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SEGUNDA PARTE

MELÁN Y LOS NIÑOS ELEMENTALES

 

numero

Una niña de aire

 

 

— Soleimán, dígame — contesté al teléfono. Muchas de mis historias comienzan con una llamada telefónica, y no es extraño porque tengo una consulta y pongo esquelas en la prensa. Antes venían directamente, porque apenas había teléfonos.
— ¿Es donde el sanador del periódico?¿Soleimán Almasana?— titubeó la voz— Me llamo Ramón.
— Si, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle Ramón?— respondí.
— Me contó lo que le ocurría a su hija. Durante diez minutos me fue relatando ejemplos de su despiste.
— Mi hija tiene trece años, no es que esté en las nubes, como poco anda por Saturno, si me permite la broma. Lo de esta niña es la monda, no va a llegar a palo de gallinero. No sé qué vamos a hacer de ella. Hasta su hermano pequeño le ha puesto un mote.
— No es la primera vez — respondí.
— La llama Fliponcia.  Y le va como un traje. Le pides que te acerque el agua y no te hace ni caso, su madre le habla y contesta cantando. El otro día, la panadera vio como casi la atropella la furgoneta del pan. El conductor le gritó, pero mi hija tenía cara de drogada. Hemos ido a muchos médicos y le recetan pastillas que le producen sueño, insomnio, irritación o alegría. Casi nos hemos resignado a convivir con ese problema en familia.
— Creo que con lo que me ha contado puedo hacerme idea del caso — carraspeé y continué —, dígame, ¿cuando le preguntan algo a su hija, si responde, la respuesta tiene relación con lo que le han preguntado o responde algo que no tiene ninguna relación con la pregunta?
— Últimamente está peor, ahora es imposible hablar con ella de forma coherente. Le dices algo y te responde cualquier tontería.

Quedamos en vernos al día siguiente en la consulta. Les dí las indicaciones para llegar.

Mi casa hacía esquina y en uno de sus frentes tenía un soportal que sólo abarcaba la mitad de la fachada. La casa estaba encalada, tenía altas ventanas y un balcón en cada piso. La puerta de entrada estaba abierta de par en par y no había portero. Una escalera desvencijada invitaba a los pisos superiores.

Les escuche llegar por el ruido de los escalones de madera. Les hice pasar a mi despacho atestado de libros y objetos antiguos de laboratorio: microscopios de cobre, balanzas con fiel de corindón, voltímetros y válvulas; y un ordenador portátil que había sobre la mesa.

— Mira qué bonito — le dije a Fliponcia ofreciéndole un trozo de pirita que tomé de mi mesa —, te puedes mirar en sus caras. Deforman la tuya hasta hacerte parecer muchas personas.

Mientras la niña, que al contacto con el mineral había vuelto en sí, trataba de adivinar dónde estaba, entré en su mente con la técnica de la ameba y encontré un viento que cambiaba continuamente de dirección, se dividía, volvía a unirse y en cada bifurcación del viento se iniciaba una historia fantástica que continuaba y se subdividía en variantes de esa historia. “Para volverse loco! Pensé. Salté del espíritu de la niña como el que huye de un avispero y me enfrenté a los padres.

— Sí, es una niña de viento, también se les llama niños de sueño, viven más tiempo entre sus personajes imaginarios que aquí entre nosotros. Si no la tratamos, terminará viviendo sólo con ellos. Un día se convertirá en viento.
— Y ¿qué se puede hacer, doctor? — el padre de Fliponcia dudó — perdón, ¿cómo debo llamarle?
— No se preocupe, Soleimán es suficiente.

María, la madre, miraba a su hija con preocupación, se había quedado pensativa.

— ¿Qué es eso de que se convertirá en viento? — nos interrumpió.
— Pues que se irá desconectando de la realidad y un buen día se pondrá traslúcida y sin sustancia, y al día siguiente se deshará como viento.— Lo dije esbozando una tímida sonrisa, como sanador siempre decía la verdad a los padres de mis pacientes, a veces soy un poco rudo, aunque luego les doy esperanzas. Les explico el éxito de mi tratamiento. Como diría Fliponcia, les vendía la moto.

Pedí a los padres que dejaran a la niña conmigo unos días. No podrían venir a verla ni llamarla por teléfono. En otros casos, les decía que podían llamarme cada dos días, sin embargo este tratamiento me obligaba a viajar a la región de los sueños de Fliponcia, y allí los móviles no tenían cobertura. Naturalmente, no dije nada de esto a los padres.

