó muy airado: «¡Tú no conociste la tozudez de esa mujer..., Concha! No me extrañaría en absoluto que hubiese encargado su propia muerte a un sicario, maquinándola de modo que nos indujera a deducir lo que ella siempre había sostenido, que el criminal de su amiga aún estaba libre pese a haber sido juzgado y encarcelado». Así que, sin más demora, sometí a Francisco a un seguimiento tan agobiante, a tal presión y acoso que, en su última declaración, se derrumbó, se rindió, terminó aceptando mis imputaciones en todos los pormenores descritos por ti, Concha, su original acusadora. Y hoy mismo, por un doble asesinato cometido con alevosía y nocturnidad contra vosotras dos, ha sido condenado por el juez a treinta años de prisión, que deberá cumplir en una celda, o mejor, en una gorrinera de Carabanchel.
Además hay otra cosa que también, supongo, os alegrará saber. Como ya no deseo tener bajo mis órdenes al inspector Guido, por su torpeza e irreverencia manifiestas, he presentado a mis superiores propuesta de su traslado forzoso a... Guadalajara: una ciudad que seguramente le volverá loco, porque tiene más as que las Bahamas.)

 

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Supongo
por C
armen Planchuelo

 

SUPONGO... I

 

Supongo que no ocurrirá, que estaremos siempre rodeados de gente, que la vida será un trasiego de actividades de todo tipo: excursiones, cenas con amigos, charlas en casa...quizás tengamos algún momento pequeño entre unas cosas y otras, un cachito de tiempo para mirarnos sin disimulo, directamente a los ojos, sonreirnos de forma cómplice, puede ser que quizás en el asiento posterior del coche y entre ropas, mapas y bolsas, nuestras manos se busquen, se encuentren y se cojan. Sé que si esto pasa será algo intenso y nos apretaremos la mano como una forma de comunicarnos.

Supongo que no ocurrirá porque ella estará muy atenta y él estará casi siempre presente y porque en el caso rarísimo de que estemos un poco solos, no tendremos dónde dar rienda suelta a tanto deseo contenido.

Pero si por uno de esos azares de la vida ocurriera, sería no un volver atrás, no sólo repetir algo conocido, sino añadir un eslabón más a esta pequeña cadena de locura, pasión, cariño. ¿Y como me gustaría que fuera?...pues me pongo a fantasear ahora, en un momento en que siento la llamada de un deseo incipiente que no será colmado nada más que por mi relato o por mí misma. Pues sería quizás en casa de una de mis mejores amigas (hay una especie de acuerdo entre nosotras) o sería en un hotel de mejor pelaje que el querido y añorado Canopus...y me veo ya dentro de la casa, cerramos la puerta y nos abrazamos como la vez anterior con ese ¡por fin! Pero en lugar de ir tan deprisa, quitarnos la ropa sin ninguna ceremonia, ahora me gustaría que fuera todo mas despacito, con más tiempo para seducirnos, calentarnos poco a poco, sentir esa sensación de que te hinchas y acaloras...me gustaría quitarle la camisa desabrochando los botones muy despacio, luego meter mis manos bajo sus axilas y echarle la camisa hacia atrás y mientras, besarle y que él fuera quitándome la blusa con igual parsimonia y luego el sostén y que me acariciaría los pezones hasta que se endurecieran de gusto (como me pasa ahora con solo evocar su nombre) sé que les gustaría y que les costaría poco llegar a semejante estado. Y una vez sin camisa, él, le pasaría la mano por la cremallera del jean y sentiría su sexo enorme y palpitante por mí, sé que me mordería un labio, es una costumbre mía, y luego le desabrocharía el cinturón, le bajaría la cremallera y metería la mano para acariciar al famoso "Gusanito de Rocha", que para ese momento sería de un tamaño muy considerable...y muy excitada desearía que introdujera su mano por debajo de mi falda y sin quitarme la ropa interior, me acariciara el sexo con un dedo suavemente, más deprisa y así durante un ratito, hasta que ya totalmente ardiendo de placer le pidiera que me desnudara del todo, él lo haría y en un "pis pas" estaríamos desnudos y tratando de juntar nuestros sexos, por supuesto las bocas ya juntas y con las manos nó sé que haríamos...quizás buscar sitios inexplorados.; y sé que me gustaría apoyarme en la pared y abrir las piernas para que con su sexo, como un sueño, caliente y loco por meterse en mí, me acariciara sin parar hasta que sin poder más yo me iría escurriendo por la pared y me quedaría a la altura de ese mástil y poco a poco me lo ría comiendo y ahora si que le miraría a la cara para verla resplandecer de gusto; y mientras yo le mimaba, le notaría crecer y sentiría que ya le quería dentro de mí cuerpo (que decir de mi alma) y al igual que la otra vez terminaríamos en la cama pero deseo que esta vez sea mas fácil, que no me duela, no le cueste tanto "abrir la puertíta" (como él dice) pues a fin de cuentas no lleva tanto tiempo cerrada.

