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“La tierra es bellísima.
La veo rodeada de una aureola azulada,
y dejando vagar la mirada por el cielo
la veo pasar del azul al turquesa,
de éste al violeta y a la oscuridad de la noche”
Yuri Alexeievich Gagarin
Un cosmonauta solo
El 4 de octubre de 1957 la Unión Soviética sorprendía a los Estados Unidos con el lanzamiento de la primera nave humana que abandonaba la atmósfera terrestre. Sputnik en ruso significa “compañero de viaje” un objeto diseñado para orbitar la Tierra durante algo más de hora y media. Entre el primer lanzamiento y el 12 de abril de 1961 momento en el cual se lanzaba al primer ser humano al espacio, transcurrieron un sinfín de puestas en órbita en las cuales la URSS ensayó diferentes cohetes lanzadores, habitáculos, y cosmonautas. El objetivo no sólo era lanzarlos al espacio sino recuperarlos en buenas condiciones. Eso no siempre fue posible. Oculto en los archivos de las diversas agencias espaciales se esconden evidencias reales de que un número indeterminado de naves tripuladas por cosmonautas soviéticos jamás retornaron. A finales del siglo XX el incremento de satélites de telecomunicaciones, radioantenas y vuelos tripulados permitió captar fragmentos de transmisiones indudablemente contemporáneas pero generadas por emisores diseñados a finales de los años 50. Este informe reúne todas aquellas transmisiones recogidas. Testimonios repletos de soledad, de recuerdos, de reflexión teórica, de ensoñaciones y de éxtasis contemplativo, de belleza y desesperación. Algunos los vieron fugazmente desde la claraboya de una estación espacial. Unos segundos, un fragmento de rostro humano detrás de un grueso cristal. Un solitario paseante espacial de espaldas a la nave que lo mantiene vivo cree haber visto destellos humanos, una mano agitada, una sonrisa lejana, desde lo que parecían desgastados restos de la carrera espacial. Allí están, observando en cada paso orbital un inmenso disco azulado que cambia continuamente, reflexionando sobre la brevedad del hecho vital, sobre la inmensidad de las distancias y ausencias o la infinita ternura con la que un humano recuerda a otro. Yuri Alexeievich Gagarin retornó
tras 108 minutos de vuelo. Los que le recibieron tras el accidentado
aterrizaje afirman que haberle visto llorar sin consuelo. Un llanto
acallado por la aureola heroica del acontecimiento y el inmenso aparato
propagandístico que se puso en marcha tras el éxito soviético.
Sin embargo, aquellos que le conocieron relatan que la enorme tristeza
no fue desatada por la tensión o el reencuentro, sino por la
constatación de algo que todo cosmonauta en lo más profundo
siempre ha sabido, que ellos permanecen allá arriba, en órbita
hacia un futuro lejano e infinito.. A R I A D N A R C 2 0 0 5
1
Decía «nada más
que el silencio, que el vacío», yo mismo lo decía,
he sido no sé si hablo o emito, ni
tan sólo si pienso, soy diciendo qué más da este gulag
o el gulag de los muertos, aquí arriba
2
Un cosmonauta solo confiará siempre en sus recuerdos y cultivará los delirios de su memoria. Aromas de café, colores de fiesta, luces boreales o un sol de medianoche de junio cuando todo es eterno y el sabor del vodka viaja al interior junto al aire siberiano. Un cosmonauta solo no debe creer en
el futuro. Apurará cada minuto de un presente con frecuencia tedioso
mientras vigila las evoluciones del pasado.
Un cosmonauta solo verificará
la posición de cada continente antes descubierto, de cada río
navegado, de cada cumbre apenas recordada, de cada nueva luz encendida
tras la ventana en las largas noches invernales, de cada alma en órbita,
de todos los sueños abandonados en el devenir del horizonte.
Un cosmonauta solo no permitirá
que ciclones y borrascas le venzan en carrera, dirigirá siempre
su nave hacia el ocaso y relatará en el diario de la misión
las turbias evoluciones de huracanes y tempestades de hielo.
Un cosmonauta solo no abandonará
jamás su traje espacial pues es su alma y sarcófago, su
piel y mortaja, su aura, sudario y armadura.
Un cosmonauta solo prestará
atención al horizonte estelar registrando todos los destellos no
advertidos antes, todos los cambios en los múltiples tonos de oscuridad,
todos los fantasmas y espectros del futuro.
