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PRIMERA PARTE

EL NIÑO ETERNAL

 

numero

El viaje

 

Camino de Alejandría, el ejército del general Kitchener se detuvo en Luxor. Sir Vernon pidió permiso al general para permanecer unas semanas en la zona y hacer unos estudios, que le había encargado el Museo Ashmolean, sobre la gran cámara funeraria de Seti I.

Nos quedamos solos – era un decir —. Si el comandante, los dos asistentes, Sir Charles Philo – un teniente amigo de Sir Vernon y aficionado a cualquier cosa menos a la disciplina del ejército – y yo nos sentíamos en soledad era porque antes habíamos estado entre muchos.

Aquí se descubrieron, un poco antes de que tú nacieras, el cuerpo de Seti junto con otras treinta y nueve momias reales – me dijo Sir Vernon frente a la entrada de la cámara.

— ¿Quién era Seti? — pregunté.
— Un faraón, hijo de Ramsés I.
— Y ¿por qué se enterraban así? El sanador Khider, mi maestro, dice que en las tumbas no queda nada importante.
— Tu maestro es un hombre sabio, sin embargo los hombres construyen templos y pirámides para guardar su memoria. No les importa que violen sus tumbas ni sus momias, porque mientras las piedras se erijan sobre las arenas del desierto perdurará el recuerdo de quien las levantó.

Yo estaba sentado sobre una rama, con la punta de mi pie rozaba el agua del río milenario. Sir Vernon y los otros avivaban el fuego a pocos metros. La tarde había sido corta, un ligero respiro entre el calor del día y la fría noche. El cielo era negro de tanta estrella. Comencé a cantar. Mis compañeros se fueron sentando junto al fuego, uno a uno, como siguiendo un guión de teatro experimental. La canción nos puso melancólicos, a cada uno con una melancolía distinta aunque con el mismo sabor a lágrima.

— En Zarqa, mi madre estará esperándonos – me lamenté.

Charles Philo, se acercó silencioso, mirando distraídamente el fluir del agua. Cuando sus ojos tropezaron con mi pie sumergido, los levantó y mirándome con toda la ternura que un teniente del ejército inglés pudiera expresar, trató de consolarme en un árabe horrible bien que meritorio.

— Volverás pronto, en cuanto lleguemos a Alejandría nos pondremos en contacto con Jartum. Cuando todo esté en calma te devolveremos a tu pueblo —. le sonreí, sabía que era mentira, no volveríamos al Sudán.

Muchos años después de estos sucesos, ahora soy un anciano de ciento cuatro años, he comprendido que aquel niño que fui no quería que los ingleses lo devolvieran a su casa. Él no podía regresar solo, se sentía profundamente culpable de estar vivo y a su madre la cuidarían sus tíos. Además no quería regresar, se sentía impulsado al viaje sin destino ni tiempo, como los mulá de las historias de Khider, de pueblo en pueblo hasta cansarse.

En Alejandría tomamos un barco para Londres. Cada etapa de mi viaje me traía nuevos motivos de asombro. Al abordar el barco llegué al extremo de mi fascinación. El río, que no era río, se mostraba inmenso, sin orillas. Lo llamaban mar y se agitaba aunque no corría. Su sonido era grave y variado, no como el monótono cantar del arroyo de mi pueblo los días que llevaba agua. Durante la travesía aprendí que, aquel río que llamaban mar, cambiaba su voz de un día para otro. Cuando estaba tranquilo ronroneaba y rugía cuando se enfadaba. El barco era gigantesco, era aún más grande que algunas de las mansiones que vi en Alejandría – después, el fuerte oleaje, me haría cambiar de opinión y llegué a pensar que era como un grano de arena arrastrado por el viento —. Tenía dos castillos, el de popa ocupado por la tripulación y el central para el pasaje. En las pocas semanas que llevaba fuera de casa había visto más que en toda mi vida. Pirámides más altas que la colina que protegía a mi pueblo, ríos tan largos como el mundo, ciudades construidas con mil laberintos, muchedumbres en las que se perdía la identidad. Y a medida que tanta maravilla aparecía, recordaba algún cuento de Khider. Mi maestro parecía acompañarme, dirigirme desde un lugar cercano; en los momentos de calma, cuando me maravillaba del mundo, su voz me recordaba que aquel mundo era hermoso aunque sólo uno de los posibles.

— ¿A que es grande? – Sir Vernon se acodaba en la barandilla de estribor. La mañana era limpia y el horizonte sólo mar.
— Señor, ¿el cielo se moja en el mar? – pregunté un poco azorado.
— Sólo en los poemas, hijo – sonrió Sir Vernon – sólo los poetas se permiten esas licencias. En realidad no se cruzan, son como la cáscara y la semilla.
— Si es así, entonces se tocan en todos los sitios, allí mismo – y señalé el punto por donde había saltado un pez volador.

Durante el viaje, que duró un mes, tuve oportunidad de hablar mucho con Sir Vernon. Apenas había qué hacer y parecía que nuestra conversación le interesaba más que la de Charles. Yo aprendía lo que Sir Vernon me enseñaba al instante, era como una esponja y, casi siempre, añadía mi visión a lo aprendido. En realidad, aplicaba las enseñanzas del maestro Khider obsesivamente, como si no quisiera perder el hilo de mis orígenes y quisiera reafirmar lo que él me enseñó. Creo que Sir Vernon también aprendía de mí en un intercambio bastante equilibrado.

Un día encontré a sir Vernon y a Charles Philo apoyados en la borda, hablando de sus cosas, me iba a retirar cuando escuché mi nombre y me quedé jugueteando con Taba, a cierta distancia, como si la cosa no fuera conmigo, espiando la conversación.

— Charles, este crío es increíble, lo aprende todo al momento. ¿Has visto cómo habla inglés ya? Parece que ha estudiado seis meses y apenas llevamos con él uno.
— ¿Qué vas a hacer con él? Mira que traértelo. !Y con su perro¡ Míralos ahí. ¡Qué manera de complicarte la vida!
— Nada de eso, creo que va a ser muy divertido. Sabes que estoy solo. Ya he recorrido medio mundo y tengo ganas de quedarme en Wytham, cuidar del jardín, leer y trabajar un poco con Evans en el museo. Aunque hay algo más, hasta ahora todo lo que he hecho ha sido por mi placer. Va siendo hora de ser generoso. Este niño me da la oportunidad de hacer algo bueno, algo que realmente merezca la pena. Voy a pedirle a Moore, el que dirige la biblioteca Bodleian, que me ayude a educarle.

— Estás muy trascendental – bromeó Charles.
— Me siento viejo.
— ¿Viejo, tú? Si estás en la flor de la vida. Con cuarenta y cinco nadie piensa en retirarse, hay muchas mujeres hermosas, buenos vinos, lugares desconocidos – y medio enfadado, Charles hizo un gesto con la mano mientras insistía — ¿Qué dices? Viejo, tú, bah, te hace falta un descanso y después, cuando te recuperes no sabrás qué hacer con el mocoso.

Mi curiosidad por Sir Vernon y sus planes creció en la misma medida que mi aprecio por Charles Philo disminuía, temporalmente. Semanas después lo echaría de menos, pero en aquel momento deseaba perderle de vista, habíamos estado juntos demasiado tiempo.

 

Continuará...
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Parte 1. El niño eternal. cap 03
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© Rafael Pérez Castells


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