Me gustaría tener una noche entera para nosotros dos, no tener que estar mirando el tiempo, el reloj, pensando que nos esperan... hacer el amor con todo el tiempo del mundo y recrearnos en ello como el que hace una obra de arte y llegar juntos a ese orgasmo compartido que aun en la mas absoluta de las distancias sentimos... al menos yo.

Supongo que no ocurrirá , pero si ocurre, quisiera que fuera como lo he escrito y que de ello guardáramos un bello recuerdo para los días de ausencia, que serán largos y grises.

 

SUPONGO (II)

Suponía mal, claro que ocurrió ¿cómo no iba a ocurrir si cada momento del día y de la noche desde que nos separamos en el aeropuerto hemos estado pensando en lo mismo? pensando y deseando...quizás haciéndonos los "razonables" y diciéndonos a nosotros mismos: "Bueno si se puede bien pero si no, pues no pasa nada, ya veremos". El deseo es algo muy vivo entre nosotros y tan intenso que arrasa con la prudencia, las formas, el miedo. Él puede mantener mas fácilmente la actitud de "orden y decencia" pero sólo para no levantar sospechas y seguir haciendo lo que le apetece y yo... jamás me he sentido más abierta, más desbordada y desbordante de pasión y ganas de besar, tocar, lamer, reírme, disfrutar de la acción de unas manos en mi cuerpo, una lengua en mi sexo, jamás he sentido que estaba dispuesta a todo con alguien que casi no conozco y que me motiva tanto, tanto que con sólo evocar su nombre siento que me humedezco y que toda yo me exalto. Pero aunque estuvimos siempre rodeados de gente, los ojos de ella vivos y atentos....sucedió porque tenía que suceder y no hubo lugar de mi casa que no presenciara como crecía a cada minuto nuestra pasión en todo lugar, todo momento, toda situación, sentía que mi cuerpo ardía, se inflamaba, una permanente humedad me bañaba y sólo pensaba en ti, en pegarme a tu cuerpo, en escuchar latir tu corazón al reposar mi cara en tu pecho, en compartir tu olor y tu sudor y formar un solo olor, un solo sudor. Y cómo no iba a suceder si a pesar de esos sentimientos de "lealtad conyugal" me desea muy muy fuerte y aunque no me lo diga, sé que soy como un viento (¿agradable e inoportuno?) que altera, inquieta pero gusta. Y este desborde de deseo y cariño es el que nos llevó a buscarnos, nada más vernos de nuevo, a encontrar minutos para besarnos y sentir unas enormes ganas de estar solos, desnudos y añadir un eslabón mas a lo que se inició muchos meses atrás de una forma loca, insensata, y medio irreal (¿quién dice que la Red aísla?), de una forma ligada al agua, a la del gran río, a la del mar, a la de la tormenta, la que nos llevó a aquel hotelito cutre donde empezaron a materializarse los sueños y fantasías que cada uno de nosotros había tenido.