La madre se negaba, ¿cómo puede pensar que vamos a dejar a nuestra niña aquí? — repetía mirando a su marido. Pero él no estaba tan seguro. Todo se resolvió sorprendentemente.

— Mamá, quiero quedarme — dijo desde su rincón la niña de sueño con voz espectral.

Todos la miramos. Era la primera vez que decía algo. Seguimos en silencio, esperando más, algo que indicara que la niña había aterrizado, quizá para siempre. Pero nada ocurrió, Fliponcia volvió a su estado ausente o viajero.

Y aquí se quedó, en mi casa, siguiendo la estela de otros niños.

 Comencé el ritual, fui directo a la cocina y preparé una de mis pócimas. Como casi siempre, utilicé aceite de azahar— que te ayude a regresar — y corteza de  silag — para ahuyentar la pereza, como decía la salmodia —. No elegí los dátiles deshuesados porque no necesitarían traducción simultánea, allí donde íbamos. Y añadí a la receta:

Virutas de hashab:

nunca cerca un fantasma rondará
                     y
rizoma de jengibre
que te dará el valor imprescindible.

Después de hervirlo todo durante dos horas, aparté la cacerola del hornillo. Mientras la infusión se enfriaba preparé un aperitivo compuesto de nueces, avellanas, queso de cabra, manzana y miel. Llamé a la niña que permanecía en el salón con el trozo de pirita en las manos, totalmente ausente, sin percatarse todavía de que sus padres la habían dejado en mis manos. Por fin salió del trance, su cara dejó de tener aspecto bobalicón.

— ¿Oiga, dónde estoy? ¿Y mis padres? ¿Quién es usted? — preguntó como una ametralladora a la vez que se dirigía a la puerta en un impulso instintivo de escapar.
— Tranquila, tranquila. Eso te ocurre por no hacer caso de lo que pasa a tu alrededor. No te preocupes, te pondré al día.
Le conté lo que había decidido con sus padres, tuve que repetirme varias veces y utilizar técnicas hipnóticas para que Fliponcia no saliera volando como un cohete hacia el territorio de sus sueños.
— Te enteras bien, cariño, estarás unos días conmigo. Bueno, más bien yo voy a estar contigo — y añadí, — ven a la cocina, tomaremos algo y luego nos vamos de viaje.
— ¿Adónde?
— Adonde tú digas— respondí misteriosamente.
— Pero si yo no quiero ir a ningún sitio.
— Es verdad, tú ya estás allí, ahora el que tiene que ir soy yo.

Comimos con apetito la frugal cena. Después de recoger la cocina — me gusta que esté limpia como un quirófano —, llené dos tazas con la infusión fría. No intenté explicar ni prevenir a la niña de nada de lo que iba a suceder: no me hubiera escuchado. Otra vez estaba en órbita. Esperaba que cuando llegara a su lado, pudiera hablar con ella de forma normal. Me cansan tremendamente los niños de viento. Con los otros, con los de agua, los de tierra y los de fuego, se puede hablar, pero con éstos no había forma. Hasta que no se entra en su mundo no hay comunicación o es escasa. Esto complica el tratamiento, porque a veces el enfermo se niega a aceptar a un intruso en su imaginación y se esconde. Además, Fliponcia era un caso raro; tenía trece años y se le había pasado con mucho la edad de la crisis. Tampoco había rastro del mal negro, aunque en los niños de viento no era raro, ya que eran tremendamente habilidosos para esconderse de un intruso, incluso de Melán y crearse nuevas vidas, como intrincados laberintos donde la mismísima melancolía se perdía.

Llevé las tazas al salón que tenía dos divanes separados por una mesa baja de cristal. Coloqué cada taza a un lado.

— Túmbate en aquel y bébetelo — Fliponcia que reaccionó como si hablara con la pared. Tuve que hacerla beber y después la ayudé a tumbarse.
— Desde luego no pones mucho de tu parte. Espero que seas mejor conductora — y yo también bebí el líquido de sabor indescriptible.

No me gustan demasiado los viajes con niños de viento. Pueden acabar en desastre, porque tienes que perseguir al paciente mientras navegaba en solitario por su imaginación y hay muchas posibilidades de perderlo. Una vez, años antes de conocer a Fliponcia, tuve una experiencia francamente desagradable. El niño, un varón de ocho años, se me escapó nada más iniciar el viaje. El muy ... digamos travieso, me dejó en una región azul, sin ninguna señal que indicase el camino de vuelta. Anduve perdido semanas hasta que logré despertarme. 