Un cosmonauta solo esperará
constantemente el abrazo de lo humano, el lento susurro de una voz perdida
tras el sopor de un largo viaje circular, y a Sergei, a Piotr, a Yelena
o a Alexander apareciendo con el amanecer tras una nube de reflejos solares
sobre la brillante superficie de la nave.
Un cosmonauta solo olvidará
con el tiempo el infortunio del viaje y aprenderá a manejar su
soledad como maneja esa fuente infinita de aire y alimentos que le fueron
otorgados por los dioses de la luz lejana y que forma parte de su condena
de Sísifo orbital cegado desde la infancia por la oscuridad de
una fría y estrellada noche de abril.
Un cosmonauta solo perdonará
la soberbia y los pecados de gloria ajena. No guardará rencor alguno
hacia aquellos que no dudaron en sacrificar a otros en pos del éxito
de la ciencia para mayor gloria de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas.
Un cosmonauta solo cerrará los ojos cada seis órbitas para entregarse así a la distancia y alejar el absoluto y doloroso recuerdo de una nieve blanca como la muerte, de la intensidad encendida de un abrazo antes del lanzamiento o de una última mirada suplicante la noche anterior a la partida.
3
–Lo peor del cielo es que desde allí
el cielo no se ve –pensaba Alexander–. Lo peor del cielo... Una lucecita de un azul oscuro muy brillante comenzó a parpadear en los controles. Habían pasado once horas desde que Alexander terminara su último alimento y el estómago le dolía como si se hubiera tragado un par de botas. Aquello no era nada en comparación con la sed que le causaba la ausencia de oxígeno, escaso desde hacía una media hora. El cosmonauta alargó el brazo con lo que podría parecer lentitud, pero detrás de su movimiento había un esfuerzo colosal. Antes de que que alcanzara el interruptor encendido que desconectaba la caja negra, el indicador del flujo de corriente eléctrica titiló y el generador calló tras un zumbido moribundo. En la total oscuridad del vacío cósmico
el brazo de Biedowski cayó a plomo y se balanceó como un
martillo atado a una cuerda. Las estrellas acudieron curiosas y comenzaron
a asomarse al cristal de la cabina de mandos. El cosmonauta las contempló
aparecer a medida que su pupila se dilataba. Recordó unas vagas
referencias mitológicas, pero lo dejó correr. Los ojos le
dolían y sentía como una fuerza succionadora que tratara
de arrancárselos. No percibía sus piernas desde la rodilla
hasta el pie. Trataba de respirar profunda y lentamente para aprovechar
el oxígeno pero en un momento dado dejó de hacerlo, más
por no prolongar su vida que por los primeros síntomas de desvanecimiento
que ya advertía. La cápsula Proletariek KS.Y-9 había partido de Leningrado el 17 de octubre de 1963. Noventa segundos después de la ignición trazó una curva prevista, atravesó las nubes y se desprendió del cohete propulsor en treinta y cinco minutos. Se situó a 49 kilómetros de altura, en la estratosfera, seis mil metros por encima de lo previsto. Alexander se mantuvo en órbita cuatro minutos. Así de rápido terminó su intento de superar la marca de permanencia en el espacio. Aunque no quedó muy lejos de la marca. Los rotores que desplazaban los tubos propulsores no funcionaron y la maniobra de correción lo envió a 45º del eje de la tierra en dirección contraria a la esperada. Fin. Su nombre nunca engrosó las listas de los pioneros. Su fracaso se borró. Desaparecieron los archivos y todo lo concerniente a su misión. Los técnicos y ciéntíficos recibieron las instrucciones habituales y olvidaron. Cuando la nave exploratoria bJ0112, encargada del sector de Vega, aterrizó en esa masa rocosa y cobriza conocida como Andersson lo hizo sin cautela y con la pericia que genera la rutina. –Por las estrellas, teniente. ¿Qué
es esto? El informe del teniente Ovung reflejó fielmente la verdad. Él no era uno de esos parásitos que omitían ciertos descubrimientos para venderlos en el mercado negro y así se lo hizo saber firmemente a Timunber cuando le insinuó lo de la carta. –La carta no nos incumbe. En realidad, poco importaban sus quejas pues la nave ya viajaba por el espacio de regreso a la base. –¡Cabo, no tolero que cuestione mis decisiones! Enseguida, Timumber se irguió y bajó la cabeza con humillación. Durante la recogida de los restos, habían hallado un pedazo de papel bajo lo que una vez debió ser un traje espacial, aunque parecía una burda e imposible imitación de los equipos más arcaicos que existían en los museos. El hecho de la existencia del papel también era de todo punto increíble, porque es evidente que la humanidad había superado ese soporte en la era espacial. Asimismo, las referencias temporales eran absurdas. ¡Pero allí estaba! Debajo de una gruesa capa de polvo y arena, en un lugar que jamás había albergado vida. Todas esas cualidades le otorgaban un interés muy especial y probablemente un alto precio. Timunber, por más que lo pensaba, no conseguía entender la reacción de Ovung ante la carta. Ovung había cogido el papel con su finos y ajustados guantes. Lo leyó en voz alta de forma que Car también lo oyese por medio de la radio. Estaba escrito con una caligrafía terrible y en lo que parecía la deformación de la lengua antigua C9.