Y si me preguntáis ¿cómo fue? ¿coincidió con lo que soñabas?, os diré "mirones del ciberespacio" que fue glorioso, inténso, apasionado y un himno a todos nuestros sentidos, deliciosamente clandestino. Trampeando al tiempo y a la situación , encontramos unas pocas horas en el apartamento de mi mejor amiga para saborear unos breves encuentros de sexo intenso, de ternura como miel y de cariño no igualmente confesado (quizás sentido) por ambas partes. Y de nuevo sus manos quitándome la ropa, desabrochando los botones de mi vestido color vino, el broche del corpiño; su sexo apetecible, cálido contra mi vientre y yo despojándole de lo poco que llevaba puesto y con un ansia enorme de vivir esos pocos momentos mágicos bajo la tiranía del reloj. "Todo el tiempo del mundo..." pero no pudo ser, tiempo fue lo único que no tuvimos pero todo lo demás, sí. Sueño con que una tercera escapada robada a la sensatez y a la lógica nos vuelva a reunir en algún ocasión, en algún lugar. Si el encuentro anterior estuvo presidido por la sorpresa, la improvisación, estos momentos fueron de recreación en nuestra propia obra muy conscientes de vivir cada instante como si fuera el último. Aún ahora, meses después puedo sentir como su lengua iba pasando por toda mi piel y cómo se paraba en mi ombligo y bajando, bajando en mi sexo abierto, deseoso y deseante y cómo yo hacía lo mismo con el, primero un poquito, luego mas hasta que todo él estaba en mi boca y yo podía succionar, lamer, morder, apretar o aflojar, subir mis ojos hacia su cara y ver todo un mundo de placer aparecer e intensificarse más y más hasta que de nuevo me colocaba a su altura y como Lady Godiva cabalgaba en su cuerpo. Y así estuvimos unas veces arriba, otras abajo, pero siempre muy unidos muy pegados formando una sola cosa palpitante de calor y movimiento.

Dije "supongo que no ocurrirá"... pero sí ocurrió, no fue del todo igual a lo imaginado, sí igual a lo soñado y si tiempo atrás hubo un componente de sorpresa ante lo que estaba ocurriendo, ahora, a la sorpresa de lo que había vuelto a suceder, se añadió otra cosa que yo asumo y el rehuye y es él Amor, pues no nos engañemos, el Amor tiene muchas caras y una de las mas bellas es el sexo compartido, casual, clandestino.

 

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A domicilio
por
Miguel Ángel García y Mario Feijoo

 

 

SEC.1. SALÓN APARTAMENTO DE DAMIAN. INT. DÍA

Un salón de un apartamento grande, luminoso. La decoración está cuidada y es actual con una mezcla de funcionalidad y clase. Hay alguna fotografía de Mapplethorpe o de Helmut Newton.
En el centro de la estancia hay un gran sofá con orejas, una mesa pequeña junto a él, una mesa más grande en un extremo, con un mantel, una botella de vino, dos vasos y dos servilletas.
Un televisor encendido con el volumen muy bajo, casi imperceptible, hay un programa de televisión estilo gran hermano. Un locutor habla y habla.
(En la pantalla del televisor varias personas jóvenes se mueven en un espacio muy estrecho como si no supieran qué hacer ni por dónde salir. Se chocan unos con otros. Uno de ellos se barrena la sien con el dedo indicando a otro que está loco. Mientras, el presentador habla)

PRESENTADOR (off)
Señoras y señores, nuestros concursantes llevan conviviendo en el interior del establo, nada más y nada menos que 112 días...

DAMIAN(33 años), entra rápidamente en el salón desde la cocina. Esta bien vestido, en camisa y pantalón. Lleva cuatro cubiertos (dos cuchillos y dos tenedores), los deja sobre la mesa y los coloca rápida y cuidadosamente. Parece impaciente, está a punto de tirar al suelo la botella de vino debido a su premura. Vuelve a la cocina y trae una cuchara llena de caldo. Lo prueba y deja la cuchara encima del mantel, se abrocha la camisa y se atusa el pelo. Observa sus zapatos, mira el reloj.
Tiene restos de espuma en una oreja.
Llaman a la puerta.

DAMIAN (se toca la frente y vuelve a mirar el reloj)
¡No puede ser! Si queda...

Coge el mando a distancia y apunta hacia la televisión; el sonido se desvanece.
Vuelve a sonar el timbre. Se dirige rápidamente a la puerta de entrada, se mira en un espejo y se quita la espuma. Abre sin mirar por la mirilla. Al otro lado de la puerta, GEMA (32 años) vestida con elegancia, sujeta una carpeta en una mano y un maletín en la otra.

GEMA
Buenos días. ¿Es usted DAMIAN Arnaud?

DAMIAN asiente.

GEMA
Ejem... Buenas tardes ¿Tendría Vd. unos minutos?

DAMIAN (en voz baja)
Lo que me faltaba.

GEMA
Decía Vd.

DAMIAN (disimulando)
Nada, nada. Es que no tengo tiempo ni quiero comp...

GEMA hace un amago de sobrepasar el umbral de la puerta.