Nos dormimos al mismo tiempo y parecía que todo iba bien, sin sobresaltos. Al otro lado de nuestros ojos cerrados, las cosas eran algo más movidas. Fliponcia se asustó cuando se dio cuenta de que alguien la seguía. Y huyó.

La imaginación de Fliponcia era azul, como la de aquel niño que se deshizo de mí. Tenía forma de esfera y el continuo viento, en algunos lugares, hacía remolinos que abrían ventanas a paisajes donde ocurrían los sueños de la niña. Los paisajes se agrupaban dependiendo de la intensidad del sentimiento. Si la aventura que se desarrollaba en ellos era muy emocionante, por ejemplo Fliponcia salvaba a los niños de una escuela de un incendio pavoroso, la rama de ese viento lo colocaba en la parte superior derecha de su imaginación. Si era romántica en la superior izquierda y así en un orden muy personal. Los paisajes más aburridos estaban abajo y sólo los visitaba cuando estaba triste o quería pensar.

La niña se desplazaba por las historias que había construido en otros viajes cabalgando el viento a gran velocidad, me costaba seguirla, pero mi experiencia me ayudó a descubrir las trampas que Fliponcia me tendía para despistarme.

En los primeros instantes, después de entrar en alguno de los escenarios creados por Fliponcia, tenía que concentrar toda mi atención, eran los momentos más delicados, donde la niña podía darme esquinazo. Podía ser una habitación en la que se celebraba una fiesta o un paisaje extensísimo de un valle lunar. Aquel terreno era desconocido para mí y Fliponcia se escondía en una cueva o se disfrazaba de guitarrista, intentando despistarme. Poco a poco, la huida se transformó en un juego. A la niña ya no le importaba que la encontrara, me imagino que ya me había reconocido.

Por fin la alcancé, cuando Fliponcia competía en solitario para batir el récord de circunvalación del mundo navegando en solitario. Aparecí en la cabina del barco, la encontré muy satisfecha: le quedaban como mucho tres días para terminar y estaba a punto de batir la anterior marca. Me sonrió.

— No eres malo persiguiendo, sabes que es la primera vez que me encuentro con alguien de afuera en mis sueños.
— Son muchos años. El gato viejo sabe más por viejo que por sabio— la respondí intentando congraciarme con ella.
— ¿Por qué me das la vara? No me hace falta nadie aquí — y, con un cambio repentino de su humor, gritó — ¡Ábrete!
— Déjame acompañarte unos días, no te molestaré.

La niña dudó un instante, pero un resplandor en su rostro me advirtió de que algo se le había ocurrido. Y conociéndola no me extrañaba que un “despierto” en su imaginación tuviera posibilidades, para alguna jugarreta.

— Parece que nos espera una noche movida, quizá tengamos un ciclón — vaticinó y en aquellas tierras su vaticinio era una orden.

La pequeña embarcación comenzó a zarandearse como si dos titanes la hubieran agarrado de proa y popa y se la disputasen. Bien podría haber sido así en la rica imaginación de Fliponcia, pero aquella aventura iba de realismo y no había titanes. Era un auténtico ciclón que había aparecido sobre ellos de improviso. Los mapas resbalaron de la mesa, una puerta mal cerrada de una taquilla se abrió dejando caer la ropa que guardaba. Rodamos por las literas, ella se reía mientras que yo estaba pálido. Nunca me ha gustado el mar, soy hombre de secano y en mi pueblo, el suelo es firme, aunque las dunas se muevan lentamente arrastradas por el viento.

— ¡Vaya con la tormenta! — grité intentando que la niña me oyera entre el estruendo de las olas, los truenos y las traviesas de madera de la embarcación, que crujían de lo lindo. — Podrías haberme preparado una travesía más reposada.
— ¿Preparado? — se preguntó ella, en medio de un repentino silencio. — Las olas son libres.
— ¿De verdad? — grité con voz irónica — ¿Oye, por qué no apagas la radio?—
— ¿Qué radio?
— Pues los efectos especiales, son buenos, pero no me dejan hablar.

Fliponcia se rió abiertamente. La tormenta cesó, el barco dejó de moverse.