Ovung había cogido el papel con su finos y
ajustados guantes. Lo leyó una vez y lo volvió a leer. No
estaba seguro de entender exactamente aquellas palabras cuyo eco se perdía
en tiempos olvidados. –No es posible.
4
Si volar es estar solo Una vez fui al circo en Novosibirsk. Soy el ángel que siempre quise ser
5
Esta sensación podrá ser a priori todo lo divina y omnipotente que se quiera pero “estresa” que es una barbaridad. La primera vez, como pasa con todo, te crees en la cima del mundo, y nunca mejor dicho. Fue el día en el que el Secretario General del Politburó me cedió una de sus medallas -arrancándosela literalmente de la pechera- la noche en la que me comunicaron que no había nave de regreso, que en esa órbita me quedaban apenas “dos telediarios”, y después: la nada, el vacío, el viaje lento, muy lento hacia las estrellas. Pero eso no fue ningún alivio, y menos aún con una medalla de mentira. Lo que no sabían en Vladivostok ni en Houston es que tenía reservas para dos décadas. Podía fabricar agua, aire, y una suerte de comida liofilizada en cantidades tan ingentes que podría alimentar a todo un regimiento. “¡De ahí a la eternidad! –me dijo entonces el hijo de la gran puta”. “A la eternidad, camarada”. –repitió el ministro de Sanidad, el mismo ministro que se atrevió a operar de almorranas a otro héroe de la Unión Soviética y lo dejó tieso en la mesa de operaciones.“A la eternidad te mandaba yo” –se oyó por otra línea. Y aquella fue la última vez que mantuve una conversación coherente. Sin embargo, durante todos éstos años no he estado exento de noticias. He visto y oído cosas que no podéis imaginar. He visto un planeta azul apagándose mientras se dejaba envolver por una neblina gris, tan espesa y sucia que es capaz de esconder las vergüenzas más ignominiosas del hombre; he visto las nubes de las mariposas monje adentrase en las aguas del Golfo de México, el agujero de ozono guiñando un ojo a un bosque de Birmania, y el zarpazo del SIDA comiéndose el África negra como si fuera una plaga de langosta. Pero sigo aquí, sobrevolando de nuevo esta madrugada del 14 de enero de 2005, veinte años después de que el camarada general se arrancase una medalla para decirme que “FIN”, KONEH”, “THE END”, “KAPUT”, “que mire al frente, allá por Alfa Centauro” que ellos se iban a agasajarme con un desfile por la Plaza Roja para agradecerme el sacrificio, que nada de Sonda geoestacionaria para probar nuevos motores, que nosotros -los rusos- le sacamos cuatro cuerpos de ventaja a los americanos, que vivan Gagarin y Tereskova, y que algún día llegaré a Titán, antes, mucho antes de que lo hagan los americanos y la Cassini, que los espere y les invite a Vodka. Y no sabe el muy imbecil que nunca me fui, que sigo aquí, y que lo he visto todo. Lo he visto atragantarse una mañana mientras se le caía el muro de Berlín encima del café con leche, he visto hasta lo que está por suceder, incluso hace unos días llegué ver una ola gigante dejando un rastro de muerte en el Golfo de Bengala, y hace escasamente diez minutos he vuelto a ver otra enorme catástrofe, una que está por llegar, pero esa os la avanzaré la próxima madrugada, una que tal vez ande allá, por otra madrugada del 14 de enero de 2005. Desde algún lugar del espacio.
