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SEGUNDA PARTE

MELÁN Y LOS NIÑOS ELEMENTALES

 

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Un niño de agua

 

Llamaron al teléfono. Respondí: “Soleimán Almasana, dígame”. Un padre preocupado y que hablaba con la prudencia de saber que su historia era increíble y que la persona a la que llamaba era un tanto rara, le puso en antecedentes del problema.
Su hijo lloraba mucho. “Tanto que su hermana le ha puesto un mote: Llorotón” me dijo. Desde que era un bebé había aprendido aquello de “el que no llora no mama”, sin embargo, ahora, ya no era un bebé, tenía ocho años y seguía llorando. Por todo, si le apetecía tomar un helado, lo pedía llorando; si quería ver otro canal de la televisión, lloraba; si quería la bicicleta de su hermana, seguía llorando. Su familia, por no oírle, cedía siempre.

Por lo que contaba el padre, Llorotón pensaba que le iba de maravilla, porque siempre conseguía lo que quería: unas lágrimas y todo solucionado; pero su familia estaba empezando a cansarse, de tanto ceder ya no les apetecía hablar con él. Sin embargo aquello no era normal y aunque se habían acostumbrado a que por cualquier motivo el niño llorase, lo de los últimos tiempos era demasiado. Ya no hablaba, canturreaba llorando y las lágrimas corrían por sus mejillas continuamente. En casa le hacían estar sobre un barreño de plástico para recoger las abundantes lágrimas, porque si no mojaba los suelos, las escaleras, el ascensor, y los vecinos protestaban.

El padre estaba dispuesto a contarme los pormenores de la vida de Llorotón por teléfono, con lo que ya sabía podía figurarme que se trataba de un niño de agua. Le interrumpí con un carraspeo.

— Antes de venir van a hacer algo. Durante tres días tienen que recoger las lágrimas y medir el líquido que beba. Después vienen y, lo dicho, no se olviden de medir exactamente cuánto llora. Por cierto, ¿duerme bien?
— Sí
— Fantástico, así podrá descansar sus ocho horas.

Al cuarto día vinieron los tres, padre, madre y un húmedo hijo. Los padres mostraron cierta sorpresa al verme. No me extraña, encontrarse en la calle de San Fernando de Córdoba a un tipo negro como la noche, vestido con túnica y barbita de alquimista, les suele causar sorpresa a todos.

— Pasen, pasen. Soy Soleimán Almasana – saludé – encantado de tenerles en mi casa.

Reaccionaron, sonrieron tímidamente y entraron en casa, por sus caras parecían decididos a no salir de allí sin una respuesta.

Una vez acomodados, el padre, interrumpido de vez en cuando por la madre, me contó que habían consultado con muchos médicos y ninguno encontró la forma de acallar tanta lágrima. Eso sí, el último que visitaron les recomendó que dieran de beber abundantemente a su hijo.

— Señora, lo más importante es que el niño beba mucho líquido, no vaya a secarse – le dijo el doctor a su mujer.

Los padres se sintieron desfallecer. Un buen día al salir de la Diputación, el padre de Llorotón vio un cartel pegado a un poste de la luz que le llamó la atención. Era mi anuncio. Los voy pegando en semáforos o postes de luz.

— Hicieron lo que les pedí.
— Sí, sí –respondió el padre.

El niño se había quedado en casa esos días. Estuvo todo el tiempo en el barreño. De vez en cuando sus padres o su hermana se lo cambiaban para recoger las lágrimas. Pensaron que me iba a llevar una sorpresa cuando me dijeran que había llenado veinte barreños, bebiendo sólo doce litros de agua. Les tranquilizó que yo no mostrase extrañeza ante lo que relataban.

— Es un caso típico de un niño de agua – afirmé y busqué un libro en la estantería de mi despacho. Tardé unos segundos en encontrarlo, mientras los padres de Llorotón se repetían entre susurros: “¿Un niño de agua?”.
— ¡Aquí está! – exclamé.