GEMA (le interrumpe)
Lo sé Sr. Arnaud pero sólo serán unos momentos. Tengo un regalo para Vd.

DAMIAN
De verdad... en otro momento quizá...

GEMA apoya una mano en el marco de la puerta y deja caer su cabeza hacía el hombro.

GEMA
Venga hombre, sólo serán unos minutos. Además tengo que darle el obsequio.

DAMIAN hace un gesto de resignación y se aparta de la puerta invitándola a pasar.

DAMIAN
Siéntese.

Gema atraviesa el salón observándolo y se sienta en el sofá, DAMIAN se queda de pie frente a ella.

GEMA
Gracias. ¿Tiene Vd. ordenador?

DAMIAN (con gesto de agobio)
Sí, sí. Disculpe pero tengo un consomé en el fuego.

DAMIAN sale del salón apresuradamente. Gema le mira con sorpresa, abre su maletín y extrae de su interior un ordenador portátil.
Se oye un grito y el sonido de un objeto metálico rebotando en el suelo.
Aparece DAMIAN, con gesto de dolor, mirándose los pantalones, que lucen unos visibles lamparones en su parte superior.

DAMIAN (enfadado)
Mierda, mierda. Malditas prisas, me he quemado la lengua. (Mira a la chica) Señorita será mejor que se vaya. Estoy esperando una visita muy importante.

GEMA le observa atentamente, con cierta mirada de reproche, mientras prepara los periféricos del ordenador. DAMIAN se sienta, se frota la mancha que está más o menos sobre sus genitales y mira a Gema sonriendo tímidamente.

GEMA (tendiéndole la mano)
Mi nombre es GEMA FLY.

DAMIAN (le da la mano y permanece de pie)
Yo soy DAMIAN, pero le repito señorita... Fly que no voy a comprar nada.

GEMA saca varios discos compactos e introduce uno en el ordenador portátil.

GEMA
Lo sé, pero déjeme que le enseñe la mejor enciclopedia multimedia que hay en el mercado.

Gema coge el cable de alimentación del portátil.

GEMA (tendiéndole el cable)
¿Es tan amable de enchufármelo?

DAMIAN la mira sorprendido.

GEMA (encogiendo los hombros)
Se está quedando sin batería.

DAMIAN coge el cable, se agacha, y mira los pies de Gema, que calzan unas sandalias de tiras finas con una ajorca muy sexy en el tobillo derecho.
Gema saca un teléfono móvil de la maleta, pulsa varias teclas y lo vuelve a introducir en el bolsillo del maletín. Se sienta.
DAMIAN consigue conectar el conector en el enchufe, momento en el que suena el timbre de un teléfono.
DAMIAN intenta incorporarse pero se queda encajado entre los sofás. Logra salir a duras penas, se levanta y busca el teléfono pero parece desorientado. Entra en la cocina. El teléfono deja de sonar.

DAMIAN (off)
¿Sí? Hola.
-pausa-
Te estoy esperando.
-pausa-

Gema mira hacía la cocina.
DAMIAN entra en el salón con un teléfono móvil pegado a su oreja derecha.
Gema está más pendiente de la conversación que de la pantalla del ordenador, teclea, cambia el CD por otro pero su mirada se desvía continuamente hacía DAMIAN, con disimulo.

DAMIAN (en una esquina del salón, dando la espalda a Gema)

A quién se le ocurre coger el coche.
-pausa-
Ay madre... Estoy deseando que vengas, como siempre, cariño.
-pausa-
No, no estoy nervioso, ¿por qué lo dices? (bajando el tono de voz y frotándose de nuevo la mancha)
-pausa-
Y yo, y yo.

Apaga el teléfono con contundencia, se da la vuelta y se dirige hacía el sofá.

DAMIAN
Bueno señorita, esto, Gema, Gema, de verdad, no pierda el tiempo conmigo. Será mejor que se vaya y cuanto antes mejor.

GEMA (nerviosa)
!Deje que se lo muestre, coño¡

GEMA se queda inmediatamente más tranquila.
DAMIAN se ha quedado con la boca abierta. Resopla y se deja caer en el sofá, junto a ella. Coloca sus manos en la nuca, y se queda pensativo.

DAMIAN
Es usted una vendedora un poco rara.

GEMA
¿Por qué?