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A base de sueños siderales hoy rozo la yema del creador enseñoreado hoy soy un guiñol del espacio hoy repaso el crucigrama de pilotos verdes azules
o rojos hoy veo crecer la hierba galáctica por mis
entrañas A veces reposo estos pequeños paseos a escondidas recapitulo lloros insomnes de sonda
Caminante no hay camino El cosmonauta sueña (a merced del silencio) la noche parecida al líquido amniótico Porque fueron voces que recuerdan antiguos paraísos
arcanos (a merced del silencio) serán destinos secuestrados de un largo viaje y en todo, naufrago de mar.
Temo que termine la noche Hay dragones fronterizos que espetan Los veo, insomnes o transeúntes, pero juro remozar este precioso castigo Si localizan la cápsula me arrojaré
al espacio
7
En los jardines de Kioto, en febrero, explotan las camelias. En Marte lo hacen las piedras. En el espacio es inevitable soñar con camelias y arena blanca y piedras estallando. Piedras pequeñas y blancas, enormes y rojas. Es ineluctable pensar en Kioto pese a no haber estado nunca en Kioto. La meditación en el sueño. La nave rompiendo el negro y uno va soñando con monjes y bambúes como quien no quiere la cosa. No hay que abrir nunca los ojos, tampoco asomarse y ver la oscuridad; si uno sucumbe al deseo de vaciar los ojos en lo negro, está perdido. En el espacio el viento no arrastra las nubes. Porque no hay nubes ni viento, ni edificios de madera y papel, ni monasterios. Cuando uno duerme en el espacio debe pensar en Marte como algo cercano, un sucedáneo del Kioto terrenal. Piedras rotas. Si acaso sentir inmediato el planeta y aceptar que perderse en el espacio es fatal. Un capricho más. Mientras se duerme se deseará estar en Marte, sentados, con las piernas cruzadas y con una mirada al vacío rojo, repitiendo una y otra vez las palabras, la acción-inacción de Nishitani: "Sentado sobre unas rocas, miro en la nada y aplasto pulgas".
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Analizo estas palabras que den pie a explicar mi situación: -Cosmonauta: Tripulante de una nave espacial.
9
Todos fuimos lanzados al espacio durante más de diez años, error tras error. Hombres y mujeres en solitario dotados de equipos de supervivencia muy primitivos y escasos, y rodeados del más absoluto vacío. Cientos de fragmentos de naves llegaron más tarde y los aprovechamos para construir el primer núcleo orbital. Los primeros contactos se produjeron tras dos años de órbitas infinitas viendo pasar La Tierra bajo nuestros pies, una Tierra cuyas luces en el lado nocturno nos recordaban que exiten ciudades en las que las personas viven muy cerca unos de otros. Sergei y Alexander se avistaron el uno al otro el 25 de diciembre de 1953, el día de Navidad. Rápidamente calcularon que sus cursos respectivos les llevarían a una órbita próxima en menos de tres días terrestres. Se prepararon bien y el día fijado ambos salieron al espacio unidos a sus pequeñas naves por un débil cordón. Fue un abrazo un tanto frío por la incomodidad de los trajes, pero fue largo y fuerte, y los dos se contemplaron sonriendo bajo el cristal de sus escafandras. Sergei llevaba dos años y Alex quince meses de soledad orbital y de triste conciencia de una muerte cierta, abandonados para siempre. Un extraño efecto gravitatorio nos permitió sobrevivir durante meses sin otros recursos que aire reciclado y raciones de emergencia. Luego todo fue más sencillo. Los siguientes en llegar fueron Yelena y Mavlet con menos de una hora de diferencia entre ellos. Yo los alcancé un veintiuno de septiembre varios meses más tarde. Jamás podréis saber lo que se siente en un estómago vacío cuando inequívocamente adviertes claros destellos luminosos desde la oscuridad del espacio próximo, destellos que se repiten con igual cadencia órbita tras órbita. Jamás sabréis lo que se siente cuando una mente aletargada por infinitos pasos orbitales, descubre que es morse primitivo y certero, y que el mensaje dice “bienvenido a casa Alexei”. Los meses y los años nos trajeron otros compañeros. Algunos fueron lanzados después de nosotros pero otros como Piotr, reflejaban en sus caras signos de lo que hemos llamado “neurosis orbital”, sin duda alguna fruto de los cinco años que pasó en soledad sin más compañía que los pasos de ciclones y de mares o de la absoluta frialdad de un sol más lejano cada día. El cariño y la proximidad humana han ido mitigando los efectos de esta nueva enfermedad, pero todos dudamos que llegue a recuperarse algún día. La estructura orbital fue