— Escucha, ese mote de Fliponcia ¿No te molesta? ¿Tendrás una nombre? — pregunté.
— Alicia, lo de Fliponcia es cosa de mi hermano Jaime. Me llamo Alicia.
— Eso está mejor, Alicia ¿no te parece que podríamos hablar un rato, tranquilamente, sin correr de un lado a otro ni vivir en un grito todo el día?
— Sígueme si eres tan listo — me espetó y desapareció.

En el barco no había nadie, cerré los ojos y respiré profundo buscando el equilibrio. Allí estaba, a la derecha de la taquilla abierta, una zona transparente, como un agujero. Seguramente se había escapado por allí, ése debía ser el rastro de su huida. Salté por el mismo sitio y sentí que volaba de nuevo por el espacio azul de la imaginación de Alicia. Me había salido de la historia, pero ahora no sabía en cuál de las ventanas entrar.

Por fin desde una de ellas me hicieron una señal.

— ¡Por aquí! — era la niña juguetona, tomándome el pelo. Me sentí cansado y deprimido. Sólo fue un momento, yo era Soleimán Almasana, el Sanador de los Aballah y no había nada que pudiera alterar mi equilibrio por mucho tiempo.

Me derrumbé sobre un sofá. A primera vista parecía el Despacho Oval de la Casa Blanca, aunque podía ser cualquier otro sitio.

— ¿Por qué no paras un poquito? Y nos quedamos aquí, en tu despacho tranquilamente.
— No es mi despacho, es el del Presidente del Mundo, con mayúscula, y está por mí — me interrumpió Alicia.
— Vale, en el despacho de Presidente con mayúscula y hablamos. Soy viejo para tanto salto, incluso en los sueños.
— ¿Y de qué vamos a hablar? Tengo prisa, tenemos el baile de recepción de los nuevos embajadores y me tengo que poner guapa.
— Me imagino que les puedes hacer esperar, todo te obedece ¿no? — la aguijoneé.

La niña gruñó por lo bajo, murmuró algo y el salón desapareció, sólo quedaron dos butacas, la mía y otra vacía. Estábamos rodeados por su imaginación azul y las ventanas con las historias que inventaba se abrían en cualquier sitio. La del salón del Presidente estaba justo debajo de ellos.

— ¿Qué quieres? — preguntó Fliponcia, dejándose caer en la butaca libre. La voz se le escapó como el aire a un fuelle.
— Hablar, sólo eso. De tus sueños. ¿Te parece?
— O de los tuyos.
— No son tan interesantes como los tuyos, además no me obedecen, los míos son nocturnos y durante la noche los sueños hacen lo que quieren.
— ¡Qué pena! ¡Pobrecito! — respondió la niña con sorna.
— No creas.
— Pues sí, me das pena, tú no tienes imaginación, los sueños de la noche son odiosos, me dan miedo, pero aquí donde estamos es distinto. Si quiero algo, zas, lo tengo. ¿Quieres un helado?
— No, preferiría un vaso de agua.— respondí.

En ese momento apareció una mesita al lado de mi butaca con un vaso de agua sobre un tapete bordado y un cucurucho inmenso con helado de fresa en la mano de Fliponcia.

— Muy profesional — sonreí— ¿de verdad que te gusta esto?
— ¿Por qué no, si tengo todo lo que quiero? — respondió la niña un poco picada.
— No, no lo tienes todo. En realidad no tienes nada, si soplas todo se evaporará y aunque lo vuelvas a construir ¿dime qué tienes, quiénes son El

Presidente y todos tus admiradores? No son nada más que tú misma disfrazada.

— Y ¿qué pasa si soy yo? — Alicia estaba irritada.
— Pues que es muy aburrido. Eso lo hacen los náufragos o los niños solos, se inventan amigos o compañeros y les hablan. Lo tuyo es mejor todavía, tú les das una figura. Aún así, siguen siendo marionetas que hacen lo que tú quieres. Y eso es un auténtico rollo.
— Por que tú lo digas — y Fliponcia se esfumó sin dejar rastro.

Me sentí muy, muy solo, en toda la imaginación azul no quedaba señal de la niña. La busqué por todas las ventanas y únicamente encontré habitaciones vacías o paisajes silenciosos. Finalmente supe que se había ido, que había vuelto a la realidad. Desperté sobresaltado. Alicia no estaba en el diván de al lado. Oí el portazo. Era la niña que escapaba de mi casa.