DAMIÁN (levantándose)
No sé, porque un vendedor generalmente no para de hablar y tú estás bastante callada.

GEMA (levantando la voz)
¿Le parece que estoy demasiado callada? Si es VD. quien no me deja hablar.

Hay un pequeño silencio. Se miran tímidamente.

GEMA (mostrándole el ordenador)
Bueno. Esto ya está. Será mejor que le eche un vistazo si quiere comprarlo.

DAMIÁN (mirándola a ella)
No tanta prisa. No me pareces una vendedora tan buena. Hay que ser convincente con el rol que cada uno debe desempeñar.

GEMA
Le parece de verdad que no soy lo suficientemente convincente.

DAMIÁN (recorriendo el cuerpo de ella con la mirada)
Podrías ser una excelente vendedora, pero...

GEMA (enfadada)
No sé a que se refiere. No estoy aquí para hablar de ese tema.

DAMIAN
Se supone que yo soy el que compro y tú la que vende, no deberías tratarme así. Oye ¿Sabes que tienes unos pies muy bonitos?

GEMA ( se levanta y se acerca a la ventana)
Estoy aquí para vender ¿No? O qué se ha creído.

DAMIÁN (siguiéndola con la mirada)
Bueno tampoco hay que tomárselo así.

Gema vuelve al sofá y comienza a apagar el ordenador.

GEMA (con ironía)
Qué vida tan interesante debe llevar Vd.

DAMIAN (observándola de manera diferente, con más descaro, recorriendo su cuerpo)
Las cosas no suelen ser lo que parecen.

GEMA (se queda pensativa)
Eso es cierto.

DAMIAN la mira con deseo, se acerca a GEMA y le pone la mano en el muslo, la acaricia.
Ella se aparta con rapidez.

GEMA
Pero que hace usted.

DAMIAN tiende sus manos hacía ella invitándola a volver junto a él.

DAMIAN
Venga, déjalo ya y ven aquí palomita, que me estoy poniendo...

GEMA
Usted es un desvergonzado y un jeta. Todos los hombres son unos jetas.

Gema comienza a recoger el ordenador con nerviosismo.
DAMIAN sigue con sus toqueteos, cada vez más agresivo, Gema se defiende apartándose.

DAMIAN
Venga no te escabullas que sé que te gusta. (la soba ya con descaro)

Gema guarda el ordenador en su funda y le da un manotazo.

GEMA (Gritando)
¡¡BASTA!! Ya no puedo más Paco, esto ha sobrepasado el límite. Además tú te crees que se puede decir a alguien ahora eso de palomita. Por favor...

Paco se sienta y resopla, con gesto de resignación.
GEMA se aparta de él, hacia el otro extremo del sofá, mientras introduce el ordenador en el maletín. Se levanta.

GEMA
Paco, joder, he hecho de profesora, de animadora de baloncesto, no sé como he podido tener tanta paciencia. Todo tiene un límite. Tienes un problema muy gordo. Cuando te pongas en tratamiento y lo afrontes, me buscas. Yo me voy.

GEMA parece que va a tirarle el maletín encima a PACO que retrocede.
Finalmente se lo lanza. PACO lo logra coger sobre sus piernas y lo aparta a un lado del sofá, hace el amago de levantarse pero continua sentado.

PACO
Rosa espera, no me dejes por favor.

ROSA
Nada. A ver si te curas de tu satiromanía o como se llame eso. Yo me largo de aquí.

PACO (observando como se va)
Pero Rosa, corazón mío. Mi paloma.

Rosa sale del apartamento dando un portazo.
Paco se tumba en el sofá y esconde la cara bajo sus manos. Las manchas en la parte superior del pantalón son bien visibles. Coge el mando a distancia y sube el volumen. Enciende un cigarrillo y fuma tranquilamente.
Se oye la voz del presentador televisivo.

PRESENTADOR (off)
Aquí tenemos al concursante que no pudo resistir la presión de la situación.
Oscar cuéntanos como fue la pelea con Kristina, ¿Por qué crees que te nominaron? ja, ja ¿Por qué dijiste que contabas ovejas? Ja, ja, ja.

PACO mira la mesa vacía, preparada para dos comensales, con el rostro perfectamente sereno, se levanta y se dirige a la mesa.
Duda en apagar el cigarrillo en el plato de consomé pero al final opta por el cenicero. Coge el sacacorchos que hay sobre la mesa y empieza a descorchar la botella de vino.
Se oyen las llaves de casa. Paco espera junto a la mesa.
Es ROSA que entra. Se acerca a él.