creciendo año tras año llegando a contar con recursos que jamás imaginamos como un gimnasio, una pequeña biblioteca o un rudimentario invernadero merced a un gran número de semillas que transportaba una de las naves con fines experimentales. Con el tiempo, la atmósfera y otros elementos se han estabilizado y ahora podemos permitirnos crecer. Todo llegó incluso el contacto con la humanidad. No nos prometieron una repatriación inmediata, ni siquiera entonces existía la Unión Soviética, y la nueva Rusia no disponía de recursos técnicos y económicos para recuperar a más de doscientos humanos con garantías. Sólo los Estados Unidos nos ofrecieron el regreso si accedíamos a pasarnos el resto de nuestras vidas en su territorio y así convertirnos en un gran banco de pruebas. Tras varias semanas de meditación y buscando una decisión unánime decidimos no regresar a una Tierra para la que no existíamos hace tiempo. Ahora que ellos y nosotros habíamos cambiado, ya no sentíamos La Tierra como lo hicimos. No fue fácil decir no a lo que quedaba de nuestras familias. No fue fácil renunciar a los recuerdos. El 14 de septiembre de 2001 solicitamos nuestra inclusión en Naciones Unidas. La solicitud creó una verdadera tormenta diplomática entre los que todavía consideraban lo que quedaba de nuestras naves suelo ruso y el resto de países. Pero no podíamos dar marcha atrás. Nuestro desarraigo necesitaba de algún punto de anclaje con esa Tierra que giraba bajo nuestros pies y por ello buscamos los apoyos necesarios entre la comunidad internacional para obtener un estatus de independencia. El seis de enero de 2005 como ofrenda de la epifanía
católica, se nos comunicó nuestro ingreso en la Organización
de Naciones Unidas. Los próximos años nos harán llegar
nuevos ciudadanos que elijan vivir alejados de la superficie olvidando
para siempre colores y aromas, pero buscando el contacto con una nueva
humanidad más libre y a la vez más cercana.
10
Diez cosmonautas soñaron con el borde del universo y con la verde luz de las estrellas. Uno a uno marcharon tras la imagen del fuego y de un océano repetido mil veces, hasta el infinito de la noche estelar. Yuri fue el primero. Tras horas de fríos nervios en un estómago vacío hasta el eco, subió al módulo orbital y cabalgó muy lejos alcanzando la órbita en sólo veinte minutos. Tardaron otros veinte en olvidarlo para siempre. Sergei se levantó aquella mañana con una inefable resaca causada por años de entrenamiento. Dos de aquellos asistentes de Bajkonur le guiaron hasta el ascensor y otros dos le incrustaron en la cabina. El despegue fue violento y el blanco de la estela dejada en el cielo para siempre, permitió trazar el rumbo de su desaparición. Ekatherina sería la primera mujer en órbita, gran honor para la representante de una estirpe de damas valerosas determinada a igualar al hombre en esta nueva cruzada del siglo XX. Su vuelo fue largo y vibrante. Sus últimas palabras se difuminaron en el turbio rigor de la estática. Alexander nació cosmonauta pero no fue bautizado hasta el 18 de marzo de 1960. Sus funerales se celebraron dos días después en la más estricta intimidad. Mavlet era el número uno en la academia, el hermano mayor de todos ellos, preparado siempre para cualquier sacrificio y consciente del riesgo de lo que estaban a punto de iniciar. Una inoportuna gripe le apartó del primer despegue y de los otros tres que siguieron. Un nuevo fallo en las toberas de popa después del último encendido le apartó para siempre de la reentrada. Yelena pensó en Ekatherina durante el despegue. También pensó que esta vez no habría fallos y que en menos de una hora estaría de vuelta. Preparada para ver pasar rápido su Kemerobo natal bajo la nave, nunca pensó que aquella transición se repetiría una y otra vez durante los próximos cuarenta años. Piotr tenía miedo. Un miedo ancestral que anidaba en la parte alta de su intestino y que le impedía concentrarse en la misión. La imagen de todos sus camaradas perdidos se había instalado en su mente y agarrotaba todos sus sentidos. Apenas tardó un segundo en liberar sus terrores tras la entrada en órbita y el fallo consecutivo de tres de los sistemas auxiliares que le condenaban a vagar por el espacio eternamente. Igor era un hombre del campo, intrépido y valiente, fue el primero en ofrecerse voluntario tras el desastre encadenado. Estaba convencido de que todos los errores y fallos técnicos se habrían subsanado tras su vuelo y de que el programa alcanzaría el éxito al fin. Su decepción fue tan grande como la distancia