Comencé a pasar las hojas buscando algo, me detuve en una de ellas y leí:

— “Los niños de agua se caracterizan porque pueden llorar varios hectolitros de agua bebiendo sólo un vaso. La enfermedad se manifiesta entre los ocho y los diez años. Si el niño o a niña de agua no es tratada a tiempo, un buen día se funde como un trozo de hielo. Curiosamente antes de desaparecer, deja de llorar y sonríe con cara de inmensa felicidad”  Es posible que sea un poco sádico, pero me gusta llamar a las cosas por su nombre en estos casos. Me volví y pregunté a Llorotón.

— ¿Cuántos años tienes?
— Ocho, bueno cumplo nueve el lunes – musitó el niño realmente asustado.
— No parece que tu caso sea tan grave porque lloras muy poco todavía.

Los padres de Llorotón no se podían creer lo que les estaba diciendo.

 — ¡Que llora poco! Pues si llega a llorar más tenemos que vivir en un palafito — dijeron a la vez.

Volví a la lectura:

— “En algunos pueblos de la India y de África se les considera tocados por los dioses. Estos niños suelen ser muy sensibles, se acostumbran a llorar por cualquier cosa. La situación empeora sin solución aparente”.
— Aparente, esa palabra es importante – dije y continué con la lectura. – Como decía, “la situación empeora …bla, bla…bla, porque el niño aprende que todo se puede conseguir llorando. No se conoce el mecanismo preciso, sin embargo se sabe que cuanto más llora el paciente, más rápido es el desarrollo de la enfermedad. Al principio no se nota, no obstante, a los pocos meses de iniciarse la enfermedad, empieza a llorar más de cien litros por cada diez que beben. Los niños de agua pueden curarse, en pocas ocasiones lo hacen solos, esto depende de la energía de su espíritu. Sin embargo, en la mayoría de los casos necesitan la ayuda de un maestro que encauce su energía. Se requiere una gran paciencia y sólo se logra si el enfermo deja de mirarse su ombligo filosófico”— cerré el libro y les miré fijamente.

Llorotón y sus padres permanecieron en silencio. Ninguno se atrevía a  preguntar “¿Cómo se cura? ¿Qué es eso del ombligo filosófico?” Llorotón, que no había dejado de llorar y ya tenía un charquito bajo los pies, fue el que finalmente habló.

— ¿Cómo me puedo curar? ¡Buaa! ¡Buaaa! — su madre lo abrazó.
— Ante todo, tranquilidad, todo tiene arreglo, pero el secreto está en ti. Yo no puedo convencerte de que dejes de llorar, debes hacerlo tú mismo.

Cuando pierdas el miedo a no llorar, no lo volverás a hacer nunca — y añadí –, te aseguro que no tendrás ganas de hacerlo.
Hice salir al niño. Expliqué a los padres que había que actuar rápido, hacía tiempo que no veía a un niño de agua que llorara tan abundantemente a los ocho años. Si mi experiencia era correcta, y puntualicé que era uno de los máximos expertos en la materia, en unos meses se fundiría. Lo que angustió más a la madre era saber que en pocas semanas lo tendría que tener todo el día en una bañera.

— Si comenzamos el tratamiento enseguida, creo que podré encauzar el mal – intenté dulcificar mi expresión —, luego todo dependerá de él.
— ¿Qué quiere decir con que todo dependerá de él? – preguntó el padre.
— Pues muy sencillo, yo sólo puedo abrir compuertas para que el mal fluya. No puedo destruirlo porque es parte del niño. Él debe reaccionar y aprender a usar esas compuertas por sí mismo. A ese mal algunos lo llaman Melán. Su fluido está en todos nosotros, suele estar bajo control, sin embargo en niños como el suyo, se extiende por todo su espíritu. Ellos tienen que aprender cómo controlar a Melán para desarrollar sus inapreciables cualidades.

Les conté casos que había resuelto, para hacerles entender que el éxito estaba en enfrentar al enfermo a situaciones que le hicieran comprender la inutilidad de llorar, incluso su injusticia.