ROSA
En realidad eres bastante cutre ¿No?

PACO
¿Cómo?

ROSA
Joder y qué manía con lo de "paloma". Yo creo que no se dice eso ni en las películas de chulapos. Y eso de arrodillarse parece ya de Fortunata y Jacinta macho.

PACO
Pues en general suelen quedar contentas conmigo. Además esto no es muy habitual.

Rosa agarra a Paco de la camisa.

ROSA
¿No es habitual? Y preparar una sopa sí lo es. ¿Quién te ha dado permiso para entrar en la cocina? Conque estuviera la mesa puesta era suficiente.

PACO (en actitud sumisa)
Bueno, pensé que quedaría un poco más real y lo de las manchas...

ROSA
No te pago para que pienses sino para que actúes. Ya acabé hasta el coño del perturbado de mi marido como para encontrarme ahora con otro tipo de chalados.

ROSA deja de agarrarle.

PACO
Sin insultar ¿Eh? Que soy un profesional.

ROSA (con gesto despectivo)
Un profesional, un profesional. ¿Cómo te llamas? ¿Paco? Y seguro que tampoco te llamas Damián, claro.

PACO
Por supuesto que no.

ROSA
Bueno pues, humo. ¿Ya te ha pagado la agencia, no?

PACO
Sí.

ROSA
Entonces venga. ¿A qué esperas?

PACO
No tan deprisa.

ROSA
¿Cómo? Venga ahora mismo, quiero que te largues de aquí echando hostias. Mariconazo, hortera.

PACO
Hey, hey, hey. Más despacito que me estás empezando a cabrear de veras.

ROSA
De veras, de veras. Eso sólo se dice en las películas. Te pareces a Michael Landon. Si ni siquiera has imitado bien la conversación telefónica.

PACO
Se cree muy lista ¿verdad? Pues no me sale de los cojones pasar de la sumisión al sado-maso y viceversa.

ROSA
Sumisión. ¿Cuándo he sido sumisa contigo, eh?

PACO
Esto ya pasa de castaño oscuro. Me largo. Que la den por el culo.

Paco va hacia el perchero y se pone una chaqueta. Se acerca a la puerta.

ROSA
Espera Paco, ¿dónde vas? Lo dejamos si tú quieres. No te habrá molestado lo que te decía ¿no?

PACO
Yo no sé si habla en serio o en broma pero yo me largo de aquí. No tengo por qué aguantar esto. Que la agencia se las entienda con usted.

ROSA
Pero Paco, ¿Cómo te has creído el papel? Ni que lo hubiéramos hecho pocas veces.

PACO
Hasta luego tía. Que te mejores.

PACO abre la puerta de la calle. En el bolsillo izquierdo de su americana lleva algo parecido a un trapo. ROSA le mira fijamente y se acerca. Le coge de la solapa,

ROSA
Paco no te vayas por favor.

Rosa mira el bolsillo izquierdo de la americana y se separa de él.

ROSA (con sorpresa)
¿Qué llevas en el bolsillo? ¿Otra vez me has vuelto a robar las bragas?

Paco parece sorprenderse como si le hubieran descubierto en algo. Se mete la tela, que efectivamente parece unas bragas, en el bolsillo y se rehace.

PACO
Puuufff. Como una auténtica cabra. Me largo.

Sale dando un portazo. Rosa se queda pensativa, se dirige a la mesa, coge la botella con el sacacorchos clavado, una copa y se sienta sobre el sofá con cansancio. Se quita las sandalias y termina de descorchar la botella. Llena la copa y se la bebe de un trago.

ROSA
Maldito loco. Ahora le ha dado por quitarme la ropa interior. Ya volverá.

Mira la pantalla que aún está encendida. Una mujer joven y bella mete la mano en una jaula de cristal donde hay deposiciones de perro. Alrededor hay hombres y mujeres que la miran además del presentador del concurso que la anima a que continúe. Todos ríen y gritan entre el susto y la burla.

ROSA se encoge de hombros.

Llaman al timbre.

ROSA (sonriendo)
Ahora PACO te quedas fuera.