que le separaría para siempre de la Tierra. Mijaíl se despertó angustiado aquella mañana. Había soñado con la brevedad, con la rapidez y la sucesión de las noches y los días. Subió al escueto habitáculo con un leve zumbido en la cabeza y tras un despegue tan breve como bestial, algo se rompió en su interior liberando todo el tiempo acumulado y llenando todos los recovecos de su futuro. Viktor no lloró por ninguno de ellos hasta que se encontró en órbita. Un minuto antes había perdido el contacto con la Tierra y era consciente de una nueva soledad entre haces de rayos cósmicos e imágenes difusas de una esfera infinitamente extensa tras la claraboya. En la sala de control en Bajkonur, nadie levantó la voz. Algunos rehuyeron cualquier mirada y abandonaron la sala en cuanto pudieron. El General Vrasenski apretó con su mano derecha el hombro de Yuri y salió al exterior del complejo buscando reaccionar con el duro golpe de un frío enero de 1961.
11
Hace quince años que trabajo de conductor de naves planetarias o planechips, como dicen ahora los jóvenes, y nunca me había aburrido tanto como en este largo y último viaje. Desde hace tiempo me ronda la idea de dejarlo, la profesión se había degradado, ni siquiera éramos pilotos – por supuesto que astronauta era demasiado arcaico -, simplemente éramos conductores. Igual que los de los autobuses de La Revolución Informática del siglo XX, o los de los carros romanos. No, a aquellos les llamaban aurigas, qué hermosa palabra. Nosotros éramos conductores. Realmente era así, las naves eran automáticas, las trayectorias predeterminadas, casi estaba programado cuándo tenía que mear. No llegaba a comprender por qué habían decidido que cada nave llevase, al menos, un tripulante: el maldito conductor. Pero conductor de ¿qué? Si mi nave, La Suburbana, iba completamente a su bola, no me consultaba cuándo pasar a ingravidez, aunque si me avisaba, no fuera que me golpeara al caer o me derramase el vaso de leche en el uniforme. Realmente no éramos ni conductores, quizá testigos de cargo. Cuando mi bisabuelo se hizo astronauta, allá por 2075, sí que eran buenos tiempos. La gente les respetaba, cada año, cada mes descubrían nuevos horizontes. La colonización de Marte fue apasionante ¡Cuántos se estrellaron o perecieron en estaciones mal protegidas! Allí estaba él, Antonio Romero, llevando material para la construcción de Cydonia Mensae. La hermosa capital del planeta. Luego supimos que en realidad fue una reconstrucción. A la vista de los hallazgos arqueológicos de finales de aquel siglo, estaba claro que Marte había tenido vida inteligente antes de nuestra llegada o, más probablemente, nuestro retorno. Después fue más sencillo, el desarrollo de los campos de fuerza simplificó la defensa de las ciudades de la frecuente caída de meteoritos. Se fundaron Elysium Planitia , Vastitas y Cimmeria. Una vez estuve en Cimmeria, fue igual que viajar al pasado. En el siglo XXII fue el mejor centro de vacaciones del Sistema, la Nueva Las Vegas la llamaban. En su subsuelo se descubrieron grandes cuevas con lagos de agua cristalina y un principio de atmósfera. Durante su esplendor, recibía miles de turistas adinerados que buceaban en sus lagos, jugaban en sus casinos y fornicaban en sus hoteles. Había de todo. Bueno, cuando yo estuve allí, ya era un sitio decadente, en parte transformado en Parque de Atracciones Históricas. Ahora los que pueden prefieren Ganímedes o el cinturón de Mercurio. Sin embargo hace 20 años las Agencias Espaciales entraron en bancarrota. Es difícil entender el capitalismo, yo lo único que sé es que si algo que se espera que crezca no crece, se muere por no crecer. Eso es lo que les pasó. En el 2325 se publicaron los trabajos de Molenaar. El célebre Cerrojo Molenaar. El matemático y astrofísico venía a decir que el ser humano nunca podría viajar a más de ½ de la velocidad de la luz, incluso opinaba que esa cifra estaba lejos de lo que un ser humano normal pueda soportar. Esa verdad tardó en calar en la gente. A los pocos días se empezó a extender una desilusión sin palabras entre los tripulantes. El tal Molenaar condenaba a los hombres a permanecer en su Sistema Solar. Era prácticamente imposible llegar en el lapso de una existencia a ninguna estrella que pudiera albergar vida, probablemente se debería viajar durante varias generaciones para lograr un contacto con un Sistema Estelar Habitable. Nuestra esperanza de descubrir nuevas fronteras se había terminado. Lograríamos habitar todas las rocas del Sistema Solar, incluso crear estaciones