Sin demasiada prisa salí a la calle. Me detuve en el umbral, no se veía a Alicia por ningún lado. Me dirigí con paso seguro hacia el río, seguía un rastro azulado que sólo yo podía rastrear.

Al llegar al cruce la vi, caminaba absorta. Estaba claro que de nuevo se había ido de este mundo, había vuelto a entrar en su territorio azul. Su cuerpo seguía en la calle y caminaba como un autómata sin prestar atención a sus movimientos. Por el momento no parecía haber peligro. Se paraba en los semáforos, no se chocaba con las farolas. Era un autómata bien programado. La seguí. Nos dirigimos hacia el Puente Romano, me mantenía a una distancia prudencial para evitar que la niña me viera. Pronto me di cuenta de que Alicia no se percataría de la presencia de un brontosauro y me acerqué un poco más.

Algo iba mal, el lado derecho de la niña parecía traslúcido, sin sustancia. Estaba descrito en mis libros: la niña se había quedado suspendida entre su mundo y el de todos. La infusión tenía estos efectos. Un niño de viento podía ir y venir de la imaginación a la realidad sin problemas, sin embargo, bajo los efectos del brebaje, si intentaba volver, corría el riesgo de quedarse a medio camino. Yo conocía de sobra este “efecto secundario” y, por ello, me fastidió más no haberlo tenido previsto.

Dejé que la niña se alejase un poco mientras hacía unos ejercicios respiratorios que acompasaba con el movimiento circular de mis brazos. Todo muy lento. Me detuve de pronto, mi cara se convirtió en una máscara de ébano. Comencé a andar siguiendo a Fliponcia. Los niños del pueblo aballah no se hubieran sorprendido de este comportamiento, es la forma que tienen los sanadores de viajar por el desierto sin descanso. Nos hipnotizamos y podemos caminar sin beber ni comer. Si llevamos provisiones, podemos cruzar el desierto en jornadas de hasta nueve días. Nadie más, excepto un camello, es capaz de tal hazaña.

Una vez colocado el lazarillo al ciego — que es una forma de decir que Alicia—autómata ya estaba vigilada — volví a saltar a la región de los sueños.

— Parece que tienes problemas — En el paisaje azul de su imaginación, justo en el centro, estaba la niña, sólo su lado derecho, el izquierdo parecía sumergido en el fondo.
— Parece — respondió la media Alicia — ¿Podrías hacer algo para arreglarlo? ¿No? — Estaba seriamente enfadada, le echaba la culpa de su situación.
— Sí, es fácil, pero antes déjame que te tenga así un rato — y levantando la mano para acallar la incipiente protesta de la niña, añadí —, por lo que parece, es la única forma de hablar contigo.   
— ¡Suéltame, brujo oscuro! — gritó Alicia.
— Te soltaré si me escuchas.

Le recordé que estaba allí para poder curarse de una peligrosa enfermedad. Alicia negaba que fuera peligrosa, para ella era divertido. Sólo eso.

— Pues mira lo que te está pasando ahora. Estás atrapada entre dos mundos. Hoy te ha pasado por lo que hemos bebido, si sigues jugando a este juego un día te pasará y te quedarás para siempre en tu querido mundo azul, donde todos te quieren.
— ¡Qué bien! Me quedaría toda la vida— le respondió.
— Tendrías una vida muy corta, mira — y señalé detrás de ella, hacia el mundo real.— Te vas a caer por el puente si alguien no lo remedia.

El rostro de Alicia se contrajo del susto. Su cuerpo caminaba por encima del murete que protegía el puente.

— Ya puedes hacer algo, si no quieres tener problemas con mis padres— apuntó la niña con una sonrisa de tres o cuatro vueltas.

No vacilé, volví a mi cuerpo, me acerqué a Alicia, la tomé de la mano y la hice bajar a la acera. Mi rostro, que había adquirido vida por unos instantes, volvió a tener el aspecto de una máscara de ébano. Ahora la pareja de autómatas caminaba unida como abuelo y nieta. Se dirigieron apaciblemente hacia la Mezquita.