FIN

Miguel Ángel García y Mario Feijoo
A domicilio
Primer premio del VI Certamen Nacional de guiones cinematográficos de cortometraje.
Otorgado por la Universidad de La Laguna (Tenerife)
(Nº RPI: 89773)

 

 

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Alarico frente a Roma
por
Eduardo Protto

 

Alarico frente a Roma
Tenemos bastante religión como para odiarnos,
pero no suficiente como para amarnos.
J.Swift

Conjeturo que el hombre percibiría la muy extraña sensación de estar fuera del tiempo, de flotar en una atmósfera preñada de leves simetrías y hondos anacronismos. Por momentos se estremecería, al resonarle en el pecho algunas extrasístoles del corazón, que cual doblar de campanas, anunciarían el fin de la agobiante tensión de las etapas previas. Es posible, también, que tan tremendas tribulaciones se atenuaran de a ratos, con el indefinible regocijo producido por el mental ir y venir a que se sometería, ya emergiendo desde el lejano pretérito, ya rozando el previsible futuro que cuajaba ante él, anticipando mágenes estremecedoras.
¿Provendría aquel pasado, por un casual, de las páginas amarillentas del libro que leyó en las últimas semanas? ¿Sería ese libro en octavo mayor, una edición alemana de la Storia della cittá di Roma nel medioevo, de F. Gregorovius? ¿Podrían aquellos rigurosos comentrarios sobre Alarico I, transmutarse en dagas sanguinarias, en vaya uno a saber qué recoveco de su mente?

... Alarico I (c. 370-c. 410), rey de los visigodos (396-410), nacido en una isla situada en el delta del río Danubio...

Durante su juventud, los visigodos emigraron al oeste, huyendo del ataque de los hunos y sirvieron como tropas mercenarias auxiliares del emperador romano Teodosio I el Grande; las primeras noticias que se tuvieron de Alarico le sitúan en el año 394 como jefe de dichas fuerzas. A la muerte de Teodosio (395) los visigodos renunciaron a su lealtad a Roma, y reconocieron a Alarico como rey, el cual pronto dirigió a sus tropas hasta Grecia; saqueó Corinto, Argos y Esparta y dispensó a Atenas sólo a cambio de un importante rescate. Tras ser derrotado por el general romano Flavio Estilicón, Alarico se retiró con su botín y consiguió del nuevo emperador romano de Oriente, Arcadio, una comisión como prefecto de la provincia romana de Iliria.

En el 402, Alarico invadió la península Itálica, pero fue nuevamente rechazado por Estilicón. Más adelante, el emperador romano de Occidente, Honorio, que estaba preparando una guerra contra el Imperio romano de Oriente, convenció a Alarico para que uniera sus fuerzas a las suyas.

Cuando Arcadio murió en el 408, Roma abandonó su plan de atacar a Oriente, por lo cual Alarico exigió 1.814 kg de oro como compensación. A petición de Estilicón, el gobierno romano accedió a esta exigencia, pero poco después, Honorio ordenó la ejecución de Estilicón y canceló el acuerdo. Alarico invadió Italia, sitió Roma y exigió un gran rescate.

El 24 de Agosto del año 410, pidió la capitulación de la ciudad ante la Puerta Salaria, luego sus tropas tomaron, saquearon e incendiaron la capital del Imperio Romano de Occidente.

Murió poco después y le sucedió su hermano, Ataulfo...

*******

Al hombre --con el libro de Gregorovius-- lo imagino impertérrito, tal vez ensimismado por aquellos pasajes de la historia del bárbaro, como si aquellos nebulosos hechos del siglo V, se reflejaran con rara analogía, en el espejo de su propia suerte. Entonces, lo veo sumirse en el impaciente fervor que precede a las grandes acciones...

[...incendiaron la capital del Imperio Romano de Occidente...]
¡Roma...la odiada, la temida por voraz e implacable!

En tan imprecisos instantes, pavorosos destellos del porvenir inmediato fundiríanse con el fuego que evocaba Grogorovius, coalesciendo en un lapso de tiempo tenso e irrevocable.

Acaso, al recibir la mínima señal, un segundo antes de ponerse de pie para encarar al destino, habrásele estremecido el alma por algún recuerdo infantil; por algún alborozo inalcanzado; por algún rostro de mujer ya perdido para siempre...

Quien podría, con alguna certeza, recusar tales inferencias?