— Melán es el príncipe del desaliento No existe pero es, sólo lo percibimos como desgana de vivir y esa sutil sensación nos invade en silencio hasta que, finalmente, nos destruye. Llorotón debe quedarse conmigo unos días, como mucho un mes. No se preocupen se lo devolveré sano y salvo – y antes de que los padres pudieran reaccionar a tan abusiva petición, añadí – es necesario.

Los padres se miraban pero no se atrevían a hablar, estaban asustados. ¿Cómo dejar a su hijo en manos de un desconocido? Por otro lado, había ganado su confianza, debieron pensar que sabía de lo que hablaba y además su hijo, realmente, lloraba demasiado.

— ¿Podremos venir a verle?— su voz, la de la madre, era un susurro. Como si temiera oír la respuesta.
— No, no podrán verle. Yo les llamaré y les informaré de su estado.

Hubo un silencio de plomo, es decir, denso, pesado y por lo tanto, difícil de levantar. Los padres se querían hablar, necesitaban decirse que sí, pero ninguno se atrevía a asumir la responsabilidad.

Salieron mudos de la consulta. Habían dejado a su hijo. No deberían estar muy seguros de cómo les había convencido, porque yo no había añadido nada más. Ellos no habían pronunciado una palabra, simplemente movieron la cabeza al unísono, muy despacio, asintiendo, y dejaron a Llorotón a mi cargo.

En el vestíbulo quedó Llorotón, seguía a lo suyo, llorando. Me acerqué con un gesto tranquilizador.

— Puedes llorar lo que quieras, estás en tu casa, pero mejor será que te pongas un bañador, si no estarás empapado todo el día.

Sin esperar su respuesta lo empujé suavemente hacia el pasillo y le enseñé su habitación.

— En el armario encontrarás ropa, en el cajón de la derecha hay un bañador. Yo voy a la cocina a preparar una sopa muy especial.

Mi cocina era moderna, con todos los avances técnicos del momento. Más que una cocina parecía el laboratorio de un hospital. Había horno, microondas, frigorífico. Todo era blanco. El hornillo de leña en la esquina, bajo una ventana, podría parecer un tanto anacrónico. Pero era mi hornillo de cocimientos. Saqué de los armarios unos botes de cristal con hierbas y frutos de varias clases y líquidos de varios colores. Llené una cacerola grande con agua y la puse a calentar en el hornillo. Mientras hervía, en una tabla de madera piqué unas almendras, dátiles deshuesados y un trozo de corteza de silag, desmenucé un poco de papiro en finas hebras. Después añadí todos los condimentos a la cacerola, que ya hervía, y eché unos sarmientos secos a las brasas. De uno de mis bolsillos saqué una cajita, contenía un polvo rojo, del que no me está permitido dar la receta, y eché una pizca con una cucharita de plata a las brasas. El fuego comenzó a arder con virulencia. Cuando el cocimiento había hervido unos minutos, añadí una cucharada sopera de aceite de azahar.

Instintivamente mi mente salto al limbo. Busqué a Borja con mi corazón, en su caso era la forma más rápida, pues mi amigo era lo que más quería y no necesitaba utilizar búsquedas selectivas.

— Hola Soleimán – escuché con mi oído metafísico — ¿Qué te pasa? Parece que te persiguiera el mismo Melán con cien lamias.
— Nada, nada, ganas de hablar un rato. Estoy comenzando el tratamiento a un niño de agua y me acordé de ti.
— ¿Está muy afectado? ¿Melán está haciendo de las suyas?
— No creas. Es curioso, el mal está muy extendido en sus manifestaciones externas. Llora como una fuente, sin embargo su mente está bastante limpia. El desánimo no lo ha invadido aún.

Borja me preguntó si me lo iba a llevar de viaje. Se burlaba de mí, decía que era incapaz de curar si no llevaba a mis pacientes a algún lugar lejano. Eres un sanador peripatético, me decía, a lo que le contestaba que el vagabundear por el mundo era una tradición entre los sanadores.