— Ya estoy aquí de nuevo — anuncié.
— Gracias, eres rápido entrando y saliendo, sobre todo porque este sueño no es tuyo.
— Todo es práctica, se puede aprender. Tú también puedes.
— Ya lo hago— respondió la niña.
— No, eso es lo que crees, pero tú sólo vives en este lado y no te interesa el otro. Eres la imagen en un espejo.
— ¿Y qué? El otro lado, como lo llamas, no me interesa.
— Pues debería, porque tu cuerpo está allí y, si no lo cuidas, vas a estar en las nubes poco tiempo.

Alicia calló unos instantes.

— ¿Y dices que yo también podría aprender?— estaba muy seria cuando añadió— ¿aprender, qué exactamente?
— Pues a venir aquí a refrescarte, nunca a esconderte.
— Eso estaría bien, pero ¿qué pasaría con el mundo real? Allí no me tratan muy bien y, a veces, duele.
— El mundo real está aquí, somos nosotros y no lo podemos cambiar, bueno un poquito sí, aunque no del todo. Y no es tan malo como lo pintas.

Le hablé de todo lo bueno que hay en el mundo, de los paisajes y las puestas de sol, del mar, de los ríos caudalosos, de los animales y las ciudades encantadas. De las buenas películas, de la música y los libros. De los hombres tan distintos que poblaban el mundo y que se enriquecían cuando hablaban entre ellos.

— A veces les echo de menos — murmuró Fliponcia.
— ¿A quién, a tus amigos?  — presentí una grieta en las defensas amuralladas de la niña.
— Sí, Cerillo es el más majo de todos. Habla tan bien y dice cosas…
— …que nunca dicen los personajes de tus sueños — terminé.
— Sí ¿Cómo lo sabes?— Fliponcia estaba relajada, con la guardia baja.
— Yo he tenido trece años, como tú; cuando tengas mi edad sabrás mucho más que ahora, pero hay que aplicarse.

Mientras hablaba con la niña, la pareja de autómatas fue adquiriendo vida, hasta que fuimos capaces de continuar la conversación, que habíamos empezado en la imaginación azul de Alicia, como seres de carne y hueso.

— Los personajes de tus sueños son sólo imágenes tuyas, es como si te disfrazaras de Presidente o de cantante de rap. No eres ni lo uno ni lo otro, los personajes que te inventas no existen. No está bien ni como un juego, es perder tiempo y energía. Sin embargo, la realidad aunque a veces, como dices, duele, es mucho más entretenida y enriquecedora. No hay personajes, están los actores de carne y hueso y hacen lo que quieren, no lo que a ti te gustaría que hiciesen.

— Ya — dijo Alicia.
— Tú tienes una ventaja sobre muchos.
— ¿Cuál? — se animó la niña.
— Tu imaginación.

Le dije que no todos los seres humanos tenían la misma imaginación. Los había muy aburridos, cuando dejaban de moverse se apagaban, como si estuvieran en stand—by. No todos tenían una imaginación azul ni de ningún otro color.

— ¿Y para qué me puede servir? ¿No decías que no era buena ni como juego?
 — Hija, — y era la primera vez que la llamaba así —un país imaginario es algo muy útil si lo usas adecuadamente. Es un laboratorio en el que puedes analizar la realidad. Lo que te pasa en la vida, lo pones en trocitos dentro de tu país azul y le das vueltas. Verás como aprendes mucho con este juego.
— Es verdad, alguna vez lo he hecho — asintió la niña.
— Pero no es sólo eso, es como esas navajas suizas que tienen muchos instrumentos, un país imaginario tiene muchos usos. Grandes pintores tuvieron países imaginarios inmensos y los pintaron. Y escritores y científicos y artesanos. Todos los que crean algo tienen por lo menos un país imaginario en el que se refugian.
Subimos a mi casa, distraídos por la conversación casi ni nos habíamos dado cuenta del camino recorrido. Seguíamos de la mano. Ninguno de los dos había intentado soltarse.
— Podrías ser escritora, por ejemplo cuentos para niños — dije mientras abría la puerta.
— O de terror — se burló la niña.

Alicia volvió a su casa al día siguiente, no fue la última vez que se encontró conmigo. Su tratamiento fue muy largo, tuvo algunas recaídas y en cada una de ellas tuve que visitarla en su imaginación azul para rescatarla. Después de algunos años, Alicia se convirtió en una hábil viajera de la imaginación, una jinete del viento.

 

Continuará...
(accede al libro completo en rafaelperezcastellsblog.wordpress.com)

 

Parte 2. Melán y los niños elementales. cap 3
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© Rafael Pérez Castells


ariadna