Hay fuerzas que empujan al hombre hasta los confines insondables de la temeridad o del valor extremado. Quizá, esos confines se alcancen no sin alguna alteridad, alejamiento que sitúa al protagonista fuera de sí, en vagorosas e incomprensibles dimensiones del espíritu.

En ese trance, con pasos rápidos se habrá caminado por el estrecho pasillo, liberando ocurrencias precisas, irrefrenables, ensayadas hasta el hastío y que ya no le pertenecían, sustraídas por la fuerza de las circunstancias.

Sus pupilas, fijas en el horizonte luminoso de la mañana, apenas se habrán desviado para una apresurada lectura de los complicados instrumentos.

Sus oídos, en rara complicidad con la memoria, traerían, -¿Porqué no?- reminiscencias del primer movimiento de la Sonata N° 8 de Beethoven.

Sus manos obedientes, como las de Alarico sobre el puñal o la espada, sin la menor vacilación, oprimirían botones que conectaban remotos mecanismos e imprimirían leves movimientos a los comandos que balanceaban las alas. Las alas del gigantesco pájaro metálico, en su vuelo fatídico hacia las altas torres vidriadas...


Eduardo Protto

 

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Entrevista al doctor Guerro de Médicos sin Fronteras
por José Ángel Pizarro

 

Sobre el techo del barracón una gigantesca cruz roja no ha evitado que los bombardeos americanos hayan destruido parte de los pabellones de auxilio principales, aun así el trasiego de voluntariosos y voluntarios portando bolsas de sangre y plasma es importante. Esta es otra de tantas que han sufrido las injusticias de una guerra, el Doctor Guerro parece ignorar que la Alianza Norte está cerrando el cerco y que sus centenares de heridos podrían ser ajusticiados e incluso condenados a muerte.

PREGUNTA:

¿Cuál ha sido la experiencia más alucinante de su vida?

DOCTOR GUERRO:

Cuando la guerra de Bosnia conocí a una mujer albanesa a la que curé de una herida de metralla en el vientre. Hicimos una buena amistad. Años más tarde, en Madrid, me la encuentro en un club nocturno, prostituida por las mafias soviéticas, pagué e hicimos el amor. ¿Por qué no te casas conmigo? me preguntó: Porque viajo mucho, dije, pero era una excusa.

P:

Usted se dedica a trabajar para médicos sin fronteras 6 meses...¿El resto del tiempo a qué lo dedica?

D.G:

Tengo una clínica privada en Madrid que heredé de mi padre, atiendo a mujeres ricas con problemas de obesidad a las que cobro precios astronómicos. Esto me permite vivir bien y dedicar mi tiempo libre a frecuentar clubes nocturnos. Digamos que durante seis meses soy un santo y durante otros seis un diablo.

P:

¿Eso no le produce algun cargo de conciencia?

DG:

¿Por qué? Durante los seis meses que le he dicho que soy un diablo no me considero ni mejor ni peor que cualquier hombre occidental, simplemente me limito a disfrutar de las injusticias sociales que propician que hermosas jovencitas de países en guerra se prostituyan por precios irrisorios, pero como todo hijo de vecino.

P:

¿Qué opina de la situación política actual?

DG:

El sistema capitalista se está sosteniendo con cuatro palitos que se pueden venir abajo en cualquier momento y por desgracia somos consumistas del primer mundo que necesitamos del nuevo orden mundial propiciado por la hegemonía norteamericana para nuestra supervivencia. Recuerde usted como ha acabado este monstruoso siglo veinte: con un presidente de los estados unidos diciendo poco menos que era el amo del mundo y hablando del un nuevo orden mundial representado por él mismo.

P:

Perdóneme pero me parece usted un cínico. ¿Por qué eligió médicos sin fronteras como un terreno fértil para el ejercicio de su profesión?

DG:

No se confunda. No lo hice como otros colegas para lograr curriculum, sino para instalarme sólidamente en la realidad; ya que ella no es parcial sino global deberíamos cobrar conciencia de las terribles injusticias de este mundo.

P:

¿Y luego acostarnos con prostitutas infantiles sudanesas o comprar productos confeccionados por esclavos balineses?

DG:

¡Ah, amigo...me quiere usted hacer pasar por un apostol de la doble moral, normalmente el europeo es de esa forma un mediocre o un malvado, yo soy un nuevo diablo, yo soy el que trabaja con el alma de un ángel y el que folla con la polla de un dios...

 

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