gigantes como planetas, pero nada de pasear fuera de la órbita de Plutón. ¿Para qué? Las bolsas lo detectaron un poco más tarde, pero la reacción fue fulminante. Si no podíamos llegar más lejos, con lo que sabíamos nos bastaba y no era necesario invertir en más investigación espacial. Mejor dedicar los recursos a cosas más “terrenas”. Las Agencias Espaciales se arruinaron y las Inmobiliarias hicieron tres años históricos. Se levantaron inmensas fortunas vendiendo parcelas en Venus o en Titán. Desde entonces, hemos perdido hasta el nombre: conductores, tiene narices. Bueno, el caso es que me decidí. He comprado una parcela en La Tierra, un poco tradicional, pero había ahorrado y encontré un lugar muy hermoso en Asturias. De allí era mi bisabuelo Antonio, digamos que vuelvo a mis raíces. Al fin me liberaré de la triste sensación del Universo. Desde las ventanas de La Suburbana, el firmamento estaba lleno de estrellas y galaxias que nunca visitaríamos. Era un Universo cruel que nos dejaba ver su hermosura, pero nunca alcanzarla. El maldito Molenaar había transformado la emoción que la visión de las estrellas me producía, ahora tenía la sensación de ver una proyección de cine antiguo, en dos dimensiones, puesto que era evidente que nos había robado la profundidad.
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Sin esmerarse en el silencio, Después del rumor de unas ramas batidas por
el viento,
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vida esférica en movimiento pequeña luz de Sergei que parpadea música de las esferas viento del sol terrestre magos de la Tierra yaciente dios de la luz azul lejana y fría
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Debe de ser una imagen extraña la que compongo flotando en el espacio con este pesado traje de quince capas que se suponía me iba a proteger de todo pero que finalmente será mi tumba… Una momia del siglo XX para los futuros arqueólogos del espacio. Una imagen tan extravagante que por un momento me he visto como aquel tipo alucinado del tango “Balada para un loco”. ¿Lo conocen?: “… medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies y una banderita de taxi libre levantada en cada mano (…) medio bailando y medio volando”. Pues así me veo yo, un loco bailando y volando entre estrellas de distintos colores que, curiosamente, no parpadean; un loco dentro de este casco de astronauta con vistas panorámicas al infinito. Y la inevitable nostalgia del mundo que dejé, porque el espacio sideral por el que vago desde hace días no es en realidad espacio, es más idea, concepto, que me sobrecoge con su ausencia de esquinas, de placitas y autopistas, con el eco de su silencio, porque eso de la Música de las Estrellas, de la Sinfonía del Universo es pura patraña, un invento de aquellos que desde la Tierra miran al firmamento agarrados a una mano enamorada. ¡Qué aburrimiento la Eternidad! Perdido en esta inmensidad, uno comprende que si hay un Dios, si Dios es este universo que nos envuelve, tuvo que crear al hombre para despabilarse de su modorra divina, de su bostezo perpetuo. El hombre: el bufón necesario para que Dios se estremezca en su lecho infinito, un ente imprevisible, una desviación en la geometría del cosmos. Sí, qué aburrimiento. Y qué nostalgia de mi pequeño universo hecho de cosas pequeñas: el café y el puro de la sobremesa; el sol que me calienta el brazo mientras conduzco y en la radio suena Elvis, pongamos; la lluvia y los charcos; las trifulcas con mis amigos por el penalti que sí fue no fue… hasta de los atascos tengo nostalgia, y de la mierda de los perros en las aceras y del humo de los coches. Estoy muy solo aquí arriba… aquí abajo… aquí en medio. Aunque sé que hay otros paseantes del universo, personajes fantasmagóricos que como yo flotan en esta espectacular Nada. Ayer me encontré con uno de ellos. Algo realmente milagroso si pensamos que la probabilidad de que esto ocurriera era casi nula. Lo vi venir desde lejos. Viajaba sobre un montón
de chatarra ?toneladas de chatarra vagan por el espacio, no sé
si lo sabían?, y parecía un náufrago a la deriva
en una embarcación de pesadilla. Me adelantó, pasó
muy cerca de mí saludándome con la mano en alto. Yo también
le saludé. Y me hubiera gustado embarcarme en su destartalada nave,
a su lado, para viajar juntos hasta el final y no morir en monstruosa
soledad. Pero ni siquiera mi mano enguantada alcanzó a estrechar
la suya. Sólo nuestras miradas se encontraron, y nos sonreímos
con una sonrisa lenta y triste. Luego le vi alejarse. Se perdió.