— Claro que le voy a dar un paseo, funciona muy bien en los tratamientos. Te decía que me acordé de ti porque me mosquea un poco lo bien que tiene la mente este niño. Es un tipo agua clarísimo y con mucha energía. Es sorprendente que Melán no haya actuado ya. Podría ser una estratagema para dominarlo en algún momento de debilidad, pero me parece un poco artificioso. Melán puede perseguir algún objetivo superior. Me gustaría que te quedaras de guardia. Observa si hay más apariciones de Melán de lo habitual. No sé. Hay sapo encerrado.
— Es gato.
— No, es un sapo y muy feo.

Llamé a Llorotón. El niño apareció dando jipidos, vestido con un bañador azul y una camiseta blanca. Sus piernas y sus brazos eran flacos como alambres, pero tenía una prominente barriguita.

Le expliqué que íbamos a hacer un largo y extraño viaje, no debía tener miedo, oiría algo de ruido y vería mucho humo y luces de colores. Si se asustaba, sólo tenía que apretarme la mano, yo nunca lo soltaría. Ahora el niño lloraba sin ruido, las lágrimas fluían por su cara mansamente y prestaba mucha atención. Le anunciaba un viaje y a él le gustaban mucho.

Me acerqué a la cacerola que hervía a borbotones echando vapor de color verdoso.

— Esto ya está en su punto. No temas no nos lo vamos a beber.

Volví a sacar la cajita con los polvos incendiarios. Esta vez no los lancé sobre las llamas, sino que los utilicé para condimentar la hirviente sopa.
Pasaron unos segundos sin que ocurriera nada, tomé al niño de la mano y empecé a recitar la salmodia de “Ida y Vuelta”:

— “Humo amargo de almendra,
te alimenta y te enseña.
Del silag la corteza,
ahuyenta la pereza.
Dátiles sin hueso
que iluminen tu verso.
La fibra de papiro:
te dará un buen respiro.
Y el zumo de azahar
te ayuda a regresar”.

Mis palabras avivaron el cocimiento. La habitación se llenó de vapor blanco que no hacía toser y enseguida nos encontramos envueltos en una niebla cálida. No se distinguían los muebles ni las paredes. Llorotón apretaba mi mano. Empezamos a sentir que nuestros pies se apoyaban en la niebla.

— ¿Todo bien? – pregunté – Ahora empieza lo mejor, te parecerá que vuelas.

Llorotón respondió con otro apretón. Seguía llorando en silencio. La niebla se tiñó de colores gaseosos, rosas, verdes, azules, amarillos pastel y, entonces, empezamos a volar. En los saltos espaciales, no puedes asegurar que vuelas, porque no se ve ni el suelo ni el cielo, pero se pierde la sensación de peso y la niebla acaricia tu cara como si la llevaras fuera de la ventanilla de un autobús. Viajamos a toda velocidad.  El tránsito fue un éxito, aunque no se me escapó una nube gris oscura en la niebla multicolor.

Nos detuvimos. La niebla empezó a disiparse, comenzamos a divisar un cielo casi morado de atardecer, después un inmenso sol rojo, ocultándose tras un horizonte de dunas. Cuando desapareció la niebla que nos envolvía, pudimos ver todo lo que nos rodeaba. Estábamos en el desierto. Más bien, al borde del desierto. Lo teníamos enfrente, a nuestras espaldas el paisaje estaba salpicado de arbustos y de piedras entre las que se alzaba un poblado de casas circulares con techos de paja muy apretada. Tres grandes árboles de hojas pardas daban la única sombra del pueblo. Debajo de los árboles había gente sentada y un poco más allá los niños corrían persiguiendo algo por el cauce de un arroyo completamente seco, que alimentaba a una balsa rodeada de palmeras de aspecto sediento.

— ¡Parece que todo está quemado!– Exclamó el niño entre sollozos – pero es bonito.
— Sí, es hermoso – añadí.
— ¿Conoces este sitio?
— Sí, es mi amada Zarqa, yo nací aquí, hace mucho tiempo. Soy un aballah. Había una guerra entonces. De vez en cuando vengo por aquí, casi siempre con algún acompañante como tú.

 

Continuará...
(accede al libro completo en rafaelperezcastellsblog.wordpress.com)

 

Parte 2. Melán y los niños elementales. cap 1
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© Rafael Pérez Castells


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