Yo también me perdí para él. Fue el encuentro de
dos espectros sin rumbo, aunque ingenuamente imaginé que nos reencontrábamos
en algún bulevar de la Tierra, caminando entre árboles de
hojas caducas, rodeados de niños realmente niños y de mujeres
de cuerpo de primavera y ojos soñadores. Y así estoy, con estos pensamientos que pronuncio en voz alta por si alguien en algún lugar pudiera oírme, con el permanente silbido del ventilador de la mochila reciclando el aire de este traje de fantoche, esperando a que se agote el oxígeno y llegue el Fin, medio bailando y medio volando entre estrellas fugaces y meteoritos bobos.
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Si hay un dato que unifica todas las grabaciones nave - base de las expediciones previas a la total conquista del espacio por la madre URSS, se trata, sin duda, de la presencia en todas ellas del coronel Anatoli Torpov, ingeniero jefe del programa espacial. La mayoría de las más de cien mil referencias audiovisuales rescatadas (1) lo sitúan como el interlocutor encargado de la comunicación intraespacial. El primer ejemplo hallado tras el exhaustivo descifrado del equipo Nonononov fue un fragmento de comunicación datado después de 1956. Durante el tercer intento de posicionamiento orbital de un ser humano, el equipo de navegación sufrió un colapso que obligó a una reparación en vuelo. La nave se hallaba en maniobra de despegue por lo que la operación duró en realidad muy poco. La cinta ofrece unos segundos medianamente audibles, entre los que se sospecha aparece una referencia al citado Torpov:
Aunque en esta grabación no queda claro que el coronel Torpov sea efectivamente el interlocutor, son tantas las referencias directas a su nombre (aunque las más comunes se refieran a su familia) que parece imposible que puedan aludir a otra persona (2). El supuesto fracaso de una tras otra expedición llevó a pensar a los superiores del Coronel Torpov sobre su incapacidad operativa, sin embargo la trayectoria vital y el trabajo de nuestro héroe nos prohibe dudar de su valía. Véase el extracto de la siguiente grabación, referente al vuelo 035879 de los Idus de Marzo de 1960
Ya el profesor Alexander Levinsky manifestó sus dudas acerca de la responsabilidad de este gran padre de la patria, en el congreso de Astronáutica Acelerada del pasado diciembre en la Universidad Complutense de Barakaldo, sobre los sucesivos accidentes en aquella década iniciática. Tomando como base de su argumentación la trilogía de grabaciones del XVIII viaje, donde se sustituyó al ser humano por un mandril de culo rosado de Borneo, Levinsky arguye que Torpov es el verdadero responsable de aquel cúmulo de desastres. No obstante, el reciente descubrimiento de ciertas noveluchas de ficción científica en la mesilla del hotel del profesor Levinsky, tales como Solaris de Lem, Cien años de soledad, de García y Sandokán de Salgari, desacreditan cualquier tipo de opinión y lo enfrentan a un juicio severo por parte de cualquier lector que se precie hoy en día. Citamos en cualquier caso la hipótesis de Levinsky pese a su carácter exótico y desacostumbrado. Que el lector opine.
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